Primer domingo del año. Sobre la santificación del cristiano

San Juan Bautista Mª Vianney, Cura de Ars.

 


Un hombre nos –dice el Salvador– tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella y no lo halló. Y dijo al que labraba la viña: Mira, tres años ha que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo hallo; córtala, pues: ¿para qué ha de ocupar aun la tierra? El viñador le respondió: Señor, déjala aun esta año, y la cavaré alrededor, y le echaré estiércol; quizás con esto dé fruto, y si no, la cortas después y la echarás al fuego.

No, Hijos Míos., no, esta parábola no necesita explicación. Somos precisamente nosotros esta higuera que Dios ha plantado en el seno de su Iglesia, y de la cual tenía derecho a esperar buenas obras; pero hasta el presente hemos defraudado sus esperanzas. Indignado por nuestra conducta, quería quitarnos de este mundo y castigarnos; pero Jesucristo, que es nuestro verdadero viñador, que cultiva nuestra alma con tanto cuidado, y que es además nuestro mediador, ha intercedido por nosotros ante su Padre, para que nos deje aun este año en la tierra, prometiéndole que redoblará sus cuidados y hará todo cuanto pueda por convertirnos. Padre mío –le dice nuestro tierno Salvador– un año más no los castigues tan pronto; yo los perseguiré sin tregua, ora por los remordimientos de la conciencia que los devorarán, ora por buenos ejemplos, ora por santas inspiraciones. Encargaré a mis ministros que les anuncien que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita. Pero, si a pesar de todo esto, se obstinan en no amarte, lejos de defenderlos contra tu justicia, yo mismo me volveré contra ellos, rogándote que los quites del mundo y los castigues. Prevengamos, H.M., desdicha tan grande, y aprovechémonos de esta misericordia, que es infinita. H.M., pasemos santamente el año que vamos a comenzar; y para esto evitemos todos los desórdenes que han hecho tan criminales a los ojos de Dios nuestros pasados años. Esto es lo que voy a mostraros sencilla y familiarmente, a fin de que, comprendiéndolo bien, podáis aprovecharos de estas instrucciones.

I.– ¿ Por qué está nuestra vida, H.M., llena de tantas miserias? Si lo consideramos bien, la vida del hombre no es otra cosa que una cadena de males: las enfermedades, las pesadumbres, las persecuciones, o las pérdidas, en fin, de bienes de fortuna caen sobre nosotros sin cesar: de suerte que a dondequiera que el hombre vuelva su vista no encuentra en la tierra más que cruces y aflicciones. Buscad, preguntad a quien queráis, desde el más humilde hasta el más encumbrado, todos os hablarán el mismo lenguaje. En fin, H.M., el hombre aquí en la tierra, a menos que se vuelva hacia Dios, no puede menos de ser desgraciado. ¿Sabéis por qué, H.M.?

–Me diréis que no.– Pues bien; voy a manifestaros la verdadera razón de ello. Es que, no habiéndonos puesto Dios en este mundo más que como en un lugar de proscripción y de destierro, con todos estos males quiere forzarnos a no apegar a él nuestro corazón y a suspirar por otros bienes más grandes, más puros y más duraderos que los que pueden hallarse en esta vida. Para hacernos sentir mejor la necesidad de fijar nuestra mirada en los bienes eternos, ha dado Dios a nuestro corazón deseos tan vastos y extensos, que ninguna cosa criada es capaz de contenerle: hasta el punto de que, si espera hallar alguna satisfacción en los bienes creados, apenas posee lo que con tanto ardor deseaba, apenas gustado el placer que de aquel objeto se prometía, se vuelve ya hacia otro lado, esperando encontrar algo mejor. Así se halla constreñido y forzado a confesar, por propia experiencia, que es vano empeño el de querer hallar la felicidad en las cosas perecederas de acá abajo. Si espera tener algún consuelo en este mundo, no lo hallará sino despreciando las cosas pasajeras y que tan poco duran, y encaminándose hacia el noble y venturoso fin por el cual Dios le ha criado. ¿Quieres ser dichoso, amigo mío? Levanta al cielo tus ojos; allí tu corazón encontrará con qué saciarse plenamente.

Para probaros esto, H.M., yo no tendría más que preguntar a un niño y pedirle para qué fin Dios le ha criado y puesto en el mundo; él me respondería: Para conocerle, amarle y servirle y por este medio ganar la vida eterna.– Y todos estos bienes, estos honores, estos placeres, ¿qué hay que hacer con ellos?– Y me contestaría: Todo esto no existe más que para ser despreciado, y todo cristiano fiel a las promesas hechas a Dios en el bautismo lo desprecia y lo huella bajo sus pies.– Entonces, me diréis, ¿qué hemos de hacer?¿ De qué manera hemos de conducirnos en medio de tantas miserias, para llegar al venturoso fin por el cual hemos sido creados? –¡Oh. H.M.! nada más fácil: todos los males que os sobrevienen son los verdaderos medios para conduciros a él. Voy a mostrároslo de una manera tan clara como la luz del mediodía. Ante todo os advertiré que Jesucristo, con sus sufrimientos y su muerte, ha hecho meritorios todos nuestros actos, de suerte que para el buen cristiano no hay un solo movimiento de nuestro corazón y de nuestro cuerpo que quede sin recompensa, si se hace por El. Quizás no os parecerá esto bastante claro todavía. Pues bien, si esto no os basta, entremos en materia. Seguidme un instante y vais a ver la manera de hacer que todas vuestras acciones sean meritorias para la vida eterna, sin cambiar nada en vuestro modo de obrar. Basta sencillamente hacerlo todo con la intención de agradar a Dios, y añadiré que, en vez de hallar más penosas vuestras acciones haciéndolas por Dios, os serán, por el contrario, más suaves y ligeras. Por la mañana, al despertaros, pensad en seguida en Dios, y haced sin demora la señal de la cruz, diciéndole: Dios mío, os entrego mi corazón, y , pues sois tan bondadoso al concederme un día más, hacedme la gracia de que cuanto haga en él no sea sino para gloria vuestra y bien de mi alma. ¡Ay!– debemos decirnos a nosotros mismos–¡ cuántos han caído en el infierno desde ayer, que quizás eran menos culpables que yo! Preciso es, pues, que me porte mejor de los que me he portado hasta ahora.

