TARTUFO, de MOLIÈRE
PERSONAJES
MADAME PERNELLE, madre de Orgón.
ORGÓN, marido de Elmira.
ELMIRA, esposa de Orgón.
DAMIS, hijo de Orgón.
MARIANA, hija de Orgón y prometida de Valerio.
VALERIO, prometido de Mariana.
CLEANTO, cuñado de Orgón.
TARTUFO, falso devoto.
DORINA, doncella de Mariana.
MONSIEUR LEAL, alguacil.
OFICIAL DE POLICÍA
FLIPOTAS criada de Madame Pernelle.
La acción se desarrolla en París, en casa de Orgón.
ACTO I ESCENA I
[MADAME PERNELLE y ELIPOTA, su criada, ELMIRA, MARIANA, DORINA, DAMIS y CLEANTO.]
MADAME PERNELLE. ¡Vamos, Flipota, vamos, a ver si de una vez los pierdo de vista!
ELMIRA. Camináis tan deprisa que apenas puedo seguiros.
MADAME PERNELLE. Por favor, querida nuera, no es preciso que me acompañéis; conmigo no son menester tantos cumplidos.
ELMIRA. No os hago más cumplidos que los que en justicia os corresponden. Pero, madre, decidme la razón de tanta prisa.
MADAME PERNELLE. Es que me indigna tanto desgobierno y que nadie se tome la menor molestia en complacerme. Sí, me voy muy disgustada de una casa donde se hace caso omiso de todos mis consejos. Aquí todos alzan la voz y nadie respeta nada. Esto es la casa de Tócame Roque.
DORINA. Si...
MADAME PERNELLE. Y vos, amiga mía, para ser doncella, sois un tanto deslenguada y bastante impertinente: en todo habéis de meter baza.
DAMIS. Pero...
MADAME PERNELLE. Y vos, hijo mío, tonto de remate; os lo digo yo que soy vuestra abuela. ¡La de veces que le predije a mi hijo, vuestro padre, que ibais adquiriendo las trazas de un redomado bribón y que no haríais otra cosa que darle disgustos!...
MARIANA. Yo creo...
MADAME PERNELLE. Jesús! La hermanita, siempre tan discreta, tan modosita, como si nunca hubiera roto un plato. Pero, como bien dicen: de las aguas mansas líbrenos Dios. Bajo esa apariencia lleváis un estilo de vida que aborrezco profundamente.
ELMIRA. Pero, madre...
MADAME PERNELLE. Mal que os pese, nuera, vuestra conducta deja mucho que desear. Deberíais ser el espejo en el que ellos se miraran; en eso su difunta madre actuaba mucho mejor que vos. Sois una manirrota, y mucho me disgusta que vayáis ataviada como una princesa. La que sólo a su marido pretende agradar, nuera mía, no necesita de tanto boato.
CLEANTO. Pero, señora, bien mirado...
MADAME PERNELLE. En cuanto a vos, su señor hermano, aunque mucho os estimo, os aprecio y hasta os respeto, si yo estuviera en lugar de mi hijo, su esposo, os rogaría encarecidamente que no volvierais a aparecer por esta casa. Exaltáis formas de vida impropias de personas decentes. Os hablo, como veis, sin rodeos, pero tal es mi carácter, y no me gusta andarme con excesivos circunloquios.
DAMIS. Vuestro señor Tartufo debe de sentirse sin duda muy dichoso...
MADAME PERNELLE. Es un hombre de bien a quien hay que escuchar, y no puedo soportar, sin enojarme, que un loco como vos se ponga a criticarlo así sin más.
DAMIS. ¿Cómo? ¿Es que voy a tolerar que un beato metomentodo venga a esta casa a imponernos un poder tiránico y no podamos permitirnos diversión alguna si este buen señor no se digna consentirlo?
DORINA. Si hubiéramos de escucharlo y de creer en sus máximas, nada se podría hacer que no fuera un crimen. No hay cosa que no censure ese criticón empedernido.
MADAME PERNELLE. Y todo lo que censura, bien censurado está. Él no pretende otra cosa que conduciros por los caminos del Cielo, y mi hijo debería exhortaros a amarle.
DAMIS. No, abuela, os lo aseguro, ni mi padre ni nadie podrán obligarme a mostrarle estima a ese hombre. Me traicionaría a mí mismo si dijera otra cosa. Me saca de quicio su modo de comportarse. Presiento que un día las cosas con ese villano, por lo que a mí respecta, van a acabar muy mal.
DORINA. Desde luego resulta escandaloso ver cómo un desconocido se convierte, de buenas a primeras, en dueño de la casa; y pensar que a un pordiosero, que ni zapatos tenía cuando aquí se presentó y cuyo traje no valía un comino, se le ha permitido adoptar tales humos que hasta se atreve a trastrocarlo todo y a comportarse como si fuera amo y señor.
MADAME PERNELLE. ¡Válgame Dios! ¡Bastante mejor os irían las cosas si todo se rigiera aquí según sus piadosas enseñanzas!
DORINA. Lo tenéis por un santo varón, pero creedme si os digo que todo en él no es sino mera hipocresía.
MADAME PERNELLE. ¡Ved qué lengua!
DORINA. Ni de él ni de su criado Lorenzo me fiaría sin el aval de un buen fiador.
