PROEMIO

Humana cosa es tener compasión de los afligidos; y aunque les conviene a todos sentirla, se les exige especialmente a aquellos que en algún tiempo tuvieron menester de consuelo y lo encontraron en los demás; y si alguien hubo alguna vez necesitado de él o le fue grato o logró obtener sus beneficios, yo soy uno de ésos. Porque desde mi temprana juventud hasta ahora, habiendo estado sobremanera encendido de elevadísimo y noble amor, acaso mucho más de lo que a mi baja condición parecía convenirle, aunque lo diga yo mismo, si bien quienes eran discretos y llegaron a saberlo me elogiasen y me tuviesen por ello en alta estima, no dejó de ser para mí grandísimo esfuerzo sufrirlo, no ciertamente por la crueldad de la amada, sino por el excesivo fuego que el desordenado apetito concibió en mi mente; el cual, y como en ningún razonable límite me dejaba estar satisfecbo, muchas veces me hacía sentir más dolor del que era necesario. En este dolor me procuraron entonces tanto alivio las gratas consideraciones de algún amigo y sus loables palabras que creo firmemente que gracias a ellas ha sido por lo que no he muerto. Mas según quiso Aquel que, siendo infinito, les dio a todas las cosas mundanas por ley inmutable el tener fin, mi amor, más ferviente que ningún otro y al que ninguna fuerza de voluntad ni de consejo ni de vergüenza evidente ni peligro que pudiera seguirle le había podido ni romper ni doblegar, por si mismo con el paso del tiempo disminuyo de tal suerte que ahora sólo me ha dejado de sí en la memoria ese placer que suele ofrecer a quien, navegando, no penetra demasiado en sus más profundos piélagos; por lo que si antes resultaba doloroso, al despejarse todos sus afanes, siento que se ha vuelto agradable.

Pero aunque el dolor haya cesado, no por ello se ha desvanecido el recuerdo de los bienes entonces recibidos, otorgados por quienes al ofrecerme su benevolencia se apiadaron de mis males; y creo que nunca se borrará, salvo con la muerte. Y como la gratitud, según creo, es la mas elogiable de todas las virtudes, y su contraria la más reprobable, para no parecer ingrato me he propuesto a mí mismo, en lo poco que me sea posible, a cambio de lo que he recibido, ahora que puedo decirme libre, prestarles algún alivio si no a quienes me ayudaron, que por ventura gracias a su buen juicio o a su buena suene no lo necesitan, al menos a aquellos que lo precisan. Y aunque mi apoyo o consuelo, sí queremos llamarlo así, pueda ser y sea muy poco para los necesitados, no obstante creo que debe ofrecerse más bien cuando la necesidad parece mayor, porque será más útil y también porque resultará más preciado.

¿Y quién negará que, sea como sea, no convenga mucho más ofrecerlo a las bellas señoras6 que a los hombres? Ellas, en sus delicados pechos, por temor o por vergüenza tienen las amorosas llamas ocultas, que quienes las han probado saben cuán mayor fuerza poseen que las visibles; y además, obligadas por los deseos, los gustos, los mandatos de sus padres, de sus madres, de sus hermanos y de sus maridos, pasan la mayor parte del tiempo encerradas en el pequeño recinto de sus alcobas, sentadas y ociosas, queriendo y a la vez no queriendo, y cavilando sobre diversos pensamientos que no siempre pueden ser alegres. Y si a causa de éstos les invade la ti mente alguna tristeza provocada por un ardiente deseo, con gran dolor debe permanecer en ella si no la desplazan nuevos pensamientos; sin contar con que ellas son mucho menos fuertes soportando que los hombres; lo cual no les sucede a los hombres enamorados, como podemos ver abiertamente. Ellos, si alguna tristeza o pensamiento penoso les aflige, tienen muchas maneras de aliviarlo o superarlo, ya que a ellos, si quieren, no se les priva de ir de un lado a otro, de ver y oír muchas cosas, practicar la cetrería, cazar, pescar, cabalgar, jugar o comerciar; por cuyos medios todos logran distraerse y, parcial o totalmente, liberar su ánimo del doloroso pensamiento al menos por algún tiempo, tras el cual, de un modo u otro, o acude el consuelo o el dolor disminuye.

Por consiguiente, para enmendar al menos por mi parte en algo el error de la fortuna que fue más parca de ayuda donde menos debía, tal como vemos en las delicadas señoras, para socorro y refugio de las que aman, pues a las otras les basta la aguja, el huso y la devanadera, pretendo narrar cien cuentos, o fábulas, o parábolas o historias como queramos llamarlos, narrados en diez días por un honesto grupo de siete señoras y tres jóvenes en el pestilencial tiempo de la pasada mortandad, y algunas cancioncillas cantadas por dichas señoras a su elección. En esos cuentos se verán agradables y ásperos casos de amor y otros fortuitos acontecimientos sucedidos tanto en los tiempos modernos como en los antiguos; de los que las mencionadas señoras que los lean podrán tener tanto deleite de las cosas placenteras mostradas en ellos como útil consejo para poder distinguir lo que hay que rehuir y lo que igualmente hay que seguir; lo cual no creo que pueda ocurrir sin que cese su dolor. Y si ello sucede, que Dios quiera que así sea, le den gracias a Amor, que liberándome de sus ataduras me ha concedido poder atender a sus deseos.


El judío Abraham, animado por Giannotto de Civigní, va a la corte de Roma, y viendo la maldad de los clérigos, vuelve a París y se hace cristiano.