Ya desde aquel momento habéis de ofrecer a Dios todas las acciones del día, diciéndole: Recibid, oh Dios mío, todos los pensamientos, todas las acciones que ya haga en unión de lo que Vos sufristeis durante vuestra vida mortal por amor de mí. Jamás habéis de olvidaros de hacer este acto; pues, para que nuestras acciones sean meritorias para el cielo, es necesario que las hayamos ofrecido a Dios, sin lo cual quedarían sin recompensa. Llegada la hora de levantaros, hacedlo con prontitud; guardaos de dar oído al demonio, que os tentará a que os quedéis un poco más en la cama, para que dejéis vuestra oración o la hagáis distraídos pensando que os esperan, o que vuestro trabajo corre prisa. Cuando os vistáis, hacedlo con modestia; pensad que Dios os está mirando, y que el ángel de vuestra guarda está a vuestro lado, como no lo podéis dudar. En seguida arrodillaos, sin escuchar al demonio que os dirá que dejéis vuestra oración para otro rato, a fin de moveros a ofender a Dios desde la mañana; al contrario, decid vuestras oraciones con la mayor modestia y respeto posibles. Acabada vuestra oración, pensad en las ocasiones de ofender a Dios que se os podrán presentar durante el día, a fin de estar prevenidos y evitar esta desgracia. Tomad en seguida alguna buena resolución que os esforzaréis en ejecutar desde el primer momento, como, por ejemplo, la de hacer vuestro trabajo con espíritu de penitencia, evitar las impaciencias, las murmuraciones, los juramentos, guardar la lengua. Por la tarde examinaréis si habéis sido fieles a ella; si hubiereis faltado, debéis imponeros alguna penitencia en castigo de vuestra infidelidad, con la certidumbre de que si observáis esta práctica, pronto habréis conseguido corregiros de todos vuestros defectos.

Cuando vais a vuestro trabajo, en vez de ocuparos de la conducta del uno y del otro, ocupaos en algún buen pensamiento, por ejemplo el de la muerte, pensando que pronto os tocará salir de este mundo; y examinaréis qué bien habéis practicado desde que estáis en él, y gemiréis sobre todo por los días perdidos para el cielo, lo cual os llevará a redoblar vuestras buenas obras, vuestras penitencias y vuestras lágrimas; – o bien ocupaos en el pensamiento del juicio: que quizás, antes de acabar el día, iréis a dar cuenta de toda vuestra vida, y que este momento decidirá de vuestra suerte, eternamente desgraciada o eternamente feliz; – o pensareis en el infierno, en el cual están ardiendo los que vivieron en el pecado; o en la felicidad del paraíso, que es la recompensa de los que son fieles en el servicio de Dios; – o bien podéis entreteneros, si queréis, en considerar la fealdad del pecado, que nos separa de Dios, y nos hace esclavos del demonio, lanzándonos a un abismo de males eternos.

Es que nosotros – me diréis – no sabemos hacer todas estas meditaciones. – ¿No? pues considerad la bondad de Dios. ¿ No sabéis meditar estas grandes verdades? Pues decid alguna oración, rezad el Santo Rosario. Si sois padres o madres de familia, decidlo por vuestros hijos, a fin de que Dios les haga la gracia de ser buenos cristianos, de que sean un día vuestro consuelo en este mundo y vuestra gloria en el otro. Los hijos deben decirlo por sus padres y madres, a fin de que Dios los conserve y de que los eduquen muy cristianamente. O bien rogad por los pecadores, para que tengan la dicha de volver a Dios. Y con esto evitareis un número infinito de palabras inútiles, y aun quizás de conversaciones que a menudo no son las más inocentes.

Es preciso, H.M., que os acostumbréis desde muy temprano a emplear santamente el tiempo. Acordaos de que no podemos salvarnos sin pensar en nuestra salvación, y de que si existe un negocio digno de que pensemos en él, es éste de nuestra salvación, ya que no nos ha puesto Dios en la tierra sino para él.

