GOETHE. LAS PENAS DEL JOVEN WERTHER.

 

4 de mayo de 1771

¡Qué feliz estoy de no estar ahí! Mi buen amigo, ¡cómo es el corazón del hombre! ¡Alejarme de ti, a quien tanto estimo, y de quien era inseparable, y sentirme dichoso! Ya sé que me lo perdonas. ¿No estaban bien elegidas por el destino todas mis otras amistades para angustiar un corazún como el mío? ¡Pobre Leonor! Y la verdad del caso es que yo fui inocente. ¿Qué culpa tenía yo de que se encendiese tal pasión en su pobre corazón, mientras los encantos caprichosos de su hermana me proporcionaban grata diversión? Y, sin embargo, ¿soy inocente del todo? ¿No he alimentado yo sus sentimientos? ¿No me deleité yo mismo con sus dichos tan naturales que a menudo nos hacían reír, aunque nada tenían de risibles? ¿No he...? ¡Oh! ¡lo que es el hombre, que puede quejarse de sí mismo! Voy, querido amigo, te lo prometo, voy a corfegirme, no quiero andar rumiando esa brizna de infortunio que nos depara el destino, como he hecho siempre; quiero disfrutar del presente dar lo pasado por pasado. Cierto, tú tienes razón, queridísimo, los sufrimientos serían menores entre los humanos si éstos ¡sólo Dios sabe por qué fueron hechos así! dedicasen su fantasía con menos ahínco en evocar el recuerdo de males pretéritos, antes que en hacer soportable un presente anodino.

Ten la bondad de decir a mi madre que no he dejado de la mano su asunto y que a la mayor brevedad tendrá noticias sobre el caso. He hablado con mi tía y no he visto en ella, ni remotamente, a la mujerzuela que decían en casa. Es una mujer alegre, decidida y con un gran corazón. Le conté las quejas de mi madre por la parte de la herencia que le han retenido; me expuso las razones, motivos y condiciones por las que estaría pronta a ceder, incluso más de lo que pedimos. En suma: no quiero seguir escribiendo sobre dicho asunto; dile a mi madre que todo se arreglará. Y una vez mas,

amigo, he aprendido en este asuntillo que los malentendidos y la negligencia acarrean, tal vez, en este mundo más extravíos que la astucia y la maldad; al menos éstas son ciertamente mas escasas.

Por lo demas, aquí me encuentro muy a gusto. La soledad que se respira en esta paradisiaca comarca es bálsamo delicioso para mi corazón y esta juvenil época del año inflama de lleno este tan a menudo zozobrante corazón. Cada árbol, cada seto es un ramillete de flores y uno quisiera volverse mariposa para revolotear en este mar de perfumes y poder encontrar en él todo su alimento.

La ciudad en sí es desagradable, pero en cambio la naturaleza de sus alrededores es de una belleza indescriptible. Fue ésta la que movió al difunto conde de M... a plantar un jardín en una de las colinas que se entrecruzan en la más hermosa variedad, formando los más amenos valles. El jardín es sencillo, y nada más entrar en él se adivina que el plano no fue trazado por un sabio jardinero sino por un corazon delicado que buscaba allí su propio regocijo. Muchas lágrimas he vertido en su memoria en el ruinoso gabinete que era su lugar favorito, como también lo es el mío. Pronto seré dueño de este jardín; solamente llevo aquí unos días y el jardinero me estima y estoy seguro de que no le va a pesar.

 

15 de mayo

La gente sencilla del lugar a me conoce me quiere; especialmente los niños. He tenido una triste experiencia. En un principio cuando me acercaba a ellos y les preguntaba amistosamente sobre esto y lo de más allá, algunos creían que pretendía burlarme y me despacbaban groseramente. No me incomodaba por eso; pero sentía vivamente lo que ya otras veces había observado: que gente de cierta clase mantiene siempre una fría distancia con el pueblo bajo, como si creyera perder con el acercamiento; y basta hay insustanciales y bromistas que simulan rebajarse para hacer sentir a la pobre gente, del modo más palpable, su petulancia.

Ya sé que no somos ni podemos ser iguales, pero opino que quien juzga imprescindible distanciarse del así llamado populacho para mantener su respeto, es tan reprobable como el cobarde que se esconde del enemigo por temor a sucumbir.

El otro día estuve en la fuente y encontré a una criada joven que había colocado el cántaro en el último escalón y estaba mirando a ver si venía casualmente alguna compañera que le ayudase a ponérselo en la cabeza. Bajé las escaleras y la miré diciéndole: -«¿Quieres que te ayude, mocita?» -«¡Oh, no señor!» -contestó poniéndose roja como la grana. -«Sin cumplidos» insistí. Se colocó bien el rodete y le ayudé, me dio las gracias y se fue escaleras arriba.

