Primer Domingo de Adviento. Sobre el Juicio Final.
San Juan Bautista Mª Vianney, Cura de Ars.
Entonces verán al Hijo del hombre viniendo con gran poder y majestad terrible, rodeado de los ángeles y de los santos. (Lc. XXI, 27)
No es ya, hermanos míos, un Dios revestido de nuestra flaqueza, oculto en la obscuridad de un pobre establo, reclinado en un pesebre, saciado de oprobios, oprimido bajo la pesada carga de su cruz; es un Dios revestido de todo el brillo de su poder y de su majestad, que hace anunciar su venida por medio de los más espantosos prodigios, es decir, por el eclipse del sol y de la luna, por la caída de las estrellas, y por un total trastorno de la naturaleza. No es ya un Salvador que viene como manso cordero a ser juzgado por los hombres y a redimirlos ; es un Juez justamente indignado que juzga a los hombres con todo el rigor de su justicia. No es ya un Pastor caritativo que viene en busca de las ovejas extraviadas para perdonarlas ; es un Dios vengador que viene a separar para siempre los pecadores de los justos, a aplastar los malvados con su más terrible venganza, a anegar los justos en un torrente de dulzuras. Momento terrible, momento espantoso, ¿cuándo llegarás ? Momento desdichado ¡ay ! quizás en breve llegarán a nuestros oídos los anuncios precursores de este juez tan temible para el pecador. ¡Oh pecadores ! salid de la tumba de vuestros pecados, venid al tribunal de Dios, venid a aprender de qué manera será tratado el pecador. El impío, en este mundo, parece hacer gala de desconocer el poder de Dios, viniendo a los pecadores sin castigo ; llega hasta decir : No, no, no hay Dios ni infierno ; o bien : No atiende Dios a lo que pasa en la tierra. Pero dejad que venga el juicio, y en aquel día grande Dios manifestará su poder y mostrará a todas las naciones que El lo ha visto todo y de todo ha llevado cuenta.
¡Que diferencia, hermanos míos, entre estas maravillas y las que Dios obró al crear el mundo ! Que las aguas rieguen y fertilicen la tierra, dijo entonces el Señor; y en el mismo instante las aguas cubrieron la tierra y le dieron fecundidad. Pero, cuando venga a destruir el mundo, mandará al mar saltar sus barreras con ímpetu espantoso, para engullir el universo entero en su furor. Creó Dios el cielo, y ordenó a las estrellas que se fijasen en el firmamento. Al mandato de su voz, el sol alumbró el día y la luna presidió la noche. Pero, en aquel día postrero, el sol se obscurecerá, y no darán ya más lumbre la luna y las estrellas. Todos estos astros caerán con estruendo formidable.
¡Qué diferencia, hermanos míos ! Para crear el mundo empleó Dios seis días ; para destruirle, un abrir y cerrar de ojos bastará. Para crearle, a nadie llamó que fuese testigo de tantas maravillas ; para destruirle, todos los pueblos se hallarán presentes, todas las naciones confesarán que hay un Dios y reconocerán su poder. ¡Venid, burlones impíos, venid incrédulos refinados, venid a ver si existe o no Dios, si ha visto o no todas vuestras acciones, si es o no todopoderoso ! ¡Oh Dios mío ! ¡cómo cambiará de lenguaje el pecador en aquella hora ! ¡ qué lamentos ! ¡ ay ! cómo se arrepentirá de haber perdido un tiempo tan precioso ! Mas no es tiempo ya, todo ha concluido para el pecador, no hay esperanza. ¡Oh, qué terrible instante será aquél ! Dice San Lucas que los hombres quedarán yertos de pavor, pensando en los males que les esperan. ¡Ay ! hermanos míos, bien puede uno quedarse yerto de temor y morir de espanto ante la amenaza de una desdicha infinitamente menor que la que al pecador le espera y que ciertísimamente le sobrevendrá si continúa viviendo en el pecado.
Hermanos míos, si en este momento en que me dispongo a hablarles del juicio, al cual compareceremos todos para dar cuenta de todo el bien y de todo el mal que hayamos hecho, y recibir la sentencia de nuestro definitivo destino al cielo o al infierno, viniese un ángel a anunciarnos ya de parte de Dios que dentro de veinticuatro horas todo el universo será abrasado en llamas por una lluvia de fuego y azufre ; si empezaran ya a oír que el trueno retumba y a ver que la tempestad enfurecida azota sus casas ; que los relámpagos se multiplican hasta convertir el universo en globo de fuego ; que el infierno vomita ya todos su réprobos, cuyos gritos y alaridos se dejan oír hasta los confines del mundo, anunciando que el único medio de evitar tanta desdicha es dejar el pecado y hacer penitencia ; ¿podrían escuchar, hermanos míos, a esos hombres sin derramar torrentes de lágrimas y clamar misericordia ? ¿No se les vería arrojarse a los pies de los altares pidiendo clemencia ? ¡Oh ceguera, oh desdicha incomprensible, la del hombre pecador ! los males que su pastor les anuncia son aún infinitamente más espantosos y dignos de arrancar sus lágrimas, de desgarrar sus corazones.