Antes de empezar vuestro trabajo, debéis, H.M., hacer siempre la señal de la cruz, y no imitar a esos hombres sin religión que no se atreven a santiguarse cuando se hallan en compañía de otros. Ofreced sencillamente vuestras penas a Dios, y renovad de vez en cuando vuestro ofrecimiento; con esto tendréis la dicha de atraer la bendición del cielo sobre vosotros y sobre cuanto hiciereis. Ya veis, H.M., cuántos actos de virtud podéis practicar portándoos de esta manera, sin hacer otra cosa que lo mismo que estáis haciendo. Si trabajáis con intención de agradar a Dios, de obedecer a sus mandamientos que os ordenan ganar vuestro pan con el sudor de vuestro rostro, hacéis un acto de obediencia; si con el fin de obtener alguna gracia para vosotros o para vuestro prójimo, hacéis un acto de confianza y de caridad.¡Oh, H.M.!¡ cuánto podemos merecer todos los días para el cielo no haciendo otra cosa que lo que hacemos, pero haciéndolo por Dios y por la salvación de nuestra alma! Cuando oís dar la hora, ¿quién os impide pensar en la brevedad del tiempo y considerar interiormente: las horas pasan y la muerte se acerca, corro hacia la eternidad? ¿ Me hallo pronto a comparecer ante el tribunal de Dios? ¿ no está mi alma en pecado? Y si tuvierais, H.M., esta desgracia, haced pronto un acto de contrición, y formad propósito de confesaros en seguida, por dos razones: la primera, porque, si tuvieseis la desgracia de morir en aquel estado, os condenaríais sin remedio; la segunda, porque las buenas obras que hiciereis serían perdidas para el cielo. Por otra parte, H.M., ¿tendríais valor para permanecer en un estado que os hace enemigos de vuestro Dios que tanto os ama? Al descansar de vuestras fatigas, alzad los ojos hacia ese hermoso cielo que os está preparado, si tenéis la dicha de servir a Dios como es debido, diciéndoos interiormente:¡ Oh, hermoso cielo! ¿ cuándo tendré la ventura de poseerte?

Sin embargo, H.M., hay que decir que el demonio no deja de hacer cuanto puede para llevarnos al pecado, pues nos dice San Pedro que "da vueltas sin cesar a nuestro alrededor como león rugiente, para devorarnos ". Habéis pues, de haceros cuenta, H.M., de que, mientras viviereis en la tierra, pasaréis tentaciones. ¿Qué debéis, pues, hacer cuando advertís que el demonio os quiere llevar al mal? Oídlo. En primer lugar recurrir en seguida a Dios, diciéndole:¡ "Dios mío, venid en mi socorro!¡ Virgen Santa, ayudadme  "! o bien: "¡ Santo ángel de mi guarda, combatid por mí contra el enemigo de mi salvación! "Haceos luego estas reflexiones: A la hora de la muerte, ¿quisiera haber hecho esto?¡ Ah! sin duda que no;¡ea, pues! preciso es que resista a esta tentación. Verdad es que podría ahora ocultarme a los ojos del mundo; pero Dios me ve. Cuando llegue la hora de juzgarme, ¿qué le responderé, si tengo la desgracia de cometer este pecado? Creedme, H.M., haceos estas pequeñas reflexiones siempre que fuereis tentados, y veréis que la tentación disminuirá a medida de vuestra resistencia, y saldréis victoriosos. Pasada la tentación, veréis que, si cuesta algún trabajo resistir, quedáis sobradamente recompensados por el gozo y el consuelo que experimentáis luego de haber echado al demonio. Tengo la certeza de que muchos de vosotros estáis pensando ahora mismo que es la pura verdad esto que os digo.

Los padres y madres deben acostumbrar desde muy pequeñitos a sus hijos a resistir a la tentación; porque es un hecho que hay jóvenes de quince y diez y seis años que no saben qué cosa sea resistir a una tentación , y que se dejan coger en los lazos del demonio como los pajaritos en las redes del cazador. ¿De dónde esto sino de la ignorancia o de la negligencia de los padres? Pero me diréis: ¿cómo quiere usted que enseñemos todo esto a nuestros hijos, si no lo sabemos nosotros mismos? –Pues si no estáis suficientemente instruidos, ¿por qué tomasteis el estado del matrimonio, cuando sabíais o por lo menos habíais de saber, que, si Dios os daba hijos, estabais obligados, so pena de condenación, a instruirlos acerca del modo cómo debían conducirse para llegar al cielo? ¿Es que no bastaba que vuestra ignorancia os perdiera a vosotros mismos, sin que debiese arrastrar también a otros a la perdición? Y estáis plenamente convencidos de que no tenéis las suficientes luces, ¿por qué, a lo menos, no hacéis que os instruyan sobre vuestros deberes los que tienen la misión de hacerlo? – Me diréis: ¿cómo he de atreverme? se reirá de mí. ¿Se reirá de vosotros? Os equivocáis H.M.; tendrá una gran satisfacción en enseñaros lo que habéis de saber y lo que habéis de enseñar a vuestros hijos.

Debéis también enseñarles a santificar su trabajo, es decir, a trabajar no para enriquecerse, ni para hacerse estimar del mundo, sino para agradar a Dios, que nos lo manda en expiación de nuestros pecados; de este modo tendréis el consuelo de verlos el día de mañana jóvenes sensatos y obedientes, y de que sean vuestro consuelo en este mundo y vuestra gloria en el otro; tendréis la dicha de verlos temerosos de Dios y dueños de sus pasiones. No, H.M., mi intento no es hacer ver hoy a los padres y madres la grandeza de sus obligaciones; son éstas tan grandes y tan terribles que bien merecen toda una instrucción aparte. Les diré tan sólo que deben todos esforzarse en inspirar a sus hijos el temor y el amor de Dios; que las almas de los hijos son un depósito que Dios ha confiado a los padres, del cual un día habrán de darle cuenta muy rigurosa.

