GUSTAVE FLAUBERT. MADAME BOVARY
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO I
Estábamos en el estudio cuando entró el director, y tras él un nuevo, vestido éste de paisano, y un celador cargado con un gran pupitre. Los que estaban dormidos se despertaron y se fueron levantando como si les hubieran sorprendido en su trabajo.
El director nos hizo seña de que nos sentáramos; después, dirigiéndose al maestro de estudios, le dijo a media voz:
-Monsieur Roger, le recomiendo a este alumno. Entra en quinto. Si saca buena nota en aplicación y en conducta, pasará a los mayores, como corresponde a su edad.
El nuevo, rezagado en el rincón detrás de la puerta, de tal modo que apenas se le veía, era un muchachote campesino, de unos quince años, más alto que cualquiera de nosotros. Tenía el pelo cortado en flequillo, como un chantre de pueblo, una pinta de muchacho modoso y muy azorado. Aunque no era ancho de hombros, debía de sentirse incómodo en su chaqueta, de paño verde con botones negros; por la abertura de las bocamangas se le veían unas muñecas rojas acostumbradas a ir al descubierto. Las piernas, embutidas en unas medias azules, salían de un pantalón amarillento muy estirado por los tirantes. Calzaba unos zapatones de clavos, mal embetunados.
Comenzó el sonsonete de las lecciones. El muchacho las escuchaba con los oídos muy abiertos, atento como en el sermón, sin atreverse siquiera a cruzar las piernas ni a apoyarse en el codo, y a las dos, al sonar la campana, el maestro de estudio tuvo que llamarle la atención para que se pusiera con nosotros en la fila.
Teníamos la costumbre de tirar las gorras al suelo al entrar en clase, para quedarnos con las manos más libres; había que arrojarlas desde el umbral de modo que cayeran debajo del banco y pegaran contra la pared levantando mucho polvo. Era el estilo.
Pero ya se había acabado el rezo, y el nuevo, bien porque no se fijara en la maniobra o bien porque no quisiera someterse a ella, seguía con la gorra sobre las rodillas. Era uno de esos cubrecabezas de orden compuesto, en el que se encuentran los elementos de la gorra de granadero, del chapska, del sombrero redondo, de la gorra de nutria y del gorro de algodón: en fin, una de esas pobres cosas cuya muda fealdad tiene profundidades de expresión como el rostro de un imbécil. Ovoide y emballenada, empezaba por tres morcillas circulares; después alternaban unos rombos de terciopelo con otros de piel de conejo, separados por una banda roja; a continuación, una especie de saco que terminaba en un polígono encartonado, guarnecido con un adorno de pasamanería, del que pendía, en el extremo de un largo cordón demasiado delgado, una especie de bellota de hilos de oro, entrecruzados. Era una gorra nueva; la visera relucía.
-Levántese -le dijo el profesor.
Se levantó: la gorra cayó al suelo. Toda la clase rompió a reír.
El muchachote se inclinó a recogerla. Un escolar que estaba a su lado volvió a tirársela de un codazo; el muchacho tomó a levantarla.
- ¡Vamos, suelte la gorra! -dijo el profesor, que era hombre zumbón.
Las carcajadas de los escolares desconcertaron al pobre muchacho: no sabía si había que tener la gorra en la mano, dejarla en el suelo o ponérsela en la cabeza. Volvió a sentarse y la posó sobre las rodillas.
-Levántese -le ordenó el profesor- y dígame cómo se llama.
El nuevo tartajeó un nombre ininteligible.
-Repita.
Se oyó el mismo tartamudeo de sílabas, apagado por el abucheo de la clase.
- ¡Más alto! -gritó el maestro-, ¡más alto!
Entonces, el nuevo, tomando una resolución extrema, abrió una boca desmesurada y, a pleno pulmón, como quien llama a alguien, soltó esta palabra: Charbovari".
El estrépito surgió repentino y, de golpe, subió in crescendo, con algunos gritos sueltos (alaridos, aullidos, pataleos, coreando: ¡Charbovari! ¡Charbovari!); luego, el estruendo fue declinando en notas aisladas, calmándose a duras penas y resurgiendo a veces de pronto en la línea de un banco o estallando acá o allá, como un petardo no del todo extinto, una risa ahogada.
Bajo una lluvia de castigos, se fue restableciendo el orden en la clase, y el profesor, una vez enterado del nombre de Charles Bovary mandando a su titular que lo dictara, lo deletreara y lo releyera, ordenó al pobre diablo que fuera a sentarse al banco de los desaplicados, al pie de la tarima profesoral. El muchacho se puso en movimiento, pero, antes de echar a andar, vaciló.
-¿Qué busca? -preguntó el profesor.
-Mi go... -musitó tímidamente el nuevo, paseando en torno suyo una mirada inquieta.
- ¡ Quinientos versos a toda la clase! -exclamado con voz furiosa, cortó el paso, como el Quos ego, a una nueva borrasca-. ¡ A ver si se están tranquilos! -repetía indignado el profesor, enjugándose la frente con el pañuelo, que acababa de sacar del gorro-. Y usted, el nuevo, me va a copiar veinte veces el verbo ridiculus sum.
Después, con voz más suave:
- ¡Ya encontrará la gorra, no se la han robado!
Volvió la calma, se inclinaron las cabezas en las carpetas, y el nuevo permaneció dos horas con una compostura ejemplar, por más que, de vez en cuando, venía a estrellarse en su cara alguna bola de papel catapultada con una plumilla. Pero el nuevo se limpiaba con la mano y seguía quieto, con los ojos bajos.
Por la noche, a la hora del estudio, sacó sus manguitos del pupitre, puso en orden sus cosas y, con mucho cuidado, tiró las rayas en el papel. Le vimos trabajar a conciencia, buscando todas las palabras en el diccionario y esforzándose muchísimo. Gracias, sin duda, a esta buena voluntad que demostró, no descendió a la clase inferior; pues, si sabía pasablemente las reglas, carecía de elegancia en los giros. Había empezado el latín con el cura del pueblo, pues sus padres, por economía, tardaron lo más posible en mandarle al colegio.
El padre, monsieur Charles-Denis-Bartholomé Bovary, antiguo ayudante de capitán médico, comprometido, en 1812, en asuntos de reclutamiento, y obligado por aquella época a dejar cl servicio, aprovechó sus prendas personales para cazar al paso una dote de sesenta mil francos que se ofrecía en la hija de un tendero, enamorada de su tipo. Buen mozo, fanfarrón, mucho ruido de espuelas, patillas unidas al bigote, los dedos cubiertos de sortijas y vestido con llamativos colores, tenía traza de valentón y vivacidad desenvuelta de viajante de comercio.
Una vez casado, vivió dos o tres años de la fortuna de su mujer, comiendo bien, levantándose tarde, fumando en grandes pipas de porcelana, no volviendo a casa por la noche hasta después del teatro y frecuentando los cafés. Murió el suegro y dejó poca cosa. El yerno se indignó, se metió a fabricante, perdió algún dinero y se retiró al campo, donde se propuso explotar la tierra. Pero como entendía de agricultura tan poco como de percales y montaba los caballos en vez de dedicarlos a las faenas de la labranza, y bebía la sidra en botellas en lugar de venderla en barriles, y se comía las mejores aves del corral, y engrasaba sus botas de caza con el tocino de sus cerdos, no tardó en concluir que era mejor renunciar a toda especulación.
Mediante doscientos francos anuales de alquiler encontró en un pueblo, allá por los confines de Caux y de Picardía, una especie de alojamiento, mitad casa de labranza, mitad vivienda; y, mohíno, reconcomido de añoranzas, acusando al cielo, envidiando a todo el mundo, se encerró, a los cuarenta y cinco años, asqueado de los hombres, decía, y decidido a vivir en paz.
Su mujer había estado loca por él; le amó con mil servilismos que le apartaron de ella más aún. Ella, tan jovial antes, tan expansiva y tan enamorada, se volvió al envejecer (como un vino que, destapado, se avinagra) de carácter difícil, quejona, nerviosa. ¡Había sufrido tanto al principio, sin quejarse, cuando le veía correr detrás de todas las zorronas del lugar y volver por la noche de veinte tugurios, hastiado y apestando a borrachera! Después se le encalabrinó el orgullo y se calló, tragándose la rabia con un estoicismo mudo, que conservó hasta la muerte. Se pasaba todo el tiempo en trámites, en negocios, visitando a procuradores, al presidente de la audiencia, recordando el vencimiento de los pagarés, pidiendo moratorias; y en casa planchaba, cosía, lavaba, vigilaba a los jornaleros, pagaba las cuentas, mientras el señor, sin preocuparse de nada, seguía aletargado en una somnolencia hosca de la que sólo se despertaba para decirle cosas desagradables, se quedaba fumando junto a la lumbre, escupiendo en la ceniza.