MADAME PERNELLE. Ignoro lo que el criado pueda ser en el fondo, pero doy fe de que el amo es un hombre de bien. Y si vosotros lo detestáis y lo rechazáis es porque os dice las verdades a la cara. Su corazón se enfurece sólo ante el pecado, y lo único que le mueve es el interés del Cielo.
DORINA. ¡Ah!, ¿si? Entonces, ¿por qué de un tiempo a esta parte no consiente que nadie frecuente esta casa? ¿En qué ofende al Cielo una visita honesta, para armar un escándalo de todos los demonios? ¿Me permiten que me explique al respecto, aquí, entre nosotros? Para mí que está celoso, a fe mía, de la señora.
MADAME PERNELLE. ¡Callaos y pensad bien lo que decís! Él no es el único que censura esas visitas. Todo ese alboroto que organiza la gente con la que alternáis, esas carrozas plantadas siempre a la puerta y el ruidoso tumulto de tantos lacayos reunidos son cosas que forzosamente tienen que molestar al vecindario. Admito que nada reprobable hay en todo ello, pero, en fin, todo eso da que hablar, lo cual no beneficia a nadie.
CLEANTO. ¿Cómo? ¿Pretendéis, señora, impedir que conversemos? Nuestras vidas serían harto enojosas si hubiera que renunciar a los mejores amigos por miedo a los necios chismorreos del vulgo. Y aun cuando pudiera uno decidirse a hacerlo, ¿creéis que de ese modo conseguiríais poner freno a las malas lenguas? Contra la maledicencia no hay valladar que valga. Hagamos, pues, caso omiso de las incesantes habladurías de la gente, procuremos vivir honradamente y que los chismosos digan lo que les venga en gana.
DORINA. ¿Y no serán acaso Dafne, nuestra vecina, y su insignificante marido los que hablan mal de nosotros? Aquellos cuya conducta más se presta a la risa son siempre los primeros en murmurar del prójimo. Constantemente al acecho del posible idilio amoroso, les falta tiempo para divulgar la noticia con grandes muestras de júbilo, dándoles el sesgo7 que ellos desean que tenga. Así, con los actos del prójimo, presentados como a ellos más les conviene, pretenden justificar los suyos propios a los ojos del mundo, y con la vana esperanza de tal similitud, creen revestir de inocencia sus propias intrigas o hacer recaer sobre otros algunos dardos que la opinión pública con razón lanza sobre ellos.
MADAME PERNELLE. No sé a qué vienen todos esos razonamientos. Sabido es que Orante8 lleva una vida ejemplar. Todos sus afanes están encaminados al Cielo. Pero lo que si he llegado a saber por terceras personas es que ella también reprueba a toda esa caterva9 que entra y sale de esta casa.
DORINA. ¡Qué admirable ejemplo y qué bondad la de esa señora! Verdad es que vive de modo harto austero, mas es la edad la que ha puesto en su alma tan ardoroso celo. Todo el mundo sabe que es casta muy a su pesar. Mientras fue capaz de inspirar deseos y pasiones bien que gozó de todas sus gracias, pero ahora que ve empañarse el brillo de sus ojos, pretende renunciar dignamente a ese mismo mundo que la rechaza, tratando de ocultar los estragos de sus ajados encantos bajo el pomposo velo de una elevada cordura. Tales son las argucias de las coquetas de estos tiempos que corren. Es duro para ellas ver desertar a sus galanes. En semejante trance, su sombría inquietud no halla otra salida que la de parecer virtuosas y honestas. La severidad de esas hembras piadosas todo lo vitupera" y nada perdona. Y si con altivez la vida de cada cual reprueban, no lo hacen precisamente por caridad, sino más bien movidas por la envidia, pues no pueden soportar que otras gocen de los placeres que el declinar de la vida les ha vetado a ellas.
MADAME PERNELLE. Esos son los típicos cuentos de hadas a los que recurrís para justificaros. En vuestra casa, nuera, no le queda a una más remedio que callar, pues aquí, la señora es la que lleva la voz cantante todo el santo día. Pero, en fin, si me permitís que yo también exprese lo que siento, os diré que lo más juicioso que pudo hacer mi hijo es recoger en su casa a esa alma de Dios que el Cielo, cuando más falta os hacía, os envié para enderezar vuestras descarriadas almas. Por vuestro propio bien debéis escucharle, pues no censura nada que no sea censurable. Todas esas visitas, esos bailes, esas conversaciones no son más que invenciones del diablo. Aquí jamás se escucha una frase piadosa; sólo palabras vanas, canciones y memeces, por lo general a costa del prójimo, pues no hay bicho viviente que se libre de las consabidas pullas. En fin, que las gentes discretas terminan mareadas con el alboroto de tales reuniones: mil chismes de todo tipo se oyen en menos de nada y, como muy bien dijo el otro día un predicador, esto es la Torre de Babel donde todos hablan y nadie se entiende, y siguiendo con la historia que provocó tal comentario... (Señalando a CLEANTO.) ¡Vaya, y encima se ríe el caballero! Id con vuestros bufones, ya que tanto os divierten, y sin... Adiós, nuera, no quiero seguir hablando. Sabed que mi estima por esta casa ha decrecido considerablemente y que mucho ha de llover hasta que yo vuelva a poner los pies en ella. (Dándole un cachete a FLIPOTA.) ¡Despabilad, os pasáis el día en babia y pensando en las musarañas! ¡Vive Dios que os calentaré las orejas! ¡Vamos, porcachona, andando!
