CANTO PRIMERO
El extravío en la selva. Las tres fieras. Aparición de Virgilio. Profecía.
A mitad del camino de la vida me encontré en una selva oscura por haberme apartado de la recta vía.
¡Ah!, cuán difícil me resultaría decir lo salvaje, áspera y espesa que era aquella selva, que sólo el recordarlo me produce pavor. Era aún más triste que la muerte. Mas para hablar del bien que allí encontré, narraré las otras cosas que vi.
No sabría decir exactamente cómo penetré allí, de tan adormecido que estaba cuando abandoné el verdadero camino. Pero al llegar a la ladera de la colina que cerraba el valle que me habla llenado el corazón de miedo, miré hacia arriba y vi su cumbre cubierta ya por los rayos del planeta que nos conduce rectamente por todos los caminos. Entonces se calmé algo el miedo que se había posado en el lago de mi corazón durante la noche que pasé con tanta pesadumbre; y del mismo modo que aquel que saliendo anhelante fuera del mar, al llegar a la playa se vuelve hacia las olas peligrosas y las contempla, así mi espíritu, que aún huía, se volvió hacia atrás para mirar el trecho del que nunca ha salido nadie vivo.
Después, cuando calmé un poco mi cansancio, reemprendí la marcha por la desierta playa de tal forma que uno y otro pie pisaran siempre firme. Y he aquí que al principio de la cuesta una pantera ágil, de movimientos muy ligeros y con una piel manchada, no se apartaba de mi vista y me impedía el paso, por lo que muchas veces me volvía para retroceder. Era la hora en que empezaba el día y el Sol ascendía rodeado de aquellas estrellas que estaban con él cuando el amor divino puso en movimiento todas las hermosas cosas de la creación. Hora y estación tan dulces me daban motivo para esperar la adquisición de la pintada piel de aquella fiera. Pero mi valor no superaba el terror que me producía el aspecto de un león que se me apareció. Parecía venir contra mi, con la cabeza alta y con un hambre tan terrible que daba la impresión de que el aire le temía.
Luego vi una loba que, a pesar de su mal aspecto, aparecía cargada de deseos, y que habla obligado a vivir miserablemente a mucha gente; ésta encegó de tal manera mis sentidos con el Luego que despedían sus ojos, que perdí la esperanza de llegar a la cima. Y de la misma forma que el que se desvive por atesorar riquezas cuando sufre una pérdida llora y todos sus pensamientos son tristes, lo mismo me sucedió a mi con aquella inquieta fiera que, acercándoseme, poco a poco me empujaba donde el Sol se calla.
Mientras retrocedía hacia el valle se presentó ante mi vista alguien que por su prolongado silencio parecía mudo. Cuando le vi en aquel gran desierto le dije:
-Ten piedad de mi, quienquiera que seas, sombra u hombre verdadero.
Me respondió:
-Ya no soy hombre, pero lo fui en otro tiempo; mis padres fueron lombardos y eran hijos de la ciudad de Mantua. Nací sub Julio aunque en las postrimerías de su reinado, y vi el Imperio romano mandado por el buen Augusto en la época de los dioses falsos y engañadores. Fui poeta y canté al justo hijo de Anquises que volvió de Troya tras el Incendio de la soberbia Ilión. Pero, ¿por qué estás aún tan afligido?, ¿por qué no subes al delicioso monte que es la causa y principio de todo goce?
-¡Oh!, ¿tú eres, Virgilio, fuente que esparce ancho río de elocuencia? -le respondí ruboroso-. ¡Ah!, honor y antorcha de los demás poetas. Que me valgan para contigo el prolongado estudio y el gran amor con que he buscado tus libros. Tú eres mi maestro y autor, sólo de ti he imitado el hermoso estilo que me ha procurado tanto honor. Mira esta fiera que me obliga a retroceder, líbrame de ella, famoso sabio, porque mis venas se estremecen y mi pulso late con precipitación.
-Te conviene seguir otro camino -respondió al verme llorar- si quieres huir de este lugar salvaje; porque esta fiera que te asusta tanto no deja pasar a nadie por su camino, sino que mata a todo el que lo intenta. Posee un instinto tan malvado y cruel que nunca sacia sus ambiciosos deseos y después de haber comido tiene todavía hambre. Se une a muchos animales y aún se unirá a más hasta que venga Lebrel y la mate entre dolores. Este sólo se alimentará de sabiduría> de amor y de virtud y no de tierra ni de estaño y su patria será entre Feltro y Feltro. Será la salvación de la humilde Italia, por la que murió herida la virgen Camila, Eurialo, Turno y Niso. Perseguirá a la loba de ciudad en ciudad hasta que la arroje al infierno de donde la sacó en otro tiempo la envidia. Ahora, por tu bien, pienso y veo claramente que debes seguirme; yo seré tu guía y te sacaré de aquí para llevarte a un lugar eterno donde oirás chillidos desesperados; verás los espíritus dolientes de los antiguos condenados que desean a gritos la segunda muerte. Verás también a los que entre las llamas están contentos porque esperan, cuando la ocasión se presente, ocupar un lugar entre los bienaventurados. Si quieres subir hasta ellos te acompañará un alma más digna que yo a la que te encomendaré cuando me marche. Pues el emperador que reina en las alturas no quiere que nadie entre en su recinto por mi mediación, porque fui rebelde a su ley. Manda en todas partes y reina arriba; arriba está la ciudad y su palacio: ¡Oh, feliz el que elige para su reino!