 

21 de junio

Vivo unos días tan felices como los que Dios reserva a sus elegidos; páseme lo que quiera, no podré decir que no he disfrutado las alegrías, las alegrías más puras de este mundo. - Ya conoces mi Wahlheim; en él me he instalado definitivamente; desde aquí a casa de Lotte sólo hay media hora de camino, allí me siento ser yo mismo y allí disfruto de toda la dicha que le es dado gozar al hombre.

¡Cómo iba yo a imaginarme al elegir Wahlheim como meta de mis paseos, que estuviera tan cerca del cielo! ¡Cuántas veces, en mis largas excursiones, había visto yo desde la colina, o desde el valle, al otro lado del río, esta casa que encierra ahora todos mis deseos!

Querido Wilhelm, he reflexionado muchas veces sobre el afán que tienen los hombres de explayarse, de hacer nuevos descubrimientos, de ir errantes de acá para allá; y también y de nuevo sobre ese impulso interior de someterse a restricciones, tomando la vía de la rutina sin ocuparse de lo que sucede a derecha e izquierda.

Es asombroso: cuando llegué aquí, desde la colina contemplaba el hermoso valle me sentía atraído por todo. ¡Allí, el bosquecillo! ¡Ah, si pudieras formar parte de su sombra! ¡Allí, la cima de la montaña! ¡Ah, sí pudieras dominar desde allí el resto del paisaje! ¡Mas allá la cadena de colinas y los íntimos valles! ¡Oh, si pudiera perderme en ellos! Me dirigí apresurado allá, volví y no encontré lo que esperaba. ¡Con la lejanía sucede como con mi futuro! Una gigantesca y brumosa mole reposa ante nuestra alma, nuestra sensibilidad se borra como nuestros ojos y ansiamos entregar todo nuestro ser y colmarlo de la dicha, de un sentimiento único, grande y sublime. Pero, ¡ay!, cuando empezamos la carrera, y el allá se torna acá, todo sigue igual que antes y nos quedamos con nuestra miseria y nuestra limitación y nuestra alma suspira por el alivio desaparecido.

Del mismo modo, el más inquieto trotamundos suspíra al fin por su patria de nuevo y encuentra en su cabaña, en el pecho de su esposa, rodeado de sus hijos, en el trabajo para su sustento, la dicha que en vano había buscado por el ancho mundo.

Cuando por las mañanas, al salir el sol, parto para mi Wahlheim y en el huerto de la posada cojo yo mismo los guisantes, me siento, los desgrano y leo mientras en mí Homero; cuando después en la cocina tomo un puchero, corto la mantequilla, los pongo al fuego, los tapo y me siento para removerlos de vez en cuando... siento, tan al vivo, cómo los arrogantes pretendientes de Penélope sacrifican bueyes y cerdos, los descuartizan y asan. No hay nada que me llene de sentimiento tan sereno y verdadero como esas escenas de la vida patriarca1 que, a Dios gracias, puedo entretejer sin afectación en mi modo de vivir.

¡Qué bien me sienta el que mi corazón pueda degustar los sencillos e inocentes placeres del hombre que pone en la mesa el repollo que él mismo cultivó, y no sólo disfruta de la col, sino de todos los buenos días, de la hermosa mañana que la plantó, de las deliciosas tardes que la regó y del placer de verla crecer!, todo vuelve a disfrutarlo en un instante.

 

8 de julio

¡Qué niños somos! ¡Cómo ansiamos una mirada así!; Qué niños somos! Habíamos ido a Wahlheim. Las mujeres fueron en coche y durante el paseo creí ver en los ojos negros de Lorte... ¡Estoy loco, perdóname!, ¡tenias que verlos, estos ojos! Para ser breve (porque estoy cayéndome de sueño): las mujeres subieron de nuevo; el joven MC..., Selstadt, Audran y yo rodeamos el carruaje. En la portezuela charlaron con los muchachos que eran bastante ligeros y frívolos. Yo busqué los ojos de Lotte. ¡Ay!, ¡vi que iban de uno a otro! ¡Pero en mí, que estaba allí completamente solo, pendiente de ella!, ¡en mí!, ¡en mí!, ¡en mí!, ¡no se fijaban!- ¡Mi corazón le dijo mil veces adieu! ¡Y ella no me miró! El carruaje pasó a mi lado y una lágrima asomó a mis ojos. La seguí con la mirada y vi asomar por la portezuela el tocado de Lotte y se volvió para ver ¡ay!, ¡para yerme a mí!-¡Querido! Estoy flotando en esta incertidumbre; éste es mi consuelo: ¡tal vez se volvió para mirarme a mí! ¡Tal vez! ¡Buenas noches! ¡Oh! ¡Qué niño soy!