ACTO I ESCENA II
[CLEANTO, DORINA.]
CLEANTO. Más vale que no vaya a su casa no sea que vuelva a reprenderme esa vieja...
DORINA. ¡Qué lástima que no pueda oídos tildarla de vieja! Seguro que os diría que vaya forma de hablar la vuestra y que no está en edad de merecer ese trato.
CLEANTO. ¡Hay que ver qué manera de acalorarse con nosotros por nada! ¡Y qué perra ha cogido con su Tartufo!
DORINA. Pues no es nada comparado con su hijo. Y silo hubierais visto, habríais dicho que es mil veces peor. Durante las últimas revueltas políticas alcanzó fama de hombre prudente y mostró gran arrojo sirviendo a su rey.8 Pero desde que se encaprichó de ese Tartufo anda por el mundo como si estuviera alelado. Lo llama hermano y lo quiere cien veces más que a su madre, a sus hijos y a su mujer juntos. Es el único confidente de todos sus secretos y el juicioso director de todos sus actos. Lo mima, lo abraza: ni a un amante le podría prodigar, creo yo, mayores ternezas. En la mesa se empeña siempre en que ocupe el puesto de honor y se queda embelesado viéndolo engullir a dos carrillos. Los mejores bocados de cuanto se sirve hay que dejárselos a él. Y si por ventura suelta un regüeldo, le dice: «¡Buen provecho!». En fin, que lo tiene loco, es su dios, su héroe; todo lo que hace le parece admirable, lo cita sin ton ni son, sus actos más triviales se le figuran milagros y todas sus sentencias son para él oráculos. Y Tartufo, que conoce a su víctima y que quiere sacarle los ojos, se las arregla a las mil maravillas para deslumbrarlo con sus variadas artimañas. Valiéndose de su mojigatería lo esquilma a todas horas, y se cree con derecho a enmendarnos la plana a cuantos aquí estamos. Tanto es así que hasta ese pobre majadero que tiene por lacayo se atreve también a darnos lecciones. Le encanta sermoneamos con ojos iracundos; nos quita el colorete, las cintas y los lunares postizos. El muy traidor, el otro día nos hizo trizas con sus propias manos un pañuelo que encontró en un libro piadoso, alegando que cometíamos un delito atroz al mezclar las cosas santas con las galas del diablo.
ACTO I ESCENA III
[ELMIRA, MARIANA, DAMIS, CLEANTO, DORINA.]
ELMIRA. (A CLEANTO.) Dad gracias a Dios por no habernos acompañado a la puerta. ¡El rapapolvo que nos ha echado! Pero por ahí viene mi esposo, y como no me ha visto, prefiero subir a esperarlo en mi aposento.
CLEANTO. Yo lo esperaré aquí aunque eso no me divierta. Voy a darle tan sólo los buenos días.
DAMIS. Comentadle algo de la boda de mi hermana. Sospecho que Tartufo se opone a su celebración y por eso obliga a mi padre a dar largas al asunto. Ya sabéis cuán grande es mi interés en este asunto. Si mi hermana y Valerio se aman apasionadamente, no menor es la adoración que siento yo por la hermana de éste, y si menester fuera...
DORINA. Aquí llega.
ACTO I ESCENA IV
[ORGÓN, CLEANTQ DORINA.]
ORGÓN. ¡Buenos días, hermano!
CLEANTO. Ya me iba, y me alegra ver que ya estáis de regreso. El campo en esta época no debe de estar muy florido, ¿verdad?
ORGÓN. Dorina... (A CLEANTO.) Por favor, cuñado, no os vayáis. Permitidme que, para disipar preocupaciones, me informe someramente de las novedades acaecidas en mi ausencia. (A DORINA.) ¿Todo ha ido bien durante estos dos días? ¿Qué hacen por ahí dentro? ¿Están todos bien de salud?
DORINA. Anteayer tuvo la señora fiebre hasta bien entrada la noche, y una jaqueca que no os podéis imaginar.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. ¿Tartufo? Estupendamente bien. Gordo y rollizo, fresco como una rosa, bien colorados los labios...
ORGÓN. ¡Santo varón!
DORINA. Por la noche la señora tuvo fuertes náuseas y ni siquiera pudo probar bocado en la cena, de lo fuerte que era aún su dolor de cabeza.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. Cenó él solito, delante de ella, y muy devotamente, eso sí, se comió dos perdices y media pierna de cordero bien trinchada.
ORGÓN. ¡Santo varón!
DORINA. La señora se pasó la noche entera sin poder pegar ojo; continuos escalofríos le impedían conciliar el sueño y tuvimos que velar junto a ella hasta el amanecer.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. Presa de una grata somnolencia, se marchó a su aposento nada más concluir la cena, se metió en su cama bien calentito y durmió como un tronco hasta la mañana siguiente.
ORGÓN. ¡Santo varón!
DORINA. Al final, la señora, a fuerza de razones, permitió que se le hiciera una sangría y eso le produjo un alivio inmediato.
ORGÓN. ¿Y Tartufo?
DORINA. Se despertó muy animoso, como es lógico suponer, y para fortificar su espíritu contra todo posible mal, se bebió durante el desayuno cuatro buenos tragos de vino, en compensación de la sangre que había perdido la señora.
ORGÓN. ¡Santo varón!
DORINA. En fin, los dos están ya bien. Voy a anunciar ahora mismo a la señora el profundo interés que os habéis tomado por su restablecimiento.