Debéis, por último, terminar el día con la oración de la noche, que, en cuanto se pueda, ha de hacerse en común; porque H.M., nada más ventajoso que esta práctica de piedad. El mismo Jesucristo nos dice: "si dos o tres personas se reúnen para orar en mi nombre, yo estaré en medio de ellas "(Mat. 18, 20 ). Por otra parte, ¿qué cosa más consoladora para un padre de familia que ver cada día a todos los de su casa postrados a las plantas del buen Dios, para adorarle y darle gracias por los beneficios recibidos durante el día, pidiéndole al mismo tiempo perdón por las pasadas faltas? ¿ No tiene motivo para esperar que todos pasarán santamente la noche? El que lleva los rezos no debe ir demasiado aprisa, a fin de que los demás puedan seguirle; ni tampoco demasiado despacio, dando pie a que se distraigan los demás, sino guardar un justo medio. A esta oración de la noche se debe añadir un examen en común, es decir, detenerse un instante para traer cada uno a la memoria sus pecados. He aquí las ventajas de este examen: nos lleva a concebir dolos de nuestros pecados; nos inspira el propósito de no recaer en ellos; hace que, cuando vamos a confesar, nos sea mucho más fácil recordarlos; en fin, si nos cogiese de improviso la muerte, compareceríamos con mayor confianza ante el tribunal de Dios, pues nos dice San Pablo que "si nos juzgamos a nosotros mismos, Dios será menos riguroso en su juicio "( 1 Cor. 11 , 31 ). Sería también de desear que, antes de ir a acostaros, tuvieseis un pequeño rato de lectura piadosa, por lo menos durante el invierno: esto os sugeriría algunos buenos pensamientos, que os ocuparían al acostaros y al levantaros, y con ello grabaríais más perfectamente en vuestro espíritu las verdades de salvación. En las casas donde no hay quien sepa leer, no hay que apurarse. Podéis rezar el santo rosario, con lo cual atraeréis sobre vosotros la protección de la Santísima Virgen.¡ Ah, H.M.! cuando de esta manera se ha pasado el día, entonces sí que puede uno entregarse en paz al descanso y dormirse en el Señor. Si despierta durante la noche, aprovecha aquel momento para alabar y adorar a Dios. Aquí tenéis, H.M., el plan de vida que debéis seguir, y el buen orden que debéis establecer en vuestras familias.

II. – Veamos ahora los desórdenes más comunes y más peligrosos que es preciso evitar, y luego las obligaciones particulares de cada estado. Digo, primeramente, que los pecados, los desórdenes más comunes son las veladas o tertulias, los juramentos( en el sentido de votos, maldiciones, imprecaciones, etc.), las palabras y canciones deshonestas. Digo primeramente las tertulias ( son reuniones de tardeada y un poco noche donde se juntan los jóvenes para platicar, conocerse, divertirse, etc. donde no siempre hay un ambiente sano, más bien es ocasión a malas conversaciones o malos pensamientos, dado que algunos jóvenes creen que tienen su propia libertad y la confunden con libertinaje): sí, H.M., sí, estas reuniones nocturnas son ordinariamente la escuela donde los jóvenes pierden todas las virtudes de su edad y aprenden toda suerte de vicios. En efecto, H.M., ¿ cuáles son las virtudes de la juventud? ¿ No son el gusto por la oración, la frecuencia de Sacramentos, la sumisión a los padres, la asiduidad en el trabajo, una admirable pureza de conciencia, un vivo horror al pecado vergonzoso? Tales son, H.M., las virtudes que los jóvenes deben esforzarse en adquirir. Pues bien, H.M., yo os digo que, por muy asentado que se halle un joven o una joven en estas virtudes, si tienen la desgracia de frecuentar ciertas tertulias o ciertas compañías, muy pronto las habrán perdido todas. Vosotros que sois testigos de ello, decidme, H.M., ¿qué es lo que allí se oye sino palabras las más sucias y obscenas? ¿Qué es lo que allí se ve sino familiaridades entre los jóvenes que ruborizan el pudor? y me atrevo a decir que, si fuesen infieles, no harían más de lo que hacen. Y los padres y madres lo presencian, y nada les dicen; y los amos y amas lo ven, y guardan silencio. Un falso respeto humano cierra sus labios. ¿Y vosotros sois cristianos, vosotros tenéis religión, vosotros esperáis ir un día al cielo?¡Oh, Dios mío, qué ceguera! ¿Es posible concebirla? Iréis, sí, pobres ciegos, pero es al infierno donde iréis; ese será vuestro paradero.

