Romcer

El día había amanecido claro; las calles estaban cubiertas por finas capas de agua y Adolfo esa mañana se sentía algo preocupado por si sus metas en la vida se habían truncado por la decisión que iba a tomar.
Adolfo, desde niño, se había sentido desplazado del resto de sus compañeros de clase. Los profesores le miraban como un bicho raro y él sabía perfectamente que el sentimiento que tenían hacia él era un envidioso desprecio a su inteligencia: Adolfo poseía una cabeza privilegiada. Nada más ni nada menos que un coeficiente intelectual de 152.
Durante sus 34 años de vida nunca supo amoldarse al mundo. Quizá para él todo era demasiado fácil, con lo que su único propósito era encontrar un reto difícil o imposible. No se daba cuenta de que ese mismo propósito era ya una meta marcada.
Hace un par de semanas leyendo un diario encontró la solución a su problema, en la sección de ofertas y demandas resaltaba un curioso anuncio:

"ROMCER: La máquina inteligente.
¿Tiene usted problemas de memoria?
¿Es demasiado tonto?
¿Es demasiado listo?
No se preocupe.
En una sola sesión graduaremos su mente a su gusto.
No se arrepentirá."

A nuestro amigo se le iluminó la cara. ¿Por qué coño tenía el mundo que amoldarse a él?¿Por qué no se podía él mismo amoldar al mundo? La comodidad de no padecer luchando era toda una tentación y, sin pensárselo dos veces, llamó por teléfono y pidió una cita.
Varios días después Adolfo llegó a la consulta puntual como un reloj. Una enfermera con bata blanca y cofia abrió la puerta e indicó con un lijero gesto del pulgar que entrara en la sala de espera. Al poco rato apareció el doctor. Parecía más un feriante de una caseta de rifa que un médico titulado.
Después de que Adolfo le contase su problema el curioso personajillo hizo que le acompañara a ver la máquina. Esta era una especie de armario color cobre viejo y lleno de tubos que emanaban a cada momento nubes de vapor.
No se sintió demasiado asombrado por el siniestro armatoste. Ansioso por entrar pidió al doctro que empezara cuanto antes. A la pregunta de en qué coeficiente intelectual quería quedarse Adolfo respondió que en 110. Este era un buen coeficiente y rebasaba en muy poco la media normal. La enfermera abrió la puerta y Adolfo se introdujo. El médico manipuló unos botones y finalmente accionó una palanca que puso la máquina en funcionamiento. Un antiguo cuentakilómetros de coche hacía referencia al coeficiente intelectual del paciente. La aguja que había permanecido en 152 comenzó a bajar lentamente: "150", "145", "140",... y seguía bajando. "130", "125", "120...".
Al llegar a 11 ocurrió algo que dejó atónitos al médico y a la enfermera; la máquina comenzó a vibrar de una manera salvaje y, de repente, el contador se volvió loco. Sin saber por qué la aguja empezó a deslizarse hacia abajo marcando así 90, 70, 50, 30,... y seguía bajando.
A los pocos segundos el médico consiguió parar la máquina golpeándola con un martillo, dejándola completamente inservible y lo más desastroso; con la aguja marcando 6 de coeficiente intelectual.
El doctor abrió la puerta de la cabina y dejó salir a Adolfo. Este se acercó al médico y las primeras palabras que salieron de su boca fueron: "¡¡A VER USTED, DOCUMENTACION!!"

FIN

Erik Gatby '97