 

10 de julio

¡Quisiera que vieras qué cara de tonto pongo cuando en una reunión se habla de ella! Y cuando me preguntan si me gusta... ¡gustar!, odio a muerte esta palabra. ¡Qué clase de hombre sería aquel a quien Lotte le gustase y a quien no le llenase plenamente todos los sentidos y el alma entera! ¡Gustar! uno de los últimos días alguien me preguntó si me gustaba Ossian.

 

13 de julio

No, no me engaño. En sus ojos negros leo una sincera simpatía por mí y mi destino. Sí, siento xr puedo fiarme de mi corazón, que ella... ¡oh!, ¿podré expresar en estas palabras el don celestial...?, ¡que ella me quiere!

¡Me quiere! ¡Y cómo ha aumentado mi propia estima!, ¡como...! -a ti te lo puedo decir, tú eres capaz de comprenderlo-, ¡cómo me adoro desde que ella me quiere!

¿Si será presunción o sentimiento de la verdadera realidad? No conozco al hombre de quien temía encontrar algo en el corazón de Lotte. Y no obstante, cuando habla de su prometido, con tanto ardor, con tanto carino... me encuentro como quien ha sido despojado de todos sus honores y dignidades y al que han arrebatado su espada.

 

18 de julio

Wilhelm, ¿qué seria sin amor el mundo para nuestro corazón? ¡Una linterna mágica sin luz! ¡Apenas pones la lamparilla aparecen sobre tu blanca pared imágenes de todos los colores! ¡Y aún cuando no fueran mas que eso, fantasmas pasajeros, constituyen nuestra felicidad si los contemplamos como niños pequeños y nos extasiamos ante esas apariciones maravillosas! Hoy no he podido ir a ver a Lotte, me retuvo una visita ineludible. ¿Qué hacer? Le envié mi criado solamente por tener a mi alrededor alguien que hoy hubiera estado cerca de ella. ¡Con qué impaciencia le estuve esperando, con qué alegría volví a verlo! Si no me hubiera dado vergüenza me hubiera gustado tomar su cabeza y la hubiera besado.

Cuentan de la piedra de Bolonia que si se la pone al sol absorbe los rayos y resplandece algún tiempo durante la noche. Lo mismo me sucedió a mí con el criado. La sensación de que los ojos de ella se habían posado en su rostro, en sus mejillas, en los botones y en el cuello de su casaca ¡hacíamelo tan sagrado, tan valioso! En aquel instante no hubiera cambiado a mi criado ni por mil táleros. ¡Me sentía tan a gusto en su presencia...! ¡Dios te libre de reírte! Wilhelm, ¿será la felicidad producto de la fantasía?

 

30 de julio

Albert ha llegado y yo me marcharé; pues, aunque fuese el mejor, el más noble de todos los mortales y yo estuviese dispuesto a reconocerme superior en todos los aspectos, sería insoportable verle ante mis ojos en posesión de tantas perfecciones. - ¡Perfecciones! ¡Basta Wilhelm, el novio ha llegado! Un hombre honrado y amable con quien hay que ser bueno. Por fortuna no estaba yo en el momento de saludarla. Se me habría desgarrado el corazón. También es muy discreto y todavía no ha besado ni una vez a Lotte en mi presencia. ¡Dios se lo pague! Por el respeto con que trata a la muchacha tengo que quererlo. Es bueno para conmigo, y presumo que sea más bien obra de Lotte que de sus propios sentimientos; pues, en este sentido, las mujeres son muy sutiles y tienen razón; si saben mantener a dos pretendientes en buenas relaciones, el provecho es siempre de ellas, aunque muy raramente se da el caso.

Con todo, no puedo negar mi estima por Albert. Su porte sereno contrasta vivamente con la inquietud de mi carácter, que no puedo ocultar. Tiene una gran sensibilidad y sabe lo que pasa con Lotte. Parece poco dado al mal humor y tú ya sabes que ese es, de todos, el pecado que más odio en un hombre.

Me tiene por hombre de juicio y mi simpatía por Lotte, y la viva alegría que yo tengo en todo lo que ella hace, acrecienta su triunfo y contribuye a que la quiera más. Si no la atormentara a veces con algunos celillos, no quiero meterme en eso, al menos yo en su lugar no me vería libre del todo de este diablo.