Y yo le contesté:
-Poeta, te ruego por ese Dios que no has conocido, que me saques de este mal y de otro peor; condúceme a ese lugar que has dicho para que pueda ver la puerta de San Pedro y a los que, según tú, están desolados.
Entonces se puso en marcha y yo le seguí.
CANTO V
Segundo círculo: el juez Minos. Los lujuriosos movidos por el viento. Francisca de Rímini y Pablo Malatesta.
Descendí del primer circulo al segundo, que tiene menos espacio, pero mucho más dolor, un dolor punzante que origina horribles gritos. Allí estaba el terrible Minos que cruje los dientes y examina las culpas de los que entran, juzga y da sus órdenes con un movimiento de su cola. Es decir, cuando se presenta ante él un alma criminal y le confiesa todas sus culpas, aquel gran conocedor de los pecados ve el lugar del infierno que ha de ocupar y se lo designa, ciñéndose al cuerpo la cola tantas veces cuantos sean los círculos a que debe ser enviada.
Ante él se encuentran siempre muchas almas, acudiendo por turno para ser juzgadas; hablan y oyen y después son arrojadas al abismo.
-¡Oh!, tú que vienes a la casa del dolor -me dijo Minos cuando me vio, suspendiendo sus funciones-, mira cómo entras y de quién te fías; no te alucine lo amplio de la entrada.
Entonces mi guía le preguntó:
-¿Por qué gritas? No te opongas a su viaje ordenado por el destino: así lo han dispuesto en el lugar donde se puede todo lo que se quiere; no preguntes más.
Luego se empezaron a oír voces plañideras y llegué a un sitio donde me estremecieron grandes gemidos. Penetrábamos en un lugar que no tenía luz y rugía como el mar tempestuoso cuando está combatido por vientos contrarios. La tromba infernal que no se detiene nunca envuelve en su torbellino a los espíritus, los hace dar vueltas continuamente, los hiere y los molesta; cuando se encuentran ante su soplo se producen los gritos, los llantos, los lamentos y las blasfemias contra la virtud divina.
Supe que estaban condenados a semejante tormento los pecadores camales que sometieron la razón a sus lascivos apetitos; de la misma forma que los estorninos vuelan en grandes y compactas bandadas en la estación de los fríos, así aquel torbellino arrastra a los espíritus malvados acá, allá, arriba, abajo, sin que éstos tengan nunca la esperanza de gozar de un momento de reposo ni de que su pena se aminore. Y del mismo modo que las grullas lanzando sus tristes acentos forman todas una prolongada hilera en el aire, así también vi venir, exhalando gemidos, a las sombras arrastradas por aquella tromba. Por lo que pregunté:
-Maestro, ¿qué almas son éstas a quienes de tal forma castiga ese aire negro?
-La primera de esas de quienes deseas noticias -me dijo entonces- fue emperatriz de una multitud de pueblos donde se hablaban diferentes lenguas y tan dada al vicio de la lujuria, que permitió en sus leyes todo lo que excitaba el placer, a fin de ocultar de ese modo la abyección en que vivía. Es Semiramis de quien se sabe que sucedió a Nino y fue su esposa y reiné en la tierra de que hoy es dueño el Sultán. La otra es la que se maté por amor y quebranté la fe prometida a las cenizas de Siqueo. Después sigue la obscena Cleopatra.
También vi a Helena, la actitud de la cual provocó una terrible guerra, y vi al gran Aquiles que, al fin, tuvo que combatir contra el amor. Vi a Paris, a Tristán y a más de mil sombras que me fue enseñando y designando con el dedo y a quienes Amor había hecho salir de esta vida. Cuando oí a ni sabio nombrar a las antiguas damas y caballeros me sentí lleno de piedad y quedé como aturdido. Empecé a decir:
-Poeta, quisiera hablar a aquellas dos almas que van juntas y que parecen tan ligeras porque van impelidas por el viento.
Y él me contestó:
-Espera que estén más cerca de nosotros y entonces pídeles por el amor que las conduce que se dirijan hacia ti.
Tan pronto como el viento las impulsó hacia nosotros, alcé la voz diciendo:
-Oh, almas atormentadas, venid a hablarnos, si otro no se opone a ello.