¡Ah ! estas terribles verdades van a ser otras tantas sentencias que pronunciarán su condenación eterna. Pero la más grande de todas las desdichas es que sean insensibles a ellas y continúen viviendo en pecado sin reconocer su locura hasta el momento en que ya no haya remedio para ustedes. Un momento más, y aquel pecador que vivía tranquilo en el pecado será juzgado y condenado ; un instante más, y llevará consigo sus lamentos por toda la eternidad. Sí, hermanos míos, seremos juzgados, nada más cierto ; sí, seremos juzgados sin misericordia (*si mueres sin arrepentimiento) ; sí, eternamente nos lamentaremos de haber pecado.
1.- Leemos la Sagrada Escritura, hermanos míos, que cada vez que Dios quiere enviar algún azote al mundo o a su Iglesia, lo hace siempre preceder de algún signo que comience a infundir el terror en los corazones y los lleve a aplacar la divina justicia. Queriendo anegar el universo en un diluvio, el arca de Noé, cuya construcción duró cien años, fue una señal para inducir a los hombres a penitencia, sin la cual todos debían perecer. El historiador Josefo refiere que, antes de la destrucción de Jerusalén, se dejó ver, durante un largo tiempo, un cometa en forma de alfanje, que ponía a los hombres en consternación. Todos se preguntaban : ¡Ay de nosotros ! ¿qué querrá anunciar esta señal ? tal vez una gran desgracia que Dios va a enviarnos. La luna estuvo sin alumbrar ocho noches seguidas ; la gente parecía no poder ya vivir más. De repente, aparece un desconocido que, durante tres años, no hace sino gritar, día y noche, por las calles de Jerusalén : ¡Ay de Jerusalén! ¡Ay de Jerusalén ! … Le prenden ; le azotan con varas para impedirle que grite ; nada le detiene. Al cabo de tres años exclama : ¡Ay ! ¡ay de Jerusalén ! y ¡ay de mí ! Una piedra lanzada por una máquina le cae encima y le aplasta en el mismo instante. Entonces todos los males que aquel desconocido había presagiado a Jerusalén vinieron sobre ella. El hambre fue tan dura que las madres llegaron a degollar a sus propios hijos para alimentarse con su carne. Los habitantes, sin saber por qué, se degollaban unos a otros ; la ciudad fue tomada y como aniquilada ; las calles y las plazas estaban todas cubiertas de cadáveres ; corrían arroyos de sangre ; los pocos que lograron salvar sus vidas fueron vendidos como esclavos.
Mas, como el día del juicio será el más terrible y espantoso de cuantos haya habido, le precederán señales tan horrendas, que llevarán el espanto hasta el fondo de los abismos. Nos dice el Señor que, en aquel momento infausto para el pecador, el sol no dará ya más luz, la luna será semejante a una mancha de sangre, y las estrellas caerán del firmamento. El aire estará tan lleno de relámpagos que será un incendio todo él, y el fragor e los truenos será tan grande que los hombres quedarán yertos de espanto. Los vientos soplarán con tanto ímpetu, que nada podrá resistirles. Árboles y casas serán arrasadas al caos de la mar ; el mismo mar de tal manera será agitado por las tempestades, que sus olas se elevarán cuatro codos por encima de las más altas montañas y bajarán tanto que podrán verse los horrores del abismo ; todas las criaturas, aun las insensibles, parecerán quererse aniquilar, para evitar la presencia de su Criador, al ver cómo los crímenes de los hombres han manchado y desfigurado la tierra. Las aguas de los mares y de los ríos hervirán como aceite sobre brasas ; los árboles y plantas vomitarán torrentes de sangre ; los terremotos serán tan grandes que se verá la tierra hundirse por todas partes ; la mayor parte de los árboles y de las bestias serán tragados por el abismo, y los hombres, que sobrevivan aún, quedarán como insensatos ; los montes y peñascos se desplomarán con horrorosa furia. Después de todos éstos horrores se encenderá fuego en los cuatro ángulos del mundo : fuego tan violento que consumirá las piedras, los peñascos y la tierra, como briznas de paja echadas en un horno. El universo entero será reducido a cenizas ; es preciso que esta tierra manchada con tantos crímenes sea purificada por el fuego que encenderá la cólera del Señor, de un Dios justamente irritado.