Sea lo que fuere se acabó para mí la dicha de estar junto a Lotte. ¿Debo llamarlo locura o ceguera? Que mas da el nombre! La cosa está bien clara. Sabía todo lo que sé ahora antes de que viniese Albert; sabía que no podía tener ninguna pretensión sobre ella, ni tampoco la tenía -es decir, en tanto sea posible permanecer impasible ante tanta amabilidad ahora este antruejo se asombra porque llega realmente el otro y le quita la niña.

Me muerdo los labios y me burlo de mi desgracia, y más todavía, el doble y el triple, de quienes dicen que debo resignarme, porque las cosas no pueden ser de otra manera. ¡Quitarme del medio esos espantajos! Vago corriendo por los bosques, y cuando llego a casa de Lotte, y veo a Albert sentado junto a ella en el jardín debajo del enramado, y no puedo continuar, me vuelvo loco y empiezo a hacer bufonadas y a decir mil tonterías. -«Por el amor cíe Dios me dijo hoy Lotte- os lo suplico, que no se repita la escena de ayer tarde! ¡Sois horrible cuando os ponéis tan alegre!» Entre nosotros, acecho el momento en que él está ocupado y ¡zas! ya estoy allí y siempre me encuentro feliz, cuando la encuentro sola.

 

12 de agosto

Cierto, Albert es la mejor persona bajo el sol. Ayer tuve con él una escena curiosa. Fui a su casa para despedirme de él, pues me dieron ganas de dar una vuelta a caballo por la montaña desde donde ahora te escribo; y estando paseando por su habitación me saltaron a la vista sus pistolas. -«Préstame las pistolas para mi paseo» -le dije. -«¡Por mí...! -respondió--, pero tendrás que tomarte la molestia de cargarlas; sólo cuelgan ahí de adorno». -Descolgué una de ellas y él añadió: «Desde que mi poca precaución me jugó una mala pasada no quiero saber nada más de ese aparato.» - Tenía curiosidad por saber la historia. -«Estaba pasando en el campo, en casa de un amigo, una temporada de tres meses, tenía unas tercerolas descargadas y dormía placídamente. Una tarde de lluvia, estando sentado sin saber qué hacer, se me ocurrió pensar que podían atracarnos y podíamos necesitar las tercerolas y podríamos... ya sabes lo que pasa. - Se las di al criado para que las limpiara y las cargase. Este se puso a jugar con las criadas, quiso asustarlas y Dios sabe cómo, se le disparó el arma, estando la baqueta dentro, y ésta se le clavó a una muchacha en la mano derecha y le destrozó el pulgar. Tuve que soportar las lamentaciones y por añadidura pagarle la cura, y desde entonces dejo todas las armas descargadas. Querido amigo, ¿qué es la prudencia? No se aprende jamás a evitar el peligro. Pero...» - Ya sabes cuanto quiero a este hombre, exceptuados sus «peros»; pues, ¿no se sobreentiende que no hay regla sin excepción? ¡Pero hombre es tan honrado! que cuando cree haber dicho algo demasiado precipitado, de carácter general o dudoso, no cesa de limitar, modificar, quitarle o añadirle hasta que al final no queda nada del asunto. En esta ocasión se metió totalmente de lleno en su papel; dejé finalmente de prestarle atención, me puse triste, y con ademán decidido apoyé la boca de la pistola en la frente por encima del ojo derecho. -«¡Quita eso' del medio -dijo Albert, arrebatándome la pistola-. ¿A qué viene todo esto?» -«No está cargada» -respondí. -«Aun así, ¿a qué viene eso? -añadió impaciente- no puedo imaginarme cómo un hombre puede ser tan loco que acabe pegándose un tiro; solamente el pensarlo me produce repugnancia.»

-«¡Que vosotros los hombres -exclamé- empecéis inmediatamente a sentenciar al hablar de cualquier cosa: esto es ridículo, esto es sensato, esto es bueno, eso es malo! ¿Qué significa todo eso? ¿Habéis indagado, para poder hacerlo, las relaciones internas de una acción? ¿Sabéis con certeza las causas que la producen, por qué ocurrió, por qué tuvo que ocurrir? Si tal hicieseis no juzgaríais con tanta ligereza.»

-«Me concederás -dijo Albert que ciertas acciones son inmorales sea cual fuere el móvil que las produce.»