Cuando tuvo un hijo, hubo que encomendarlo a una nodriza. Después, ya en la casa, mimaron al crío como a un príncipe. La madre le alimentaba con golosinas; el padre le dejaba corretear descalzo, y, dándoselas de filósofo, llegaba a decir que podría muy bien ir desnudo del todo, como las crías de los animales. En oposición a las tendencias maternas, él tenía en la cabeza cierto ideal viril de la infancia y pretendía aplicarlo a la crianza de su hijo educándole con dureza, a la espartana, para que se hiciera fuerte. Le mandaba a la cama sin fuego, le enseñaba a echarse al coleto buenos tragos de ron y a insultar a las procesiones. Pero el pequeño, pacifico por naturaleza, respondía mal a sus propósitos. La madre le tenía siempre pegado a sus faldas. Le recortaba cartones, le contaba cuentos, le hablaba en monólogos sin fin, llenos de risas melancólicas y de parloteos melosos. En la soledad de su vida, puso en aquel niño todas sus vanidades confusas, fracasadas. Soñaba con posiciones encumbradas, le veía ya hombre, guapo, inteligente, ingeniero de caminos o magistrado. Le enseñó a leer y a cantar, acompañándole al piano -un viejo piano que tenía-, dos o tres romancitas sencillas. Mas, a todo esto, monsieur Bovary, que daba poca importancia a las letras, decía que no valía la pena. ¿Acaso iban a tener nunca con qué mandarle a las escudas del gobierno, comprarle un cargo o un negocio? Además, lo que hace falta para triunfar en el mundo es tener tupé. Madame Bovary se mordía los labios y el crío vagabundeaba por el pueblo.
Se iba con los jornaleros a las faenas de la labranza y espantaba a terronazos a los cuervos, que levantaban el vuelo. Se atracaba de moras a lo largo de las cunetas, guardaba pavos armado de una vara, amontonaba el heno en la siega, corría por los bosques, jugaba a la rayuela en el pórtico de la iglesia cuando llovía y, en la fiesta mayor, suplicaba al sacristán que le dejara tocar las campanas, para colgarse de la gran maroma y columpiarse con ella en su vaivén.
Así creció el muchacho como un roble, coloradote y fuerte de manos.
Cuando cumplió los doce años, su madre consiguió que le pusieran a estudiar. Se lo encomendaron al cura.
Pero las lecciones eran tan cortas y el muchacho las seguía tan mal que no podían servir de mucho. Las daban a ratos perdidos, en la sacristía, de pie, a toda prisa, entre un bautizo y un entierro; o bien el cura mandaba a buscar a su discípulo después del Angelus, cuando no tenía que salir. Subían a la casa, se acomodaban; en torno a la candela revoloteaban moscardones y mariposas. Hacia calor, el chico se dormía, y al bueno del cura, las manos sobre la barriga, le acometía el sopor y no tardaba en roncar con la boca abierta. Otras veces, cuando el señor cura, volviendo de llevar el viático a algún enfermo de las cercanías, divisaba a Carlos en sus correrías por los campos, le llamaba, le sermoneaba un cuarto de hora y aprovechaba la ocasión para hacerle conjugar al pie de un árbol el verbo que tocaba aquel día. Hasta que los interrumpía la lluvia o algún conocido que pasaba. De todos modos, el cura estaba siempre contento del muchacho y hasta decía que tenía mucha memoria.
Carlos no podía quedarse en esto. La madre fue enérgica. El padre, avergonzado o más bien cansado, cedió sin resistencia y esperaron un año más, hasta que el muchacho hiciera la primera comunión.
Pasaron otros seis meses, y al año siguiente mandaron por fin a Carlos al Colegio de Ruán, a donde le llevó el propio padre, a finales de octubre, por la feria de San Román.
Hoy, ninguno de nosotros podría recordar nada de él. Era un muchacho de temperamento pacífico, que jugaba en los recreos, trabajaba en el estudio, escuchaba en la clase, dormía bien en el dormitorio general, comía bien en el refectorio. Se cuidaba de él un quincallero mayorista de la rue de la Ganterie, que le sacaba una vez al mes, el domingo, después de cerrar la tienda, le mandaba al puerto a ver los barcos y después le volvía al colegio a eso de las siete, antes de la cena. Los jueves por la noche, el muchacho escribía una larga carta a su madre, con tinta roja y cerrada con tres obleas; hecho lo cual se ponía a repasar los cuadernos de historia o a leer un viejo libro de Anacarsis que andaba rodando por la sala de estudio. Durante los paseos, charlaba con el criado que, como él, era de pueblo.
A fuerza de aplicación, se mantuvo siempre entre los medianos de la clase; una vez llegó a ganar un primer accésit en historia natural. Pero cuando acabó tercero, sus padres le sacaron del colegio para que estudiara medicina, convencidos de que podría arreglárselas él solo para terminar el bachillerato.
Su madre le eligió en un cuarto piso una habitación que daba al Eau-de-Robec, en casa de un tintorero conocido suyo. Cerró el trato para la pensión, se agenció unos muebles, una mesa y dos sillas, mandó a buscar a casa una cama antigua de cerezo silvestre y compró una estufilla de hierro, junto con la provisión de leña necesaria para calentar a su pobre hijo. Y al cabo de una semana se marchó, previas mil recomendaciones de que se portara bien, ahora que iba a quedar abandonado a sí mismo.
El programa de las asignaturas que leyó en el tablero le hizo el efecto de un mazazo: anatomía, patología, fisiología, farmacia, química y botánica, aparte la clínica y la terapéutica y sin contar la higiene ni las materias médicas, nombres todos cuya etimología ignoraba y que eran como otras tantas puertas de santuarios llenos de augustas tinieblas.
No entendió nada; por más que escuchara, no le entraba. Y eso que trabajaba a conciencia, forraba los cuadernos, asistía a todas las clases, no perdía una sola visita. Cumplía su pequeña tarea cotidiana como un caballo de noria que da vueltas en el mismo sitio con los ojos vendados, ignorando la faena que está desempeñando.
Para ahorrarle gasto, la madre le mandaba cada semana un buen trozo de ternera asada, y con esto comía al volver por la mañana del hospital, a la vez que pegaba patadas a la pared para tenía que salir corriendo a las lecciones, al anfiteatro anatómico, al hospital, y volver a casa a través de todas las calles. Por la noche, después de la frugal cena del patrón, subía a su cuarto, y otra vez al trabajo, con la ropa mojada humeando sobre su cuerpo junto a la estufa al rojo.
En las plácidas noches estivales, a la hora en que nadie camina por las templadas calles y las criadas juegan al volante en el umbral de las puertas, abría la ventana y se asomaba apoyado en los codos. Abajo corría, amarillo, violeta o azul, entre sus puentes y barandas, el río que hace de ese barrio de Ruán como una innoble pequeña Venecia. Unos obreros acurrucados en la orilla se lavaban los brazos en el agua. Grandes madejas de algodón se secaban al aire colgadas de unos palos que emergían de los desvanes. Enfrente, más allá de los tejados, el cielo abierto y puro, con el sol rojo del ocaso.
¡Qué bien se debía de estar allí! ¡Qué fresco bajo el robledal! Y el muchacho abría las ventanas de la nariz para aspirar los buenos olores del campo, que no llegaban hasta él.
Adelgazó, creció y su semblante adquirió una especie de expresión doliente que le hacía casi interesante.
Naturalmente, por dejadez, fue abandonando todas las resoluciones que había tomado. Una vez faltó a la visita, al día siguiente a clase, y, saboreando la pereza, poco a poco acabó por no volver.
Se acostumbró a la taberna, con la pasión del dominó. Encerrarse cada tarde en un sucio lugar público para plantar en unas mesas de mármol unos huesecíllos de cordero marcados con puntos negros le parecía un acto precioso de su libertad que le elevaba en su propia estimación. Era como la iniciación en el mundo, el acceso a unos placeres prohibidos; y, al entrar, ponía la mano en el picaporte con un goce casi sensual. Y muchas cosas antes comprimidas en él se dilataron; aprendió de memoria coplas y se las cantaba a los amigos que llegaban, se entusiasmó con Béranger, aprendió a hacer ponche y por último conoció el amor.