¿Cómo os quejáis luego de que vuestras bestias os mueran? Sin duda habéis olvidado todos los crímenes que en los cinco o seis meses de invierno se han cometido en vuestras cuadras. ( en las cuadras se reunían porque había cierto calorcito con los animales, que estaban en la cuadra o corral junto a la casa). Habéis olvidado lo que dice el Espíritu Santo: "Que dondequiera que se cometa el pecado, caerá la maldición del Señor "( Hay algunos ejemplos en la Biblia, III Rey. 19 , 23 )¡ Ay!¡ Cuántos jóvenes que conservarían aun su inocencia si no hubiesen concurrido a estas reuniones, no volverán quizá jamás a Dios! ¿Y no es también al salir de semejantes sitios cuando los jóvenes se van a rondar y traban relaciones que las más de las veces acaban en un escándalo y en la pérdida de la reputación de alguna doncella? ¿No es allí donde los jóvenes libertinos, después de haber vendido su alma al demonio, quieren también perder la de los demás? Sí, H.M., son incalculables los males que de ahí resultan. Si sois cristianos y deseáis salvar vuestras almas y las de vuestros hijos y de vuestros criados, jamás debéis tener estas reuniones en vuestra casa, a menos que estéis presentes vosotros, alguno de os cabezas de familia, para impedir que se ofenda a Dios. Cuando estáis ya todos dentro, debéis cerrar la puerta y no dejar que entre nadie más. Comenzad vuestro trabajo rezando una o dos decenas del Rosario, para atraeros la bendición de la Santísima Virgen, cosa que podéis hacer mientras se va trabajando. Proscribid luego todas esas canciones lascivas o malas, que profanan vuestro corazón y vuestra boca, templos del Espíritu Santo, lo propio que todos esos cuentos, que no son sino mentiras, y que de ordinario van contra las personas consagradas a Dios, lo cual los hace más criminales. No dejéis nunca que vuestros hijos vayan a estas reuniones en otras casas. ¿Para qué se apartan de vosotros, sino para estar más libres? Si sois fieles en el cumplimiento de vuestros deberes, será Dios menos ofendido y vosotros menos culpables.

Hay además otro desorden, tanto más deplorable, cuanto que es muy común: las palabras libres. No, H.M., nada más abominable, más horrible que estas palabras. En efecto, H.M., ¿qué cosa más contraria a la santidad de vuestra religión que estas palabras impuras? Ellas ofenden a Dios y escandalizan al prójimo; o, para hablar más claramente, lo echan a perder todo. Muchas veces no se necesita más que una palabra deshonesta para ocasionar mil pensamientos malos, mil vergonzosos deseos, y aun quizás para precipitar en un número infinito de otras infamias, y para enseñar a las almas inocentes el mal que tenían la dicha de ignorar. ¿Y cómo, H.M.,?¡es posible que un cristiano permita a su espíritu ocuparse en tales horrores!¡Un cristiano, que es templo del Espíritu Santo, un cristiano que ha sido santificado por el contacto del Cuerpo adorable y por la preciosa Sangre de Jesucristo!¡Oh, Dios mío!¡cuán poco conocemos lo que hacemos al pecar! Si Nuestro Señor nos dice que "podemos conocer al árbol por sus frutos "( Mt. 7 , 16 ), juzgad por el lenguaje de ciertas personas cuál debe estar de corrompido su corazón. Y, con todo, ninguna cosa más común. ¿Qué conversaciones mantiene la gente joven? ¿No son siempre en torno de este maldito pecado? ¿Tienen en la boca otra cosa? Entrad, os diré con San Juan Crisóstomo, entrad en esas tabernas, es decir, en esas madrigueras de la impureza; ¿sobre qué versan las conversaciones, aun entre personas de cierta edad? ¿No llegan hasta el punto de apostar a quién ganará por su desvergüenza en el hablar? ¿No parece su boca una cloaca de la cual se sirve el infierno para vomitar toda la inmundicia de sus impurezas sobres la tierra y tragar las almas? ¿Qué hacen estos malos cristianos, o mejor, emisarios del abismo? ¿Están alegres? En vez de cantar las alabanzas de Dios, son las canciones más licenciosas, capaces de hacer morir de horror a un cristiano, las que salen de su boca.¡Santo Dios! ¿ Quién no temblará pensando en el juicio que ha de merecer a Dios esta conducta? Si, como nos asegura el mismo Jesucristo, una sola palabra ociosa no quedará sin castigo,¡ay! ¿cuál será el castigo de esos discursos licenciosos, de esas conversaciones indecentes, de esas infamias y horrores que hacen erizar el cabello?

¿Queréis comprender la ceguera de estos pobres infelices? Escuchad sus excusas: no lo hacemos con mala intención, os dirán; o también: lo decimos en broma, son bagatelas y tonterías que no hacen mal ninguno. ¿Qué es esto, H.M.,? Un pecado tan horrible a los ojos de Dios, un pecado que sólo por el sacrilegio es excedido, ¿lo tenéis por bagatela?¡Ay! es que vuestro corazón está depravado y corrompido por este vicio odioso.¡Ah, no! no se puede reír y bromear con una cosa de la cual debiéramos huir con más horror que de un monstruo que nos persigue para devorarnos. Por otra parte, H.M., ¿qué crimen no será amar lo que Dios quiere que detestemos soberanamente? Decís que no lo hacéis con mala intención; mas, dime, miserable víctima de los abismos, los que te oyen, ¿tendrán por esto menos malos pensamientos y menos deseos criminales? Tu intención ¿detendrá por ventura su fantasía y su corazón? Reconócelo paladinamente, y di que tú eres la causa de su ruina y de su condenación eterna.¡Oh!¡ cuántas almas arroja al infierno este pecado! El Espíritu Santo nos dice que este maldito pecado de la impureza ha cubierto la superficie de la tierra (Gen. 6, 12 ).