Una vez que esta tierra cubierta de crímenes sea purificada, enviará Dios, hermanos míos, a sus ángeles, que harán sonar la trompeta por los cuatro ángulos del mundo y dirán a todos los muertos : Levantaos, muertos, salid de vuestras tumbas, venid y compareced a juicio. Entonces, todos los muertos, buenos y malos, justos y pecadores, volverán a tomar la misma forma que tenían antes ; el mar vomitará todos los cadáveres que guarda encerrados en su caos , la tierra devolverá todos los cuerpos sepultados, desde tantos siglos, en su seno. Cumplida esta revolución, todas las almas de los santos descenderán del cielo resplandecientes de gloria y cada alma se acercará a su cuerpo, dándole mil y mil parabienes. Ven, le dirá, ven, compañero de mis sufrimientos ; si trabajaste por agradar a Dios, si hiciste consistir tu felicidad en los sufrimientos y combates, ¡oh que bienes nos están reservados ! Hace ya más de mil años que yo gozo de esta dicha ; ¡oh, qué alegría para mí venir a anunciarte tantos bienes como nos están preparados para la eternidad. Venid, benditos ojos, que tantas veces os cerrasteis en presencia de los objetos impuros, por temor de perder la gracia de vuestro Dios, venid al cielo, donde no veréis sino bellezas jamás vistas en el mundo. Venid, oídos míos, que tuvísteis horror a las palabras y a los discursos impuros y calumniosos ; venid y escucharéis en el cielo aquella música celeste que os arrobará en éxtasis continuo. Venid, pies míos y manso mías, que tantas veces os empleasteis en aliviar a los desgraciados ; vamos a pasar nuestra eternidad en el cielo, donde veremos a nuestro amable y caritativo Salvador que tanto nos amó. ¡Ah ! allí verás a Aquel que tantas veces vino a descansar en tu corazón. ¡Ah ! allí veremos esa mano teñida aún en sangre de nuestro divino Salvador, por la cual El nos mereció tanto gozo. En fin, el cuerpo y el alma de los santos se darán mil y mil parabienes ; y esto por toda la eternidad.
Luego que todos los santos hayan vuelto a tomar sus cuerpos, radiantes todos allí de gloria según las buenas obras y las penitencias que hayan hecho, esperarán gozosos el momento en que Dios, a la faz del universo entero, revele, una por una, todas las lágrimas, todas las penitencias, todo el bien que ellos hayan realizado durante su vida ; felices ya con la felicidad del mismo Dios. Esperad, les dirá el mismo Jesucristo, esperad, quiero que todo el universo se goce en ver cuánto han trabajado. Los pecadores endurecidos, los incrédulos decían que yo era indiferente a cuanto ustedes hicieron por mí ; pero yo voy a mostrarles, en este día que a su lado me hallaba yo sobre cadalsos. Vengan todos y comparezcan delante de esos pecadores que me despreciaron y ultrajaron, que osaron negar que yo existiera y que los viera. Vengan, hijos míos, vengan, mis amados, y verán cuán bueno he sido y cuán grande fue mi amor para con ustedes.
Contémplense por un instante, hermanos míos, a ese infinito número de almas justas que entran de nuevo en sus cuerpos, haciéndolos semejantes a hermosos soles. Miren a todos esos mártires, con las palmas en la mano. Miren a todas esas vírgenes, con la corona de la virginidad en sus sienes. Miren a todos esos apóstoles, a todos esos sacerdotes ; tantas cuantas almas salvaron, otros tantos rayos de gloria los embellecen. Todos ellos, hermanos míos, dirán a María, la Virgen-Madre : Vamos a reunirnos con Aquel que está en el cielo, para dar nuevo esplendor de gloria a vuestra hermosura.
Pero no, un momento de paciencia ; ustedes fueron despreciados, calumniados y perseguidos por los malvados ; justo es que, antes de entrar en el reino eterno, vengan los pecadores a darles satisfacción honrosa.
Mas ¡terrible y espantosa mudanza ! oigo la misma trompeta llamando a los réprobos para que salgan de los infiernos. ¡Vengan, pecadores, verdugos y tiranos, dirá Dios que a todos quería salvar, vengan, comparezcan ante el tribunal del Hijo del Hombre, ante Aquél de quien tantas veces atrevidamente pensaron que no los veía ni los oía ! Vengan y comparezcan, porque cuantos pecados cometieron en toda su vida serán manifestados a la faz del universo. Entonces clamará el ángel : ¡Abismos del infierno, abrid sus puertas ! ¡ vomiten a esos réprobos ! su juez los llama. ¡ Ah, terrible momento ! todas aquellas desdichadas almas réprobas, horribles como demonios, saldrán de los abismos e irán como desesperadas, en busca de sus cuerpos. ¡Ah, momento cruel ! en el instante en que el alma entrará en su cuerpo, este cuerpo experimentará todos los rigores del infierno. ¡Ah ! este maldito cuerpo, estas malditas almas se echarán mil y mil maldiciones. ¡Ah ! maldito cuerpo, dirá el alma a su cuerpo que se arrastró y revolcó por el fango de sus impurezas ; hace ya más de mil años que yo sufro y me abraso en los infiernos. Vengan malditos ojos, que tantas veces se recrearon en miradas deshonestas a ustedes mismos o a los demás, vengan al infierno a contemplar los monstruos más horribles. Vengan, malditos oídos, que tanto gusto hallaron en las palabras y discursos impuros, vengan a escuchar eternamente los gritos, alaridos y rugidos de los demonios. Ven, lengua y boca malditas, que dieron tantos besos impuros y que nada omitieron para satisfacer su sensualidad y su gula, ven al infierno, donde la hiel de los dragones será su único alimento. ¡Ven, cuerpo maldito, a quien tanto procuré contentar ; ven a ser arrojado por una eternidad en un estanque de fuego y de azufre encendido por el poder y la cólera de Dios ! ¡Ah ! ¿quién es capaz de comprender, ni menos de expresar las maldiciones que el cuerpo y el alma mutuamente se echarán por toda la eternidad ?