Gracias a estos trabajos preparatorios, fracasó rotundamente en los exámenes de «oficial de sanidad»
¡Aquella misma noche le esperaban en casa para celebrar el triunfo!
Llegó a pie, se detuvo a la entrada del pueblo, mandó recado a su madre y le contó todo. La madre le disculpó, atribuyendo el fracaso a la injusticia de los examinadores, y le tranquilizó un poco, encargándose de arreglar las cosas.
Monsieur Bovary no se enteró de la verdad basta pasados cinco años; como era ya una verdad vieja, la aceptó; por otra parte, no podía suponer que un hombre salido de él fuera un tonto.
Carlos tornó, pues, al trabajo y preparó sin interrupción las asignaturas, aprendiendo de memoria todas las preguntas. Aprobó con bastante buena nota. ¡Qué hermoso día para su madre! Dieron una gran comida.
¿A dónde iría a ejercer su arte? A Tostes. En Tostes no había más que un médico viejo. Madame Bovary llevaba mucho tiempo acechando su muerte, y apenas se las había liado el bueno del hombre cuando ya estaba Carlos instalado enfrente como sucesor suyo.
Pero no bastaba con haber criado al hijo, haberle hecho estudiar medicina y haber descubierto Tostes para que la ejerciera: necesitaba una mujer. Y le encontré una: la viuda de un escribano de Dieppe, que tenía cuarenta y cinco años y mil doscientas libras de renta.
Aunque era fea, seca como un escajo seco y con más botones en la cara que una primavera, la verdad es que a madame Dubuc no le faltaban partidos donde escoger. Madame Bovary tuvo que eliminarlos todos para lograr sus fines, y hasta desbaraté hábilmente las intrigas de un chacinero al que apoyaban los curas.
Carlos había entrevisto en el matrimonio el advenimiento de una situación mejor, imaginando que estaría más libre y podría disponer de su persona y de su dinero. Pero su mujer asumió el mando; delante de gente, el hombre tenía que decir esto y no lo otro, guardar vigilia los viernes, vestirse como a ella le parecía, apremiar siguiendo sus órdenes a los clientes morosos. Le abría las cartas, le seguía los pasos y, cuando en la consulta había mujeres, escuchaba a través del tabique.
Había que servirle el chocolate todas las mañanas, colmarla de cuidados sin fin. Se quejaba constantemente de los nervios, del pecho, de los humores. El ruido de pasos le hacía daño; se iban y no podía soportar la soledad, tornaban a su lado y era seguramente para verla morir. Por la noche, cuando volvía Carlos, la mujer sacaba de debajo de las sábanas sus largos y flacos brazos, le rodeaba con ellos el cuello, le hacía sentarse en el borde de la cama y se ponía a hablarle de sus penas: ¡la estaba olvidando, amaba a otra! Bien le habían dicho que iba a ser desgraciada; y acababa pidiéndole algún jarabe para su salud y un poco más de amor.
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO VI
Había leído Paul el Virginie y había soñado con la cabaña de bambús, con el negro Domingo, con el perro Fiel, pero sobre todo con la dulce amistad de algún buen hermanito que subiera a buscar para ella las frutas rojas a la copa de unos grandes árboles más altos que campanarios, o que corriera descalzo por la arena para buscarle un nido de pájaro.
Cuando cumplió trece años, su padre la llevó él mismo a la ciudad para meterla en el convento. Se hospedaron en una fonda del barrio de Saint-Gervais, donde les sirvieron la cena en unos platos pintados que representaban la historia de mademoiselle de La Valliére. Las explicaciones legendarias, cortadas acá y allá por la raspadura de los cuchillos, glorificaban, todas ellas, la religión, las delicadezas de corazón y las pompas de la corte.
Lejos de aburrirse al principio, le agradó la compañía de las bondadosas monjas, que, para entretenerla, la llevaban a la capilla, a la que se entraba desde el refectorio por un largo corredor. Jugaba muy poco en los recreos, entendía bien el catecismo y siempre era ella la que contestaba al señor vicario en las preguntas difíciles. Viviendo, pues, sin salir nunca de la tibia atmósfera de las clases y entre aquellas mujeres de tez blanca que llevaban unos rosarios con cruz de cobre, se adormeció dulcemente en la languidez mística que surge de los perfumes del altar, de la frescura de las benditeras y del resplandor de los cirios. En vez de seguir la misa, miraba en su libro las viñetas piadosas con bordes azules, y amaba a la oveja enferma, al sagrado corazón atravesado por agudas flechas, al pobre Jesús que cae, caminando, sobre su cruz. Probó, por mortificación, a pasarse todo un día sin comer. Buscaba en su magín algún voto que cumplir.
Cuando iba a confesar, inventaba pequeños pecados para quedarse más tiempo de rodillas, juntas las manos, pegado el rostro a la rejilla bajo el cuchicheo del sacerdote. Las comparaciones de prometido, de esposo, de amante celestial y de bodas eternas que salen a cada paso en los sermones le suscitaban en el fondo del alma unas dulzuras inesperadas.
Por la noche, antes de la oración, se hacía en el estudio una lectura religiosa. Era, en semana, algún resumen de historia sagrada o las Conferences del abate Frayssmous, y el domingo, por recreo, algunos pasajes de Le Génie du Christianisme. ¡Cómo escuchaba, las primeras veces, la lamentación sonora de las melancolías románticas repitiéndose en todos los ecos de la tierra y de la eternidad! Si su infancia hubiera transcurrido en la trastienda de un barrio comercial, acaso se habría entregado a las invasiones líricas de la naturaleza, que, generalmente, sólo nos llegan traducidas por los escritores. Pero conocía demasiado el campo; se sabía el balido de los rebaños, las manipulaciones lácteas, los arados. Acostumbrada a las cosas tranquilas, se inclinaba, por contraste, a las accidentadas. Le gustaba el mar sólo por las tempestades, y el verde sólo salpicado entre ruinas. Necesitaba sacar de las cosas una especie de provecho personal; y rechazaba como cosa inútil todo lo que no contribuía al consumo inmediato de su corazón, pues de temperamento más sentimental que artista, buscaba emociones y no paisajes.
Había en el convento una solterona que iba ocho días cada mes a trabajar en la ropa blanca. Protegida por el arzobispo como perteneciente a una antigua familia de nobles arruinados en la revolución, comía en el refectorio a la mesa de las monjitas, y después de las comidas pasaba con ellas un ratito de charla antes de subir de nuevo al trabajo. Las pensionistas solían escaparse del estudio para ir a verla. Sabía de memoria canciones galantes del siglo pasado y las cantaba a media voz sin dejar de manejar la aguja. Contaba historias, traía noticias, hacía recados en la ciudad y prestaba a las mayores, a escondidas, alguna novela que llevaba siempre en los bolsillos del delantal, y de la que la buena de la señorita se tragaba largos capítulos en los descansos de su tarea. Todo era amores, amadores, amadas, damas perseguidas que se desmayaban en pabellones solitarios, postillones a los que matan en todos los relevos, caballos reventados en todas las páginas, bosques sombríos, cuitas del corazón, juramentos, sollozos, lágrimas y besos, barquillas a la luz de la luna, ruiseñores en los bosquecillos, caballeros bravos como leones, dulces como corderos, virtuosos sin tacha, perennemente de punta en blanco y que lloran como urnas funerarias. Durante seis meses, a los quince años, Emma se embadurnó, pues, las manos en aquel polvo de los viejos salones de lectura. Después, con Walter Scott, se enamoró de cosas históricas, soñó con ataúdes, salas de guardias y trovadores. Le hubiera gustado vivir en alguna vieja casa solariega, como aquellas castellanas de largo corpiño que, bajo el trébol de las ojivas, se pasaban los días con el codo apoyado en la piedra y la barbilla en la mano, viendo llegar de los confines del campo a un caballero de pluma blanca galopando sobre un caballo negro. En aquel tiempo tuvo el culto de María Estuardo y veneraciones entusiastas por mujeres ilustres o infortunadas. Juana de Arco, Eloísa, Inés Sorel, la bella Ferronniére y Clemencia Isaura se destacaban para ella como cometas en la tenebrosa inmensidad de la historia, o surgían acá y allá, pero más perdidos en la sombra y sin ninguna relación entre ellos, San Luis con su cadena, Bayardo moribundo, algunas ferocidades de Luis XI, un poco de San Bartolomé, el penacho del Bearnés, y siempre el recuerdo de los platos pintados donde se cantaban las alabanzas de Luis XIV.