Como dos palomas excitadas por sus deseos, se dirigen con las alas abiertas y firmes hacia el dulce nido, llevadas en el aire por una misma voluntad, de esta manera salieron aquellas dos almas de entre la multitud donde se encontraba Dido, dirigiéndose hacia nosotros a través del aire malsano atraídas por ni fuerte y afectuoso llamamiento.
-¡Oh, ser gracioso y benigno que vienes a visitarnos en medio de este aire negruzco, a nosotros que teñimos el mundo de sangre, si fuéramos amados por el rey del universo, le rogaríamos por tu tranquilidad, ya que te compadeces de nuestro acerbo dolor! Todo cuanto te plazca oír y decir te lo diremos y escucharemos con gusto, mientras continúe el viento tan tranquilo como ahora. La tierra donde nací está situada en la costa donde desemboca el Po con todos sus afluentes para descansar en el mar. Amor, que se apodera pronto de un corazón gentil, unió éste a aquel hermoso cuerno que me fue arrebatado y siento aún el dolor que me causó tan inesperado golpe. Amor, que no dispensa de amar al que es amado, hizo que me entregara tan vivamente al placer de que se embriagaba éste, que, como ves, no me abandona nunca. Amor nos condujo a la muerte. Caín espera al que nos arrancó la vida.
Tales fueron las palabras de las dos sombras.
Al oír a aquellas almas heridas bajé la cabeza y la tuve inclinada tanto tiempo, que el poeta me preguntó:
-¿En qué piensas?
-¡Ah! -exclamé al contestarle-, cuántos dulces pensamientos, cuántos deseos los han conducido a este doloroso lugar.
Después me dirigí hacia ellos diciendo:
-Francisca, tus desgracias me hacen derramar tristes y compasivas lágrimas. Pero dime: cuando lanzabais los dulces suspiros, ¿cómo os permitió Amor conocer vuestros inciertos deseos?
Ella me contestó:
-No hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la desgracia; y eso lo sabe bien tu Maestro. Pero si tienes tanto deseo de conocer cuál fue el principal origen de nuestro amor, haré como el que habla y llora a la vez. Leíamos un día por pasatiempo las aventuras de Lancelote y el modo como cayó en las redes del amor, estábamos solos y sin abrigar sospecha alguna. Aquella lectura hizo que nuestros ojos se buscaran muchas veces palideciera nuestro semblante, mas un solo pasaje que decidió nuestra suerte. Cuando leímos que la deseada sonrisa de la amada fue interrumpida por el del amante, éste, que jamás se separará de mí, besó tembloroso en la boca; el libro y quien lo escribió fue para nosotros otro Galehaut: aquel día ya no leímos más.
Mientras un alma decía esto, la otra lloraba de tal modo que, lleno de compasión, yo desfallecía como si muriera y caía como cae un cuerpo sin vida.
CANTO VI
Tercer circulo: Cerbero. Los golosos están en la tierra fría flagelados por una fría y sucia lluvia, por el granizo, la nieve y golpeados por Cerbero. Ciacco habla de Florencia y predice el exilio de Dante.
Cuando recobré mis sentidos, que perdí por la tristeza y la piedad que me causó la suerte de mis dos parientes, vi a mi alrededor nuevos suplicios y nuevas almas atormentadas por doquier fuera, volviese o mirase. Estoy en el tercer círculo, en el de la lluvia eterna maldita, fría y densa, que cae siempre tan copiosa y con idéntica fuerza. Espesos granizos, agua negruzca y nieve descienden en turbión a través de las tinieblas; la tierra al recibirlos exhala un olor pestífero. Cerbero, fiera cruel y monstruosa, ladra con sus tres fauces de perro contra los condenados que yacen allí sumergidos. Tiene los ojos rojos, los pelos negros y grasientos, el vientre ancho y las patas guarnecidas de uñas que clava en los espíritus, les desgarra la piel y los descuartiza. La lluvia les hace ahullar como perros; los miserables condenados forman entre sí una muralla con sus costados y se revuelven sin cesar.
Cuando nos descubrió Cerbero, el gran gusano abrió las bocas enseñando sus colmillos; ningún miembro estaba quieto. Entonces mi gula extendió las manos, cogió tierra y la arrojó a puñados en las ávidas fauces de la fiera. Y del mismo modo que un perro se deshace ladrando y se apacigua cuando muerde su presa ocupado en devorarla aparte, así también el demonio Cerbero cerró sus impuras bocas que causaban tal aturdimiento a las almas, que deseaban quedarse sordas. Pasamos a través de las sombras abatidas por la incesante lluvia, poniendo nuestros pies sobre sus fantasmas que parecían personas. Todas yacían por el suelo excepto una que se levantó con presteza cuando nos vio pasar ante ella.
-¡Oh!, tú que has venido a este Infierno -me dijo-, reconóceme si puedes. Tú fuiste hecho antes que yo deshecho.
Yo le contesté:
-La angustia que te atormenta es quizá la causa de que no me acuerde de ti; me parece que no te he visto nunca. Pero dime quién eres tú que a tan triste lugar has sido conducido y condenado a un suplicio, que si hay otro mayor no será, por cierto, tan desagradable.