ACTO II ESCENA I
[ORGÓN, MARIANA.]
ORGÓN. Mariana.
MARIANA. Sí, padre.
ORGÓN. Acercaos, he de deciros algo en secreto.
MARIANA. ¿Qué buscáis?
ORGÓN. (Asomándose a una pequeña recámara.) Miro no sea que haya alguien que pueda oírnos, pues este cuarto es de lo más apropiado para espiar. Perfecto, así estamos bien. Como sabéis, Mariana, siempre he visto en vos un carácter apacible y desde vuestra más tierna edad os vengo profesando un cariño sin reservas.
MARIANA. Y yo me siento agradecida por ese amor de padre.
ORGÓN. Muy bien dicho, hija mía. Y para haceros merecedora de él, habéis de esforzaros en complacerme.
MARIANA. En ello cifro todo mi empeño.
ORGÓN. ¡Muy bien! ¿Y qué me decís de Tartufo, nuestro huésped?
MARIANA. ¿Quién, yo?
ORGÓN. Sí, vos, y mirad bien qué respondéis.
MARIANA. ¡Ay! Diré de él lo que vos dispongáis.
ORGÓN. Eso es hablar sensatamente. Decidme, pues, hija mía, que toda su persona irradia un elevado mérito, que os ha enternecido el corazón y que os agradaría sobremanera verle convertido, por elección mía, en vuestro esposo, ¿eh?
MARIANA. (Retrocediendo, sorprendida.) ¿Eh?
ORGÓN. ¿Qué os ocurre?
MARIANA. ¿Qué decíais?
ORGÓN. ¿Cómo?
MARIANA. ¿No entendí mal?
ORGÓN. ¿Cómo?
MARIANA. ¿De quién queréis, padre, que diga que me enternece el corazón y que me agradaría sobremanera verle convertido, por elección vuestra, en mi esposo?
ORGÓN. De Tartufo.
MARIANA. Pero si nada de eso es cierto, padre, os lo juro. ¿Por qué pretendéis inducirme a semejante impostura?
ORGÓN. Porque yo deseo que eso se haga verdad y os debiera bastar con que así lo hubiera determinado yo.
MARIANA. ¿Cómo? ¿Pretendéis, padre mío...?
ORGÓN. Así es, hija mía, pretendo servirme de vuestro enlace para emparentar a Tartufo con mi familia. Será vuestro esposo, así lo he decidido, y como sobre vuestros deseos yo...
ACTO III ESCENA III
[ELMIRA, TARTUFO.]
TARTUFO. Que el Cielo, con su bondad infinita, os conceda la salud del alma y del cuerpo y bendiga vuestros días tanto como lo desea el más humilde de todos aquellos que su amor divino inspira.
ELMIRA. Mucho os agradezco tan piadosos votos. Pero tomemos asiento para estar más cómodos.
TARTUFO. ¿Cómo os encontráis de vuestra indisposición, señora?
ELMIRA. Muy bien; la fiebre no tardó en remitir.
TARTUFO. Mis plegarias carecen del suficiente mérito para haber propiciado semejante gracia divina. Mas justo es que sepáis que todas y cada una de las piadosas súplicas que he dirigido al Altísimo sólo tenían por objeto vuestra pronta curación.
ELMIRA. Vuestro afecto por mí se ha excedido un tanto en su inquietud.
TARTUFO. Nada puede ser excesivo tratándose de algo tan apreciado como vuestra propia salud. Hubiera dado la mía con tal de restablecerla.
ELMIRA. Eso es llevar muy lejos la caridad cristiana; mucho os debo por todas esas bondades.
TARTUFO. Hago por vos bastante menos de lo que os merecéis.
ELMIRA. Quisiera hablaros en secreto de un asunto, y me alegra comprobar que podemos estar aquí tranquilos sin que a nadie le dé por espiarnos.
TARTUFO. Yo también estoy encantado, señora, y no puedo por menos de deciros que me resulta muy grato encontrarme aquí a solas con vos: es una gracia que siempre pedí al Cielo sin que hasta este momento me la hubiera concedido.
ELMIRA. Pues lo que yo deseo de vos es que, en este breve cambio de impresiones, me abráis vuestro corazón por entero y sin ocultarme nada.
TARTUFO. Yo tampoco deseo gracia más singular que mostrar ante vuestros ojos mi alma entera y juraros que todas las recriminaciones que vengo haciendo con motivo de las visitas que aquí acuden atraídas por vuestros muchos encantos, en modo alguno están motivadas por el rencor, sino más bien por un celoso arrebato que me mueve y un puro impulso...
ELMIRA. Así lo interpreto yo también. Pues bien veo que es el cuidado de mi alma lo que origina en vos tales desvelos.
TARTUFO. (Estrechándole la punta de los dedos.) Sí, señora, sin duda, y mi fervor es tal...
ELMIRA. ¡Ay! ¡Cuánto me apretáis!
TARTUFO. Es mi exceso de celo. Nunca tuve intención de lastimaros. Antes preferiría... (Le pone la mano en la rodilla.)
ELMIRA. ¿Qué hace ahí vuestra mano?
TARTUFO. Palpo vuestro vestido. Es tan suave el tejido...
ELMIRA. ¡Ay, por favor, dejadme, que tengo muchas cosquillas! (Echa hacia atrás su silla, pero TARTUFO acerca, a su vez, la suya.)