En la clase de música, en las romanzas que cantaba, todo eran ángeles con alas de oro, madonas, lagunas, gondoleros, pacíficas composiciones que le permitían entrever, a través de la bobería del estilo y las imprudencias de la nota, la atrayente fantasmagoría de las realidades sentimentales. Algunas de sus compañeras llevaban al convento los Keepsakes que les habían regalado de aguinaldos. Había que esconderlos; era una cosa interesante; los leían en el dormitorio. Emma, manejando delicadamente sus bellas encuadernaciones de raso, fijaba sus ojos deslumbrados en el nombre de los autores desconocidos firmado al pie de sus libros, generalmente por condes o vizcondes.
Se estremecía, levantando con su aliento el papel de seda de los grabados, que se elevaba medio doblado y volvía a caer despacio contra la página. Era un joven de capa corta que, detrás de la balaustrada de un balcón, estrechaba en sus brazos a una muchacha vestida de blanco, con una escarcela en la cintura; o bien los retratos anónimos de las ladies inglesas de bucles rubios que nos miran con sus grandes ojos claros bajo los sombreros de paja. Unas estaban tendidas en carruajes, rodando por parques, donde un lebrel saltaba delante del tronco conducido al trote por dos pequeños postillones de pantalón blanco. Otras, en un sofá, pensativas, junto a una carta abierta, contemplaban la luna por la ventana medio cerrada, medio cubierta con una cortina negra. Las ingenuas, una lágrima en la mejilla, besuqueaban a una tórtola a través de los alambres de una jaula gótica, o, sonriendo, la cabeza sobre el hombro, deshojaban una margarita con sus dedos puntiagudos, doblados hacia arriba, como zapatos de punta respingada. Y allí también vosotros, sultanes de largas pipas, desfallecidos debajo de unos toneles en los brazos de las bayaderas, djiaburs, sables turcos, gorros griegos, y sobre todo vosotros, paisajes pálidos de las regiones ditirámbicas, que soléis mostrarnos a la vez palmeras, pinos, tigres a la derecha, un león a la izquierda, minaretes tártaros en el horizonte, minas romanas en el primer plano, luego camellos arrodillados; todo ello rodeado de una selva virgen bien limpiecita, y con un gran rayo de sol perpendicular tembloteando en el agua, en la que de vez en cuando se destacaban como escoriaciones blancas sobre un fondo de acero gris, unos cisnes nadando.
Y la pantalla del quinqué, colgado en la pared sobre la cabeza de Emma, alumbraba todos aquellos cuadros del mundo, que pasaban ante ella unos tras otros en el silencio del dormitorio y al ruido lejano de algún fiacre retrasado que todavía rodaba por los bulevares.
Cuando murió su madre, lloró mucho los primeros días. Mandó hacer con su pelo un cuadro fúnebre y, en una carta que mandó a Les Bertaux, toda llena de reflexiones tristes sobre la vida, pedía que, cuando ella muriera, la enterraran en la misma tumba. El pobre hombre creyó que estaba enferma y fue a verla. Emma se sintió interiormente satisfecha pensando que había llegado de un solo paso a ese raro ideal de las existencias pálidas al que no arriban jamás los corazones vulgares. Se dejó pues, llevar a los meandros lamartinianos, escuchó las arpas en los lagos, todos los cantos de los cisnes moribundos, todas las caídas de las hojas, las vírgenes puras que suben al cielo y la voz del Eterno discurriendo por los valles. Se cansó, no quiso reconocerlo, siguió por costumbre, luego por vanidad, y por fin la sorprendió sentirse apaciguada y sin más tristeza en el corazón que arrugas en la frente.
Las buenas de las monjas, que tanto habían presumido de la vocación de su pupila, advirtieron con gran asombro que mademoiselle Rouault parecía escapar a sus cuidados. Y es que tanto le habían prodigado los oficios, los retiros, las novenas, los sermones, tanto le hablan predicado el respeto que se debe a los santos y a los mártires, y tantos buenos consejos le habían dado sobre la modestia del cuerpo y la salvación del alma, que hizo como los caballos cuando les tiran de la brida: se paró en seco y se le salió de los dientes el bocado. Aquel espíritu, positivo en medio de sus entusiasmos, que había amado la iglesia por sus flores, la música por la letra de las romanzas y la literatura por sus excitaciones pasionales, se sublevó ante los misterios de la fe, de la misma manera que se irritaba más contra la disciplina, cosa reñida con su constitución. Cuando su padre la sacó de la pensión, las monjas no lamentaron verla partir. La superiora llegaba a considerar que, en los últimos tiempos, se había vuelto poco respetuosa con la comunidad.
Al volver a casa, Emma se complació al principio en mandar a los criados, luego se cansó del campo y echó de menos el convento. Cuando Carlos fue a Les Bertaux por primera vez, se creía muy desilusionada, como una persona que ya no tiene nada que aprender, que ya no puede sentir nada.
Pero la ansiedad de una situación nueva, o acaso la irritación causada por la presencia de aquel hombre, bastó para hacerle creer que por fin poseía aquella maravillosa pasión que hasta entonces fuera para ella como un gran pájaro de plumaje rosa planeando en el esplendor de los cielos poéticos; - y ahora no podía imaginar que aquella calma en que vivía fuera la felicidad que había soñado
PRIMERA PARTE. CAPÍTULO IX
(...) El invierno fue frío. Todas las mañanas amanecían los cristales cubiertos de escarcha, y a veces la luz, blancuzca a través de ellos, como a través de cristales esmerilados, no variaba en todo el día. Desde las cuatro de la tarde había que encender la lámpara.
Los días que hacía bueno, Emma bajaba a la huerta. El rocío había puesto en las coles unos guipures de plata con largos hilos claros que se extendían de una a otra. No se oían pájaros, todo parecía dormir, el espaldar cubierto de paja y la parra como una gran serpiente enferma bajo la albardilla del muro, donde, acercándose, se veía arrastrarse unas cochinillas de muchas patas. En las piceas, junto al seto, el cura de tricornio, que leía el breviario había perdido el pie derecho, y hasta el yeso, desconchándose con la helada, le había puesto en la cara una sarna blanca.
Después, Emma subía, cerraba la puerta, esparcía las brasas y, desfalleciendo al calor de la lumbre, volvía a sentir el más insoportable aburrimiento. De buena gana bajaría a charlar con la criada, pero un pudor la retenía.
Todos los días, a la misma hora, el maestro de escuela, con su gorro de seda negra, abría los postigos de su casa, y pasaba el guarda de campo, con su sable sobre la blusa. Mañana y noche, los caballos de la posta, de tres en tres, atravesaban la calle para ir a beber a la charca. De vez en cuando sonaba la campanilla de la puerta de la taberna; y, cuando hacía viento, se oía tintinear sobre las dos varillas las pequeñas bacías de cobre del peluquero que servían de muestra a su establecimiento. Tenía como decoración un viejo grabado de modas pegado al cristal y un busto de mujer modelado en cera, con el pelo amarillo. También el peluquero se lamentaba de su vocación frustrada, de su porvenir perdido, y, soñando con una peluquería en una gran ciudad, en Ruán, por ejemplo, en el puerto, cerca del teatro, se pasaba el día paseando taciturno de un lado a otro, del ayuntamiento a la iglesia, y esperando a la clientela. Cuando madame Bovary levantaba los ojos, le veía siempre allí, como un centinela de guardia, con su gorro griego sobre la oreja y su chaqueta de lasting.
Algunas tardes aparecía detrás de los cristales de la sala una cabeza de hombre, de cara bronceada, patillas negras, y que sonreía reposadamente, con una ancha y dulce sonrisa de dientes blancos. En seguida comenzaba un vals, y, al son del organillo, en un pequeño salón, unos bailarines altos como un dedo, unas mujeres con turbante rosa, tiroleses con chaqué, monos con frac negro, caballeros de pantalón corto, daban vueltas y más vueltas entre los sillones, los canapés, las consolas, repitiéndose en los paneles de espejo pegados en las esquinas con un filete de papel dorado. El hombre le daba al manubrio, mirando a la derecha, a la izquierda, a las ventanas. De vez en cuando, a la vez que lanzaba contra el guardacantón un salivazo oscuro, levantaba con la rodilla su instrumento, cuya dura correa le cansaba el hombro; y ora doliente y lenta, ora alegre y precipitada, la música de la caja escapaba zumbando a través de una cortinilla de tafetán rosa, bajo una rejilla de cobre formando arabescos. Eran sones que se tocaban lejos, en los teatros, que se cantaban en los salones, que se bailaba por la noche bajo arañas encendidas, ecos del mundo que llegaban hasta ella. En su cabeza desfilaban zarabandas sin fin, y su pensamiento, como una bayadera sobre las flores de una alfombra, saltaba con las notas, se balanceaba de sueño en sueño, de tristeza en tristeza. Cuando el hombre recibía la limosna en su gorra, extendía una vieja manta de lana azul, se echaba el instrumento a la espalda y se marchaba a grandes pasos. Emma le miraba alejarse.