Sí, hermanos míos, vean a todos los justos y los réprobos que han recobrado su antigua figura, es decir, sus cuerpos tal como nosotros los vemos ahora, y esperan a su juez, pero un juez justo y sin compasión, para castigar o recompensar, según el mal o el bien que hayamos hecho. Véanlo que llega ya, sentado en un trono, radiante de gloria, rodeado de todos los ángeles, precedido del estandarte de la cruz. Los malvados viendo a su juez, ¿qué digo ? viendo a Aquel a quien antes vieron ocupado solamente en procurarles la felicidad del paraíso, y que, a pesar de El, se han condenado, exclamarán : Montañas, aplástenos, arrebátenos de la presencia de nuestro juez ; peñascos, caigan sobre nosotros ; ¡ah, por favor, precipítenos en los infiernos ! No, no, pecador, acércate y ven a rendir cuenta de toda tu vida. Acércate, desdichado, que tanto despreciaste a un Dios tan bueno. ¡Ah juez mío, padre mío, criador mío, ¿dónde están mi padre y mi madre que me condenaron ? ¡Ah ! quiero verlos ; quiero reclamarles el cielo que dejaron perder. ¡Ay, padre ! ¡Ay, madre ! fueron ustedes los que me condenaron ; fueron ustedes la causa de mi desdicha. No, no, al tribunal de tu Dios ; no hay remedio para ti. ¡Ah ! juez mío, exclamará aquella joven…, ¿dónde está aquel libertino que me robó el cielo ? No, no, adelántate, no esperes socorro de nadie… estás condenada ! no hay esperanza para ti ; sí, estás perdida ; sí, todo está perdido, puesto que perdiste a tu alma y a tu Dios. ¡Ah ! ¿quién podrá comprender la desdicha de un condenado que verá enfrente de sí, al lado de los santos, a su padre o a su madre, radiantes de gloria y destinados al cielo, y a sí mismo reservado para el infierno ? Montañas, dirán estos réprobos, sepúltenos ; ¡ah, por favor, caigan sobre nosotros ! ¡Ah, puertas del abismo, ábranse para sepultarnos en él ! No, pecador ; tú siempre despreciaste mis mandamientos ; pero hoy es el día en que yo quiero mostrarte que soy tu dueño. Comparece delante de mí con todos tus crímenes (pecados), de los cuales no es más que un tejido tu vida entera. ¡Ah, entonces será, dice el profeta Ezequiel, cuando el Señor tomará aquel gran pliego milagroso donde están escritos y consignados todos los crímenes (pecados) de los hombres. ¡Cuántos pecados que jamás aparecieron a los ojos del mundo van ahora a manifestarse ! ¡Ah ! tiemblen los que, hace quizás quince o veinte años, vienen acumulando pecado sobre pecado. ¡Ay, desgraciados de ustedes !
Entonces Jesucristo, con el libro de las conciencias en la mano, con voz de trueno formidable, llamará a todos los pecadores para convencerlos de todos los pecados que hayan cometido durante su vida. Vengan, impúdicos, les dirá, acérquense y lean, día por día ; miren todos los pensamientos que mancharon su imaginación, todos los deseos vergonzosos que corrompieron su corazón ; lean y cuenten sus adulterios ; vean el lugar, el momento en que los cometieron ; vean la persona con la cual pecaron. Lean todas sus voluptuosidades y lascivias, lean y cuenten bien cuántas almas han perdido, que tan caras me habían costado. Más de mil años llevaba ya su cuerpo podrido en el sepulcro y su alma en el infierno, y aún su libertinaje seguía arrastrando almas a la condenación. ¿Ven a esa mujer a quien perdieron, a ese marido, a esos hijos, a esos vecinos ? Todos claman venganza, todos los acusan de su perdición, de que, a no ser por ustedes, habrían ganado el cielo. Vengan, mujeres mundanas, instrumentos de Satanás, vengan y lean todo el cuidado y el tiempo que emplearon en componerse y arreglarse ; cuenten la multitud de malos pensamientos y de malos deseos que suscitaron en las personas que las vieron. Miren todas las almas que las acusan de su perdición. Vengan, maldicientes, sembradores de falsas nuevas, vengan y lean, aquí están escritas todas sus maledicencias, sus burlas, y sus maldades ; aquí tienen todas las desensiones que causaron, aquí tienen todas las pérdidas y todos los daños de que su maldita lengua fue causa principal. Vayan, desdichados, a escuchar en el infierno los gritos y los aullidos espantosos