LA SANTIDAD DE TERESA DE CALCUTA

 Por Carlos Seco Serrano

 


Hace muchos años, cuando fueron retiradas de la circulación aquellas humildes monedas de cobre que llamábamos «perras gordas» y «perras chicas», Mingote publicó un chiste –certerísimo, como suyo–. Dos empingorotadas señoras se lamentaban con santa indignación de que aquella medida del Gobierno les privaba de ejercer sus caridades.

 Ciertamente, siempre que tratemos, de un modo u otro, de ayudar al prójimo, estaremos realizando una acción caritativa. Sólo que... hay caridades y caridades. La caridad llevada a un extremo heroico –por ejemplo, el cuidado de enfermos contagiosos– no puede equipararse a la de los cinco duros soltados a regañadientes, para que nos deje en paz, al pedigüeño que nos acosa en plena calle.

 Pero junto a la caridad heroica hay una caridad de otro género, tan próxima como aquella al ideal evangélico, porque traduce fielmente el mensaje de Cristo aunque no tenga nada que ver con el óbolo material. Me refiero al propio desdoblamiento, en impulso de amor fraterno, capaz de fundirnos con la angustia y el dolor del otro, brindando eco cálido y sincero a sus carencias, sean éstas las que sean. Caridad es un gesto de simpatía, de simple atención al ser marginado, o simplemente aislado, ignorado, incomunicado. Caridad es saber prestar oídos a la necesidad del prójimo de que alguien le escuche; de que alguien se muestre dispuesto a compartir o a comprender las amarguras propias. El gesto, el diálogo, la sonrisa –aunque no haya otra cosa que dar– pueden ser expresiones de caridad auténtica, mucho más evangélica que determinados alardes de beneficencia ejercidos a veces a distancia respetable del objeto al que se destinan.

 Para mí, lo que tiene de auténticamente sublime el esfuerzo ingente en que se consumió hasta el agotamiento, como un ascua encendida, la obra terrena de la Madre Teresa de Calcuta, es ese sentido de la caridad ejemplificado por ella y por sus seguidoras, las Misioneras de la Caridad, en el empeño de paliar las lacras y los sufrimientos –de orden material, pero también de orden espiritual–, detectados entre los abandonados e indigentes, en los barrios miserables de la inmensa ciudad asiática.

 Ella misma lo dijo alguna vez: «A veces los pobres pueden tener hambre de algo más que de pan». «Existen muchas clases de pobreza. Incluso en países cuyo nivel económico parece ser elevado, existen expresiones de pobreza oculta, tales como la tremenda soledad de la gente que se siente abandonada y que sufre mucho por ello...» «Personalmente estoy convencida de que el peor de los sufrimientos consiste también en no tener a nadie, en haber olvidado lo que es una relación íntima y verdaderamente humana, en no saber qué significa ser querido, no tener una familia, ni amigos...» He aquí, pues, una caridad que no se agota en un solo y determinado sector social –aunque se le reserve atención preferente–, sino que abarca en un inmenso abrazo a la humanidad entera. Porque «no es necesario desplazarse hasta los suburbios para tropezar con la carencia de amor y encontrar pobreza... En toda familia y vecindario existe alguien que sufre...»

 La gran ocasión que ha movilizado a inmensas masas humanas en la adhesión y la gratitud hacia la Madre Teresa –su propia muerte, su entierro en olor de multitudes– no podía, por supuesto, dejar de suscitar, en aquellos espíritus mezquinos que siempre serán incapaces, por naturaleza o por soberbia, de entender o de asumir el mensaje de Cristo –resumido en la caridad– comentarios negativos o malévolas reticencias respecto a la idea y la obra de Teresa de Calcuta.

Por ejemplo, ahí están las voces afanadas en relativizar sus méritos –y los de sus seguidoras, las misioneras de la Caridad– acusándolas de no haber encauzado su esfuerzo, o las ayudas que se les hayan podido brindar, en montar contados pero selectos centros asistenciales dotados de instrumental técnico más idóneo o adecuado para ejercer una acción curativa eficaz: esto es, unas clínicas asépticas, servidas por frías y eficientes enfermeras. Olvidando que la atención de la Madre Teresa se polarizó siempre, preferentemente, hacia aquellos miserables para los que ya nada podía hacer la ciencia, y cuya agonía irremediable sólo requería un aliento de esperanza, un último refugio en el calor humano, en el amor que fatalmente les había sido negado a lo largo de una vida sin aliciente alguno. «Llevé a nuestra casa de Calcuta –refirió alguna vez la Madre Teresa– a un hombre que había recogido en la calle. Cuando ya me iba, me dijo: "He vivido como un animal por las calles, pero voy a morir como un ángel. Me siento feliz". Murió sonriendo, porque se sentía amado y rodeado de cuidados».

 «Suelo decir a mis hermanas –recordaba, también, matizando el peculiar carisma de su Fundación– que cada vez que servimos con amor a Cristo en los pobres, no lo hacemos cual si fuéramos asistentes sociales. Lo hacemos en calidad de almas contemplativas en el mundo». ¡Maravillosa definición! Las contemplativas –tradicionalmente, monjas de clausura– buscaron siempre su aproximación a Dios en la plegaria en favor de la humanidad sumida en el dolor del pecado y de la miseria: su sacrificio se resumía en una vida de penitencia y de oración, fuera del mundo. En cambio, las contemplativas en el mundo buscan la unión con Dios a través de su imagen en los más necesitados de amor. («No deberíamos servir a los pobres como si fuesen Jesús. Debemos servirlos porque son Jesús»).

 Otra invectiva contra la Madre Teresa se han sacado de la manga los que nunca podrán –ni querrán, por supuesto– entender nada: la de que hubiera sido mejor que consagrase su inmensa energía a denunciar las injusticias sociales que tan bien conocía, ante los elementos rectores de este mundo tan imperfecto. Pero ¿qué mayor denuncia que su labor callada, humilde y agotadora, que sin buscar notoriedad alguna, logró llamar poderosamente la atención de los grandes poderes y jerarquías de la tierra?

 No me cabe duda de que el proceso de beatificación –y la canonización consiguiente– de Teresa de Calcuta será excepcionalmente rápido: existe ya, para ello, un consenso universal, el mejor testimonio de su santidad. Pero además, si se requieren milagros comprobados, ¿qué milagro mayor que el que supone, partiendo de la nada, haber logrado en pocos años la edificación de una obra ingente, repartida por todo el mundo? Si la fe puede mover montañas, en el caso de la Madre Teresa esa afirmación de Cristo se ha hecho realidad: asombrosa realidad.

 Y la suya es una huella que no podrá borrarse nunca. «Estamos obligados a continuar su obra», dijo nuestra Reina Doña Sofía, ejemplar siempre en el saber estar –y estar donde es preciso– y en decir lo necesario –cuando es necesario decirlo.

 Resulta consolador, en este fin de siglo –un siglo tan calamitoso como el que está a punto de extinguirse, y en el que tantos valores morales, vinculados al Evangelio, han sido arrumbados, en la euforia producida por los triunfos de la técnica–, disponer de este legado, expresión del más auténtico espíritu cristiano, proyectando su luz potente como un camino consolador e irrenunciable ante el nuevo milenio.

 

ABC, martes, 30 de septiembre de 1997

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