 

Del cuento de Pánfilo las señoras se rieron en parte y lo alabaron en todo; y después de escucharlo diligentemente, al llegar su final, como se sentaba junto a él Neifile, la reina le ordenó que, contando uno, siguiese el orden del iniciado solaz. Y ella, que estaba tan adornada de corteses maneras como de belleza, respondió alegremente que de buen grado, y comenzó de esta guisa:

Pánfilo nos ha mostrado en su relatar que la benignidad de Dios no tiene en cuenta nuestros errores cuando proceden de algo que nosotros no podemos ver; y yo en el mío pretendo mostraros cómo esa misma benignidad, soportando pacientemente los defectos de quienes deben dar verdadero testimonio de ella de palabra y de obra y hacen en cambio lo contrario, se vuelve con ello argumento de infalible verdad, para que sigamos lo que creemos con más fuerza de ánimo.

Tal como yo, graciosas señoras, he oído decir, hubo en París un gran mercader y gran hombre que fue llamado Giannotto de Civigní, muy leal y recto y gran negociante en cuestiones de pañería; y tenía íntima amistad con un riquísimo hombre judío llamado Abraham, que también era merca y un hombre muy recto y leal. Viendo Giannotto su rectitud y lealtad comenzó a dolerle mucho que el alma de un hombre tan valioso y prudente y bueno se perdiese por falta de fe; y por ello comenzó a rogarle amistosamente que dejase los errores de la fe judaica y se convirtiese a la verdad cristiana a la que, por santa y buena, la veía siempre prosperar y aumentar, mientras que a la suya, en cambio, la veía disminuir y deshacerse.

El judío respondía que no consideraba ni santa ni buena ninguna más que la judaica y que había nacido en ella y en ella entendía vivir y morir, y nunca habría nada que le hiciese cambiar. Giannotto, pasados algunos días, no dejó por ello de referirle las mismas palabras, mostrándole tan rudamente como la mayoría de los mercaderes saben hacer por qué razones la nuestra era mejor que la judaica; y aunque el judío era un gran maestro en la ley judaica, no obstante, o porque le moviese la gran amistad que con Giannotto tenía o porque lo hicieron las palabras que el Espíritu Santo ponía en la lengua del mercader, al judío comenzaron a agradarle mucho los argumentos de Giannotto, pero, obstinado en su creencia, no se dejaba convencer.

E igual que él se mantenía pertinaz, así Giannotto no dejaba nunca de presionarlo, hasta que el judío, vencido por tanta insistencia, dijo:

-Bien, Giannotto, a ti te place que yo me haga cristiano, y estoy tan realmente dispuesto a hacerlo que quiero antes ir a Roma y ver allí al que tú dices que es el vicario de Dios en la tierra y considerar sus hábitos y sus costumbres, y lo mismo de sus hermanos los cardenales; y si me parecen tales que entre tus palabras y entre ellos pueda comprender que vuestra fe es mejor que la mía, como te has empeñado en demostrarme, haré lo que te he dicho; y si así no fuese, seguiré judío como ahora.

Cuando Giannotto oyó esto se quedó en su interior sobremanera apenado, diciendo para sí: «Ha sido inútil el esfuerzo que me parecía haber empleado perfectamente, creyéndome que le había convertido; porque si va a la corte7 de Roma y ve la vida desenfrenada y sucia de los clérigos, no sólo no se hará de judío cristiano, sino que si se hubiese hecho cristiano sin duda se volvería judío». Y dirigiéndose a Abraham, dijo:

- Vamos, amigo mío, ¿por qué quieres tomarte tanta molestia y hacer tanto gasto como te resultará el ir de aquí a Roma? Sin contar con que, por mar y por tierra, para un hombre rico como tú todo está lleno de peligros. ¿No crees encontrar aquí quien te bautice? Y si acaso tienes algunas dudas sobre la fe que te muestro, ¿dónde hay mayores maestros y hombres más sabios en ésa que aquí para poder aclararte lo que quieras o preguntes?1O Por todo esto, en mi opinión, esta ida tuya es superflua. Piensa que los prelados de allí son como los que has podido ver aquí y además incluso tanto mejores cuanto más cerca están del pastor principal; y por ello este esfuerzo, según mi consejo, debes reservarlo para otra vez para algún perdón, y acaso entonces te haga compañía.

A lo que el judío respondió:

- Yo me creo, Giannotto, que sea como me cuentas; pero resumiéndolo todo en una palabra, si quieres que haga lo que me has rogado tanto, estoy plenamente decidido a irme, y de otro modo no haré nunca nada.

Giannotto, viendo su deseo, dijo:

-¡Pues ve con buena ventura! -pensando para sí que no se haría nunca cristiano cuando hubiera visto la corte de Roma; pero no obstante, como no perdía nada con ello, dejó de insistir.

El judío montó a caballo y, lo más rápido que pudo, se fue a la corte de Roma, y al llegar allí sus judíos le recibieron honrosamente. Y estando allí, sin decirle a nadie para qué había ido, comenzó cautamente a observar las costumbres del papa y de los cardenales y de los demás prelados y de todos los cortesanos; y entre las cosas que advirtió, por tratarse de un hombre muy sagaz, y las que alguno le informó, encontró que desde el mayor hasta el más pequeño todos pecaban de un modo general y de forma muy deshonesta de lujuria, y no sólo de la natural sino también de la sodomítica, sin freno alguno de remordimiento o vergüenza, de forma que la influencia de las meretrices y de los mancebos para lograr cualquier cosa tenía un gran poder. Además de esto a todos los vio abiertamente golosos, bebedores, borrachos, y entregados al vientre como los animales, además de a la lujuria; y mirando más allá, los vio a todos tan avaros y deseosos de dinero que lo mismo vendían y compraban por dinero sangre humana, o mejor cristiana, que las cosas divinas, aunque perteneciesen a los sacrificios o a los beneficios, haciendo mayor comercio con ello y teniendo más intermediarios que había en París de telas o de cualquier otra cosa, habiéndole puesto nombre a la simonía manifiesta de «mediación» y a la gula de «manutención», como si Dios no conociese no ya el significado de las palabras, sino la intención de los pésimos ánimos y se dejase engañar como los hombres por los nombres de las cosas. Y como estas cosas, como otras muchas que conviene callar, le disgustaron profundamente al judío, que era hombre sobrio y modesto, pareciéndole que había visto bastante, decidió volver a París, y así lo hizo.