Pero era sobre todo a la hora de las comidas cuando Emma no podía más, en aquella salita de la planta baja, con la estufa que humeaba, la puerta que chirriaba, las paredes que rezumaban, los suelos húmedos; toda la amargura de la existencia le parecía servida en su plato, y, con el humo de la sopa, subían del fondo de su alma como otras tantas bufaradas de desánimo. Carlos comía muy despacio; Emma roía unas avellanas, o bien, apoyada en el codo, se entretenía en hacer rayas en el hule con la punta del cuchillo.
Ahora dejaba todo en la casa manga por hombro, y cuando madame Bovary madre fue a pasar en Tostes una parte de la cuaresma, le extrañó mucho aquel cambio. Y es que Emma, antes tan cuidadosa y delicada, ahora se pasaba los días enteros sin vestirse, llevaba medias grises de algodón, se alumbraba con velas. Repetía que había que economizar, porque no eran ricos, añadiendo que estaba muy contenta, que era muy feliz, que Tostes le gustaba mucho, y otras cosas nuevas que le tapaban la boca a la suegra. Por lo demás, Emma no parecía dispuesta a seguir sus consejos; hasta una vez que a madame Bovary madre se le ocurrió decir que los amos debían cuidarse de la religión de los criados, Emma le replicó con una mirada tan colérica y con una sonrisa tan fría, que la buena mujer no volvió a intervenir.
Emma se volvía difícil, caprichosa. Encargaba platos para ella, luego no los tocaba, un día o bebía más que leche pura, y al día siguiente, tazas de té a docenas. Muchas veces se obstinaba en no salir; al poco rato se ahogaba, abría las ventanas, se ponía un vestido ligero. Después de echar una buena bronca a la criada, le hacía regalos o la mandaba a pasar el rato a casa de las vecinas, de la misma manera que a veces echaba a los pobres todas las monedas blancas de su bolsa, aunque no era tierna ni fácilmente asequible a la emoción ajena, como la mayor parte de las personas de familia campesina, que conservan siempre en el alma algo de la callosidad de las manos paternas.
A finales de febrero, el tío Rouault, en recuerdo de su curación, le trajo ¿1 mismo a su yerno un magnífico ayo, y se quedó tres días en Tostes. Como Carlos estaba haciendo la visita a sus enfermos, Emma acompañó al padre. Este fumó en la habitación, escupió en los morillos, habló de labranza, de terneros, de vacas, de aves de corral y de concejo; tanto que, cuando se marchó el hombre, Emma cerró la puerta con un sentimiento de satisfacción que a ella misma la sorprendió. Además, ya no disimulaba su desprecio por nada ni por nadie; y a veces daba en expresar opiniones singulares, censurando lo que los demás aprobaban y aprobando, con gran asombro de su marido, cosas perversas o inmorales.
¿Y aquella miseria iba a durar siempre? ¿No iba a salir nunca de ella? ¡Y sin embargo, ella, Emma, valía tanto como todas las que vivían felices! Había visto en La Vaubyessard duquesas menos esbeltas que ella y con modales más vulgares, y Emma execraba la injusticia de Dios; apoyaba la cabeza en la pared para llorar; envidiaba las vidas tumultuosas, los bailes de máscaras, los insolentes placeres con todos los arrebatos que ella no conocía y que debían de dar.
Palidecía y tenía palpitaciones. Carlos le receté valeriana y baños de alcanfor. Todo lo que probaban parecía irritarla más.
Y algunos días charloteaba con una abundancia febril; a estas exaltaciones seguían de pronto unos pasmos en los que permanecía sin hablar, sin moverse. Lo que entonces la reanimaba era echarse en los brazos un frasco de agua de Colonia.
Como se quejaba de Tostes continuamente, Carlos imaginé que la causa de su enfermedad estaba seguramente en alguna influencia local, y, persistiendo en esta idea, pensé seriamente en ir a establecerse en otra parte.
Entonces, Emma bebió vinagre para adelgazar, contrajo una tosecilla seca y perdió completamente el apetito.
A Carlos le costaba abandonar Tostes, al cabo de cuatro años de estancia y cuando empezaba a afianzar su prestigio. ¡Pero si era necesario! La llevó a Ruán a que la viera su antiguo maestro. Era una enfermedad nerviosa: debía cambiar de aires.
Carlos, después de mucho buscar, se enterÓ de que, en el distrito de Neufehátel, había un pueblo grande, llamado Yonville-l'Abbaye, cuyo médico, un refugiado polaco, acababa de marcharse la semana anterior. Bovary escribió al boticario del lugar para saber cuántos habitantes tenía el pueblo, a qué distancia estaba el colega más próximo, cuánto ganaba al año su antecesor, etc.; y como las respuestas fueran favorables, decidió trasladarse allá por la primavera, si la salud de Emma no mejoraba.
Un día, en previsión de la marcha, Emma se puso a arreglar cosas en un cajón. Se pinchó los dedos con algo. Era un alambre de su ramo de novia. Los capullos de azahar estaban amarillos de polvo y las cintas de raso ribeteadas de plata se deshilachaban por el borde. Lo arrojó a la lumbre. El ramo ardió más de prisa que la paja seca. En seguida fue como una zarza que, roja sobre la ceniza, se iba royendo lentamente. Lo miró arder. Las pequeñas bayas de cartón estallaban, los alambres se retorcían, el galón se fundía; y las corolas de papel, encogidas, balanceándose a lo largo de la placa como mariposas negras, acabaron por volar por la chimenea.
Cuando, en el mes de marzo, salieron de Tostes, madame Bovary estaba encima.
SEGUNDA PARTE. CAPÍTULO VIII
Las damas de la buena sociedad estaban detrás, en el vestíbulo, entre las columnas, mientras que la multitud no distinguida permanecía enfrente, de pie, o bien sentados en sillas. A este efecto, Lestiboudois había trasladado allí todas las que antes puso en la pradera, y aun corría cada minuto a buscar otras a la iglesia, perturbando de tal modo la circulación con su comercio, que resultaba muy difícil llegar hasta la escalerilla del estrado.
-A mí me parece -dijo monsieur Lheureux (dirigiéndose al boticario, que pasaba para ocupar su sitio)- que debían haber puesto aquí los dos postes venecianos: con alguna cosa un poco solemne y rica como novedad, hubiera hecho un efecto muy bonito.
-Desde luego -contestó Homais-. Pero, ¡qué quiere usted!, todo lo ha manipulado el alcalde a su antojo. Ese pobre Tuvache no tiene mucho gusto; y hasta carece en absoluto de lo que se llama el genio de las artes.
A todo esto, Rodolfo había subido con madame Bovary al primer piso del ayuntamiento, a la sala de juntas, y como estaba vacía, Rodolfo declaró que allí estarían bien para gozar del espectáculo más a sus anchas. Cogió tres taburetes alrededor de la mesa ovalada, bajo el busto del rey, y, acercándolos a una de las ventanas, se sentaron el uno al lado del otro.
Se produjo una agitación en el estrado, largos cuchicheos, deliberaciones. Por fin se levantó el señor consejero. Ahora se sabía que se llamaba Lieuvain, y este nombre corría en la multitud de boca en boca. Una vez ordenadas unas hojas de papel, el consejero fijó en ellas la vista y comenzó:
«Señores: Séame permitido en primer lugar (antes de hablarles del objeto de esta reunión de hoy, y estoy seguro de que todos ustedes compartirán este sentimiento), séame permitido, digo, hacer justicia a la administración superior, al gobierno> al monarca, señores, a nuestro soberano, a ese rey amadísimo a quien ninguna rama de la prosperidad pública o particular le es indiferente, y que con tan firme y sabia mano dirige a la vez la nave del Estado entre los incesantes peligros de un mar tempestuoso, sabiendo por otra parte hacer respetar la paz como la guerra, la industria, el comercio, la agricultura y las bellas artes.»