TARTUFO. (Jugueteando con la pañoleta de Elmira.) ¡Dios mío! ¡Qué encaje tan primoroso! Se hacen hoy día verdaderas maravillas con estas cosas. Nunca había visto nada parecido.
ELMIRA. Es cierto. Pero vayamos a nuestro asunto. He oído que mi esposo pretende faltar a su promesa y daros la mano de su hija. Decidme, ¿es eso cierto?
TARTUFO. Algo de eso me ha dicho. Pero, si queréis que os sea franco, señora, no es ésa la ventura que yo anhelo. Es en otra parte donde descubro los maravillosos encantos de la dicha a la que aspiro.
ELMIRA. Ya sé que vos no sentís apego por las cosas de este mundo.
TARTUFO. Si, mas sabed que mi pecho no alberga un corazón de piedra.
ELMIRA. Lo que yo creo es que es al Cielo adonde tienden todos vuestros anhelos y nada aquí abajo suscita vuestros deseos.
TARTUFO. El amor que nos liga a las bellezas eternas no sofoca en nosotros el sentimiento hacia las bellezas temporales. No es extraño, por tanto, que nuestros sentidos se queden hechizados ante las obras perfectas que ha forjado el Cielo. El reflejo de sus gracias brilla en todas las de vuestro sexo, mas en vos, justo es reconocer que se ha prodigado derramando sobre vuestro rostro una hermosura sin par que pasma a quien la contempla y embarga los corazones, y no he podido veros, ¡oh adorable criatura!, sin admirar en vos al Creador de la naturaleza y sin sentir mi pecho traspasado por un ardiente amor ante el más bello de los retratos en que a Sí mismo se pintó. Temí al principio que este fuego sagrado no fuese sino una artera añagaza del espíritu maligno, hasta el punto que más de una vez mi corazón optó por eludir vuestra presencia, creyéndoos un obstáculo para mi salvación. Hasta que al fin comprendí, ¡oh beldad amabilísima!, que esa pasión puede no ser censurable y que en nada afrenta al pudor; de ahí que decidiera darle alas a mi corazón. Es, lo reconozco, una gran osadía por mi parte atreverme a ofrendároslo, pero aunque nada espero de los vanos esfuerzos de mi flaqueza, algo dentro de mi me dice que sí puedo esperarlo todo de vuestra bondad. En vos tengo puestos, por consiguiente, mi esperanza, mi bien y mi sosiego; de vos depende mi duelo o mi bienaventuranza, ya que, a tenor de vuestro dictado, seré eternamente dichoso, si tal es vuestro deseo, o desdichado, si así lo preferís.
ELMIRA. Vuestra declaración es, desde luego, de lo más galante, aunque, a decir verdad, también un tanto sorprendente. Pienso que deberíais fortalecer aún más vuestro corazón y razonar un poco sobre las consecuencias de semejante designio. ¡Que un devoto como vos, tan en boca de todos...!
TARTUFO. ¡Ah! No por ser devoto deja uno de ser hombre, y es que basta contemplar vuestra celestial hermosura para que el corazón quede prendido de ella y deje de razonar. Ya sé, ya sé que semejantes palabras, viniendo de mí, pueden pareceros extrañas, pero considerad, señora, que, después de todo, no soy ningún ángel, y si acaso juzgáis reprobable la confesión que acabo de haceros, culpad de ello al hechizo de vuestros encantos. Desde el momento en que vi brillar su esplendor sobrehumano, os erigisteis en soberana de mi alma. La inefable dulzura de vuestros divinos ojos hizo sucumbir la fortaleza en que mi corazón resistía; no hubo defensa posible: ni ayunos, ni plegarias, ni lágrimas, hasta que al final mi voluntad fue presa de vuestro embrujo. Mil veces os lo han dicho mis ojos y mis suspiros, y sólo para explicároslo mejor, me sirvo ahora de las palabras. Porque, si tuvierais a bien contemplar con ánimo indulgente las tribulaciones11 de este vuestro indigno siervo, si vuestras bondades accedieran a consolarme dignándose rebajarse hasta esa pura nada que soy, tened por seguro que siempre os profesaría, ¡oh dulcísona maravilla!, una devoción sin par.4 Vuestro honor conmigo a nada se expone ni tiene por qué temer desgracia alguna. Todos esos galanes cortesanos que traen locas a las mujeres carecen de tacto en sus acciones y en sus palabras; continuamente se les ve jactarse de sus conquistas; no hay favor que no corran a pregonar, y su lengua indiscreta, en la que ellas confían, deshonra el altar en que su corazón oficia. Pero las personas como yo ardemos con un fuego pausado y siempre se puede estar seguro de su secreto. El celo con el que velamos por nuestra propia fama constituye la mejor garantía para la persona amada. No lo dudéis, pues, señora: aceptando el corazón de un ser como yo hallaréis un amor sin escándalo y un placer sin sobresaltos.
ELMIRA. Oyéndoos hablar así, vuestra retórica se hace explícita en mi alma con claridad meridiana. Mas ¿no teméis que me sienta inclinada a revelar a mi esposo tan ardorosa pasión, y que, conocedor de un amor semejante, os pudiera retirar la amistad que os profesa?