Cuando Giannotto supo que había llegado, esperando todo menos que se hiciese cristiano, fue a verle y juntos se alegraron mucho; y tras haber descansado unos días, Giannotto le preguntó qué le habían parecido el santo Padre y los cardenales y los demás cortesanos.

Y el judío le respondió prestamente:

- Me parece mal, ¡y que Dios los confunda a todos! Y te digo que, si he sabido considerarlo bien, ninguna santidad, ninguna devoción, ninguna buena obra o ejemplo de vida o de otra cosa en nadie que fuese clérigo me pareció ver allí, mas que lujuria, avaricia, gula, fraude, envidia o soberbia y cosas semejantes y peores, si puede haberlas peores en alguien, pues me pareció ver tal estado en todos, que lo tengo por fragua más de operaciones diabólicas que divinas. Y por lo que creo, con toda solicitud, con todo el ingenio y con toda la astucia, pienso que vuestro pastor y por consiguiente todos los demás procuran reducir a la nada y desterrar del mundo la religión cristiana, cuando deberían ser su fundamento y sostén. Y como veo que no ocurre lo que ellos pretenden, sino que vuestra religión aumenta constantemente y se vuelve más lúcida y más clara, creo discernir con razón que el Espíritu Santo es fundamento y sostén de ella como si fuera más verdadera y más santa que ninguna otra. Por lo que, mientras rígido y duro estaba a tus consejos y no quería hacerme cristiano, ahora te digo abiertamente que por nada dejaría de hacerme cristiano; vamos pues a la iglesia y allí según la debida costumbre haz que me bauticen en vuestra santa fe.

Giannotto, que esperaba un desenlace justamente contrarío a este, cuando le oyó decir eso fue el hombre más feliz del mundo; y yéndose con él a Nuestra Señora de París, les pidió a los clérigos de allí dentro que le administrasen a Abraham el bautismo. Y ellos, oyendo lo que solicitaba, lo hicieron en seguida. Y Giannotto lo sacó de la pila bautismal y lo llamó Giovanni, y después le hizo adoctrinar adecuadamente por grandes y valiosos hombres en nuestra fe que él aprendió prontamente; y luego fue un hombre bueno, valioso y de santa vida.

 


El Zima le regala a micer Francisco Vergellesi un palafrén suyo, y así, con permiso de éste, le habla a su esposa; y como ella se está callada, él se contesta como si fuera ella, y de acuerdo a su respuesta así se actúa luego.

 

Pánfilo había acabado el cuento de fray Puccio no sin risas de las señoras, cuando la reina ordenó femeninamente a Elissa que siguiese; y ésta, algo áspera no por malicia sino por habitual costumbre, comenzó a hablar así:

Muchos se creen que por saber mucho los demás no saben nada, y mientras creen burlarse de los demás, después del hecho se dan cuenta de que han sido ellos los burlados por los otros; por lo que considero una gran locura la de quien, sin necesidad, se pone a tentar las fuerzas del ingenio ajeno. Pero como acaso no todos son de mi opinión, me complace contaros lo que le sucedió a un caballero pistoyés, siguiendo el orden establecido para relatar.

Hubo en Pistoya, en la familia de los Vergellesi, un caballero llamado micer Francisco, hombre muy rico y sabio y además juicioso, pero de una avaricia desmedida. Y como debía ir a Milán como podestá, se había provisto de todo lo necesario para ir honorablemente, salvo de un palafrén que fuese adecuado a él; y como no encontraba ninguno que le gustase, estaba pesaroso. Había entonces en Pistoya un joven cuyo nombre era Ricciardo, de origen humilde pero muy rico, que iba tan compuesto y tan aseado de aspecto que habitualmente todos le llamaban el Zima; y durante mucho tiempo había amado y cortejado sin éxito a la esposa de micer Francisco, que era bellísima y muy honesta. Además tenía éste uno de los palafrenes más bellos de Toscana y lo estimaba mucho por su belleza; y como era notorio a todos que cortejaba a la esposa de micer Francisco, hubo quien le dijo que, si se lo pedía, lo obtendría por el amor que el Zima le profesaba a su esposa. Micer Francisco, llevado por la avaricia, mandando llamar al Zima, le pidió que le vendiese su palafrén, para que el Zima se lo regalase. Al oír esto, al Zima le pareció bien y le respondió al caballero:

- Señor, si me regalaseis todo lo que tenéis en el mundo, no podríais, comprándolo, conseguir mi palafrén, pero lo podríais obtener como regalo, cuando quisieseis, con esta condición: que antes de que lo tengáis, pueda con vuestro beneplácito y en vuestra presencia decirle unas palabras a vuestra esposa, tan apartado de los demás que sólo ella pueda oírme.

El caballero, llevado por la avaricia y esperando poder burlarse de éste, respondió que le parecía bien y que todo el tiempo que quisiera; y dejándole en la sala de su palacio, fue a la alcoba de la señora y, cuando le dijo cómo podía ganarse fácilmente el palafrén, le ordenó que fuese a escuchar al Zima, pero que se guardase bien de no responderle ni poco ni mucho a nada que él dijese. La señora censuró mucho esto, pero no obstante, como le convenía secundar los deseos del marido, dijo que lo haría; y fue a la sala tras el marido a escuchar lo que el Zima quisiese decir.