-Debería retirarme un poco -dijo Rodolfo.
-¿Por qué? -preguntó Emma.
Pero, en este momento, la voz del consejero se elevó con un tono extraordinario. Declamaba: «Pasó ya el tiempo, señores, en que la discordia civil ensangrentaba nuestras plazas públicas, el tiempo en que el propietario, el hombre de negocios, el mismo obrero, al dormirse por la noche con un sueño tranquilo, temblaban de que les despertaran de pronto los incendiarios toques a rebato, el tiempo en que las máximas más subversivas zapaban audazmente las bases... »
-Es que podrían verme desde abajo -repuso Rodolfo-; después tendría que pasarme quince días dando explicaciones, y con mi mala fama...
- ¡Oh!, se calumnia usted -dijo Emma.
-No, no, es execrable, se lo juro.
«Pero, señores míos -continuó el consejero-, si, apartando de mi recuerdo esos sombríos cuadros, contemplo la situación actual de nuestra hermosa patria, ¿qué veo? Por doquier florecen el comercio y las artes; por doquier nuevas vías de comunicación, como arterias nuevas en el cuerpo del Estado, establecen nuevas relaciones; nuestros grandes centros manufactureros han recuperado su actividad; la religión, más firme, sonríe en todos los corazones; nuestros puertos están llenos, renace la confianza y, por fin, Francia respira... »
-Por lo demás -añadió Rodolfo-, acaso, desde el punto de vista del mundo, tienen razón.
-¿Por qué? -inquirió madame Bovary.
-¿Es que no sabe usted que hay almas constantemente atormentadas? Necesitan sucesivamente el ensueño y la acción, las pasiones más puras, los goces más furiosos, y así se lanzan a toda suerte de fantasías, de locuras.
Emma le miró como quien contempla a un viajero que ha conocido países extraordinarios, y exclamó:
- ¡Nosotras, las pobres mujeres, no tenemos siquiera esa distracción!
-Triste distracción, puesto que no da la felicidad.
-Pero ¿acaso la felicidad se encuentra alguna vez? -preguntó Emma.
-Sí, un día se encuentra.
«Y esto lo han comprendido ustedes -decía el consejero-. ¡Ustedes, agricultores y obreros del campo; ustedes, pioneros pacíficos de una obra consagrada por entero a la civilización! ¡Ustedes, hombres de progreso y de moral! Ustedes han comprendido, digo, que las tormentas políticas son más temibles aún que las perturbaciones de la atmósfera... »
-Sí, se encuentra un día -repitió Rodolfo-, se encuentra de pronto y cuando ya se había perdido la esperanza. Entonces se entreabren horizontes, es como una voz que grita: «¡Aquí está!» Sentimos la necesidad de hacer a esa persona la confidencia de nuestra vida, de darle todo, de sacrificarle todo. No nos explicamos, nos adivinamos. Nos hemos entrevisto en nuestros sueños -y la miraba-. Por fin ese tesoro que tanto hemos buscado está ahí, ante nosotros; brilla, centellea. Pero todavía dudamos, no nos atrevemos a creer; estamos deslumbrados, como si pasáramos de las tinieblas a la luz.
Y Rodolfo, al terminar estas palabras, añadió la pantomima a la frase. Se pasó la mano por la cara, como un hombre que sufre un mareo; luego la dejó caer sobre la de Emma. Emma retiró la suya. Pero el consejero seguía leyendo:
«¿Y quién se extrañará, señores? Solamente quien estuviera tan ciego, tan hundido (no temo decirlo), tan hundido en los prejuicios de otra edad como para desconocer aún el espíritu de las poblaciones agrícolas. Pues ¿dónde encontrar más patriotismo que en el campo, más dedicación a la causa pública, más inteligencia en fin? Y no hablo, señores, de esa inteligencia superficial, vano ornamento de las mentes ociosas, sino más bien de esa inteligencia profunda y moderada que se aplica por encima de cualquiera otra cosa a lo consecución de fines útiles, contribuyendo así al bien de todos, al mejoramiento común y al sostenimiento de los Estados, fruto del respeto a las leyes y de la práctica de los deberes... »
- ¡Y dale! -dijo Rodolfo-. ¡Siempre los deberes, estoy harto de esas palabras! Son una partida de viejos cernícalos con chaleco de franela y de mojigatos de braserillo a los pies y de rosario que nos rompen los oídos con: « ¡El deber, el deber! » ¡Qué diablo!, el deber es sentir lo grande, amar lo bello, y no aceptar todos los convencionalismos de la sociedad, con las ignominias que nos impone.
-Pero..., pero... -objetaba madame Bovary.
- ¡No señor! ¿Por qué declamar contra las pasiones? ¿No son acaso lo único bello que hay en la tierra, la fuente del heroísmo, del entusiasmo, de la poesía, de la música, de las artes, de todo en fin?
-Pero es necesario -dijo Emma- seguir un poco la opinión del mundo y obedecer a su moral.
- ¡Ah, es que hay dos morales! -replicó Rodolfo-. La pequeña, la convenida, la de los hombres, la que cambia continuamente y que berrea tan fuerte, se agita abajo, a ras de tierra, como esa tropa de imbéciles en torno y encima, como el paisaje que nos rodea y el cielo azul que nos alumbra.
Monsieur Lieuvain acababa de enjuagarse la boca con el pañuelo. Prosiguió:
« ¿Y para qué decirles, señores, la utilidad de la agricultura? ¿Quién provee a nuestras necesidades? ¿Quién a nuestra subsistencia? ¿No es el agricultor? El agricultor, señores, el agricultor que, sembrando con mano laboriosa los fecundos surcos de los campos, hace que nazca el trigo, ese trigo que, triturado, pulverizado mediante ingeniosos aparatos, sale de ellos con el nombre de harina y de aquí, transportado a las ciudades, llega hasta el panadero, el cual confecciona con ello un alimento para el pobre y para el rico. ¿No es también el agricultor el que, en los pastizales, engorda para nuestros vestidos sus abundantes rebaños? Pues si no fuera por el agricultor, ¿cómo nos vestiríamos, como nos alimentaríamos? Y no hay que ir tan lejos a buscar ejemplos señores. ¿Quién no ha pensado muchas veces en todas las ventajas que se sacan de ese modesto animal, ornamento de nuestros corrales, que proporciona a la vez una blanda almohada para nuestros lechos, una carne suculenta para nuestras mesas, y huevos además? Pero no terminaría si hubiera de enumerar uno tras otro los diferentes productos que la tierra bien cultivada, como una madre generosa, prodiga a sus hijos. Aquí, la vid; allá, los manzanos de sidra; acullá, la colza; más lejos, los quesos; y el lino, señores, ¡no olvidemos el lino!, que ha adquirido en los últimos años un considerable incremento y sobre el cual les llamaré particularmente la atención.»
No tenía necesidad de llamársela, pues todas las bocas de la multitud estaban abiertas, como para beber sus palabras. Tuvache, a su lado, le escuchaba abriendo desmesuradamente los ojos; monsieur Derozerays, de vez en cuando, cerraba suavemente los párpados; y más lejos, el boticario, con su hijo Napoleón entre las piernas, abombaba la mano tras de la oreja para no perder una sola sílaba. Los demás miembros del jurado movían lentamente la barbilla sobre el chaleco en señal de aprobación. Los bomberos, al pie del estrado, descansaban sobre sus bayonetas; y Binet, inmóvil, permanecía con el codo hacia afuera y la punta del sable en el aire. Quizá oía, pero no debía de ver nada porque la visera del casco le bajaba hasta la nariz. Su lugarteniente, el hijo menor de maese Tuvache, había exagerado también el suyo; pues llevaba uno enorme y que le vacilaba sobre la cabeza, dejando asomar una punta de un pañuelo de indiana. Y sonreía con una dulzura muy infantil, y su carita pálida, por la que corrían gotas de sudor, tenía una expresión de alegría, de cansancio y de sueño.