Me contestó:
-Tu ciudad que está tan llena de envidia que ya colma la medida, me vio en su seno en vida más serena. Vosotros, los habitantes de esa ciudad, me llamasteis Ciacco. Por el reprensible pecado de la gula me veo como ves, sufriendo esta lluvia. Yo no soy la única alma triste, todas las demás están condenadas a igual pena por la misma causa.
Y no pronunció una palabra más. Yo le respondí:
-Ciacco, tu sufrimiento me conmueve tanto, que me hace verter lágrimas, pero dime, si es que lo sabes, ¿dónde irán a parar los habitantes de esta ciudad tan dividida en bandos? ¿Hay algún justo entre ellos? Dime por qué razón se ha introducido en ella la discordia.
Me contestó:
-Tras grandes discusiones llegarán a verter su sangre y el partido salvaje arrojará al otro partido causándole grandes pérdidas. Luego será preciso que el partido vencedor sucumba al cabo de tres años y que el vencido se eleve merced a la ayuda de aquel que ahora ensalza. Esta facción llevará la frente erguida por mucho tiempo teniendo bajo su férreo yugo a la otra, de lo que me lamento y me avergüenzo. Aún hay dos justos, pero nadie los escucha; el orgullo, la envidia y la avaricia son las tres antorchas que han inflamado los corazones.
Aquí Ciacco dio fin a su triste discurso y yo le dije:
-Todavía quiero que me informes y me concedas algunas palabras. Dime dónde están y enséñame a Farínata y al Tegghiaio, que fueron tan dignos, a Jacobo Rusticuccí, Arrigo y Mosca y a otros que se dedicaron a hacer bien, pues siento un gran deseo de saber si están entre las dulzuras del cielo o entre las amarguras del infierno.
Entonces me contestó:
-Están entre almas más perversas porque, a consecuencia de otros pecados, los han arrojado a un círculo más profundo, si bajas hasta allí podrás verlos. Pero cuando retornes al dulce mundo te ruego que hagas lo que puedas para que en él se renueve mi recuerdo. Ya no te digo ni te respondo más.
Entonces revolvió los ojos que había mantenido fijos, me miró un momento y luego inclinó la cabeza y volvió a caer entre los demás ciegos.
Mi guía me dijo:
-Ya no volverá a levantarse hasta que se oiga el sonido de la angélica trompeta; cuando venga la potestad enemiga del pecado, cada cual encontrará entonces su triste tumba, recobrará sus carnes y su figura y oirá el juicio que debe resonar en la eternidad.
Así fuimos atravesando aquella impura mezcla de sombras y de lluvia con paso lento, razonando un poco sobre la vida futura. Por lo cual dije:
-Maestro, ¿estos tormentos serán mayores que la gran sentencia, o bien menores, o seguirán siendo tan dolorosos?
Y él a mí:
-Acuérdate de tu ciencia, que dice que cuanto más perfecta es una cosa, tanto mayor bien o dolor experimenta. Aunque esta raza maldita no debe jamás llegar a la verdadera perfección, espera ser después del juicio más perfecta que ahora.
Continuamos hablando de otras cosas que no digo y llegamos al sitio donde se desciende: allí encontramos a Plutón, el gran enemigo.
CANTO XXI
Octavo círculo: fraudulentos. Quinta fosa: los estafadores sumergidos en la pez hirviente vigilados por diablos con ganchos. Un anciano de Luca. Malebranche. Coloquio entre Malacoda y Virgilio. Barbariccia, con otros nueve demonios, escolta a los dos poetas.
Así, de un puente a otro, y hablando de cosas que mi comedia no se cuida de referir, fuimos avanzando y llegamos a lo alto del quinto, donde nos detuvimos para ver la otra hondonada de Malebolge y otras lágrimas vanas, y la vi completamente oscura.
Yo la contemplaba como el arsenal de los venecianos donde hacen hervir en el invierno la sólida pez para reparar los buques averiados que no pueden navegar, y en aquel tiempo ya uno construye su embarcación, otro tapona los costados de la que ya ha efectuado muchos viajes; uno alianza la proa, otro la popa, uno hace remos, otro retuerce las cuerdas; otros, en fin, reparan el palo de mesana y el mayor; de la misma forma, no por el fuego, sino por la voluntad divina, hervía allá abajo una materia espesa que se pegaba a la orilla por todas partes.
Yo la veía, pero sólo notaba las burbujas que producía el hervor, inflamándose toda y volviendo a caer desplomada. Mientras la contemplaba fijamente, mi guía me atrajo hacia si desde el sitio en que me encontraba, diciéndome:
-¡Ten cuidado, ten cuidado!
Entonces me volví como el hombre que ve tarde aquello de que le conviene huir y a quien debilita un súbito temor, de tal forma que ni para mirar detiene su huida; y vi detrás de nosotros un negro diablo que venía corriendo por el puente.