Este, una vez confirmado el pacto con el caballero, en una parte de la sala muy alejada de todos, se sentó con la señora y comenzó a decir así:

- Gentil señora, creo estar en lo cierto de que sois sabia, por lo que hace ya mucho tiempo habéis podido comprender perfectamente a cuánto amor me ha llevado a profesaros vuestra belleza, que sin ninguna duda sobrepasa cualquier otra que jamás me pareciese ver, además de las costumbres loables y las virtudes singulares que hay en vos, que tendrían poder para captar el elevado ánimo de cualquiera. Y por eso no es necesario que os demuestre con palabras que ése ha sido el más grande y el más ferviente que jamás un hombre le profesó a dama alguna; y así será mientras mi mísera vida sostenga estos miembros, y más aún, porque si se ama allí como aquí, os amaré eternamente. Y por esto podéis estar segura de que nada tenéis, por valioso o desdeñable que sea, que podáis considerar tan vuestro y con lo que podáis contar en todo momento, como conmigo, por lo que yo valga, y lo mismo con mis cosas. Y para que tengáis absoluta seguridad de esto, os digo que estar en situación de satisfacer una orden vuestra lo consideraría una gracia mucho mayor para mí de lo que podría valorar la obediencia inmediata del mundo entero a mis órdenes. Por lo tanto, si soy tan vuestro como oís que lo soy, no osaré dirigir mis ruegos inmerecidamente a vuestra alteza, de quien únicamente me puede venir toda mi paz, todo mi bien y mi saluda, y de ningún otro lugar; pero como humildísimo servidor os ruego, mi bien querido y única esperanza de mi alma, que se nutre de vos a la espera del fuego amoroso, que vuestra benignidad sea tanta y se dulcifique de tal forma la anterior dureza que habéis mostrado hacia mí, que soy vuestro, de modo que, consolado por vuestra piedad, pueda decir que, así como estoy enamorado de vuestra belleza, así por ella tendré la vida; pero si vuestro altivo ánimo no se inclina a mis ruegos, sin ninguna duda ésta se apagará, y me moriré, y podréis ser considerada mi homicida. Y además de que mi muerte no os honraría, incluso creo que al remorderos la conciencia alguna vez, os disgustará haberlo hecho, y acaso con mejor disposición os diríais a vos misma: «¡Ay, qué mal hice al no tener misericordia de mi Zima!». Y como este arrepentirse no serviría de nada, os sería motivo de mayor pesar. Así es que, para que esto no suceda, ahora que me podéis socorrer, tened compasión de esto y antes de que me muera tened misericordia de mi, pues sólo en vos está el hacerme el hombre más feliz o el más desdichado del mundo. Espero que vuestra cortesía sea tanta que no consintáis que por tanto y tal amor reciba la muerte como galardón, sino que con alegre respuesta y llena de gracia aliviéis a mis espíritus, que todos espantados tiemblan en vuestra presencia.

Y callando tras esto, vertiendo por los ojos algunas lágrimas tras profundísimos suspiros, se quedó a la espera de lo que la gentil señora le respondiese.

A la señora, a quien ni el largo cortejo, ni las justas, ni las alboradas, ni otras cosas semejantes a éstas que el Zima había hecho por amor a ella habían podido conmover, la conmovieron las afectuosas palabras dichas por el fervientísimo amante; y comenzó a sentir algo que nunca había sentido antes, y que era amor. Y aunque callase por obedecer la orden que su marido le había dado, no por ello pudo ocultar con algún suspirillo lo que de buen grado, respondiéndole, le habría desvelado al Zima.

El Zima, tras esperar un poco y ver que no seguía ninguna respuesta, se asombró, pero luego comenzó a advertir la artimaña empleada por el caballero; pero no obstante, mirándola al rostro y viendo a veces algo de fulgor en sus ojos al mirarle, y recogiendo además los suspiros que dejaba escapar de su pecho con toda su fuerza, cobró alguna buena esperanza y ayudado por ésta urdió un nuevo plan. Y comenzó a responderse a si mismo de esta manera, como si fuese la señora, oyéndolo ella:

- Zima mío, sin duda hace mucho tiempo que advertí que tu amor hacia mi era grandísimo y perfecto, y ahora por tus palabras lo veo mucho mejor y estoy contenta por ello, como debo estarlo. Pero, si te he parecido dura y cruel, no quiero que creas que he sido en mi ánimo como me he mostrado en mi rostro; pues te he amado siempre y te he apreciado más que a ningún otro hombre, aunque he tenido que hacerlo así tanto por temor a los demás, como por preservar la fama de mí honestidad. Pero ahora llega el momento en que podré demostrarte claramente si te amo y ofrecerte el galardón del amor que me has tenido y me tienes; así es que consuélate y no pierdas la esperanza, porque micer Francisco va a marcharse dentro de pocos días a Milán como podestá, como sabes, pues por mi amor le has regalado tu bello palafrén. Cuando se haya ido, sin ninguna duda te prometo por mi fe y por el sincero amor que te tengo, que a los pocos días te encontrarás conmigo, y daremos placentero y total cumplimiento a nuestro amor. Y para que no tenga otra vez que hablarte de este asunto, desde ahora te digo que el día que veas dos toallas tendidas en la ventana de mi alcoba que da a nuestro jardín, esa noche, con buen cuidado de no ser visto, intenta llegar a mí por la puerta del jardín: me encontrarás allí esperándote, y juntos tendremos toda la noche fiesta y placer el uno del otro, tal como deseamos.

Cuando el Zíma hubo hablado así, como si fuese la señora, comenzó entonces a hablar como él mismo y respondió de este modo:

- Queridísima señora, la desbordante felicidad por vuestra buena respuesta ha ocupado de tal modo todas mis facultades, que apenas puedo formular respuesta para rendiros las debidas gracias; y si pudiese hablar como deseo, ningún término es suficiente para poder agradeceros plenamente como querría y como debo hacerlo; y por ello quede a vuestra discreta consideración conocer lo que no puedo expresar con palabras, aunque lo desee. Sólo os digo que, como me habéis, indicado, pensaré hacerlo sin falta; y acaso entonces, más confiado por tanto don como me habéis concedido, me las ingeniaré como pueda para agradecéroslo lo mejor que pueda. Y ya no queda nada más que decir por el momento; así es que, queridísima señora mía, que Dios os dé la mayor dicha y el bien que deseáis, y quedad con Él.

