Mucho gusto
Se habían encontrado en la barra de un bar, cada uno
frente a una jarra de cerveza, y habían empezado a conversar, al
principio, como es lo normal, sobre el tiempo y la crisis, luego
de temas varios y no siempre racionalmente encadenados.
Al parecer el flaco era escritor; el otro, un señor cualquiera.
No bien supo que el flaco era literato, el señor cualquiera
empezó a elogiar la condición de artista, eso que llamaba
"el sencillo privilegio de poder escribir".
"No crea que es algo tan estupendo", dijo el flaco.
"También hay momentos de profundo desamparo, en los que uno
llega a la conclusión de que todo lo que ha escrito es una
basura. Probablemente no lo sea, pero uno así lo cree. Mire, sin
ir más lejos, no hace mucho junté todos mis inéditos (o sea el
trabajo de varios años), llamé a mi mejor amigo y le dije:
"Mira, esto no sirve, pero comprenderás que para mí es
demasiado doloroso destruirlo. Así que hazme un favor: quémalo.
Júrame que lo vas a quemar'. Y me lo juró."
El señor cualquiera quedó muy impresionado ante aquel gesto
autocrítico, pero no se atrevió a hacer ningún comentario.
Tras un buen rato de silencio, se rascó la nuca y empinó la
jarra de cerveza. "Oiga, don" dijo sin pestañear.
"Hace rato que hablamos y ni siquiera nos hemos presentado.
Mi nombre es Ernesto Chávez, viajante de comercio." Y le
tendió la mano.
"Mucho gusto", dijo el otro, oprimiéndola con sus
dedos huesudos. "Franz Kafka, para servirle.[...]
Mario Benedetti, Despistes y franquezas, Madrid, Algaguara, 1990.