de los demonios. Vengan, malditos avaros, lean y cuenten ese dinero y esos bienes perecederos a los cuales apegaron su corazón, con menosprecio de su Dios, y por los cuales sacrificaron su alma. ¿Han olvidado su dureza para con los pobres ? Aquí la tienen, lean y cuenten. Vean aquí su oro y su plata, pídanles ahora que los socorran, díganles que los libren de mis manos. Vayan, malditos, a lamentar su miseria en los infiernos. Vengan vengativos, lean y vean todo cuanto hicieron en daño de su prójimo, cuenten todas las injusticias, todos los pensamientos de odio y de venganza que alimentaron en su corazón ; vayan desdichados, al infierno. ¡Ah rebeldes ! mil veces se lo avisaron mis ministros, que, si no amaban a su prójimo como a ustedes mismos, no habría perdón para ustedes. Apártense de mí, malditos, vayan al infierno, donde serán víctimas de mi cólera eterna, donde aprenderán que la venganza está reservada sólo a Dios. Ven, ven bebedor, acércate, mira hasta el último vaso de vino, hasta el último bocado de pan que quitaste de la boca de tu esposa y de tus hijos ; he aquí tus excesos, ¿los reconoces ? ¿son tuyos realmente, o los de tu vecino ? He aquí el número de noches y de días que pasaste en las cantinas, los domingos y fiestas ; he aquí, una por una, las palabras deshonestas que dijiste en tu embriaguez ; he aquí todos los juramentos, todas las imprecaciones que vomitaste ; he aquí todos los escándalos que dijiste a tu esposa, a tus hijos y a tus vecinos. Sí, todo lo he escrito, todo lo he contado. Vete, desdichado, a embriagarte de la hiel de mi cólera en los infiernos. Vengan, mercaderes, obreros, todos, cualquiera que fuera su estado ; vengan, denme cuenta, hasta el último centavo, de todo lo que compraron y vendieron ; vengan, examinemos juntos si sus medidas y sus cuentas concuerdan con las mías. Vean, mercaderes, el día en que engañaron a ese niño. Vean aquél otro día en que exigieron doblado precio por su mercancía. Vengan, padres, madres, denme cuenta de esas almas que yo les confié ; denme cuenta de todo lo que hicieron sus hijos y sus criados ; vean todas las veces que les dieron permiso para ir a lugares y juntarse con compañías que les fueron ocasión de pecado. Vean todos los malos pensamientos y deseos que su hija inspiró ; vean todos sus abrazos y otras acciones infames ; vean todas las palabras impuras que pronunció su hijo. Pero, Señor, dirán los padres y madres, yo no le mandaba tales cosas. No importa, les dirá el juez, los pecados de tus hijos son pecados tuyos. ¿Dónde están las virtudes que les hiciste practicar ? ¿dónde los buenos ejemplos que les diste y las buenas obras que les mandaste hacer ? ¡Ay ! ¿qué va a ser de esos padres y madres que ven cómo van sus hijos, uno al baile, otros al juego o a la cantina, y viven tranquilos ? ¡Oh, Dios mío, qué ceguera ! ¡Oh, qué cúmulo de crímenes (pecados), por los cuales van a verse abrumados en aquellos terribles momentos ! ¡Oh ! ¡cuántos pecados ocultos, que van a ser publicados a la faz del universo ! ¡Oh, abismos de los infiernos ! ábranse para engullir a esas muchedumbres de réprobos que no han vivido sino para ultrajar a su Dios y condenarse.
Pero entonces, me dirán, ¿todas las buenas obras que hemos hecho de nada servirán ? Nuestros ayunos, nuestras penitencias, nuestras limosnas, nuestras comuniones, nuestras confesiones, ¿quedarán sin recompensa ? No, les dirá Jesucristo, todas sus oraciones no eran otra cosa que rutinas ; sus ayunos, hipocresías ; sus limosnas, vanagloria ; su trabajo no tenía otro fin que la avaricia y la codicia ; sus sufrimientos no iban acompañados sino de quejas y murmuraciones ; en todo cuanto hacían, yo no entraba para nada. Por otra parte, los recompensé con bienes temporales : bendije su trabajo ; di fertilidad a sus campos y enriquecí a sus hijos ; del poco bien que hicieron, os di toda la recompensa que podrían esperar. En cambio les dirá Jesús, sus pecados viven todavía, vivirán eternamente delante de Mí ; vayan, malditos, al fuego eterno, preparado para todos los que me despreciaron durante su vida.
