una visita al viejo poeta
Enel nutrido sosiego que venía
a posarse, plácido, desde el cielo radiante, iba a fundirse la
resignada calma que de su seno exhalaba la vieja ciudad, dormida
en perezosa siesta. Me sumí en las desiertas callejuelas que a
la Colegiata ciñen, y en una de ellas, donde me habían dicho
que habitaba el viejo poeta, de tan largo tiempo enmudecido, di a
la aldaba del portalón, que lo era de la única casa de la
calleja. Resonó el aldabonazo, quebrando el soñoliento silencio
en los muros que formaban la calleja, flanqueada, como un foso,
de un lado por el tapial de la huerta de un convento, y por las
agrietadas paredes del otro.
Me pasaron, y al cruzar un pequeño jardinillo emparedado, uno de
esos mustios jardines enjaulados en el centro de las poblaciones,
vi a un anciano regando una maceta. Se me acercó. Era su
conocidísima figura.
- Ahora mismo subo - me dijo.
- No; prefiero hacerle aquí la visita; ¿qué más da?
- Como usted quiera... Rosa, baja unas sillas.
Desprendíase una calmosa melancolía de aquel pedazo de
naturaleza encerrada entre las tapias de abigarradas viviendas.
Dos o tres arbolillos se alzaban al arrimo de ellas, en busca de
sol, y en ellos se refugiaban los pájaros. En un rincón, junto
a un pozo, sombreaba a un banco de piedra una higuera. La casa
tenía un corredor de solana, con balaustrada de madera, que
miraba al jardincillo. El vertedero de la cocina servía para
regar la higuera. Y todo ello parecía ruinas de naturaleza
abrazadas a ruinas de humana vivienda.
Allí encima se alzaba la airosa torre de la Colegiata, a la que
doraba el sol con sus rayos, muy inclinados ya; la torre severa,
que contribuía a dar al pedazo de cielo desde allí visible su
anguloso perfil. Unas gallinas picoteaban el suelo.
- Es mi retiro y mi consuelo - me dijo.
- Yo creí que preferiría usted el campo verdadero..., el aire
libre...
- No. Voy a él de vez en cuando, muy de tarde en tarde; pero es
para volver al punto a encerrarme en esta jaula, con estos mis
arbolillos presos, a la vista de esa torre, en este bosquecillo
enjaulado, que me parece un enfermo cachorro de selva que,
cautivo y nostálgico, me lame el alma y a mis pies se tiende
humilde. Aquí no les sacuden tormentas ni el vendaval los agita;
aquí crecen al arrimo de estas tapias. Mire la higuera, mi
higuera doméstica; ¡qué lozana! Me recoge el sol y en su
dulzura me lo guarda. Al través de su verdura contemplo la
dorada torre, árbol frondoso también del arte, con su
exuberante follaje arquitectónico. ¡Si oyese usted cómo
resuena entre estas viejas tapias el son pausado de sus campanas!
Cuando sus vibraciones se dilatan derritíendose en el sereno
ambiente, parecen bañarse en el eco derretido estos mis pobres
arbolillos... Esta casa me recuerda la de mi niñez, a la que ha
arrasado el inevitable progreso. Tenía un jardinillo así. Aquí
me baño el alma en mis recuerdos infantiles; reanudo mi dulce
vigilia después de años de sueño...
- ¿Y no ha sentido usted nunca pruritos de salir, de volver al
mundo...; no le ha tentado la gloria?
- ¿Qué gloria? - me preguntó con dulzura.
- ¡La gloria...!
- ¡Ah, sí, la gloria! Dispénseme; me olvidaba de que hablo con
un joven literato.