A todo esto la señora no dijo una sola palabra; entonces el Zima se puso en pie y fue al encuentro del caballero, el cual al verlo levantado se fue hacia él y riendo le dijo:

-¿Qué te parece? ¿He cumplido bien la promesa que te hice?

- No, señor -respondió el Zima-, porque me prometisteis dejarme hablar con vuestra esposa, y me habéis hecho hablar con una estatua de mármol.

Estas palabras le agradaron mucho al caballero que, aunque tenía buena opinión de la señora, la tuvo aún mejor; y dijo:

- Ahora es bien mío el palafrén que fue tuyo.

A lo que el Zima respondió:

- Sí, señor, pero si hubiese sabido que por esta gracia recibida de vos lograría semejante fruto como el que he logrado, os lo habría regalado sin pedíroslo; y ojalá que lo hubiese hecho, porque vos habéis comprado el palafrén y yo no lo he vendido.

El caballero se rió de esto; y como estaba ya provisto de palafrén, de ahí a pocos días se puso en camino y se fue hacia Milán como podestá. La señora, al quedarse libre en su casa, pensando en las palabras del Zima y en el amor que le tenía y en el palafrén que por su amor había regalado, y viéndole pasar muy a menudo por su casa, se dijo a sí misma: «¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué pierdo mi juventud? Este se ha ido a Milán y no volverá en estos seis meses; ¿cuándo me los va a poder devolver? ¿Cuando sea vieja? Y además, ¿cuándo voy a encontrar a un amante como el Zima? Estoy sola, y no tengo miedo a nadie; no sé por qué no disfruto de esto mientras pueda. No tendré otra oportunidad como la tengo ahora; esto no lo sabrá nunca nadie; y si incluso tuviese que saberse, es mejor hacer y arrepentirse que no hacer y arrepentirse.»

Y aconsejándose de este modo a sí misma, un día puso dos toallas en la ventana del jardín, como el Zima había dicho, y cuando éste las vio, felicísimo, al llegar la noche, ocultamente y solo se fue a la puerta del jardín de la señora y la encontró abierta; y luego fue a otra puerta por la que se entraba a la casa, donde encontró a la gentil señora esperándole. Y ella, al verle llegar, yéndose a su encuentro, le recibió con grandísíma alegría, y él abrazándola y besándola cien mil veces, la siguió por las escaleras arriba; y acostándose sin tardanza conocieron los últimos términos del amor. Y aunque ésta fue la primera vez, no fue en cambio la última; porque mientras el caballero estuvo en Milán, y aún tras su regreso, el Zima volvió otras muchas veces con grandísimo placer de ambas partes.


Ferondo, al tomar unos polvos es enterrado por muerto; y el abad, que se goza a su mujer, sacándole de la sepultura, le mete en prisión y le hace creer que está en el Purgatorio; y luego, al resucitar, cría como suyo a un hijo que el abad había engendrado en su mujer.

 

Acabado el largo cuento de Emilia, que no había desagradado a nadie por su extensión, pues todos consideraron que lo había narrado brevemente teniendo en cuenta la cantidad y la variedad de los acontecimientos que se habían contado en él, la reina, indicándole a Lauretta con un solo gesto su deseo, le dio pie para comenzar así:

Queridísimas señoras, se me pone delante para que la cuente una verdad que tiene más apariencia de mentira e lo que fue; y me ha venido a la mente al haber oído que uno fue sepultado y llorado en lugar de otro. Narraré, pues, cómo un vivo fue sepultado por muerto y cómo luego él mismo y otros muchos creyeron que hubiese salido de la sepultura como un resucitado, y no como un vivo, siendo por ello venerado por santo quien debía ser más bien condenado por culpable.

HUBO, pues, en Toscana una abadía, que aún existe, situada, como pueden verse otras muchas, en un lugar no muy frecuentado por los hombres, en donde fue elegido abad un monje que era muy santo en todo salvo en la cuestión de las mujeres; y eso lo sabia hacer tan cautamente que casi nadie no sólo no lo sabía, sino que ni lo sospechaba; por lo que se le consideraba muy santo y justo en todo. Pero sucedió que, habiendo intimado mucho con el abad un riquísimo lugareño que se llamaba Ferondo, hombre ignorante y burdo sin medida (y al abad le complacía su amistad no por otra cosa sino porque a veces se divertía con su simpleza), en esa amistad el abad advirtió que Ferondo tenía a una bellísima señora por esposa, de la que se enamoró tan fervientemente que no pensaba en otra cosa ni de día ni de noche. Pero al oír que, aunque Ferondo fuese simple y atontado en todo lo demás, era muy cauto en amar a esta esposa suya y en guardarla bien, casi se desesperaba por ello. Pero no obstante, como muy astuto, manejó de tal manera a Ferondo que éste, junto a su esposa, iban alguna vez a recrearse algo al jardín de la abadía; y allí conversaba muy modestamente con ellos de la bienaventuranza de la vida eterna y de las obras santísimas de muchos hombres y mujeres difuntos, tanto que a ella le entraron ganas de confesarse con él, y le pidió permiso a Ferondo y lo obtuvo.

Yendo pues la señora a confesarse con el abad, con inmenso placer de éste, y sentándose a sus pies5, antes de decir otra cosa, comenzó:

- Señor, si Dios me hubiese dado un marido, o si no me lo hubiese dado, tal vez me sería factible, con vuestros consejos, entrar en el camino que me habéis comentado que lleva a los demás a la vida eterna; pero yo, considerando quién es Ferondo y su estulticia, puedo decirme viuda, aunque estoy casada, ya que, viviendo él, no puedo tener otro marido; y él, tan tonto como es, sin razón alguna está tan desmesuradamente celoso de mí, que no puedo vivir con él más que en tribulación y en mala Ventura. Por lo que, antes de pasar a confesar otra cosa, os ruego lo más humildemente que puedo que queráis darme algún consejo sobre esto, porque, si no comienza desde ahí la razón de poder hacer mi bien, poco me aprovechará confesarme o cualquier otra buena obra.