Me encogí de hombros y asentí. -«Sin embargo, amigo mío insistí también aquí hay excepciones. Es cierto que el robo es un delito: pero el hombre que, por salvarse a sí mismo y a los suyos de la muerte inmediata por hambre, se lanza al robo, ¿merece compasión o castigo? ¿Quién arrojará la primera piedra contra el marido que en legítima cólera mata a su infiel mujer y a su infame seductor? O contra la muchacha que en un hora deliciosa se entrega al incontenible goce del amor? Nuestras mismas leyes, esos pedantes de sangre fría, se dejan enternecer y suspenden sus castigos.»

-«Eso es muy distinto replicó Albert porque el hombre que se deja arrastrar por las pasiones, pierde totalmente el uso de la razón y debe ser considerado como un borracho, como un demente.»

-«¡Ay de vosotros los hombres razonables! -exclamé sonriendo-. ¡Pasión!, ¡embriaguez!, ;demencia! Estáis ahí tan tranquilos, tan impasibles, vosotros los virtuosos reprobáis al borracho, despreciáis al insensato, pasáis de largo como un sacerdote y dais gracias a Dios como los fariseos, porque no os ha hecho como a uno dc ésos. Yo me embriagué más de una vez, mis pasiones rayaron en la locura y ninguna de ambas me pesa: pues he aprendido a comprender en su medida que todos los hombres extraordinarios que han realizado cosas grandiosas, algo que parecía imposible, han sido siempre tildados de locos y borrachos.

Incluso en la misma vida ordinaria resulta intolerable el oír gritar a casi todo el mundo ante una acción libre, noble, inesperada: "¡Ese hombre está borracbo; es un loco! ¡Avergonzaos vosotros los sobrios! ¡Avergonzaos vosotros los sabios! "»

-«De nuevo me vienes con tus chifladuras -dijo Albert-. Todo lo exageras y aquí, en este punto al menos, no tienes razón al comparar el suicidio, que es de lo que ahora se trata, con acciones sublimes: cuando no debe ser considerado sino como flaqueza. Porque en realidad, es más fácil morir, que soportar con entereza una vida llena de penalidades.»

A punto estuve de cortar, pues no hay nada que me saque tanto de mis casillas como el que alguien me venga con argumentos triviales cuando yo estoy hablando de todo corazón. No obstante me contuve, porque va había oído lo mismo muchas veces y más todavía me había llenado de indignación al oírlo, por eso le repliqué con cierta viveza. -«¿A eso llamas tú debilidad? Te lo suplico, no te dejes engañar por las apariencias. ¿Te atreverás a llamar débil a un pueblo que gime bajo el yugo insoportable de un tirano, si al fin explota y rompe sus cadenas? Un hombre que ante el pánico de que el fuego devore su casa siente todas sus fuerzas en tensión y acarrea con facilidad una carga que en estado normal apenas podría mover, aquel que furibundo al verse insultado arremete contra seis y los vence; ¿los llamarías tú cobardes? Y, mi buen amigo, si el esfuerzo es fortaleza ¿por qué la tensión en grado máximo ha de ser lo contrario?» Albert me miró y dijo: -«No lo tomes a mal, pero los ejemplos que aduces me parece que no vienen a cuento.» -«Puede ser repliqué-, más de una vez me han reprochado que mi lógica raya a menudo en la palabrería. Veamos, pues, si podemos imaginarnos de otro modo en qué estado de ánimo ha de hallarse el hombre que se decide a deshacerse del peso de la vida, en ocasiones agradable. Porque solamente podremos tener el honor de hablar de una cosa si la conocemos y sentimos como los demás.

La naturaleza humana -continué argumentando- tiene sus límites: puede soportar hasta cierto grado la alegría, las penas y sufrimientos, pero sucumbe en cuanto sobrepasa esa barrera. No se trata por tanto aquí de si uno es fuerte o débil, sino de si puede soportar el grado de sufrimiento, bien sea moral o físico. Y me parece igualmente absurdo tachar de cobarde a quien se quita la vida; como no sería pertinente tildar de cobarde a quien muere de una fiebre maligna.»

- -«¡Paradojas y más paradojas!» -exclamó Albert. -«No tantas como tú piensas -repliqué-. Concederás que llamamos enfermedad mortal a aquella que ataca de tal modo a la naturaleza que destruye en parte sus energías, en parte las mutiliza para el servicio, hasta que ya no puede valerse más por sí misma, ni es capaz de restablecer el curso ordinario de la vida mediante alguna reacción afortunada.

Pues bien, querido, apliquemos esto mismo al espíritu. Observa al hombre en sus limitaciones, mira cómo actúan sobre él las impresiones, cómo arraigan en él las ideas, hasta que al fin una pasión creciente le roba todas las serenas fuerzas de su razón y le impulsa a su destrucción.

