Aquella mujer
Hará un par de días me encontraba cenando en la soledad de mi domicilio, con la única compañía del noticiario de TVE1, cuando me asaltó aquella imagen del barrio de mi juventud. Ante mis ojos aparecieron todas aquellas casitas de diferentes colores; recuerdo rojas, azules cielo y, las más, de tonalidades cremosas. El caso es que, no sé por qué, por mi mente comenzaron a removerse caprichosamente los recuerdos hasta que decidieron (ellos, no yo) detenerse en el de aquella singular muchacha.
El barrio era humilde. Se puede decir que la mayoría sobrevivíamos sin mayores problemas; pero el dinero no daba para nada más que para eso. Ante tal uniformidad económica no es de extrañar que se hiciera chocante la presencia de aquel blanco palacete a escasos metros de nuestras casas. En él vivía la mujer anteriormente referida.
La chica tenía cara poco menos que de ángel. El cabello liso hasta la cintura le confería una serenidad que contagiaba a aquél que se cruzara por su paso. Era delgada, pero bien formada. Era atlética, aunque muy sensual. También era simpática, aunque algo había en su sonrisa que turbaba todo mi interior. Vestía casi siempre unos largos ropajes blancos que, dependiendo de la ocasión, utilizaba a modo de bata, vestido o camisón.
Al comienzo no sabíamos de dónde sacaba el dinero para vivir tan holgadamente, regando aquel jardincito y todo lo demás. Preguntamos a los mayores, pero la respuesta fue desconcertante: nos dijeron que, cuando ellos habían nacido, esa chica ya residía en dicho lugar, y que su complexión y costumbres no habían variado mucho desde entonces. Obviamente, nos engañaban, nuestros abuelos; es como si pensaran que aun creíamos en brujas...
Vistas como estaban las cosas y la poca colaboración prestada por nuestros antepasados, decidimos investigar por nuestra cuenta. Mediante unos sistemas que se mostraron muy útiles [y que, por supuesto, no relataré aquí (Sé un buen espía, Ed. YoGano, 1999)], decía, mediante unos sistemas que se mostraron muy útiles llegamos a la conclusión de que la chica era asiduamente visitada por multitud de personajes que, a juzgar por sus vestimentas y extraños dialectos, no eran del barrio. Además y paradójicamente, entraban todos con cara de pocos amigos y una maleta, y a su salida indefectiblemente olvidaban esta última, a la vez que mostraban una casi estúpida sonrisa de felicidad, ¿qué ocurriría ahí dentro que operara cambios tan bruscos en los estados de ánimo de los huéspedes, a los que, además, al parecer robaban?
Una cosa era clara, nosotros no podíamos comprobarlo: la muchacha cuando salía a pasear se mostraba amable con todo el mundo, e incluso acariciaba y regalaba golosinas a los niños; pero de puertas a dentro era otro tema...
Con el tiempo, y siguiendo los validísimos principios expuestos en otra publicación mía [Sigue espiando, Ed. YoGano, 1999], llegamos a la conclusión de que las visitas provenían de lugares tan lejanos como Francia, Gran Bretaña y (sí, en el barrio) los propios Estados Unidos. Al parecer el convidado estadounidense se disgustó mucho cierta ocasión en la que, estando en casa de la mujer, descubrió que había otros invitados; casi la mata a la pobre, pero por suerte llegaron a un acuerdo por el que él sería quien dibujaría los horarios y decidiría quién sí y quién no podía acercarse al palacete. Y así se hizo.
La chica vivía así con unas comodidades que quién pudiera. Yo me fui del barrio y no volví a saber gran cosa.
Qué fue de aquella mujer, no lo sé yo; debe seguir prestando su casa como refugio a aquellos que pasan por el camino. Dicen que ahora aloja a un abuelete chileno...
Ah, Justicia, creo que se llamaba ella. Todo un bombón.
Molusko,
a 18 de agosto de 1999
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