Se levantó para quitar una oruga de uno de los arbolillos, miró
un rato a la erguida torre, dorada por el sol poniente, y
prosiguió:
- ¿Cree ustes acaso que cuando ha finado, derretido en la serena
calma del ámbito, el eco de esas lenguas de bronce, no vive aún
en el silencio su dulce ritmo muerto? Sí, posa en el mar del
silencio, en su eterno lecho, donde descansan las voces y los
cantos todos que han sido, y donde esperan tal vez la suprema
evocación que haya de resucitarlos para entonar la gloriosa
sinfonía eterna. Cantan en el silencio...
Yo, más que le oía, contemplaba su hermosa cabeza de vidente.
- Sí - continuó -, mi nombre va olvidándose; casi nadie lo
cita ya; pero es ahora, en que se olvida mi nombre, cuando obra
acaso mi espíritu, difundido en el de mi pueblo, más viva y
eficazmente. Prodúcese un pensador o un artista, y mientras su
obra no posa en el alma de su pueblo, mientras le es extraña a
éste y en él choca, necesita llevar el nombre de su padre. Mas
cuando se hace pensar, pensar de los que nos rodean, cuando
nuestro sentir se aúna al sentir de nuestro pueblo, haciéndolo
más complejo; cuando nuestra voz se acuerda al coro
enriqueciendo la común sinfonía..., entonces nuestro nombre se
hunde poco a poco. Nuestras ideas lo son ya de todos; el busto de
nuestra moneda se ha borrado, y con él la leyenda, y la moneda
corre porque es de oro de ley. Cuando menos se habla de un
escritor, suele ser muchas veces cuando más influye.
- Tal vez... - empecé, y él, sin oírme, continuó:
- ¡Mi nombre! ¿Para qué he de sacrificar mi alma a mi nombre?
¿Prolongarlo en el ruido de la fama? ¡No! Lo que quiero es
asentar en el silencio de la eternidad mi alma. Porque, fíjese,
joven, en que muchos sacrifican el alma al nombre, la realidad a
la sombra. No, no quiero que mi personalidad, eso que llaman
personalidad los literatos, ahogue a mi persona - y al decirlo se
tocaba el pecho -. Yo, yo, yo, este yo concreto que alienta, que
sufre, que goza, que vive; este yo intrasmisible..., no quiero
sacrificarlo a la idea que de mí mismo tengo, a mí mismo
convertido en ideal abstracto, a ese yo cerebral que nos
esclaviza...
- Es que el yo que usted llama concreto...
- Es el único verdadero; el otro es una sombra, es el reflejo
que de nosotros mismos nos devuelve el mundo que nos rodea por
sus mil espejos..., nuestros semejantes. ¿Ha pensado usted
alguna vez, joven, en la tremenda batalla entre nuestro íntimo
ser, el que de las profundas entrañas nos arranca, el que nos
entona el canto de la pureza de la niñez lejana, y ese otro ser
advenedizo y sobrepuesto que no es más que la idea que de
nosotros los demás se forman, idea que se nos impone y al fin
nos ahoga?
- Alguien llamaría egoísmo a eso... - me atreví a insinuarle
de prisa, antes de que, arrepentido, recogiese mis palabras.
. ¿Egoísmo? - me contestó con calma -. ¡Oh, sí; ahora han
inventado eso del altruismo! ¡Altruismo! Eso sí que es inmoral
e inhumano; sacrificar a mi idea, porque no es más que
a una idea a lo que se sacrifica; sacrificar a mi idea,
a la mía, entiéndalo, a todos mis prójimos, incluso a mí
mismo, mi primer prójimo, el más prójimo o próximo a mí.
Pareció hundirse en algún recuerdo remoto de esos de fuera del
tiempo, y prosiguió:
- No quiero devorar a otros; ¡que me devoren ellos! ¡Qué
hermoso es ser víctima! ¡Darse en pasto espiritual..., ser
consumido..., diluirse en las almas ajenas! Así resucitaremos un
día cuando se unan todas, y sea Dios todo en todos, como San
Pablo dice...
No daba ya la luz más que en la cresta de la torre; parecían
espesarse la calma y el silencio, interrumpidos tan sólo por
algún vencejo que cruzaba chillando el anguloso cacho de cielo
del jardincillo enjaulado.