TARTUFO. Sé hasta dónde llega vuestra indulgencia y estoy seguro de que perdonaréis mi atrevimiento, como sé que disculparéis los desvaríos de un amor que os agravia, atribuyéndolos a la flaqueza humana, y que consideraréis, consciente de vuestra hermosura, que uno no está ciego y que un hombre es de carne.
ELMIRA. Puede que otras tomasen vuestras palabras de modo muy distinto; yo, no obstante, prefiero ser discreta. De lo que me habéis dicho nada diré a mi esposo, mas como compensación exijo una cosa de vos: que os esforcéis por apremiar, con toda franqueza y sin ninguna artimaña, el enlace de Valerio con Mariana, que renunciéis voluntariamente al injusto ascendiente que aspira a alentar vuestra esperanza, quitándosela a otro, y que...
ACTO IV ESCENA IV
[ELMIRA, ORGÓN.]
ELMIRA. Acerquemos aquella mesa y escondeos debajo.
ORGÓN. ¿Cómo?
ELMIRA. Es condición indispensable que permanezcáis bien escondido.
ORGÓN. ¿Y por qué debajo de esta mesa?
ELMIRA. ¡Ay, Dios mío! Dejadme obrar a mí. Tengo mi plan trazado, ya tendréis tiempo de juzgarlo. Meteos ahí debajo, os digo, y una vez instalado, procurad que no se os vea ni se os oiga.
ORGÓN. Reconoced que es grande mi complacencia con vos, pero esperemos a ver en qué para todo esto.
ELMIRA. Segura estoy de que no tendréis nada que echarme en cara. (A ORGÓN, que ya está debajo de la mesa.) El asunto que voy a abordar es harto delicado, pero os ruego que no os escandalicéis por ningún concepto. Diga lo que diga, habéis de permitírmelo, pues lo hago para convenceros, tal y como os acabo de prometer. Voy a tratar, valiéndome de todo tipo de lisonjas, ya que no tengo otra elección, de desenmascarar a esa alma hipócrita; excitaré los deseos impúdicos de su amor, dejando de ese modo expedito" el terreno a sus atrevimientos. Como es sólo por vos, y para mejor confundirle, por lo que mi alma va a fingir corresponder a sus juramentos, pondré fin a la farsa en cuanto estéis convencido, y las cosas no llegarán más que hasta donde vos queráis. A vos corresponderá poner tope a su insensato ardor cuando consideréis que las cosas han llegado demasiado lejos, evitando así mayores bochornos a vuestra esposa y no exponiéndome más de lo estrictamente necesario para desengañaros. Se trata, pues, de vuestros intereses, de vos dependerá, y... Mas ahí llega. Estaos quieto y cuidaos bien de que no se os vea.
ACTO IV ESCENA V
[TARTUFO, ELMIRA, ORGÓN.]
TARTUFO. Me han dicho que queríais hablar conmigo aquí.
ELMIRA. Sí. He de revelaros un secreto. Pero cerrad antes esa puerta y cercioraos de que no hay nadie, para evitar posibles sorpresas. (TARTUFO va a cerrar la puerta y vuelve.) Sólo nos faltaría que se volviera a producir una escenita como la de antes. ¡Nunca me había llevado una sorpresa igual! Damis me hizo temer lo indecible por vos. Ya visteis, no obstante, que hice cuanto pude para desbaratar su maniobra y aplacar su cólera. Bien es cierto que la turbación que sentí me dominó al punto que no se me ocurrió desmentirle, pero precisamente por eso, y gracias a Dios, todo resultó mejor así y las cosas están ahora mismo mucho más seguras que antes. La estima en que se os tiene disipa la tormenta, y mi marido ya no puede recelar de vos. Para mejor hacer frente a los juicios temerarios de determinadas gentes, pretende él que estemos juntos los dos a todas horas; y ésta es la razón de que pueda encontrarme aquí a solas con vos, sin temor a posibles censuras, y de que pueda descubriros un corazón quizás demasiado dispuesto a acoger vuestro ardor.
TARTUFO. Vuestro lenguaje me resulta harto difícil de entender, señora. Hace poco os expresabais de un modo bien distinto.
ELMIRA. ¡Ah! Si estáis enojado por una primera negativa, es que conocéis muy mal el corazón de la mujer. ¡Qué poco sabéis lo que pretende dar a entender cuando con tan poco brío se le ve resistirse! En ocasiones así, nuestro honor siempre nos induce a combatir los tiernos sentimientos que afloran en nuestra alma. Por muy justificado que esté el amor que nos embarga, siempre sentimos cierto recelo a la hora de manifestarlo. Nos resistimos primero, mas lo hacemos de tal forma que dejamos entrever que nuestro corazón se rinde, que si nuestros labios niegan lo que nuestro pecho anhela es únicamente por recato y que semejante negativa deja la puerta expedita a todo. Reconozco que os estoy hablando con excesiva franqueza y con el consiguiente perjuicio para mi pudor de mujer. Pero, puesta ya a hablar con claridad, ¿me hubiera yo esforzado en contener a Damis, hubiera yo escuchado, insisto, con tanta mansedumbre y de principio a fin el ofrecimiento de vuestro corazón, hubiera yo tomado la cosa como me habéis visto hacerlo si vuestro ofrecimiento no me hubiera complacido? Y cuando yo misma os apremié a renunciar a esa boda que acababa de anunciarse, ¿qué pudo daros a entender tan insistente porfía sino la gran inclinación que una siente hacia vos y el disgusto que sin duda sufriría si ese enlace concertado viniera, cuando menos, a dividir un corazón que de ningún modo una desea compartir?