Este razonamiento llegó al ánimo del abad con gran placer, y le pareció que la fortuna le había abierto el camino a su mayor deseo, y dijo:

- Hija mía, creo que es una gran molestia para una bella y delicada señora, como vos, tener por marido a un mentecato, pero creo que lo es aún mayor tener a uno celoso; así es que, como vos tenéis ambas cosas, me creo fácilmente lo que decís de vuestra tribulación. Pero, para acabar pronto, no veo ningún consejo ni remedio para esto salvo uno, que es que Ferondo se cure de esos celos. La medicina para curarle sé hacerla muy bien, con tal de que seáis capaz de guardar en secreto lo que os diré.

La señora dijo:

- Padre mío, no lo dudéis, pues antes me dejaría morir que decir algo a nadie de lo que me dijeseis que no dijese a nadie; pero, ¿cómo se podrá hacer eso?

Respondió el abad:

- Si queremos que se cure tiene que ir necesariamente al Purgatorio.

-¿Y cómo -dijo la señora- podrá ir estando vivo?

Dijo el abad:

- Tiene que morir, y así irá; y cuando haya sufrido tanto castigo que se haya corregido de esos celos suyos, nosotros rogaremos a Dios con unas oraciones para que le devuelva a esta vida, y El lo hará.

- Entonces -dijo la señora- ¿debo quedarme viuda?

- Sí -respondió el abad- por algún tiempo, en el que tendréis que cuidaros muy bien de que no volváis a dejaros desposar por otro, ya que Dios lo tomaría a mal, y al volver Ferondo tendríais que volver con él, y estaría más celoso que nunca.

La señora dijo:

- Con tal de que se cure de esta mala ventura, pues no me gustaba estar siempre en prisión, me parece bien; haced como os parezca.

Dijo entonces el abad:

- Pues lo haré; pero, ¿qué recompensa voy a tener de vos por semejante servicio?

- Padre mío -dijo la señora-, lo que queráis, con tal de que yo pueda; pero, ¿qué puede una como yo, que le convenga a un hombre como vos?

A lo que el abad dijo:

- Mi señora, podéis hacer por mí algo no menor de lo que me propongo hacer por vos en eso, pues igual que me dispongo a hacer lo que hay que hacer para vuestro bien y vuestro consuelo, así vos podéis hacer lo que será la salvación y la liberación de mi vida.

Dijo entonces la señora:

- Si es así, estoy dispuesta.

- Entonces -dijo el abad-, me daréis vuestro amor y me complaceréis con vos, por quien ardo todo y me consumo.

La señora, al oír esto, toda aturdida respondió:

- Ay, padre mío, ¿qué es lo que me pedís? Yo creía que erais un santo; pero, ¿es propio de los hombres santos requerir a las señoras, que van a pedirles consejo, semejantes cosas?

A lo que el abad dijo:

- Bella alma mía, no os asombréis, que por esto la santidad no disminuye, pues ésta reside en el alma y lo que yo os pido es un pecado del cuerpo. Pero sea como sea, tanta fuerza ha tenido vuestra deseable belleza, que el amor me obliga a hacerlo así; y os digo que podéis gloriaros de vuestra belleza, más que ninguna otra señora, pensando que le gusta a los santos que están acostumbrados a ver las del cielo. Y además de esto, aunque yo sea abad, soy un hombre como los demás, y como veis, aún no soy viejo. Y no os debe pesar hacer eso, es más, debéis desearlo, porque mientras Ferondo esté en el Purgatorio, al haceros compañía por la noche, yo os daré ese consuelo que os debería dar él; y esto no lo sabrá nunca nadie, al creer todos de mí eso, y más, que hace poco creíais vos. No rechacéis la gracia que Dios os manda, que hay muchas que desean eso que vos podéis tener y tendréis, si creyereis sabiamente en mi consejo. Además, tengo muchas bonitas joyas y valiosas, que no quiero que sean de nadie más que vuestras. Haced pues por mi, dulce esperanza mía, lo que hago por vos de buen grado.

La señora tenía el rostro agachado, no sabía cómo negárselo y concedérselo no le parecía bien; por lo que el abad, al ver que le había escuchado y que dudaba en la respuesta, pareciéndole que la tenía ya medio convencida, con otras muchas palabras que siguieron a las primeras, antes de que él callase, le metió en la cabeza que aquello estaba bien; por lo que ella, vergonzosamente, dijo que estaba dispuesta a cualquier orden suya, pero que no podía antes de que Ferondo se hubiese ido al Purgatorio. A lo que el abad, contentísimo, dijo:

- Pues haremos que vaya de inmediato; haréis, pues, que mañana o pasado venga a estarse aquí conmigo.

Y dicho esto, poniéndole ocultamente un bellísimo anillo en la mano, la despidió. La señora, contenta con el regalo y esperando obtener más, al regresar con sus compañeras comenzó a contarles cosas maravillosas de la santidad del abad, y regresó con ellas a su casa.