¡En vano el hombre sereno y sensato contempla el estado del desdichado, vanas serán las palabras que le dirija! Viene a ser lo mismo que si una persona de buena salud se sienta al lecho de un enfermo; no podrá transferirle ni un ápice de sus fuerzas.»

Para Albert esto era generalizar demasiado. Le recordé a una joven que hacía unos días habían sacado abogada del río y volví a contarle el caso. -«Era una buena muchacha, que se había criado en el reducido círculo de las faenas domésticas, en la rutina del trabajo semanal, sin otras perspectivas de distracción que ir a pasear los domingos con las de su igual por las afueras de la ciudad, ataviada con los trapos que poco a poco había ido apañando, y tal vez, para ir al baile durante las festividades importantes; y por lo demás pasaba las horas hablando con alguna vecina, con todo el interés y poniendo toda su alma, sobre el tema de una riña o de un chismorreo..., su ardiente naturaleza empieza por fin a sentir otras exigencias íntimas que fueron creciendo con las lisonjas de los hombres; las alegrías de antes se iban poco a poco tornando insustanciales, hasta que al fin da con un hombre hacia el que se siente arrastrada por un sentimiento desconocido, en quien a partir de ahora depositará todas sus esperanzas, se olvida de cuanto la rodea; ni ve, ni ove , ni siente si no es a él, el único, y no anhela otra cosa que a él, el único. No corrompida aún por los placeres vacíos de una inconstante vanidad, sus aspiraciones tienden a un objetivo, llegar a ser suya, quiere en eterna unión conseguir la felicidad que le falta, disfrutar unidos todos los goces por los que suspira. Reiteradas promesas selladas por la certeza de todas las esperanzas, atrevidas caricias que acrecientan sus vivos deseos, ponen cerco a su alma entera; está flotando en una vaga conciencia, en un presentimiento de todos los placeres; en grado sumo de tensión, extiende al fin sus brazos para abarcar todos sus deseos... y su amante la abandona... Atónita, sin sentido, se encuentra al borde de un abismo; ¡solamente tinieblas a su alrededor, ninguna perspectiva, ningún consuelo, ni la más remota esperanza! pues la ha abandonado quien era toda su existencia. No ve el vasto mundo que ante ella se extiende, ni a nadie de los muchos que podrían compensar su pérdida, se siente sola, de todos desamparada... y ciega, aprisionada por la terrible angustia de su corazón, se arroja al abismo para sofocar sus penas en esa muerte que todo lo abarca. He aquí Albert, ¡esta historia de tantos hombres! Y dime, ¿no es éste el caso de la enfermedad? La naturaleza no sabe salir de ese laberinto de fuerzas confusas y antagónicas, y el hombre tiene que morir.

¡Ay de aquel que es testigo y pueda decir: `La loca'! Si hubiera esperado, si hubiera dejado obrar al tiempo, la desesperación se habría aplacado y habría surgido otro que la consolara. Sería exactamente lo mismo que si alguien dijese: ¡`Qué loco, morirse de calentura! ¡Si hubiera esperado a recuperar las fuerzas hasta que sus humores mejoraran, y se hubiese calmado el ardor de su sangre, todo se habría arreglado y seguiría viviendo todavía hoy!'»

Albert, al que no le parecía evidente la comparación, puso algunas objeciones, entre otras: que yo había traído a cuento solamente la historia de una muchacha inocente, pero que no podía comprender cómo se podía disculpar a un hombre de talento, no de tan cortas luces y de horizonte más amplio. -«Amigo mío -exclamé--, el hombre es sólo hombre y la escasa inteligencia que pueda tener, poco o nada cuenta cuando la pasión se agita y está uno confinado por los límites de lo humano... Mas bien... Otra vez hablaremos de eso...» -dije y cogí el sombrero. ¡Oh!, ¡tan colmado estaba mi corazón! Nos despedirnos sin habernos puesto de acuerdo. ¡No es fácil en este mundo entenderse mutuamente!