TARTUFO. Señora, es sin duda un goce sumo oír tales palabras de labios de la mujer que uno ama. Su miel derrama por todos mis sentidos un deleite que hasta ahora nunca he experimentado. La dicha de agradaros es mi supremo afán, y mi alma halla la bienaventuranza en el amor que me brindáis. Mas este mismo corazón os pide en este punto la licencia de atreverse a dudar un poco de su beatitud. ¿Por qué no ver en esas palabras un ardid12 honesto para obligarme a deshacer un enlace concertado? Por eso, si he de setos franco, os diré que no daré crédito a tan lisonjeras palabras a no ser que alguno de esos favores por los que suspiro venga a corroborar todo cuanto ellas han podido dar a entender, arraigando así en mi alma una fe constante en las sublimes bondades que me estáis dispensando.
ELMIRA. (Tosiendo para advertir a su marido.) ¿Cómo? ¿Tan deprisa queréis ir, agotando de buenas a primeras la ternura de un corazón? Me arrancáis la más dulce de las confesiones, y, sin embargo, ya veo que no es lo bastante para vos. ¿No os daréis, pues, por satisfecho sin llegar a los últimos favores?
TARTUFO. Cuanto menos merecedor se es de un bien, menos se atreve uno a esperarlo. Mas no es fácil satisfacer a nuestros deseos con razones. Apenas adivina uno un porvenir lleno de ventura, y ya quiere gozar de él, aun antes de convencernos de que no es un espejismo. Por mi parte, me creo tan poco merecedor de vuestras bondades que dudo del éxito de mi temeridad, y me seguiré mostrando incrédulo, señora, hasta que hayáis sabido persuadir mi alma con realidades tangibles.
ELMIRA. ¡Dios mío! ¡Vuestro amor actúa como un verdadero tirano! ¡Y en qué extraña turbación sume mi espíritu! ¡Qué furioso imperio ejerce sobre los corazones! ¡Con qué violencia exige lo que anhela! ¿Cómo? ¿No es posible acaso defenderse de vuestro asedio ni estáis dispuesto a conceder la menor tregua? ¿Es lícito mostrar tan extremado rigor, exigir sin recato aquello que se ansia y abusar así, con tan insistente apremio, de la debilidad que sabéis que inspiráis en la gente?
TARTUFO. Mas si con ojos benévolos miráis mis homenajes, ¿por qué negarme una prueba segura?
ELMIRA. ¿Y cómo acceder a lo que deseáis sin ofender al Cielo, al que sin cesar aludís?
TARTUFO. Si sólo es el Cielo lo que oponéis a mis deseos, salvar semejante escollo es una nimiedad'5 para mí. Pienso sinceramente que eso no tiene por qué reprimir vuestro corazón.
ELMIRA. ¡Pero vos sabéis cómo nos atemorizan con los castigos del Cielo!
TARTUFO. Yo puedo hacer que se disipen en vos tan ridículas aprensiones, pues conozco el arte de acallar los escrúpulos, señora. El Cielo prohibe, es verdad, determinados deleites, mas siempre se puede llegar con El a un acomodo. (Es un desalmado el que habla.) Según las diversas necesidades, existe una ciencia que consiste en relajar los lazos de nuestra conciencia y corregir el mal de la acción con la pureza de nuestra intención. Ya se os instruirá, señora, en esa clase de secretos. Por el momento lo único que tenéis que hacer es dejaros guiar. Satisfaced mi deseo y desechad todo temor. Yo respondo de todo y asumo plenamente la culpa. (ELMIRA tose con más fuerza.) Mucho toséis, señora.
ELMIRA. Sí, ¡vaya suplicio!
TARTUFO. (Ofreciendo a ELMIRA un cucurucho de papel.) ¿Os apetece, para aliviaros, un trozo de regaliz?
ELMIRA. Sin duda se trata de un catarro pertinaz, y mucho me temo que todo el regaliz del mundo me serviría de bien poco.
TARTUFO. Desde luego que es algo molesto.
ELMIRA. Sí, más de lo que parece.
TARTUFO. En fin, vuestros escrúpulos son cosa fácil de desechar. Podéis estar segura de mi absoluta discreción, y, por si no lo sabéis, todo el mal de un acto radica únicamente en el escándalo que pueda originar. Es el escándalo público lo que constituye el delito, que no es pecar el pecar en silencio.
ELMIRA. (Tosiendo otra vez.) Bien, ya veo que no hay otra alternativa que ceder, que debo consentir en otorgaros todo lo que solicitáis, y que, por menos de eso, no puedo pretender que quedéis satisfecho y que accedáis a rendiros. Es, sin duda, enojoso llegar a tal extremo, y sólo a mi pesar voy a dar ese paso. Pero, ya que se obstinan en obligarme a ello, ya que no se quiere dar crédito a todo lo hasta aquí dicho, y se exigen pruebas más convincentes, forzoso será decidirse a contentar. Y si tal consentimiento implica algún pecado, que cargue con su responsabilidad quien me obliga a tal violencia. A mí en modo alguno se me podrá culpar.
TARTUFO. Sí, señora, yo la asumo plenamente, y la cosa en si...
ELMIRA. Entreabrid esa puerta y mirad, por favor, no vaya a ser que esté mi marido en esa galería.
