Condecoraciones

Pepe volvía a casa después de una dura jornada de trabajo. Estaba exhausto. Abrió la puerta y llegó a diras penas hasta el sofá. Allí puso en marcha la televisión. Hacían el telediario. Después de un par de noticias sin importancia, escuchó algo que le dejó atónito. Esto es lo que decía el comentarista: "Atención, nos pasan una noticia de última hora. Un hombre de unos cuarenta años perteneciente al grupo terrorista G.U.R. se haya en libertad. Va armado y es peligroso. Su nombre es Pepe Cadonya Vemi..." El presentador continuaba hablando, pero Pepe, aunque aún oía, ya no escuchaba. El corazón se le había disparado. Era inocente, pero...
En ese preciso instante oyó unos golpes en la puerta. Eran los policías, estava seguro. Se descolgó por la ventana en un intento desesperado de huída. Se había quejado muchas veces de la molestia de tener que escuchar el ruido de las calles al aochecer por vivir en un primer piso, pero esta vez ese mismo hecho le permitió escapar. No tubo más dificultades en descender hasta la calle. Allí vió el coche de los policías, los cuales ya estaban dentro de su casa. Le dió la impresión de que todo el mundo estaba pendiente de él, como si todo el mundo le observara esperando cualquier oportunidad para delatarle. Entró rápidamente en el coche y emprendió la fuga.
Se saltó el semáforo de la esquina en rojo, pero eso tenia ya poca importancia. Huía por su vida, por su inocencia, por su libertad.
De repente oyó un ruído de sirenas. Maldijo mil veces su situación. Si se hubiera quedado en casa todo habría sido más fácil: le hubieran pegado un par de palizas antes de caer en la cuenta de que no era él el peligroso terrorista al que buscaban. Pero ahora... ahora era demasiado tarde. si lo capturaban le dispararían un tiro en la sien alegando defensa propia.
Pisó a fondo el acelerador, mientras pensaba en qué lugar podía esconderse. Pronto encontró respuesta a su pregunta: su buen amigo Enrique tenía un maset con el que seguro podía contar. Aunque, eso sí, antes debía despistar a los perseguidores. Y lo consiguió. Escondió el coche dentro de un huerto y fue corriendo hacia la finca del compañero, la cual se encontraba a menos de quinientos metros de distancia.
Cuando llegó, Enrique ya conocía la noticia. Le proporcionó un arma y le explicó que se haría pasar por un rehén con el fín de que pudiera escapar. En ese momento, se oyeron unos pasos acompañados de un fuerte golpe seco: habían derribado la puerta que daba a la calle y se diriguían con toda seguridad la estancia en la que se encontraban. Era, sin lugar a dudas, la policía. Su amigo cogió un arma de la colección y la cargó.
Fue entonces cuando se abrió la puerta y dos policías se dispusieron a descargaron sus cargadores en los cuerpos de los, ahora dos, sospechosos. A Pepe le acertaron en el brazo izquierdo, pero Enrique los redujo con un tiro a la cabeza a cada uno, Él no quería, de verdad que no quería,... Lo hizo en defensa propia.
Pasados unos momentos de vacilación y dolor se dieron cuenta de que si no abandonaban el lugar, y rápido, podían correr la misma suerte que aquellos desgraciados defensores de la ley.
Estaban rodeados, pero en aquel maset había un pasadizo que conducía a una antigua casa, encima de la cual se había construido un helipuerto. Dicho y hecho, se encaminaron hacia el lugar en cuestión, sin antes no haber hecho un torniquete al brazo de Pepe. Soguiendo el túnel subterráneo, aparecieron en el lugar previsto, y allí, al ver los helicópteros, en un intento desesperado de salvar sus vidas, entraron en un helicóptero. Pepe había cursado una vez, en las postrimerías de su juventud, clases de pilotaje, pero nunca había tenido nunca un aparato así entre las manos.
Consiguió elevarlo, hacer que volara, pero un error de Pepe hizo que el aparato se desestabilizara y se precipitara contra el suelo. Murieron mezclados entre los hierros después de cinco largos minutos de agonías.
A la mañana siguiente, todos los periódicos hablaban de la gran operación policial con la cual se consiguió deshacerse de dos terroristas de una sola vez. Nunca nadie supo la verdadera historia. Nadie excepto el jefe de policía. Sí, ese que recibió las condecoraciones.

Molusko, 1996 [email protected]