¡Oh, cuán feroz era su aspecto y qué amenazador me parecía con las alas abiertas y sus pies ligeros! Su hombro, agudo y elevado, iba cargado con un pecador a quien tenía agarrado por el nervio de los pies. Desde nuestro puente, dijo:
-¡Oh, Malebranche, mira uno de los ancianos de Santa Zitta; ponle debajo, que yo me vuelvo otra vez a aquella tierra que está tan bien provista! Allí todos son bellacos excepto Bonturo, y por dinero, de un no hacen un hita.
Le arrojó abajo y se volvió por la dura toca de tal forma que jamás ha habido mastín suelto que haya perseguido con tal precipitación a un ladrón.
El pecador se hundió y volvió a emerger hecho un arco, pero los demonios que estaban resguardados por el puente gritaban:
-Aquí no está la imagen del Redentor; aquí se nada de distinto modo que en el Serchio. Si no quieres probar nuestros arañazos, no salgas de la pez.
Después le pincharon con más de cien arpones, diciéndole:
-Es forzoso que bailes aquí a cubierto, de modo que, si puedes, faltes a escondidas.
De esta misma forma hacen los cocineros que sus marmitones sumerjan en la caldera las viandas, utilizando grandes tenedores para que no sobrenaden.
El buen Maestro me dijo:
-Para que no se den cuenta de que estás aquí, ocúltate detrás de una roca que te sirva de abrigo, y aunque se me haga alguna ofensa, no temas nada, porque ya conozco estas cosas por haber estado otra vez entre estas almas vendibles.
En seguida acabó de atravesar el puente, y cuando llegó a la sexta orilla, tuvo necesidad de serenarse.
Con el furor y la impetuosidad con que salen los perros tras el pobre que de pronto pide donde se detiene, así salieron éstos de debajo del puente, volviendo todos sus arpones contra él; pero él gritó:
-¡Que ninguno de vosotros se atreva! Antes de que me pinche vuestra horquilla, adelántese uno que me oiga y después que juzgue si debe perdonarme.
Todos gritaron:
-Ve, Malacoda.
Entonces, uno de ellos se puso en marcha mientras los demás permanecían quietos, y se adelantó diciendo:
-¿Qué te podrá salvar de nuestras garras?
-¿Crees tú, Malacoda, que a no ser por voluntad divina y por tener el destino propicio -dijo mi Maestro- me hubieras visto aquí sano y salvo, a pesar de todas vuestras armas? Déjame caminar, porque en el cielo quieren que enseñe a otro este camino salvaje.
Entonces quedó tan abatido el orgullo del demonio, que dejó caer el arpón a sus pies y dijo a los demás:
-Que no se le haga daño.
Y mi guía me dijo a mí:
-Tú, que estás agazapado tras las rocas del puente, ya puedes venir conmigo con toda seguridad.
Entonces eché a andar y me acerqué a él con prontitud, pero los diablos avanzaron de modo que yo temí que no cumplieran lo pactado; así vi temblar en otra ocasión a los que por capitulación salían de Caprona viéndome entre tantos enemigos.
Me acerqué cuanto pude a mi guía y no separaba mis ojos del rostro de aquéllos, que no tenían nada de bueno.
Bajaban sus garfios y decíanse unos a otros:
-¿Quieres que le pinche en la rabadilla?
Y respondían:
-Sí, sí, clávaselo.
Pero el demonio que estaba conversando con mi guía, se volvió de repente y gritó:
-Quieto, quieto, Scarmiglione.
Después nos dijo:
-Por este escollo no podréis ir más lejos, pues el sexto arco yace hecho ruinas en el fondo. Si queréis ir más adelante, seguid esta costa escarpada: cerca veréis otro escollo que os brindará el camino. Ayer, cinco horas más tarde que este momento, se cumplieron mil doscientos sesenta y seis años desde que se truncó aquí el camino. Voy a enviar hacia allá varios de estos demonios para que observen si algún condenado quiere sacar la cabeza al aire; id con ellos, que no os harán daño.
»Adelante, Michino y Calcabrina -empezó a decir-, y tú también, Caganzzo; Barbariccia guiará a los diez. Venga, además, Libicocco y Draghignazzo; Ciriatto, el de los grandes colmillos, y Grafliacane y Farfarello, y el loco Rubicante guiará a los diez. Rondad en torno a la pez hirviente: éstos deben llegar salvos hasta el otro escollo que atraviesa enteramente sobre la fosa.
-¡Oh, Maestro!, ¿qué es lo que veo? -dije-. Si conoces el camino, vamos sin escolta; yo, por mí, no la solicito. Si eres tan prudente, como de costumbre, ¿no ves cómo rechinan los dientes y que sus atravesadas miradas nos amenazan con algún mal?