TARTUFO. ¿Qué necesidad tenéis de tomar por él tales precauciones? Vuestro marido es un hombre, dicho sea entre nosotros, al que se puede manejar como se quiere. Nuestras conversaciones son para él motivo de vanagloria y mi influencia sobre él ha llegado a tal extremo que, aun viéndolo todo, no creería nada.
ELMIRA. No importa. Salid un momento, os lo ruego, y mirad detenidamente por ahí fuera.
ACTO V ESCENA ÚLTIMA
[OFICIAL DE POLICÍA, TARTUFO, VALERIO, ORGÓN, ELMIRA, MARIANA, MADAME PERNELLE,
DORINA, CLEANTO, DAMIS.]
TARTUFO. Poco a poco, señor mío, poco a poco, no vayáis tan aprisa, que no tendréis que ir muy lejos para encontrar asilo: Daos preso en nombre del Rey.
ORGÓN. ¡Traidor! Conque éste era el último cartucho que me reservabas; el tiro de gracia con el que pretendes rematarme, malvado, para poner broche de oro a todas tus perfidias...
TARTUFO. Vuestras injurias no pueden hacer ninguna mella en mi; el Cielo me ha enseñado a soportarlo todo.
CLEANTO. Hay que reconocer que es grande su comedimiento.
DAMIS. ¡Con qué impudicia' se burla este infame del Cielo!
TARTUFO. Por grandes que sean vuestros arrebatos de cólera, difícilmente lograrán soliviantarme. Lo único que ahora me preocupa es cumplir con mi deber.
MARIANA. Supongo que tendréis motivos para sentiros satisfecho. La misión que os disponéis a llevar a cabo debe pareceros muy honorable.
TARTUFO. Gloriosa necesariamente ha de ser una misión proviniendo del poder que aquí me envía.
ORGÓN. ¡Pero cómo has podido olvidar? ingrato, que fue mi compasiva mano la que te sacó de la miseria!
TARTUFO. Sí, reconozco que fueron muchos los beneficios que obtuve de vos, pero los intereses del Rey deben prevalecer y erigirse en la primera de mis obligaciones, y es precisamente la fuerza de ese deber sagrado lo que ahoga en mi pecho cualquier vestigio de gratitud. A tan poderosos vínculos sacrificaría yo amigos, esposa, parientes y hasta a mí mismo si preciso fuera.
ELMIRA. ¡Impostor!
DORINA. ¡Con qué pérfida maña se sirve de todo aquello que veneramos para camuflar su ignominia!
CLEANTO. Mas siendo tan perfecto como aseguráis ese fervor que os anima y del que a cada momento os revestís, ¿cómo se explica que, para ponerse de manifiesto, haya tenido que esperar a que él os sorprendiera cortejando a su esposa, y que no se os haya ocurrido ir a denunciarle más que cuando su honor le obligara a expulsaros de su casa? Y ello, por no comentar, como algo que hubiera debido disuadiros a obrar de ese modo, a la entrega que acababa de haceros de toda su fortuna. Mas, si pretendíais tratarle de culpable hoy, ¿por qué consentisteis entonces en aceptar nada de él?
TARTUFO. (Al OFICIAL.) Libradme, señor, de todo este guirigay, y dignaos cumplir la orden que os trae aquí, por favor.
EL OFICIAL. Sí, harto estábamos, sin duda, dilatando su cumplimiento. Vuestra invitación no ha podido ser, pues, más oportuna. Y, para ejecutarla, señor Tartufo, seguidme de inmediato a la cárcel que se os tiene reservada.
TARTUFO. ¿Quién? ¿Yo, señor?
EL OFICIAL. Sí, vos.
TARTUFO. ¿Y por qué me apresáis, si puede saberse?
EL OFICIAL. No es a vos a quien he de dar esa explicación. (A ORGÓN.) Reponeos, señor, de tan fuerte sobresalto. Vivimos bajo el reinado de un monarca enemigo de cualquier tipo de fraude, un monarca cuyos ojos son capaces de ver lo que realmente pasa en nuestros corazones, y a quien ni todas las malas artes de los impostores bastarían para engañarle. Su egregia alma está dotada de un fino discernimiento que le permite juzgarlo todo de una manera directa y certera. No hay ardid capaz de sorprender su buena fe, y su recto entendimiento jamás cae en exceso alguno. Enaltece a las personas honestas con gloria infinita, pero en ningún momento da lugar a que le ciegue su celo, de tal modo que el amor que pone de manifiesto por las gentes sinceras no le impide horrorizarse de las falsas y mendaces. Este que aquí veis difícilmente habría podido engañarle, pues de más sutiles trampas lo hemos visto salir airoso. Su claro entendimiento le permitió captar al punto la villanía oculta en los repliegues de su corazón. Al ir a acusaros, él mismo se traicionó, ya que, por un golpe maestro de la justicia divina, quedó en evidencia ante el Rey, que de inmediato lo reconoció como un redomado bribón del que ya tenía noticias, aunque bajo distinto nombre. El suyo es un largo historial de negras fechorías con las que se podrían llenar varios volúmenes. El Monarca, en suma, ha condenado su vil ingratitud y su deslealtad para con vos, añadiendo este nuevo delito a la larga lista de horrores perpetrados con anterioridad. Y si me encargó que le acompañara hasta aquí, fue sólo por ver hasta dónde llegaba su desfachatez y para que en su nombre os diera cumplida cuenta de tan lamentables hechos. