Gracias por el fuego (fragmento)
-El Viejo te lo dijo el otro día. Fue una de las pocas cosas
en que mentalmente le di la razón. Ustedes creen que la
revolución es andar sin corbata.
-Por algo se empieza: ustedes ni eso.
-Ya lo sé, ya lo sé. Pero ustedes empiezan a hablar, a gritar,
a organizar mítines, se inflaman solos, y llegan a convencerse
de que el país es eso que proclaman y sólo eso. Pero el país
es otra cosa bastante peor, tal vez, que esa tierra ideal que
ustedes inventaron.
-¿Quién te contó ese cuento?
-Mira, Gustavo, en el fondo vos y yo estamos de acuerdo.
Habría que acabar con esta encerrona de los capitales, con la
tierra en tan pocas manos, con la falta de personalidad y de
originalidad en nuestra política internacional, con la
corrupción administrativa, con el negociado de las jubilaciones,
con el pequeño y el gran contrabando, con la muñeca, con los
caudillos de club, con las torturas policiales, con los autos
baratos para diputados. Claro que habría que acabar con todo
eso, pero lo que ustedes no comprenden es cómo se han gastado
los resortes de la sensibilidad.
-¿En qué sentido?
-Mira, el otro día escuché en la televisión a un diputado
colorado y se burlaba en la misma cara del pueblo. Su tesis era
ésta: "Durante cuatro años ustedes se quejan de aquellos
diputados que, como yo y tantos otros, importamos autos baratos.
Lo consideran la gran inmoralidad. Pero cuando llega el momento
de votar, ustedes nos eligen a nosotros, no a los que se
abstuvieron de aprovechar la ventajita. Eso quiere decir que el
pueblo no le da mayor importancia a esos detalles".
-Qué careta.
-Claro que es un careta. Sin embargo, en el fondo,
desgraciadamente tenía razón. La gente le da cada vez menos
importancia a detalles que tienen que ver con la moral política.
La gente sabe que en las altas esferas hay grandes y productivos
negociados. Considera que no está en su mano evitar semejante
estafa. Entonces el hombre de la calle, cuya única
participación política es el voto, se resigna y se las ingenia
para hacer él también su pequeño negocio, su módica estafa.
Convencete de que la crisis más grave en este país es la crisis
de ejemplo.
-Decí mejor que empezó por ahí. Pero ahora la cosa no se
arregla con dar buenos ejemplos. Hay un orden económico que es
preciso cambiar.
-Sí, Gustavo, estamos de acuerdo. Pero, encandilados por esa
transformación del orden económico, ustedes se meten la moral
en el bolsillo, y en eso están completamente equivocados.
-Lo que pasa es que la crisis es económica y no moral. En todo
caso, la crisis está inscrita en una determinada estructura
económica.
-Mirá, ustedes que tienen a Marx pegado con alfileres y se llenan la boca con el concepto de la plus valía relativa, podrían recordar de vez en cuando que Marx habla de la economía política, de las ciencias de la riqueza, como de una verdadera ciencia moral, la más moral de todas las ciencias. ¿No se les ocurre que, aunque el marxismo denuncie la enajenación de¡ individuo bajo el régimen capitalista, en realidad también está proponiendo un cambio de signo de esa ciencia moral? ¿Qué harían, vos y todos tus revolucionarios sin corbata, con la posibilidad ' de un cambio de estructura, como tanto les gusta decir, y con la inmediata entrega de esa estructura recién cambiada a un malón de tipos inmorales, ambiciosos, maniobremos, fallutos? Me parece macanudo que cambien la estructura, pero traten de que simultáneamente se transforme el signo moral de este pueblo, porque de lo contrario el cambio se desmoronará, y la evolución o revolución o lo que sea, habrá sido inútil. ¿No se te ha ocurrido pensar que en este país existe una gran apatía política, un colectivo encogimiento de hombros, debido tal vez a que las ahora viejas conquistas sociales le fueron dadas a un pueblo que todavía no las había reclamado? Por eso, después de haber estado a la vanguardia continental, ahora todos nos pasan, todos tienen en América más conciencia social que nosotros, todos viven más exactamente al día con los cambios de¡ mundo, y cuando llegue el momento de esa Gran Transformación con que ustedes sueñan, verás como este Uruguay tan pulcro, tan democrático, tan equilibrado, tan ejemplo de América, tan famosamente libre y sin embargo tan irremediablemente estancado, será el último en cornprender la lección de la historia, el último en abandonar su esplendoroso ritual de hipocresía.
-Todos ustedes son así: aparentemente ven claro, pero en el
fondo son destructivos. Sólo sirven para inventariar los
defectos, las carencias.