No, H.M., no voy a proseguir esta materia; volveré a ocuparme de ella en otra instrucción, donde trataré de pintárosla mucho más horrible. Digo ahora que los padres y madres deben ser muy vigilantes respecto de sus hijos y criados, y no hacer ni decir nunca cosa alguna que pueda ofender esta hermosa virtud de la pureza.¡Cuántos hijos y criados hay que no se entregaron a este vicio hasta que lo aprendieron del ejemplo de sus padres y amos!¡Cuántos hijos y criados perdidos por los malos ejemplos de sus padres y madres, de sus amos y amas!¡Ah!¡más les valiera que les hubiesen clavado un puñal en el pecho!… Por lo menos hubieran tenido la dicha de morir en gracia, hubieran ido al cielo, mientras que vosotros los arrojáis al infierno.

Los amos deben vigilar mucho a sus criados. Si alguno tienen que se muestre libertino en su hablar, la caridad aconseja que le reprendan bondadosamente dos o tres veces; pero, si no se corrige, debéis echarle de vuestra casa; si no, vuestros hijos no tardarán en parecérsele. Y aun digamos que un criado de esta especie es capaz de atraer toda suerte de maldiciones sobre una casa.

Otro desorden que reina en las familias y entre los trabajadores son las impaciencias, las murmuraciones o quejas, los juramentos(votos o maldiciones). Pues bien, H.M., ¿qué adelantáis con vuestras impaciencias y quejas? ¿ Van mejor vuestros negocios con ello? ¿Disminuyen acaso vuestros sufrimientos? ¿No es precisamente todo lo contrario? Impacientándoos no lográis sino sufrir aún más, y, lo que es peor todavía, perdéis todo el mérito de vuestro sufrimiento. Me diréis tal vez: esto cuesta muy poco de decir, cuando no se tiene que padecer nada; si estuviese usted en mi lugar, quizás lo haría aún peor. Tendríais razón de hablar así, H.M., si no fueseis cristianos, si no hubiese para vosotros otra esperanza que los bienes y los placeres de que podemos disfrutar en este mundo; si, por otra parte, fuésemos nosotros los primeros que sufrimos; pero desde Adán hasta el presente todos los santos han tenido algo que padecer, y la mayor parte de ellos bastante más que nosotros; sino que ellos han sufrido con paciencia, sumisos siempre a la voluntad de Dios, y ahora sus penas han terminado, y su dicha ha comenzado para no terminar jamás.¡Ah, H.M.,! miremos ese cielo tan hermoso, pensemos en la felicidad que Dios nos tiene preparada, y soportaremos todos los males de la vida, en espíritu de penitencia, con la esperanza de una recompensa eterna.¡ Oh!¡ si, al llegar la noche, tuvieseis la dicha de poder decir que aquél día ha sido todo entero para Dios!

Digo que los trabajadores, si quieren ganar el cielo, deben aguantar con paciencia el rigor de las estaciones, el mal humor de los que les dan trabajo; evitar esas quejas y esas maldiciones que son tan comunes entre ellos, y cumplir fielmente su deber. Los esposos y esposas deben vivir unidos y en paz, edificarse mutuamente, orar el uno por el otro, sobrellevar sus defectos con paciencia, animarse a la virtud con sus buenos ejemplos y seguir las reglas santas y sagradas de su estado, pensando que son "hijos de los santos "(Tob., 2 , 18 ) , y que, por consiguiente, no han de portarse como los paganos, que no tienen la dicha de conocer al verdadero Dios. Los amos deben tener igual cuidado de sus criados que de sus hijos, acordándose de lo que dice San Pablo, que "si no tienen cuidado de sus criados, son peores que los gentiles "( I Tim. 5 , 8 ), y serán castigados más severamente en el día del juicio. Los criados son para serviros y guardaros fidelidad y debéis tratarlos, no como esclavos, sino como hijos y hermanos vuestros. Los criados han de considerar a sus amos como lugartenientes de Jesucristo en la tierra con respecto a ellos. Su deber es servirles con alegría, obedecerles con agrado, sin quejas ni murmuraciones, y cuidar de sus bienes como si fuesen propios. Los criados han de evitar entre sí ciertos actos excesivamente familiares, que tan peligrosos y funestos son para la inocencia. Si alguna vez tenéis la desgracia de hallaros en alguna de estas ocasiones, debéis apartarla, cueste lo que cueste: entonces precisamente es cuando habéis de seguir aquel consejo de Jesucristo, que dice: "Si vuestro ojo derecho o vuestra mano derecha os son ocasión de pecado, arrancadlos y echadlos lejos de vosotros, porque más vale ir al cielo con un solo ojo o con una mano sola, que ser arrojado al infierno con los dos "( Mat. 18 , 9 ), es decir, que por ventajosa que sea la condición en que os halláis, es menester dejarla sin demora; sin esto no os salvaríais. Anteponed a todo vuestra salvación, nos dice Jesucristo, porque es "la única cosa que os debe preocupar "( Luc. 10 , 42 ).¡ Ay, Hijos Míos!¡ cuán raros son los cristianos que están prontos a sufrirlo antes que exponer la salvación de su alma!