 

30 de agosto

¡Desdichado! ¿No estás loco? ¿No te engañas a ti mísmo? ¿Qué significa esa frenética e ilimitada pasión? No adoro a nadie más que a ella; en mi imaginación no aparece ninguna imagen más que la suya y de cuanto me rodea solamente veo lo que guarda relación con ella. Y esto me proporciona tantas horas de felicidad... ¡hasta que tengo que separarme nuevamente de ella! ¡Ah, Wilhelm!, ¡a dónde me arrastra con tanta frecuencia mi corazón! Cuando llevo sentado a su lado dos o tres horas y me he solazado con su figura, su modo de comportarse y la celestial expresión de sus palabras, ir poco a poco van poniéndose en tensión todos mis sentidos se me nublan los ojos, apenas puedo oír, tengo oprimida la garganta como si me estrangulasen, mi corazón con violentas palpitaciones busca el aire que le falta a sus sentidos sofocados ir solamente consigue agrandar su turbación... ¡Wilhelm, muchas veces ignoro si estoy en este mundo! Y... si consigo otras dominar la melancolía y Lotte me concede el mísero consuelo de desahogar mi opresión regando con lágrimas su mano... tengo que irme de allí, salir fuera vagar errante por los campos; ¡escalar la escarpada montaña sería entonces mi deleite, y abrirme un sendero por el bosque intransitable, por los matorrales que me acribillan y las espinas que me desgarran! ¡Entonces me siento mejor! ¡Algo mejor! Y sí en mi caminar caigo rendido por el cansancio y la sed, a veces muy entrada la noche, cuando la luna llena me ilumina desde lo alto del cielo, me siento en un tronco tortuoso en el bosque solitario, para aliviar aunque sólo sea un instante mis plantas sangrantes y me quedo dormido en una calma agotadora a los resplandores del crepúsculo ¡Oh Wilhelm! La solitaria morada de una celda, ei áspero hábito y el cilicio serían bálsamo por el que suspira mi alma ¡Adieu! No veo más final para esta desdicha que la tumba.

 

3 de septiembre

¡Tengo que marcharme! Te agradezco, Wilhelm, que hayas afirmado mi vacilante decisión. Desde hace quince días estoy dándole vueltas a la idea de dejarla. Tengo que marcharme. Está otra vez en la ciudad en casa de una amiga. Y Albert... y... ¡debo marcharme!

 

LIBRO SEGUNDO

 

6 de septiembre de 1772

Me ha costado mucho desprenderme del sencillo frac azul que llevaba la primera vez que bailé con Lotte, pero últimamente estaba impresentable. He encargado otro idéntico al anterior, con cuello y solapas y también un chaleco amarillo y unos calzones casando con él.

No obstante, no produce el mismo efecto. No sé. Pienso que con el tiempo también me encariñaré con él.

 

21 de noviembre

Ella ni ve ni siente que está preparando un veneno que nos aniquilará a los dos, y yo apuro con voluptuosidad ese cáliz que me presenta para mi destrucción. ¿Qué significa esa mirada bondadosa que a menudo -¿a menudo?-, no, no a menudo, pero sí a veces, me dirige, la complacencia con que recibe una manifestación involuntaria de mis sentimientos, la compasión que por desgracia se dibuja en su frente?

Ayer, al despedirme, me tendió la mano y dijo: -«Adiós, querido Werther»... ¡Querido Werther! Era la primera vez que me llamaba querido y esta palabra me penetró hasta la médula de los huesos. Me la he repetido cien veces, y ayer noche al acostarme estaba charlando yo solo y exclamé de repente: «¡Buenas noches, querido Werther!», y después no pude menos de reírme de mí mismo.

 

14 de diciembre

¿Qué es lo que me ocurre, amigo mio? ¡Estoy horrorizado de mí mismo! El amor que siento por ella, ¿no es el más santo, el más puro, el más fraternal? ¿He abrigado jamás en mi alma un deseo culpable? No quisiera afirmarlo, y ahora ¡sueños! ¡Qué razón tenían quienes atribuían tan contradictoríos efectos a poderes extraños! ¡Anoche...! me estremezco al decirlo, la tuve entre mis brazos, fuertemente estrechada contra mi pecho y cubrí con un sinfín de besos su boca balbuciente de amor; ¡mis ojos nadaban en la embriaguez de los suyos! ¡Dios mío! ¿Merezco castigo por gozar todavía ahora de esa dicha, y evocar ese ardiente placer en lo más íntimo de mi ser? ¡Lotte! ¡Lotte! ¡Ya no tengo remedio! Mis sentidos están trastornados, desde hace ocho días no tengo ya ni fuerza para pensar y mis ojos están inundados de lágrimas. No me encuentro bien en ninguna parte y en todas me siento bien. Nada deseo, nada pido. ¡Sería mucho mejor que me fuera!

 

El lunes 21 de diciembre temprano, escribió a Lotte la siguiente carta que después de su muerte se encontró cerrada en su escritorio, y que le fue entregada y que voy a publicar por párrafos sueltos siguiendo el orden en que, según las circunstancias, parece haberla escrito.