-No, Gustavo, la diferencia sólo es de ritmo. Yo creo que la
única transformación eficaz vendrá por la educación
política, y ésta requiere su tiempo. Vos en cambio creés que
el cambio será repentino, que madurará de golpe, qué sé yo.
Recuerdo claramente que antes de los veinte años todo parece
urgente, y es cierto, es urgente. Pero el reconocimiento de que
una necesidad sea perentoria, no siempre significa que la
solución sea inminente. Ojalá tengan razón, vos y tus amigos,
pero para mí sólo existen dos vías para adquirir conciencia
política: una es el hambre y el despojo, la otra es la
educación. Nosotros no hemos sufrido hambre ni,despojo, por lo
menos no lo hemos sufrido como otros pueblos de África o de
América, y por otro lado no hemos sido convenientemente
educados. De ahí que nos importe tan poco la verdadera
transformación política y en cambio nos importe tanto el
fenómeno político bastardo, adulterado. Cuando te digo esto,
pienso en la chata ambición burocrática, en la red de clubes,
en el gran Nirvana de los jubilados, en la corrupción al
menudeo. Ustedes hacen sus planes sobre la base de un pueblo que
previamente idealizan, pero ese mismo pueblo no ha dado aún el
vistobueno a la idealización que ustedes han decretado. Y conste
que esto que te estoy diciendo no va contra el pueblo ni contra
ustedes. Ustedes son macanudos y tienen las mejores intenciones,
lo recozco, pero meten la pata cuando sólo tienen en cuenta
esquemas económicos, por añadidura ajenos, y se olvidan de la
realidad básica; el pueblo también es macanudo, hay en él una
excelente materia prima, pero antes de que esta materia prima sea
utilizable, es imprescindible educarlo. Aquí todos saben leer y
escribir, pero no saben pensar políticamente si no es en
términos de empleos públicos o de jubilaciones. Hay cosas que
se arreglan con slogans, pero otras no. Si hacés una encuesta
sobre reforma agraria, por ejemplo, te vas a encontrar con que
sus más entusiastas defensores son los profesionales, los
intelectuales, los estudiantes. Siempre clase media para arriba,
la mayoría de ellos con algún pisito horizontal en su activo
inmovilizado. Pero te invito a que recorras el campo, y si
encontrás un paisano, joven o viejo, que no se asuste cuando le
mencionas la reforma agraria, o que no rechace sincera y
tajantemente esa posibilidad, habrá que condecorarte o, mucho
más sencillo, no creerte. Convéncete de que, ahora al menos,
nuestro peón de estancia no tiene sentido de la tierra, le gusta
sentirse nómada. Ese es su precario y aventurero concepto de
libertad, saber que hoy puede hacer una doma aquí, mañana una
esquila allá, saber que no está atado a nada, o por lo menos
creer que no lo está; un sentido heredado del gaucho, según
dicen los enterados. Así que, antes de hacerles un chiripá con
la bandera de la reforma agraria, habría que inculcarles el
sentido de la tierra, y pensá también esto: si no lo tienen
¿será tan importante inculcárselo? ¿No habrá otros medios de
hacer justicia social, claro que acabando con la plaga del
latifundio? ¿No habrá otras variantes que se adapten mejor a
nuestro temperamento y, por qué no, a nuestras inhibiciones?
Mientras ustedes copien al carbónico las lecciones de Bolivia,
de Cuba o de Ghana, mientras ustedes miren a nuestro peón de
estancia decretando previamente sus equivalencias con un guajiro
cubano o un minero de Oruro, la cosa no va a marchar. Me dirás
que mañana o pasado puede ocurrir algo en Brasil o Argentina,
algo que sea tremendo y arrollador, y que ese algo nos incluya de
golpe en una ola más o menos revolucionaria. Puede ser, pero la
madurez no se adquiere por decreto. Si estallamos, no por propia
convicción, sino pura y exclusivamente porque estallan nuestros
vecinos y el fuego se propaga, lo más probable es que las llamas
recibidas no nos sirvan de nada, como no sea para destruirnos.
Mientras no fabriquemos nuestra propia mecha y nuestra propia
pólvora, mientras no adquiramos una conciencia víscera¡ de la
necesidad de nuestra propia explosión, de nuestro propio fuego,
nada será hondo, verdadero, legítimo, todo será una simple
cásca-
ra, como ahora es cascarita, sólo cascarita, nuestra tan voceada democracia. Y si nuestros primates, incluido tu abuelo, pueden decir impunemente que tienen las manos limpias, ello sólo se debe a que nuestro concepto de la higiene política deja mucho que desear. Y ahora bajate, porque aquí no puedo estacionar el coche.
[Mario Benedetti, Gracias por el fuego, Madrid, Alfaguara, 1987.]