Me contestó:
-No quiero que te atemorices; deja que rechinen los dientes a su gusto. Si lo hacen es por los desgraciados que están hirviendo.
Se pusieron en camino por la margen izquierda; pero cada uno de ellos se había mordido la lengua con los dientes en señal de inteligencia con su jefe, el cual se sirvió de su ano como si fuera una trompeta.
CANTO XXXIII
Circulo noveno (Cocito): los traidores. Segundo recinto (Antenora): los traidores a la patria o a la región. Tercer recinto (Ptolomeo): los traidores a sus huéspedes (particularmente a sus comensales), suspendidos dentro del hielo, tienen los ojos cerrados por las lágrimas heladas: fray Alberico y Branca d'Oria.
Aquel pecador apartó su boca de aquel horrible alimento, limpiándosela con los pelos de la cabeza, cuya parte posterior acababa de roer; luego empezó a hablar con estas palabras:
-Tú quieres que renueve el desesperado dolor que oprime mi corazón al pensar en él y aun antes de hablar. Pero si mis palabras han de ser una semilla de infamia para el traidor a quien devoro, verás llorar y hablar al mismo tiempo. No sé quién eres ni de qué medios te has valido para llegar hasta aquí, pero al oírte me pareces, efectivamente, un florentino.
»Debes saber que yo fui el conde Ugolino, y ése, el arzobispo Ruggieri. Ahora te diré por qué le trato así. No es necesario manifestarte que por efecto de sus malos pensamientos, y fiándome de él, fui preso y muerto después. Pero lo que no sabes aún es lo cruel que fue mi muerte; lo oirás, pues, y comprenderás lo que me ha ofendido.
»Una pequeña abertura practicada a través de la torre que por mi causa se llama del Hambre y en la que deben ser encerrados todavía otros, me había dejado ver por su hendidura que la luna se había renovado muchas veces, cuando tuve el mal sueño que descorrió para mí el velo del porvenir. Ruggieri se me aparecía como señor y dueño arrojando a los lobos ya los lobeznos hacia el monte que impide a los paisanos ver la ciudad de Luca. El conde Gualandi, acompañado de los Sismondi y los Lanfrancht iba delante con perros flacos hambrientos y amaestrados. El padre y sus hijuelos me parecieron rendidos al cabo de una corta carrera y que se desgarraban sus costados con sus agudos dientes.
»Cuando desperté, antes de la aurora, oí llorar entre sueños a mis hijos, que estaban conmigo y me pedían pan. Bien cruel eres si no te afliges pensando en lo que aquello anunciaba a mi corazón; y si ahora no lloras, ¿qué es lo que podrá excitar tus lágrimas? Estábamos ya despiertos y se acercaba la hora en que acostumbraban traemos nuestro alimento, pero todos dudábamos a causa de un sueño semejante que cada cual había tenido. Yo vi clavar la puerta de la horrible torre y miré a mis hijos sin decir una palabra durante todo aquel día ni a la noche siguiente, hasta que salió otro sol en el mundo. Cuando en la dolorosa prisión penetró uno de sus débiles rayos y me fue dable ver en aquellos cuatro rostros el aspecto que debería tener el mío, empecé a morderme las manos desesperado y ellos, creyendo que yo lo hacía porque tenía hambre, se levantaron con presteza y dijeron:
»-Padre, nuestro dolor será mucho menor si nos comes a nosotros. Tú vestiste nuestras miserables carnes, despéjanos, pues, de ellas.
»Entonces me calmé para no entristecerlos más aquel día, y el siguiente permanecimos mudos. ¡Ay, dura tierra!, ¿por qué no te abriste? Cuando llegamos al cuarto fila, Gacido se tendió a mis pies diciendo:
»-Padre mío, ¿por qué no me ayudas?
»Allí murió, y como tú ves, vi caer a los tres uno a uno entre el quinto y el sexto día. Ciego ya, fui a tientas buscando a cada cual, llamándolos aún dos días después de estar muertos; luego, pudo en mí más el hambre que el dolor.
Tras pronunciar estas palabras con los ojos extraviados, volvió a coger aquel miserable cráneo con los dientes, que royeron el hueso como los de un perro. ¡Ah, Pisa!, oprobio de las gentes del hermoso país donde el sí suena; como tus vecinos son tan lentos para castigarte, muévanse la Caprara y la Gorgona y formen un dique en la embocadura del Amo para que sepulte en sus aguas a todos sus habitantes, pues si el conde Ugolino fue acusado de haber vendido tus castillos, no debiste someter a sus hijos a tal suplicio. Su tierna edad patentizaba, ¡oh, nueva Tebas!, la inocencia de Uguccione y Brigata y la de los otros dos que he nombrado ya.