«Está decidido, Lotte, voy a morir, y te lo comunico sin exaltación romántica alguna, serenamente, en la mañana del día que te veré por última vez. Cuando leas estas líneas, amada mía, la fría tumba cubrirá ya los restos yertos del inquieto desdichado que no conoce en los últimos instantes de su vida placer mayor que estar conversando contigo. He pasado una noche terrible y... ¡ay!, una noche benefactora; ella es quien ha fijado y determinado mi decisión: ¡Quiero morir! Cuando anoche me separé de ti en la terrible excitación de mis sentidos, ¡cómo se agolpaba todo en mi corazón y cómo esta mi existencia sin esperanzas ni alegrías junto a ti me amordazaba en horrible frialdad! Apenas llegué a mi habitación, caí de rodillas fuera de mí y.,. ¡oh Dios mío!, tú me concediste el último bálsamo de las lágrimas más amargas! Mil proyectos, mil ideas se agitaban en mi alma, pero al fin me vino un pensamiento firme, el último y el único pensamiento: ¡Quiero morir! Me acosté y por la mañana al despertar, sosegado, continuaba firme y aún más fuerte en mi corazón: ¡Quiero morir! -No es desesperación, es certeza de que ya he concluido y de que me sacrifico por ti. ¡Si, Lotte! ¿por qué iba a silenciarlo? lino de nosotros tres debe desaparecer, y ¡ése quiero ser yo! ¡Oh, amada mía! en este corazón desgarrado, a menudo se ha ido filtrando la horrible idea de... ¡matar a tu marido!... ¡a ti!, ¡a mí! Sea pues. Cuando subas a la montaña una hermosa tarde de verano acuérdate de mí, de cuántas veces he recorrido el valle, y entonces dirige la vista hacia el cementerio, hacia mi tumba y verás cómo el viento mece la alta hierba al fulgor de los últimos rayos.

Estaba sosegado cuando empecé a escribir, pero ahora lloro como un niño al volverse todo tan agitado a mi alrededor.»

 

 

Un vecino vio el fogonazo y oyó el disparo, pero como todo volvió a quedar tranquilo no prestó mayor atención.

Por la mañana a las seis entra el criado con una luz. Encuentra a su amo en el suelo, la pistola y sangre. Le llama, le toca, ninguna respuesta, todavía respira. Va corriendo en busca del médico y de Albert. Lotte oye sonar la campanilla, un temblor recorre todo su cuerpo. Despierta a su marido, saltan de la cama, el criado, sollozando y balbuciendo, trae la noticia, Lotte cae desmayada a los pies de Albert.

Cuando llegó el médico junto al desventurado, lo encontró en el suelo, sin salvación, el pulso latía, pero todos los miembros estaban paralizados. Se había disparado en la cabeza por encima del ojo derecho, haciendo saltar los sesos. Le hicieron una sangría en el brazo, la sangre corrió, seguía respirando.

Por la sangre del respaldo del sillón podía deducirse que había consumado la acción sentado ante la mesa de escribir, después se fue desplomando y en las convulsiones se había agitado alrededor del sillón. Yacía inerte junto a la ventana, de espaldas al suelo, completamente vestido y calzado, con el frac azul y el chaleco amarillo.

La casa, la vecindad, la ciudad, estaban alborotadas. Entró Albert. A Werther lo habían colocado en su lecho, con la cabeza vendada, su rostro parecía ya el de un muerto, no movía ningún miembro. Los pulmones estertoraban todavía de manera espantosa, ora débil, ora más fuerte; se esperaba su fin.

Del vino solamente había bebido un vaso. Emilia Galotti estaba abierta sobre su escritorio.

Permitidme no diga nada sobre la consternación de Albert y el dolor de Lotte.

El anciano administrador, al saber la noticia, acudió rápidamente y besó al moribundo entre ardientes lágrimas. Los mayores de sus hijos llegaron poco después a pie, se postraron junto al lecho dando muestras del mas vivo dolor, le besaron las manos y la boca, y el mayor de ellos, al que siempre más había querido, estuvo pendiente de sus labios, hasta que expíró y hubo de ser apartado a la fuerza. Expiró a las doce del mediodía. La presencia del administrador y las medidas por él adoptadas evitaron un alboroto. Por la noche, hacia las once, le dieron sepultura en el lugar que él había elegido. El anciano siguió al cadáver, y sus hijos; Albert no pudo. Se temía por la vida de Lotte. Lo llevaron artesanos. No le acompañó sacerdote alguno.