La plaza estaba, hasta en las casas, abarrotada de gente. Gente asomada a las ventanas, de pie en todas las puertas, y Justino, delante del escaparate de la farmacia, parecía allí clavado en la contemplación de lo que miraba. A pesar del silencio, la voz de monsieur Lieuvain se perdía en el aire. Llegaba en fragmentos de frases, interrumpidas acá y allá por el ruido de las sillas entre la multitud; de pronto irrumpía detrás de uno un largo mugido de buey, o bien los balidos de los corderos que se respondían en las esquinas de las calles. Pues los vaqueros y los ovejeros habían llevado sus animales hasta allí, y mugían o balaban de vez en cuando, a la vez que arrancaban con su larga lengua un poco de follaje que les pendía del morro.
Rodolfo se había aproximado a Emma y decía en voz baja y deprisa:
-¿No les indigna esta conjuración del mundo? ¿Acaso hay un solo sentimiento que no condene? Los instintos más nobles, las simpatías más puras son perseguidas, calumniadas, y, si por fin surgen dos pobres almas, todo está organizado para que no puedan unirse. Sin embargo esas almas lo procurarán, aletearán, se llamarán. ¡ Oh, no importa!, tarde o temprano, pasados seis meses, diez años, se reunirán, se amarán, porque la fatalidad lo manda y han nacido la una para la otra.
Tenía los brazos cruzados sobre las rodillas y, así, levantando la cara hacia Emma, la miraba de cerca, fijamente. Emma veía en sus ojos unos rayitos de oro que irradiaban en torno a sus negras pupilas, y hasta percibía el perfume de la pomada que le lustraba el pelo. Se apoderó de ella un estado de languidez, se acordó del vizconde que la había sacado a bailar en La Vaubyessard y cuya barba exhalaba, como el pelo de éste, aquel olor a vainilla y a limón; y, maquinalmente, cerró los párpados para aspirarlo mejor. Pero> en el movimiento que hizo al apoyarse en el respaldo, vio de lejos, al fondo del horizonte, La Golondrina, que bajaba despacio la cuesta de Leux, arrastrando tras ella un largo penacho de polvo. En aquel carruaje amarillo habla venido León, tantas veces, hacia ella; ¡y por aquella carretera se había marchado para siempre! Creyó verlo enfrente, asomado a su ventana, luego se confundió todo, pasaron las nubes; le parecía estar aún bailando un vals bajo la luz de las lámparas, del brazo del vizconde, y que León no estaba lejos, que iba a `venir... y mientras tanto seguía sintiendo junto a ella la cabeza de Rodolfo. De esta suerte, la dulzura de aquella sensación penetraba en sus deseos de antaño, y, como granos de arena bajo una ráfaga de viento, remolineaban en la bocanada sutil del perfume que se difundía por su alma. Varias veces abrió las ventanas de la nariz, fuertemente, para aspirar la frescura de la yedra en torno a los capiteles. Se quitó los guantes, se enjugó las manos; después se abanicó la cara con el pañuelo, mientras, a través de los latidos de sus sienes, oía el rumor de la multitud y la voz del consejero que salmodiaba sus frases.
Decía:
« ¡Continuad! ¡Perseverad! ¡No escuchéis las sugestiones de la rutina ni los consejos demasiado ligeros de un empirismo temerario! ¡ Consagraos sobre todo a mejorar el suelo, los abonos, al desarrollo de las razas equinas, bovinas, ovinas y porcinas! ¡ Que estos comicios sean para vosotros como lides pacíficas en las que el vencedor, al salir, tenderá la mano al vencido y fraternizará con él, en la esperanza `de una victoria mejor! ¡Vosotros, venerables servidores, humildes domésticos, cuyas penosas labores ningún gobierno había tomado hasta hoy en consideración, venid a recibir la recompensa de vuestras virtudes silenciosas y estad seguros de que, en lo sucesivo, el Estado tiene los ojos puestos en vosotros, de que os alienta, de que os protege, de que atenderá a vuestras justas reclamaciones y aligerará cuando esté en su mano el fardo de vuestros penosos sacrificios! »
Monsieur Lieuvain se sentó; monsieur Derozerays se levantó y comenzó otro discurso. Acaso no fue tan florido como el del consejero, pero se distinguía por un carácter de estilo más positivo, es decir, por conocimientos más especiales y consideraciones más importantes. Así, en él ocupaba menos lugar el elogio del gobierno y más la religión y la agricultura. Ponía de relieve la relación entre una y otra y cómo habían contribuido siempre a la civilización. Rodolfo, con madame Bovary, hablaba de sueños, de presentimientos, de magnetismo. Remontándose a la cuna de las sociedades, el orador pintaba aquellos tiempos duros en que los hombres vivían de bellotas en el fondo de los bosques. Después abandonaron la piel de animales, se vistieron de paño, labraron la tierra, plantaron la vid. ¿Fue esto un bien, no había en este descubrimiento más inconvenientes que ventajas? Monsieur Oerozerays se planteaba este problema. Del magnetismo, Rodolfo pasó poco a poco a las afinidades, y, mientras el presidente citaba a Cincinato y a su arado, a Diocleciano plantando su huerto y a los emperadores de China inaugurando el año por sementeras, el joven explicaba a la mujer que aquellas atracciones irresistibles tenían su causa en alguna existencia anterior.
-Por ejemplo, ¿por qué nos hemos conocido nosotros? ¿Qué azar lo ha dispuesto? Seguramente es que, a través de la distancia, nuestras pendientes particulares nos llevaron uno hacia otro, como dos ríos que corren para juntarse.
Y le cogió la mano; Emma no la retiró.
« ¡Hay que combinar los buenos cultivos! », clamó el presidente.
-Por ejemplo, hace poco, cuando yo vine a su casa...
«A monsieur Bizet, de Quincampoix.»
-¿Sabía yo que iba a acompañarla?
« ¡Setenta francos! »
-El caso es que cien veces quise marcharme, y la seguí, me quedé.
«Estiércol. »
- ¡Qué bien me quedaría yo esta noche, mañana> los días siguientes, toda mi vida!
« ¡A monsieur Caron, de Argucil, una medalla de oro! »
-Pues jamás he encontrado en compañía de nadie un encanto tan completo.
« ¡A monsieur Bain, de Givry-Saint-Martin! »
-También yo guardaré su recuerdo.
«Por un morueco merino... »
-Pero me olvidará, pasaré como una sombra.
« ¡A monsieur Belot, de Notre-Dame! ..o>
- ¡Oh, no!, ¿verdad que seré algo en su pensamiento, en su vida?
«Raza porcina, premio ex aequo: a monsieur Lehérissé y a monsieur Cullembourg, ¡sesenta francos! »
Rodolfo le apretaba la mano y la sentía muy caliente y trémula como una tórtola cautiva que quiere emprender el vuelo; pero, fuera que ella tratase de retirarla o bien que respondiera a la presión, hizo un movimiento con los dedos; Rodolfo exclamo:
- ¡Oh, gracias! ¡No me rechaza! ¡Es usted buena! ¡Comprende que soy suyo! ¡Déjenie que la vea, que la contemple!
Una ráfaga de viento que llegó por las ventanas frun..ci6 el tapete de la mesa, y, en la plaza, abajo, se levantaron todos los grandes gorros de las campesinas, como alas de mariposas blancas que se agitan.
«Empleo de piensos oleaginosos», continuó el presidente.
Se apresuraba:
«Abono flamenco - cultivo del lino - drenaje - arriendos a largo plazo - servicios de criados.»
Rodolfo ya no hablaba. Se miraban. Un deseo supremo les ponía un temblor en los labios secos; y suavemente, sin esfuerzo, se confundieron sus dedos.
«Catalina Nícasia Isabel Leroux, de Sassetot-la Guetriére, por cincuenta y cuatro años de servicio en la misma granja, medalla de plata del premio de ¡ veinticinco francos! »
« ¿Dónde está Catalina Leroux? », repitió el consejero.
No comparecía, y se oían voces que cuchicheaban:
-¡Anda, ve!
-No.
- ¡A la izquierda!
- ¡No tengas miedo!
-¡Ah, qué tonta!
-Bueno, ¿está ahí? -exclamó Tuvache.
- ¡Sí, aquí está!
- ¡Pues que se acerque!