- ¡Mire usted; mire usted al gato cómo trepa por ese arbolillo
a la ventana de la cocina! Arriba caza ratones; aquí, entre los
árboles, pajarillos. Y me entretiene mucho. ¡Qué vida!, dirá
usted. ¡Aquí, con sus arbolillos, su higuera triste, su
concierto de pájaros, su gato, sus gallinas, sus flores...,
ragando sus recuerdos y cultivando su tristeza...! Después de
aquel triste suceso que usted conoce, me retiré al campo a
bañar mi enfermo espíritu en su quietud sedante. Iba a curarme
a la vez de los estragos del urbanismo, de esa corea espiritual
en que nos hunde la diaria descarga de impresiones de la ciudad.
Allí, en el campo, supe lo que es dormir, y el que no sabe
dormir no vive. En la ciudad, miradas, vaho de ansiosos alientos,
de impuros deseos, de rencores, sonrisas equívocas, saludos,
retardos, paradas..., ¡todo nos electriza! Es una serie continua
de insignificantes punzadas, de cosquilleos imperceptibles, que
nos galvanizan la vida y al fin nos rinden. Y fui a recibir el
gran baño, la inmersión en aire libre, en luz libre, en libre
calma, en el remanso de las horas tranquilas. Y allí a pensar
rítmicamente, con calma, con todo el cuerpo y con el alma toda,
no con el cerebro tan sólo, asiento de lo que ustedes llaman
personalidad.
Interrumpióle la voz sonora de la campana de la Colegiata, que
tocaba a la oración de la tarde. Miró a sus arbolillos, que
parecían escucharle, y calló un rato. Respeté su silencio. Y
luego, con calma, dijo:
- Del campo vine a este asilo. He renunciado a aquel yo ficticio
y abstracto que me sumía en la soledad de mi propio vacío.
Busqué a Dios a través de él; pero como ese mi yo era una idea
abstracta, un yo frío y difuso, de rechazo, jamás di con más
Dios que con su proyección al infinito, con una niebla fría y
difusa también: con un Dios lógico, mudo, ciego y sordo. Pero
he vuelto a mí mismo, al pobre mortal que sufre y espera, que
goza y cree, a aquel a quien despiertan los sobresaltos del
corazón enfermo, y aquí, en este pobre jardincillo, junto a
estos mustios y silenciosos amigos, me dedico a la más honda
filosofía, que consiste en repensar los viejos lugares comunes.
Medito las palabras de la señora Paula, una buena vecina,
inagotable en las tan conocidas reflexiones del vulgo acerca de
la caducidad de la dicha y de la necesidad de la resignación. Y
otras veces, a la sombra de esa higuera, armonioso órgano de
pardales y becafigos, leo el Evangelio. Y en él se me muestra el
Hijo del Hombre, el hombre mismo, palpable, concreto, vivo, y por
Cristo, con quien hablo, subo a su Padre, sin argumentos de
lógica, por escala cordial...
- ¡Qué vida! - murmuré.
Y él, que me lo oyó:
- Sí - dijo -, ya sé que ustedes disertan mucho acerca de la
vida, y dicen que hay que amarla; pero la tienen de querida y no
de esposa. ¡La vida! ¡En ella me he enterrado, he muerto en
vida en ella misma! ¡Hay que vivir! ¿Y para qué...? Esto es,
¿para qué...? ¿Para qué todo?, dígamelo. ¿Para qué...?
¿Para qué? No quiero inmolar mi alma en el nefando altar de mi
fama; ¿para qué?
Cuando salí, de noche ya, parecía que al son de mis pisadas,
que retumbaban en el tenebroso silencio de la solitaria calleja,
vagaba por ella con quebrado vuelo, cual invisible murciélago,
esta pregunta: ¿Para qué?
Miguel
de Unamuno
de El Espejo de
la Muerte y otros relatos novelescos