De ahí a pocos días Ferondo se fue a la abadía; y cuando el abad le vio, decidió mandarlo al Purgatorio. Y encontró unos polvos de mágica virtud que le había dado un gran príncipe por tierras de Oriente, que afirmaba que solía usar

los el Viejo de la Montaña cuando quería mandar a alguien, durmiéndolo, al Paraíso9, o sacarlo de allí, y que aplicándose más o menos, sin daño alguno hacía dormir más o menos de tal modo a quien lo tomaba que, mientras duraba su efecto, nadie habría dicho jamás que había vida en él; así es que tomando lo suficiente de ellos para hacerle dormir tres días, se lo dio a beber en un vaso de vino no muy claro aún, en su celda, sin que Ferondo lo advirtiese; y luego lo llevó al claustro y con otros de sus monjes comenzaron a divertirse con él y con sus tonterías. Y no duró mucho porque, al actuar los polvos, le entró un sueño repentino e intenso en la cabeza tal que, estando aún en pie, se durmió y cayó dormido. El abad, haciendo que se impresionaba con el accidente, haciéndole desceñir y mandando que le llevaran agua fría y se la echaran a la cara, y ordenando hacer otras muchas cosas, como sí por alguna exhalación del estómago'0 o por otra cosa que le hubiese dado quisiese devolverle la perdida vida y los sentidos, al ver el abad y los monjes que con todo esto no volvía en si, al tomarle el pulso y encontrarle sin sentido, todos tuvieron por cierto que estaba muerto; por lo que, mandándoselo decir a la esposa y a los parientes de él, todos fueron allí rápidamente; y tras llorarle mucho ella y los parientes, así como estaba vestido el abad lo hizo meter en una sepultura.

La señora se volvió a su casa, y dijo que no quería separarse nunca de un niñito pequeño que de él tenía; y quedándose así en casa comenzó a ocuparse del hijo y de la riqueza que había sido de Ferondo.

El abad, con un monje boloñés del que se fiaba mucho, y que ese día había llegado allí de Bolonia, levantándose por la noche sacaron calladamente a Ferondo de la sepultura y le llevaron a un sótano donde no se veía luz alguna y que se había hecho para prisión de los monjes que errasen; y quitándole sus vestidos, le vistieron corno a un monje y le pusieron sobre un haz de paja y le dejaron hasta que volviese en sí. Entretanto el monje boloñés, informado por el abad de lo que tenía que hacer, sin que nadie supiese nada, se quedó esperando a que Ferondo volviese en sí.

El abad, al día siguiente, se fue a la casa de la señora con algunos de sus monjes como si fuese a hacerle una visita, y la encontró vestida de negro y atribulada; y tras consolarla algo, en voz baja, le reclamó la promesa. La señora, al verse libre y sin el empacho de Ferondo, viéndole en el dedo otro bonito anillo11, dijo que estaba dispuesta, y quedó con él en que fuese a la noche siguiente. Por lo que, al llegar la noche, el abad, disfrazado con las ropas de Ferondo y acompañado de su monje, fue y se acostó con ella hasta maitines, con grandísimo deleite y placer, y luego se volvió a la abadía, haciendo muy a menudo ese camino para semejante servicio; y como alguna vez se encontrara a alguien a la ida o a la vuelta, se creyó que fuese Ferondo que iba por la comarca haciendo penitencia, y luego diciéndose muchas habladurías entre la gente zafia del pueblo, se las contaron varias veces incluso a la esposa, que sabía bien lo que era eso.

El monje boloñés, cuando Ferondo hubo vuelto en sí sin saber dónde estaba, entrando con una voz horrible, con unos látigos en la mano, cogiéndolo, le dio una soberana paliza.

Ferondo, llorando y gritando, no hacia más que preguntar:

-¿Dónde estoy?

A lo que el monje le respondió:

- Estás en el Purgatorio.

-¿Cómo? - dijo Ferondo-. Entonces, ¿estoy muerto?

Dijo el monje:

- Pues sí.

Por lo que Ferondo comenzó a llorar por él y por su esposa y su hijo, diciendo las cosas más disparatadas del mundo. 

El monje le llevó algo de comer y de beber; y al verlo Ferondo dijo:

- ¿Es que los muertos comen?

Dijo el monje:

- Sí, y esto que te traigo es lo que esa que fue esposa ha mandado esta mañana a la iglesia para que se dijesen misas y que Dios Nuestro Señor quiere que se te ofrezca aquí.

Dijo entonces Ferondo:

- Señor, ¡bendícela! Yo la quería mucho antes de morir, tanto que me la tenía toda la noche en mis brazos y no hacía más que besarla y hacía otra cosa cuando me venían ganas.

Y luego, como tenía mucha hambre, se puso a comer y a beber, y como el vino no le pareció demasiado bueno, dijo:

- Señor, ¡maldícela, porque no le dio al fraile del vino de junto al muro!

Pero cuando hubo comido, el monje volvió a empezar y con esos mismos látigos le dio una soberana paliza.

A lo que Ferondo, tras gritar mucho, le dijo:

-¡Vamos! ¿Por qué me haces esto?

Dijo el monje:

- Porque Dios Nuestro Señor ha ordenado que se te haga así dos veces al día.

-¿Y, por qué razón? -dijo Ferondo.

Dijo el monje:

- Porque fuiste celoso, teniendo por esposa a la mejor señora que hubiese en tu barrio.

-¡Ay de mí! -dijo Ferondo- dices la verdad, y la más dulce; era más melosa que un pastel, pero yo no sabia que Dios Nuestro Señor tuviese a mal que un hombre fuese celoso, porque yo no lo habría sido.

Dijo el monje:

- Eso debías haberlo visto mientras estabas allí, y enmendarte; pero si acaso regresas alguna vez, procura retener en la mente lo que te hago ahora, para que no seas más celoso.

Dijo Ferondo:

-¿Es que alguna vez vuelve quien se muere?

Dijo el monje:

- Sí, quien Dios quiere.

-¡Oh! -dijo Ferondo- si vuelvo alguna vez, seré el mejor marido del mundo; no la golpearé nunca, no la insultaré nunca, salvo por el vino que me ha mandado esta mañana; y tampoco nos ha mandado ninguna vela, y he tenido que comer a oscuras.

Dijo el monje:

- Sí que lo hizo, pero se consumieron en las misas.

