EL SANTÓN, por César Rubio Aracil LA FUERZA de su popularidad la tenía el
santón entre sus admiradoras. Algún maricuelo (marica
de los de tercera clase; de esos babosos a quienes les gustan las mujeres
más que el vino, pero que si son hombres es únicamente porque
se afeitan y calzan un cuarenta y cuatro de horma -nos referimos al calzado,
naturalmente-) también lo jaleaba; pero pocos, tal vez uno o dos
a lo sumo. El hermano Procopio se había hecho acreedor
de la confianza y el respeto de una buena parte de la comunidad que él
dominaba por su prudencia y sabiduría, ¡jo...der!,
aunque trataba en todo momento de aparentar sencillez y humildad el tal
calvo barbudo con más mala leche que buenos propósitos. De entre la escogida comunidad de aspirantes a
iniciados -chelas creo que se les llamaba en la Orden-, alguno de
ellos era tan astuto como el pelao y callaba lo que no le interesaba
decir o no le proporcionaba ventajas. Otros, simplemente se tragaban el
marrón para ganar indulgencias, y los demás, los de
siempre, a verlas venir; pero todos buenos amigos, ea, que por algo eran
hermanos de la conseja de brujos. Algunas, con mucha pechonalidad
y coñocimiento -¡joder con el tetamen de doña
Ka y la supuesta flor de lis de la niña rubia! Sí,
hombre, la Rita, la pelirroja de Benidorm con cara de pandereta y culo
de pesadilla. Esa que se santiguaba cada vez que tenía que asistirse
el jojoy en el aseo, ¿no la recuerdas?-. Algunas, decía,
digo, yo creo que le hacían el cunnilinguo en la calva al
Santón cuando se la besaban, ¡joder con las jais,
qué risa! - Sí, querida Encarnación. Hay por
ahí no sé qué libro -mintió el santo mentor-que
habla de éso -¡toma ya-. Pero se trata de malos textos. Si
me hicierais caso, no compraríais esos libracos, mal escritos y
de peor gusto.-Y el gurú le recomendó unas obritas que podía
comprar cualquiera de los de la cuerda en la Casa, sin necesidad
de tener que recurrir a ninguna librería-. No obstante -continuó-,
estoy de acuerdo contigo en que Blawatsky hizo merecimientos más
que suficientes para figurar en el Santoral. Sin embargo, lo bueno aconteció en cierta
ocasión -como me lo contaron lo cuento- cuando, concluida la función
o lo que quiera ser ese simulacro espiritual vespertino de los viernes,
Dora, con sangre de nabo y más tonta que la tía La tiza,
se deshacía en palabras de asombro y en aspavientos: ¿Os
habéis dado cuenta como el hermano Procopio se transforma cuando
medita? Yo lo he visto despegar del suelo. Sí, levitando estaba
¡Y tiene un aura...! Cuando llegó la siguiente junta de adeptos,
tan condicionadas estaban algunas por lo del aura y la levitación,
que creyeron ver lo mismo que vio Dora. Efectivamente, el hermano Procopio
iba poco a poco elevándose hasta rozar casi el techo, y alrededor
de él su dorada aura que todo lo invadía. LA FUERZA de su popularidad la tenía el santón entre sus admiradoras. Algún maricuelo (marica de los de tercera clase;
de esos babosos a quienes les gustan las mujeres más que el vino,
pero que si son hombres es únicamente porque se afeitan y calzan
un cuarenta y cuatro de horma -nos referimos al calzado, naturalmente-)
también lo jaleaba; pero pocos, tal vez uno o dos a lo sumo. En
torno al hermano Procopio, cirios, incienso y jaculatorias enervaban la
mística de sacristía de sus adeptos, casi todos comadres,
como se ha dicho, que, en presencia del iniciado guardaban el más
riguroso respeto. Nada de cuchicheos entonces y mucho menos de malevolencias,
¡por Dios, qué decís!, sino de buenas maneras, cortesías
y parabienes. Luego, a estudiar los Sagrados Libros y poemas épicos
del hinduísmo: el Rig Veda, Baghavad Gita, Ramayana,
Upanishads... El hermano Procopio se había hecho acreedor de la confianza y el respeto de una buena parte de la comunidad que él dominaba por su prudencia y sabiduría, ¡jo...der!, aunque trataba en todo momento de aparentar sencillez y humildad el tal calvo barbudo con más mala leche que buenos propósitos. Porque había luego que oirlo en los Consejos de la dirección de la cosa sacra: ¡Largaba el menda que era la hostia! Las manos en actitud pía y la lengua hecha un barquillo -Hermanos, hoy estamos aquí reunidos para resolver cuestiones muy duras que debemos tratar con templanza...