Acabáis de ver en compendio, Hijos Míos, todo lo que habéis de hacer para santificaros en vuestro estado.¡ Ay!¡ qué de pecados no tenemos que echarnos en cara hasta el presente! Juzguémonos, Hijos Míos, según estas reglas, y tratemos de ajustar a ellas en adelante nuestra conducta. ¿Y por qué, Hijos Míos, no haríamos todo cuanto podemos para agradar a nuestro Dios que tanto nos ama?¡ Ah!¡si nos tomásemos la pena de echar una mirada sobre la bondad de Dios para con nosotros! En efecto, Hijos míos, todos los sentimientos de Dios con respecto al pecador no son sino sentimientos de bondad y misericordia. Por más que sea pecador, Dios le ama todavía. Dios odia el pecado, es verdad; pero ama al pecador, que, aun cuando pecador, no deja de ser su obra, creada a semejanza suya, y de ser el objeto de sus más tiernos suspiros dese toda la eternidad. Por él creó el cielo y la tierra; por él dejó la compañía de los ángeles y santos; por él sufrió tanto, aquí en la tierra, por espacio de treinta y tres años; por él fundó esta hermosa religión, tan digna de Dios, tan capaz de hacer felices a los que tienen la dicha de seguirla.

¿Queréis, Hijos Míos, que os muestre cuánto nos ama Dios, por más que seamos pecadores? Escuchad al Espíritu Santo, quien os dice que Dios se porta con nosotros como se portó David con su hijo Absalón, el cual levantó un ejército de malvados para destronar y quitar la vida a tan buen padre, con el fin de reinar en su lugar. Vióse David forzado a huir y abandonar su palacio para poner en salvo su vida, ante la persecución de su desnaturalizado hijo. Pero, a pesar de que este crimen había de sele a David extremadamente odioso, nos dice el Espíritu Santo que su amor por el hijo ingrato era sin límites, y que a medida que el hijo ingrato armaba su furor, aquel buen padre sentía nuevo amor por él. Viéndose, pues, constreñido a ponerse al frente de un ejército, para detener al desdichado, su primer cuidado antes de empeñar combate fue recomendar a sus oficiales y soldados que respetasen la vida de su hijo. El hijo, criminal y bárbaro, quiere quitar la vida al padre, y el padre intercede por él. Muere aquél por una visible permisión de la Providencia; y David, muy lejos de alegrarse de la ruina del rebelde, y de sentirse en mayor seguridad, parece olvidarse de su vida y de su reino, para no pensar más que en llorar la muerte de quien sólo trataba de perderle. Tan grande fue su dolor, tan abundantes sus lágrimas, que cubrió su rostro con un velo, para no ver la luz; retiróse a la obscuridad de su palacio, y dio rienda suelta a la amargura de su corazón. Tan penetrantes eran sus clamores, tan amargas y copiosas sus lágrimas, que sembró la consternación hasta entre sus tropas, reprochándose a sí mismo el no haber tenido la fortuna de morir por salvar la vida de su hijo. A cada instante se le oía exclamar:¡Absalón, hijo mío!¡ que no haya muerto yo en lugar de ti!¡ que no pueda yo quitarme la vida para devolvértela!¡Ay!¡ pluguiera a Dios que hubiese muerto yo en tu lugar ( II Rey. 18 , 33 ). Ni quiso ya recibir consuelo en toda su vida; su dolor le acompañó hasta el sepulcro.

Decidme, Hijos míos, ¿habríais pensado nunca que vuestra pérdida causase tantas lágrimas y dolores a nuestro divino Salvador?¡ Ah! ¿quién no se conmoverá?… Un Dios llorando la ruina de un alma y no cesando de clamar: ¿Amigo, a dónde vas, que corres a perder tu alma y a tu Dios?¡Deténte!¡ deténte!¡Ah! mira mis lágrimas, mi sangre corre todavía; ¿será menester que por salvarte muera por segunda vez? Pues heme aquí.¡Oh, ángeles del cielo! bajad a la tierra; venid a llorar conmigo la pérdida de esta alma.¡Oh!¡ qué desgraciado es un cristiano, si se obstina en correr todavía al abismo, a pesar de la voz que hace resonar continuamente Dios en sus oídos!