Avanzamos luego más allá donde el hielo oprime duramente a otros condenados, que permanecían no ya de pie, sino con la cabeza hacia abajo. Su mismo llanto les impide llorar, pues la lágrima que al salir encuentra otra condensada se vuelve adentro aumentando la tristeza; porque las primeras lágrimas forman un dique y, como una visera de cristal, llenan debajo de los párpados toda la cavidad del ojo. Aunque mi rostro, endurecido por el frío como un callo, se volvió casi insensible, me pareció que sentía algún viento, por lo que pregunté:
-Maestro, ¿qué es lo que se mueve? ¿No está aquí extinguido todo vapor?
A lo que me respondió:
-Pronto lo sabrás; tus ojos responderán a tu pregunta, cuando veas la causa de este viento.
Y uno de los desgraciados de la helada superficie nos gritó:
-Oh, almas tan culpables que habéis sido destinadas al último círculo, arrancare de los ojos ese duro velo para que pueda desahogar el dolor que el corazón me inunda antes de que mis lágrimas se hielen de nuevo.
Al oír estas palabras, le dije:
-Si quieres que te alivie dime quién fuiste, y si no te presto este consuelo, véame sumergido en el fondo de ese hielo.
Entonces me contestó:
-Yo soy fray Alberico, aquel cuyo huerto ha producirlo tan mala fruta; aquí recibo un dátil por un higo.
-¡Oh! -le dije-, ¿has muerto también?
Repuso:
-No sé cómo estará mi cuerpo allá arriba; este Ptolomeo tiene el privilegio de que las almas caigan frecuentemente en él antes de que Atropos mueva los dedos, y para que de mejor grado arranques las lágrimas congeladas de mi rostro, entérate de que en cuanto un alma comete alguna traición como yo la cometí, le arrebata su cuerpo un demonio que después dirige todas sus acciones, hasta que llega el final de su vida. En cuanto al alma, cae en esta cisterna; por ello quizá aparece aun en el mundo el cuerpo del alma que se halla detrás de mí en este hielo. Debes conocerlo si es que hace poco tiempo que has llegado al infierno: es ser Branca d'Oria y han transcurrido ya muchos años desde que yace encerrado aquí.
-Yo creo -le respondí- que me engañas, porque Branca «Oria no ha muerto aún y come y bebe, y duerme y va vestido.
-Aún no habla caldo en la fosa de Malebranche -repuso aquél- Miguel Zanche, allí donde hierve continuamente la pez, cuando Branca d'Oria ya dejaba un diablo haciendo sus veces en su cuerpo y en el de uno de sus parientes, que fue cómplice de su traición. Extiende ahora la mano y ábreme los ojos.
Yo no se los abrí, y creo que fue una lealtad el ser desleal con él.
¡Ah, genoveses, hombres diversos, de toda clase de costumbres y llenos de todos los vicios!, ¿por qué no os veis esparcidos por el mundo? He encontrado juntamente en el peor espíritu de la Romania a uno de vosotros que por sus acciones tiene el alma sumergida en el Cocito mientras que su cuerpo parece que vive aún en el mundo.
CANTO XXXIV
Círculo noveno (Cocito): los traidores. Cuarto y último recinto (Judesca): los traidores a los bienhechores, sumergidos totalmente en el hielo en diversas posiciones. Lucifer, monstruo horrendo con tres caras y seis alas; en cada una de las tres bocas mastica a un traidor: Judas, traidor de Cristo; Bruto y Casio, traidores de César. Los dos poetas pasan del centro de la tierra a otro hemisferio. Caída de Lucifer. Los dos poetas vuelven a ver las estrellas en el hemisferio austral.
-Vexilla regís prodeunt Inferni, hacia nosotros; pero mira hacia delante -dijo mi Maestro-, a ver si lo distingues.
Como cuando aparece una espesa niebla o cuando llega la noche a nuestro hemisferio, se cree ver a lo lejos un molino cuyas aspas hace girar el viento, así me pareció ver un edificio lejano; después, a fin de resguardarme del viento, me puse detrás da mi gula a falta de otro refugio.
Me encontraba ya (y con espanto lo digo en mis versos) en el sitio donde las sombras yacían completamente cubiertas de hielo, y se transparentaban como paja en el vidrio. Unas se hallaban tendidas, otras derechas; unas con la cabeza, otras con los pies hacia abajo y otras, por Último, con la cabeza tocando a los pies como un arco. Cuando mi gula creyó que hablamos avanzado lo bastante para enseñarme la criatura que tuvo el más hermoso rostro, se colocó delante de mi e hizo que me detuviera.
-Aquí está Dite -me dijo-. He aquí el sitio en que es preciso que te armes de valentía.
No me preguntes, lector, si me quedaría entonces yerto y helado; no quiero escribirlo porque todo lo que dijera sería poco. No quedé vivo ni muerto. Piensa por ti, si tienes alguna imaginación, lo que me sucedería viéndome así privado de la vida sin estar muerto.
El emperador del doloroso reino salía fuera del hielo desde la mitad del pecho: mi estatura era más proporcionada a la de un gigante que la de uno de éstos a la longitud de los brazos de Lucifer; juzga, pues, cuál debería ser el todo que a semejante parte se unía. Si fue tan bello como deforme es hoy, y osó levantar sus ojos hacia su Creador, de él debe proceder, sin duda, todo mal. ¡Oh!, qué asombro me causó al ver que tenía tres caras en su cabeza: una delante, que era de color rojo. Las otras dos, que se unían a ésta, se elevaban desde el medio de los hombros, juntándose en la parte superior de la cabeza. El rostro de la derecha parecía blanco y amarillo; el de la izquierda era como el de los indígenas del país donde nace el Nilo. Debajo de cada una de tales cabezas salían dos grandes alas proporcionadas a semejante pájaro y tan grandes que no he visto nunca vela de buque que pudiera comparárseles. No tenían plumas, sino que eran parecidas a las de los murciélagos, y cuando las agitaba, producían tres vientos diferentes. El Cocito estaba todo helado a su alrededor: por sus seis ojos derramaba lágrimas que corrían por sus tres barbas mezcladas de baba sanguinolenta. Con los dientes de cada boca trituraba un pecador como esos aparatos que machacan el lino, de tal forma que hacía a la vez tres desgraciados. Los mordiscos que sufría el de delante no era nada en comparación con las heridas que le causaba Lucifer con sus garras, heridas que a veces arrancaban la piel de las espaldas, dejándolas al descubierto.
-El alma que está sufriendo la mayor pena, allá arriba -dijo el Maestro-, es la de Judas Iscariote, que tiene la cabeza dentro de la boca de Lucifer y agita fuera de ella sus piernas. De las otras dos que tienen la cabeza hacia abajo, el que pende de la boca negra es Bruto; mira cómo se retuerce sin pronunciar una palabra. El otro, que tan membrudo parece, es Casio; pero se acerca la noche y ya es hora de partir, pues lo hemos visto todo.
Según su deseo, me abracé a su cuello; aprovechó el momento y el lugar favorables, y cuando las alas estuvieron bien abiertas, aferróse a las velludas costillas de Lucifer y de pelo en pelo descendió por entre el costado de aquél y el hielo que le rodeaba. Una vez llegados al sitio donde están las caderas, mi guía, con fatiga y angustia, volvió la cabeza hacia donde tenía los pies y se agarró al pelo como un hombre que sube, de modo que creí que volvíamos al infierno.
-Sostente -me dijo, jadeando como un hombre cansado-, que por semejante escalera es preciso salir de la mansión del dolor.
Luego, salió fuera por la abertura de una roca y me colocó sobre la orilla para que me sentara, poniendo junto a mi su pie prudente. Yo levanté mis ojos y creí ver a Lucifer como le había dejado, pero observé que tenía las piernas en el aire. Si debí quedar asombrado júzguelo la gente de poco entendimiento que no ha visto el sitio por donde había yo pasado.
-Levántate -me dijo el Maestro-; la vía es larga y el camino malo, y el sol se acerca ya a la mitad de tercia.
El sitio donde nos encontrábamos no era como las alamedas que conducen a los palacios, sino que, por el contrario, parecía una caverna de mal piso y poca luz.
-Antes de que salga de este abismo, Maestro mío -le dije, al ponerme en pie-, aclárame algo que me está confundiendo. ¿Dónde está el hielo?, y ¿por qué Lucifer está en él ahora invertido? ¿Cómo es que en tan pocas horas, desde la noche a la mañana, ha recorrido el sol su carrera?
Me contestó:
-¿Te imaginas, sin duda, que estás aún en el centro donde me cogí al pelo de este miserable gusano que atraviesa el mundo? En él te encontrabas mientras descendíamos; cuando me volví, pasaste el punto hacia el que converge toda la gravedad de la tierra. Has llegado al hemisferio opuesto a aquel que cubre el árido desierto y bajo cuyo más alto punto fue martirizado el Hombre que nació y murió sin pecado. Tienes los pies sobre la pequeña esfera que es antípoda de la Judesca. Aquí es de día cuando allí es de noche, y aquel de cuyo pelo nos hemos servido como de una escalera, está todavía fijo en el mismo sitio de antes. Por esta parte cayó del cielo, y la tierra, que antes se veía hacia este lado, aterrada, se hizo del mar un velo y vino hacia nuestro hemisferio; y tal vez huyendo de él aquella parte que está amontonada allá, dejó aquí este vacío.
Allí abajo hay un sitio tan lejano de Lucifer cuanta es la extensión de su tumba, cuyo sitio no puede reconocerse a simple vista, sino por el rumor de un arroyuelo que desciende por el canal de un peñasco que ha perforado con su curso sinuoso y poco pendiente, Mi guía y yo penetramos en aquel camino oculto para volver al mundo luminoso, y sin concedernos el menor descanso, subimos, él delante y yo detrás, hasta que pude divisar por una abertura redonda las bellezas que contiene el cielo, y por allí salimos para volver a ver las estrellas.