-¡La madre que lo parió, el tío!, después de haber sugerido la corta meditación, el silencio de la mente...El incienso que nunca faltara, ni las flores frescas ni el agüita puesta a la serena la noche anterior ni las rosas de los cardos borriqueros dispuestas en floreros de barro cocido al sol-. Bueno. Para qué decir más. Únicamente, que los que no comulgaban con sus ideas, primero se esforzaba por atraerlos con su esponjosa retórica milonguera. Si de ese modo no lo lograba, entonces desarmándolos con razonamientos próximos a los que él mismo combatía; es decir, dándoles la razón a los contestatarios, para después hacer y decir él lo que le salía del pirulí de la Habana, pues nunca entraba de frente. Y al final, cuando ya la paciencia juega malas pasadas hasta a los píos, dando cuchilladas sin sacar la navaja, que eso es de gitanos. Así era el hermano Procopio. Pero por encima de todo, santón de Benarés. ¡Valiente julandrón el patito feo!, que por algo se encerraba él todos los días en su torre de marfil para hacer yoga, meditar no sabemos qué hostias, y sacarle la lengua a los demonios. De entre la escogida comunidad de aspirantes a iniciados -chelas creo que se les llamaba en la Orden-, alguno de ellos era tan astuto como el pelao y callaba lo que no le interesaba decir o no le proporcionaba ventajas. Otros, simplemente se tragaban el marrón para ganar indulgencias, y los demás, los de siempre, a verlas venir; pero todos buenos amigos, ea, que por algo eran hermanos de la conseja de brujos. Algunas, con mucha pechonalidad y coñocimiento -¡joder con el tetamen de doña Ka y la supuesta flor de lis de la niña rubia! Sí, hombre, la Rita, la pelirroja de Benidorm con cara de pandereta y culo de pesadilla. Esa que se santiguaba cada vez que tenía que asistirse el jojoy en el aseo, ¿no la recuerdas?-. Algunas, decía, digo, yo creo que le hacían el cunnilinguo en la calva al Santón cuando se la besaban, ¡joder con las jais, qué risa! Bueno, aparte irreverencias, que no debe el narrador tomar tanta parte en el asunto, el caso es que, cuando se reunían, lo primero que hacían era entonar el sagrado OM; también al finalizar los saraos místicos, fijo, ¿no?, lo establecido. Luego, la meditación. ¡Y contaban de experiencias! ¡Maravillas! ¡Una paz... Un amor...! Casi todos viendo angelitos y aleluyas, colorines y palmeritas azafranadas. ¡Huyuyuy, lo que veían las measalves! Algunas hasta bendecidas por los Maestros. Otras y otros, que si habían cruzado palabras con los Señores del Karma... Qué más decir. Bueno, salían de allí, del oratorio de los Devas, que daba gozo de verlos, de fraternales e iluminados que habían quedado. -¡Hermana Rita. Ay, hermana Rita! ¡A que no adivinas a quién he visto en mi meditación! -exclamaba Encarnación, maravillada, la faz encendida de gozo-. No. Si no te lo vas a creer, pero cierto como el sol que nos alumbra. Era santa Blawatsky. -Pero, si Blawatski todavía no ha sido elevada a la dignidad de los altares -le respondió la amiga Rita. ¡Que no sabía expresarse bien cuando quería, la señá benidormí-¿No te das cuenta de que Blawatsky no fue nunca amiga del Clero?-concluyó. -Pues yo así lo creía, porque desde luego que no me lo he inventado. Hasta diría que.... Éso lo he leído yo en algún libro. Estoy segura, vaya que sí. Y en cualquier caso, si no es santa lo será algún día, ¡ya lo creo! Porque lo que hizo... Bueno, fue todo un milagro y lo sigue siendo. ¡Fíjate tú... (Bla, bla, bla...) Y a la que salta el hermano Procopio, que estaba atento en su rincón de siempre, como traspuesto: - Sí, querida Encarnación. Hay por
ahí no sé qué libro -mintió el santo mentor-que
habla de éso -¡toma ya-. Pero se trata de malos textos. Si
me hicierais caso, no compraríais esos libracos, mal escritos y
de peor gusto.-Y el gurú le recomendó unas obritas que podía
comprar cualquiera de los de la cuerda en la Casa, sin necesidad
de tener que recurrir a ninguna librería-. No obstante -continuó-,
estoy de acuerdo contigo en que Blawatsky hizo merecimientos más
que suficientes para figurar en el Santoral. Sin embargo, lo bueno aconteció en cierta
ocasión -como me lo contaron lo cuento- cuando, concluida la función
o lo que quiera ser ese simulacro espiritual vespertino de los viernes,
Dora, con sangre de nabo y más tonta que la tía La tiza,
se deshacía en palabras de asombro y en aspavientos: ¿Os
habéis dado cuenta como el hermano Procopio se transforma cuando
medita? Yo lo he visto despegar del suelo. Sí, levitando estaba
¡Y tiene un aura...! Cuando llegó la siguiente junta de adeptos,
tan condicionadas estaban algunas por lo del aura y la levitación,
que creyeron ver lo mismo que vio Dora. Efectivamente, el hermano Procopio
iba poco a poco elevándose hasta rozar casi el techo, y alrededor
de él su dorada aura que todo lo invadía. |