II.- Sentencia terrible, pero infinitamente justa. ¿Qué cosa más justa, en verdad, para un pecador que toda su vida no hizo sino arrastrarse en el crimen, a pesar de las gracias que el Señor le ofrecía sin cesar para que saliera de él ? ¿Ven a esos impíos que se mofaban de su pastor, que despreciaban la palabra de Dios, que hacían chanza de lo que su pastor les decía ? ¿Ven a esos pecadores que hacían gala de no tener religión, que su burlaban de quienes la practicaban ? ¿Ven a esos malos cristianos que siempre tenían en los labios horribles blasfemias, que se gloriaban de hallar, no obstante, el pan bien sabroso, que afirmaban no tener necesidad de confesarse ? ¿Ven a esos incrédulos que aseguraban que todo concluía con la muerte ? ¿Ven ahora su desesperación ? ¿oyen cómo confiesan su impiedad ? ¿cómo claman misericordia ? Mas ahora todo está acabado ; el infierno es su sola herencia. ¿Ven a ese orgulloso que escarnecía y despreciaba a todo el mundo ? ¿le ves abismado en su corazón, condenado por una eternidad bajo los pies de los demonios ? ¿Ves a ese incrédulo que decía que no hay Dios ni infierno ? ¿Lo ves confesar a la faz de todo el universo que hay un Dios que lo juzga y un infierno donde va a ser precipitado para jamás salir de él ? Verdad es que Dios dará a todos los pecadores libertad de presentar sus razones y excusas para justificarse, si es que pueden. Mas, ¡ay ! ¿qué podrá decir un criminal que no ve en sí mismo sino crimen e ingratitud ? ¡Ay ! todo lo que el pecador pueda decir en aquel momento infausto sólo servirá para mostrar más y más su impiedad y su ingratitud.
He aquí, sin duda, hermanos míos, lo que habrá de más espantoso en aquel terrible momento: será el ver nosotros que Dios nada perdonó para salvarnos ; que nos hizo participantes de los méritos infinitos de su muerte en la cruz ; que nos hizo nacer en el seno de su Iglesia ; que nos dio pastores para mostrarnos y enseñarnos todo lo que debíamos hacer para ser felices. Nos dio los Sacramentos para hacernos recobrar su amistad cuantas veces la habíamos perdido; no puso límite al número de pecados que quería perdonarnos ; si nuestra conversión hubiese sido sincera, estábamos seguros de nuestro perdón. Nos esperó años enteros, por más que nosotros no vivíamos sino para ultrajarle ; no quería perdernos, mejor dicho, quería en absoluto salvarnos ; ¡ y nosotros no quisimos ! Nosotros mismos lo forzamos por nuestros pecados a lanzar contra nosotros sentencia de eterna condenación : Vayan, hijos malditos, vayan a reunirse con aquel a quien imitasteis ; por mi parte, no los reconozco sino para aplastarlos con todos los furores de mi cólera eterna.
Vengan, nos dice el Señor por uno de sus profetas, vengan, hombres, mujeres, ricos y pobres, pecadores, quienesquiera que sean, sea el que fuere su estado y condición, digan todos, digan sus razones, y yo diré las mías. Entremos en juicio, pesémoslo todo con el peso del santuario. ¡Ah ! terrible momento para un pecador, que, por cualquier lado que considere su vida, no ve más que pecado, sin cosa buena. ¡Dios mío ! ¡qué va a ser de él ! En este mundo, el pecador siempre encuentra excusas que alegar por todos los pecados que ha cometido ; lleva su orgullo hasta el mismo tribunal de la penitencia, donde no debiera comparecer sino para acusarse y condenarse a sí mismo. Unas veces, la ignorancia ; otras, las tentaciones demasiado violentas ; otras en fin, las ocasiones y los malos ejemplos : tales son las razones que, todos los días, están dando los pecadores para encubrir la enormidad de sus crímenes (pecados). Vengan, pecadores orgullosos, veamos si sus excusas serán bien recibidas el día del juicio ; explíquenlo delante de Aquel que tiene la antorcha en la mano, y que todo lo vio, todo lo contó y todo lo pesó. ¡No sabías--- dices--- que aquello fuese pecado ! ¡Ah, desdichado ! te dirá Jesucristo : si hubieses nacido en medio de las naciones idólatras, que jamás oyeron hablar del verdadero Dios, pudiera tener alguna excusa tu ignorancia ; pero ¿tú, cristiano, que tuviste la dicha de nacer en el seno de la mi Iglesia, de crecer en el centro de la luz, tú que a cada instante oías hablar de la eterna felicidad ? Desde tu infancia te enseñaron lo que debías hacer para procurártela ; y tú, a quien jamás cesaron de instruir, de exhortar y de reprender, ¿te atreves aún a excusarte con tu ignorancia ? ¡Ah, desdichado ! si viviste en la ignorancia, fue sencillamente porque no quisiste instruirte, porque no quisiste aprovecharte de las instrucciones o huiste de ellas. ¡Vete, desgraciado, vete ! ¡ tus excusas sólo sirven para hacerte más digno aún de maldición ! Vete, hijo maldito, al infierno, a arder en él con tu ignorancia.
Pero --- dirá otro --- es que mis pasiones eran muy violentas y mi debilidad muy grande. Mas --- le dirá el Señor --- ya que Dios era tan bueno que te hacía conocer tus debilidades, ya que tus pastores te advertían que debías velar continuamente sobre ti mismo y mortificarte, para dominarlas, ¿por qué hacías tú precisamente todo lo contrario ? ¿Por qué tanto cuidado en contentar tu cuerpo y tus gustos ? Dios te hacía conocer tu flaqueza, ¿y tú caías a cada instante ? ¿Por qué, pues, no recurrir a Dios en demanda de su gracia ? ¿por qué no escuchar a tus pastores que no cesaban de exhortarte a pedir las gracias y las fuerzas necesarias para vencer al demonio ? ¿Por qué tanta indiferencia y desprecio por los Sacramentos, donde hubieras hallado abundancia de gracia y de fuerza para hacer el bien y evitar el mal ? ¿Por qué tan frecuente desprecio de la palabra de Dios, que te hubiera guiado por el camino que debías seguir para llegar a El ? ¡Ah, pecadores ingratos y ciegos ! todos estos bienes estaban a su disposición ; de ellos podían servirse como tantos otros se sirvieron ¿Qué hiciste para impedir tu caída en el pecado ? No oraste sino por rutina o por costumbre. ¡Vete, desdichado ! Cuanto más conocías tu flaqueza, tanto más debías haber recurrido a Dios, que te hubiera sostenido y ayudado en la obra de tu salvación. Vete, maldito, por ella te haces aún más criminal.
Pero, ¡las ocasiones de pecar son tantas ! --- dirá todavía otro. --- Amigo mío, tres clases conozco de ocasiones que pueden conducirnos al pecado. Todos los estados tienen sus peligros. Tres clases hay, digo, de ocasiones : aquellas a las cuales estamos necesariamente expuestos por los deberes de nuestro estado, aquellas con las cuales tropezamos sin buscarlas, y aquellas en las cuales nos enredamos sin necesidad. Si las ocasiones a las cuales nos exponemos sin necesidad no han de servirnos de excusa, no tratemos de excusar un pecado con otro pecado. Oíste cantar --- dices --- una mala canción ; oíste una maledicencia o una calumnia ; pero ¿por qué frecuentabas aquella casa o aquella compañía ? ¿por qué tratabas con aquellas personas sin religión ? No sabías que quien se expone al peligro es culpable y en él perecerá ? El que cae sin haberse expuesto, en seguida se levanta, y su caída le hace aún más vigilante y precavido. Pero ¿ no ves que Dios, que nos ha prometido su socorro en nuestras tentaciones, no nos lo ha prometido para el caso en que nosotros mismos tengamos la temeridad de exponernos a ellas ? Vete, desgraciado, has buscado la manera de perderte a ti mismo ; mereces el infierno que está reservado a los pecadores como tú.
Pero --- dirán --- es que continuamente tenemos malos ejemplos delante de los ojos. ¿Malos ejemplos ? Frívola excusa. Si hay malos ejemplos, ¿ no los hay acaso también buenos ? ¿Por qué, pues, no seguir los buenos mejor que los malos ? Veías a una joven ir al templo, acercarse a la sagrada Mesa ; ¿por qué no seguías a ésta, mejor que a la otra que iba al baile ? Veías a aquel joven piadoso entrar en la Iglesia para adorar a Jesús en el Sagrario ; ¿por qué no seguías sus pasos, mejor que los del otro que iba a la cantina ? Di más bien, pecador, que preferiste seguir el camino ancho, que te condujo a la infelicidad en que ahora te encuentras, que el camino que te había trazado el mismo Hijo de Dios. La verdadera causa de tus caídas y de tu reprobación no está, pues, ni en los malos ejemplos, ni en las ocasiones, ni en tu propia flaqueza, ni en la falta de gracias y auxilios ; está solamente en las malas disposiciones de tu corazón que tú no quisiste reprimir. Si obraste el mal, fue porque quisiste. Tu ruina viene únicamente de ti.
Pero --- replicarás todavía --- ¡se nos había dicho siempre que Dios era tan bueno ! Dios es bueno, no hay duda ; pero es también justo. Su bondad y su misericordia han pasado ya para ti ; no te queda más que su justicia y su venganza. ¡Ay, hermanos míos ! con tanta repugnancia como ahora sentimos en confesarnos, si, cinco minutos antes de aquel gran día, Dios nos concediese sacerdotes para confesar nuestros pecados, para que se nos borrasen, ¡ah ! ¡ con qué diligencia nos aprovecharíamos de esta gracia ! Mas ¡ay ! que esto no nos será concedido en aquel momento de desesperación. Mucho más prudente que nosotros fue el Rey Bogoris. Instruido por un misionero en la religión católica, pero cautivo aún de los falsos placeres del mundo, habiendo llamado a un pintor cristiano para que le pintara, en su palacio, la caza más horrible de bestias feroces, éste, al revés, por disposición de la divina providencia, le pintó el juicio final, el mundo ardiendo en llamas, Jesucristo en medio de rayos y relámpagos, el infierno abierto para engullir a los condenados, con tan espantosas figuras que el rey se quedó inmóvil. Vuelto en sí, se acordó de los que el misionero le había enseñado para que aprendiese a evitar los horrores de aquel momento en el cual no cabría al pecador otra suerte que la desesperación ; y renunciando, al instante, a todos sus placeres, pasó lo restante de su vida en el arrepentimiento y las lágrimas.
¡Ah, hermanos míos ! si este príncipe no se hubiese convertido, hubiera llegado igualmente para él la muerte ; hubiera tardado algo más, es verdad, en dejar todos sus bienes y sus placeres ; pero, al morir, aún cuando hubiese vivido siglos, habrían pasado a otros, y él estaría en el infierno ardiendo por siempre jamás ; mientras que ahora se halla en el cielo, por una eternidad, esperando aquel gran día, contento de ver que todos sus pecados le han sido perdonados y que jamás volverán a aparecer, ni a los ojos de Dios, ni a los ojos de los hombres.
Fue este pensamiento bien meditado el que llevó a San Jerónimo a tratar su cuerpo con tanto rigor y a derramar tantas lágrimas. ¡Ah ! exclamaba él en aquella vasta soledad --- me parece que oigo, a cada instante, aquella trompeta, que ha de despertar a todos los muertos, llamándome al tribunal de mi Juez. Este mismo pensamiento hacía temblar a David en su trono, y a San Agustín en medio de sus placeres, a pesar de todos sus esfuerzos por ahogar esta idea de que un día sería juzgado. Le decía, de cuando en cuando, a su amigo Alipio : ¡Ah, amigo querido ! día vendrá en que comparezcamos todos ante el tribunal de Dios para recibir la recompensa del bien o e castigo del mal que hayamos hecho durante nuestra vida ; dejemos, amigo mío --- le decía --- el camino del crimen por aquel que han seguido todos los santos. Preparémonos, desde la hora presente, para ese gran día.
Refiere San Juan Clímaco que un solitario dejó su monasterio para pasar a otro con el fin de hacer mayor penitencia. La primera noche fue citado al tribunal de Dios, quien le manifestó que era deudor, ante su justicia, de cien libras de oro. ¡Ah, Señor ! --- exclamó él --- ¿qué puedo hacer para satisfacerlas ? Permaneció tres años en aquel monasterio, permitiendo Dios que fuese despreciado y maltratado de todos los demás, hasta el extremo de que nadie parecía poderle sufrir. Se apareció Nuestro Señor por segunda vez, diciéndole que aún no había satisfecho más que la cuarta parte de su deuda. ¡Ah, Señor ! --- exclamó él --- ¿qué debo, pues, hacer para justificarme ? Se fingió loco durante trece años, y hacían de él todo lo que querían ; le trataban duramente, cual si fuera una acémila. Se apareció por tercera vez el Señor, diciéndole que tenía pagada la mitad. ¡Ah, Señor ! --- repuso él --- puesto que yo lo quise, es preciso que sufra para satisfacer a tu justicia. ¡Oh, Dios mío ! no esperes a castigar mis pecados después del juicio. Cuenta el mismo San Juan Clímaco otro hecho que hace estremecer. Había --- dice --- un solitario que llevaba ya cuarenta años llorando sus pecados en el fondo de una selva. La víspera de su muerte, abriendo de golpe los ojos, fuera de sí, mirando a uno y otro lado de su cama, como si viese a alguien que le pedía cuenta de su vida, respondía con voz trémula : Sí, cometí este pecado, pero lo confesé e hice penitencia de él años y años, hasta que Dios me lo perdonó. También cometiste tal otro pecado, le decía la voz. No --- respondió el solitario --- ese nunca lo he cometido. Antes de morir, se le oyó exclamar : ¡ Dios mío, Dios mío ! quita, quita, te pido, mis pecados de delante de mis ojos, porque no puedo soportar su vista. ¡Ay ! ¿ qué va a ser de nosotros, si el demonio echa en cara aun los pecados que no se han cometido, cubiertos como estamos de culpas reales y de las cuales no hemos hecho penitencia ? ¡Ah ! ¿por qué diferirla para aquel terrible momento ? Si apenas los santos están seguros, ¿que va a ser de nosotros ?
Qué debemos concluir de todo esto, hermanos míos ? Hemos de concluir que es necesario no perder jamás de vista que un día seremos juzgados sin misericordia, y que nuestros pecados se manifestarán a la vista del universo entero; y que, después de este juicio, si nos hallamos culpables de estos pecados, iremos a llorarlos en los infiernos, sin poder ni borrarlos, ni olvidarlos. ¡Oh ! ¡qué ciegos somos, hermanos míos, si no nos aprovechamos del poco tiempo que nos queda de vida para asegurarnos el cielo ! Si somos pecadores, tenemos ahora la esperanza de perdón ; al paso que, si aguardamos a entonces, no nos quedará ya recurso alguno. ¡Dios mío ! hazme la gracia de que nunca me olvide de tan terrible momento, en especial cuando me vea tentado, para no sucumbir ; a fin de que en aquel día podamos oír, salidas de la boca del Salvador, estas dulces palabras : "Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino que os está preparado desde el comienzo del mundo".