Me diréis:Pero¡si nadie nos habla de esta manera! –¡ Ay, amigos! si no os empeñares en cerrar vuestros oídos, escucharíais sin cesar la voz de Dios que os persigue. Dime, amigo, ¿qué son sino esos remordimientos de tu conciencia, luego que has caído en el pecado? ¿Por qué esas turbaciones, esas tempestades, que te agitan? ¿Por qué ese temor y ese pavor dondequiera que te halles, creyéndote a cada instante próximo a ser herido por los rayos del cielo?¡ Cuántas veces no has sentido, en el mismo instante de pecar, como si una mano invisible quisiera detenerte, y una voz que te decía:¡Desgraciado! ¿qué vas a hacer?¡ Ah, hijo mío! ¿ por qué quieres condenarte?… ¿No convendréis conmigo en que un cristiano que desprecia tantas gracias merece ser abandonado y reprobado, porque no prestó oídos a la voz de Dios, ni se aprovechó de sus gracias? Pero no, hijos míos; sólo a Dios desprecia esa alma ingrata y parece cómo si quisiese quitarle la vida. Todas las criaturas claman venganza; y es precisamente ese Dios único el que quiere salvarla, y se opone a todo cuanto pudiera dañarla, velando por su conservación como si fuera sola en el mundo, y como si de su felicidad dependiera la del mismo Dios. Mientras el pecador le clava el puñal en el seno, Dios le tiende la mano, para decirle que le quiere perdonar. Los rayos y truenos del cielo parecen echarse al pie del trono de Dios, pidiendo que les deje aplastar al ingrato.¡Ah! no, no, les dice el divino Salvador, me cuesta demasiado esta alma, y yo la amo todavía, aunque pecadora. Pero, Señor, replican ellos, ¿no veis que vive sólo para ultrajaros? No importa, quiero conservarla, porque sé que un día me amará: he aquí por qué deseo su conservación.

¡Ah, hijos míos! ¿seríais tan duros que no os conmoviera tanta bondad de parte de nuestro Dios? Pues bien, prosigamos. Vais a ver otro espectáculo del amor de Dios para con sus criaturas y sobre todo para con un pecador convertido. El Señor nos lo presenta por boca del profeta Isaías. Llega hasta el punto de querer disimular nuestros pecados, diciéndonos que Dios trata al pecador que le ultraja, como una madre trata a su hijo desprovisto aun de razón. ¿Veis, nos dice, a un niño que no tiene aun el uso de la razón? Unas veces se pone de mal humor, otras se impacienta, chilla, se irrita, llega hasta a golpear con sus manecitas el seno de su madre que lo sostiene, se esfuerza por satisfacer su cólera impotente. Pues bien, nos dice el profeta, ¿qué venganza creéis que tomará la madre de la temeridad de su hijo? Vedlo: le estrechará y le apretará más tiernamente contra su corazón; redoblará sus cariños; le mimará, le ofrecerá el pecho y le dará su leche, para calmar su llanto: esta será toda su venganza. Y añade el profeta: si ese niño tuviese conocimiento de lo que hace, ¿qué debiera pensar viendo tanta dulzura de parte de su madre? Démosle por un momento el uso de la razón que le ha negado la naturaleza. ¿Qué pensaría y qué juzgará de todo esto, pasado el arrebato de cólera? Sin duda quedará pasmado de su temeridad al irritarse contra la que le llevaba en brazos y con sólo abrir la mano podía dejarle caer en tierra y aplastarle. Pero al propio tiempo, ¿temerá acaso que su buena madre se niegue a perdonarle sus infantiles furores? ¿No verá, por el contrario, que le están ya perdonados, puesto que ella redobla sus mimos, cuando podía tan fácilmente vengarse? Sí, dice el santo profeta, esta es la manera como trata Dios al pecador en medio de sus mayores desórdenes. Sí, añade, el Señor os ama tanto, aunque pecadores, que os lleva en sus manos hasta los días de vuestra ancianidad. No, no, dice él, podrá una madre tener el valor de abandonar a su hijo ( Is. 49 , 15 ), mas nunca podría yo abandonar a una de mis criaturas.

¡Ay , hijos míos!, nada más fácil de concebir. ¿No parece, en verdad, que cierra Dios los ojos a nuestros pecados? ¿No se ven todos los días pecadores que parecen vivir sólo para ultrajarle, y hacen todos los esfuerzos posibles para perder a los demás, sea con sus malos ejemplos, sea con sus burlas, sea con su hablar deshonesto? ¿No se diría que el infierno los ha enviado para arrancar a esas almas de las manos del mismo Dios, y arrojarlas al infierno? Convenís en esto conmigo. Pues bien, ¿no cuida acaso Dios de esos desdichados, que viven sólo para hacerle sufrir y arrebatarle las almas? ¿ No hace acaso por ellos todo lo que hace por los más justos? ¿No manda al sol que los alumbre y a la tierra que los alimente? ¿A los animales, que los sustenten unos, que les vistan otros, o que los alivien con sus trabajos? ¿No ordena a todos los hombres que los amen como a sí mismos? Sí, hijos míos, diríase que Dios, por su parte, se agota por beneficiarnos a fin de captarse nuestro amor, al paso que el pecador emplea todo cuanto está en su mano para hacer guerra a Dios y despreciarle!¡Oh, Dios mío!¡Cuán ciego es el hombre!¡ cuán poco conoce lo que hace pecando, rebelándose contra tan buen padre, contra amigo tan cariñoso!

Deplorando nuestra ceguera, ¿qué debemos concluir de todo esto, cristianos? Que, pues Dios es tan bueno al darnos la esperanza de un año más, hemos de hacer todo lo posible para pasarlo santamente, y que durante este año podemos aún ganarnos la amistad de nuestro Dios, reparar el mal que hemos hecho, no sólo en el pasado año, sino en toda nuestra vida, y asegurarnos una eternidad de dicha, de gozo y de gloria.¡Oh!¡si al llegar el próximo año, tuviésemos la suerte de poder decir que el presente ha sido todo para Dios!¡Qué riqueza de vida eterna habríamos atesorado! Es lo que…