-¡Oh! -dijo Ferondo- será verdad; pero desde luego que si vuelvo la dejaré hacer lo que ella quiera. Pero dime, ¿quién eres tú que me haces esto?

Dijo el monje:

- Yo estoy también muerto, y fui de Cerdeña; y porque sí hace tiempo alabé mucho a un señor que tuve el ser celoso, Dios me ha condenado a este castigo, que tenga que darte de comer y de beber y estas palizas hasta que Dios delibere otra cosa para ti y para mí.

Dijo Ferondo:

-¿No hay aquí nadie más que nosotros dos?

Dijo el monje:

- Sí, a miles, pero no puedes verlos ni oírlos, como tampoco ellos a ti.

Dijo entonces Ferondo:

-¿Y cómo estamos de lejos de nuestros barrios?

-¡Huyuyuy! -dijo el monje- estás de lejos de mil las que más mejor la cagaremos.

-¡Caray! ¡Eso es mucho! -dijo Ferondo- ¡Y por lo que me parece tendríamos que estar fuera del mundo, tantas hay!

Así es que en tales razonamientos y en otros semejantes, con comer y con palizas {~ tuvieron a Ferondo unos diez meses, durante los cuales el abad visitó muy a menudo a la bella señora bien aventuradamente y se lo pasó con ella lo mejor que pudo17. Pero, como las desventuras ocurren, la señora quedó preñada, y dándose cuenta enseguida se lo dijo al abad; por lo que a ambos les pareció que sin demora alguna había que devolver a Ferondo del Purgatorio a la vida y que volviese con ella y que ella dijese que estaba preñada de él.

El abad, pues, a la noche siguiente, con una voz disimulada hizo llamar a Ferondo a la prisión y decirle:

- Ferondo, consuélate, porque Dios quiere que vuelvas al mundo; y cuando vuelvas allí, tendrás un hijo de tu esposa, al que pondrás por nombre Benito, ya que por ruegos de tu santo abad y de tu mujer y por amor a San Benito te concede esta gracia.

Ferondo, al oír esto, se puso muy contento y dijo:

- Me parece bien; Dios bendiga al Señor Nuestro Dios y al abad y a San Benito y a mi mujer sabrosa, melosa, empalagosa.

El abad, haciendo que le dieran en el vino que le mandaba suficientes polvos de esos para que le hiciesen dormir unas cuatro horas, volviéndole a poner sus vestidos, él y su monje le depositaron de nuevo sigilosamente en la sepultura en que le habían enterrado. Por la mañana, al amanecer, Ferondo volvió en sí y por una rendija de la sepultura vio luz, que no había visto desde hacía diez buenos meses; por lo que como le pareció estar vivo, comenzó a gritar: «¡Abridme, abridme!», y a apontocar él mismo con la cabeza la tapa de la tumba tan fuerte que la removió, pues poco movimiento necesitaba; y la estaba levantando cuando los monjes, que habían dicho maitines, corrieron allí y reconocieron la voz de Ferondo y vieron que salía ya de la tumba; por lo que todos asustados por la novedad del hecho, comenzaron a huir y se fueron a ver al abad.

Y éste, fingiendo que se levantaba de rezar, dijo:

- Hijos, no tengáis temor; tomad la cruz y el agua bendita y venid tras de mí, y veamos lo que el poder de Dios quiere mostrarnos.

Y así lo hicieron.

Al salir de la sepultura Ferondo estaba todo pálido, como quien había estado tanto tiempo sin ver el cielo; y cuando vio al abad, corrió a sus pies y le dijo:

- Padre mío, vuestras oraciones, por lo que me ha sido revelado, y las de San Benito y las de mi mujer me han librado de las penas del Purgatorio y devuelto a la vida; por lo que ruego a Dios os dé buen año y buenas calendas ahora y siempre.

El abad dijo:

-¡Alabado sea el poder de Dios! Ve pues, hijo, ya que Dios te ha vuelto a mandar aquí, y consuela a tu esposa, que después de que pasaste de esta vida, ha estado siempre en lágrimas, y sé de ahora en adelante amigo y siervo de Dios.

- Señor, así se me ha dicho; dejadme hacer a mí, porque, en cuanto la encuentre la besaré, de tanto que la quiero.

El abad, al quedarse con sus monjes, hizo que estaba muy asombrado por esto, e hizo cantar devotamente el Miserere. Ferondo volvió a su finca, donde todo el que le veía huía de él, como suele hacerse con las cosas terribles, pero él, llamándoles, les decía que había resucitado. Su esposa también tenía miedo de él.

Pero cuando la gente se tranquilizó algo con él y vieron que estaba vivo, al preguntarle muchas cosas, como si se hubiese vuelto sabio, a todos les respondía y les daba noticias de las almas de sus parientes y se inventaba por su cuenta las fábulas más bonitas del mundo sobre los asuntos del Purgatorio; y delante de todos contó la revelación que le había sido hecha por boca del Arcángel San Braguiel antes de que resucitase. Por lo que volviéndose a su casa con su mujer y tomando de nuevo posesión de sus bienes, la empreñó, según él creyó, y por ventura ocurrió que en tiempo conveniente, según la opinión de los necios que creen que la mujer lleva a los hijos nueve meses justos, ella parió un hijo varón, que se llamó Benito Ferondi.

El regreso de Ferondo y sus palabras, como casi todos creían que hubiese resucitado, acrecentaron sin limites la fama de santidad del abad; y Ferondo, que por sus celos había recibido muchas palizas, como se había curado de ellos, según la promesa que el abad le había hecho a la señora, en lo sucesivo no fue más celoso; y ella, contenta por eso, vivió con él honestamente, como solía, aunque, cuando podía adecuadamente volvía a encontrarse gustosa con el santo abad, que bien y de manera diligente le había servido en sus mayores necesidades.