Entonces avanzó hacia el estrado una viejecita de porte atemorizado y que parecía encogerse en sus pobres vestidos. Calzaba gruesos zuecos de madera y e1evaba ceñido a las caderas un gran delantal azul. Su flaco rostro, rodeado de una toca sin ribetear, estaba más plisado de arrugas que una manzana reineta pasada, y de las mangas de la blusa, roja, emergían dos largas manos con unas coyunturas sarmentosas. El polvo de las eras, la potasa de las coladas y la grasa de las lanas se las habían puesto tan costrosas, tan ajadas, tan coriáceas, que parecían sucias aunque se las había lavado con agua clara; y, a fuerza de haber servido, las tenía siempre entreabiertas, como para presentar por sí mismas el humilde testimonio de tantas penalidades sufridas. Una especie de rigidez monacal destacaba la expresión de su semblante. Nada triste o tierno ablandaba aquella mirada pálida. En el trato con los animales, había adquirido su mutismo y su placidez. Era la primera vez que se veía en medio de tan numerosa compañía; e, interiormente asustada por las banderas, por los tambores, por los señores de levita negra y por la cruz de honor del consejero, se quedaba muy quieta, no sabiendo si había que avanzar o escapar, ni por qué la multitud la empujaba y por qué los señores del jurado le sonreían. Así estaba, ante aquellos burgueses tan contentos, aquel medio siglo de servidumbre.
- ¡Acérquese, venerable Catalina Nicasia Isabel Leroux! -dijo el Consejero, que había tomado de manos del presidente la lista de los laureados.
Y mirando alternativamente el papel y a la vieja, repetía en tono paternal:
- ¡Acérquese, acérquese!
-¿Está sorda? -dijo Tuvache botando sobre el asiento.
Y se puso a gritarle al oído:
- ¡Cincuenta y cuatro años de servicio! ¡Una medalla de plata! ¡Veinticinco francos! Es para usted.
La mujer, ya con la medalla en la mano, la miré. Se extendió por su rostro una sonrisa de beatitud y se oyó que mascullaba al marcharse:
-Se la daré al cura del pueblo para que me diga misas.
- ¡Que fanatismo! -exclamó el boticario inclinándose hacia el notario.
Se acabó la sesión; se dispersó la multitud; y, ahora que se habían leído los discursos, cada cual volvía a su rango y todo retornaba a la costumbre: los amos maltrataban a los criados y éstos pegaban a los animales, triunfadores indolentes que volvían al establo con una corona verde entre los cuernos.
A todo esto, los guardias nacionales habían subido al primer piso del ayuntamiento, con bollos ensartados en las bayonetas y el tambor del batallón con una cesta de botellas. Madame Bovary se cogió del brazo de Rodolfo, que la acompañó a casa; se separaron ante la puerta; después Rodolfo se paseó solo por la pradera mientras llegaba la hora del banquete.
El festín fue largo, ruidoso, mal servido; estaban tan apretados que apenas podían mover los codos, y las estrechas tablas que servían de bancos estuvieron a punto de romperse bajo los pies de los convidados. Comían abundantemente. Cada cual quería resarcirse de la cuota desembolsada. El sudor corría por todas las frentes, y un vapor blancuzco, como la neblina de un río una mañana de otoño, flotaba por encima de la mesa, entre los quinqués colgados. Rodolfo, apoyada la espalda contra el calicó de la tienda, pensaba tan intensamente en Emma que no oía nada. Detrás de él, sobre el césped, unos criados apilaban platos sucios; los vecinos le hablaban y él no les contestaba; le llenaban el vaso, y en su pensamiento se producía un silencio, a pesar de que el rumor crecía. Pensaba en lo que había dicho Emma y en la forma de sus labios; su cara brillaba en la placa de los chacós como en un espejo mágico; los pliegues de su vestido descendían a lo largo de las paredes, y en las perspectivas del porvenir se sucedían hasta el infinito jornadas de amor.
Volvió a verla por la noche, durante los fuegos artificiales, pero estaba con su marido, con madame Homais y con el boticario, el cual se preocupaba mucho por el peligro de los cohetes perdidos, y a cada momento dejaba a los acompañantes para hacer recomendaciones a Binet.
Por exceso de precaución, habían enviado las piezas pirotécnicas a la dirección de monsieur Tuvache y las habían guardado en su bodega; por eso no se inflamaba la pólvora, húmeda, y el número principal, que debía figurar un dragón mordiéndose la cola, falló completamente. De vez en cuando subía una pobre candela romana, y entonces la multitud, boquiabierta, lanzaba un damor en el que se mezclaba el grito de las mujeres a las que hacían cosquillas aprovechando la oscuridad. Emma, silenciosa, se apretaba dulcemente contra el hombro de Carlos; después, alzando la barbilla, seguía en el cielo negro el surtidor luminoso de los cohetes. Rodolfo la contemplaba al resplandor de los farolillos encendidos.
Poco a poco se fueron apagando. Se encendieron las estrellas. Cayeron unas gotas de lluvia. Emma se ató la manteleta a la cabeza descubierta.
En este momento salió de la fonda el coche del Consejero.
Su cochero, que estaba borracho, se adormeció de pronto, y de lejos, por encima de la capota, entre los dos faroles, se vislumbraba la masa de su cuerpo balanceándose de derecha a izquierda, al compás del cabeceo de las sopandas.
-La verdad es -dijo el boticario- que se debía proceder contra la embriaguez. Yo quisiera que cada semana se escribiesen a la puerta del ayuntamiento, en un tablero especial, los nombres de los que se hubieran intoxicado con alcoholes. Además, para las estadísticas, se dispondría así de unos anales patentes que, en caso necesario... Pero perdonen.
Y volvió a dirigirse al capitán.
Este se disponía a entrar en su casa. Iba a ver su torno.
-Quizá sería bueno -le dijo Homais- que enviara a uno de sus hombres o fuera usted mismo...
- ¡Déjeme en paz -interrumpió el recaudador-, si no hay nada!
-Tranquilícense -dijo el boticario cuando volvió junto a sus amigos-. Monsieur Binet me ha asegurado que se han tomado las medidas oportunas. No caerá ninguna chispa. Los pozos están llenos. Vamos a dormir.
- ¡Buena falta me hace! -dijo madame Homais, que bostezaba considerablemente-; pero no importa, hemos tenido un día muy bueno para nuestra fiesta.
Rodolfo repitió en voz baja y con una mirada tierna:
- ¡Oh, sí, muy bueno!
Y, después de saludarse, se volvieron la espalda.
A los dos días salió en Le Fanal de Ronen un gran artículo sobre los «comicios». Homais lo había compuesto, muy inspirado, al día siguiente:
«¿Por qué esos arcos, esas flores, esas guirnaldas? ¿A dónde corría aquella multitud, como las olas de un mar enfurecido, bajo los torrentes de un sol tropical que expandía su calor sobre nuestros sembrados? »
Luego hablaba de la situación de los campesinos. Verdad que el gobierno hacía mucho, pero no lo suficiente. « ¡Valor! -le gritaba-; son indispensables mil reformas, realicémoslas.» Y abordando la entrada del consejero, no olvidaba «el aire marcial de nuestra milicia», ni «nuestras más vivarachas aldeanas» ni los ancianos de cabeza calva, «especie de patriarcas, que allí estaban, y algunos de los cuales, restos de nuestras inmortales falanges, sentían aún latir sus corazones al redoble viril de los tambores». Se citaba de los primeros entre los miembros del jurado, y hasta recordaba, en una nota, que monsieur Homais, farmacéutico, había enviado a la Sociedad de Agricultura una memoria sobre la sidra.
Cuando llegaba a la distribución de las recompensas, describía en términos ditirámbicos la alegría de los laureados. «El padre besaba al hijo, el hermano al hermano, el esposo a la esposa. Más de uno mostraba con orgullo su humilde medalla, y seguramente, al volver a casa, junto a su buena mujer, la colgaría llorando de las discretas paredes de su choza.
»Hacia las seis reuniéronse los principales asistentes a la fiesta en un banquete, preparado en el prado de monsieur Liegard. No cesó ni por un momento la gran cordialidad. Se pronunciaron diversos brindis: ¡ monsieur Lleuvain, por el monarca!, ¡monsieur Tuvache, por el prefecto!, ¡monsieur Derozerays, por la agricultura!, ¡monsieur Homais, por la industria y las bellas artes, esas dos hermanas!, ¡monsieur Leplichey, por las mejoras! Por la noche iluminaron de repente el cielo unos esplendorosos fuegos artificiales. Era como un verdadero caleidoscopio, como una verdadera decoración de ópera, y, por un momento, nuestra pequeña localidad pudo creerse trasladada a un sueño de Las mil y una noches.
»Consignaremos que ningún suceso infausto vino a perturbar esta reunión de familia.»
Y añadía:
«Sólo se notó una ausencia, la del clero. Seguramente las sacristías entienden el progreso de otra manera. ¡Allá ustedes, señores de Loyola.»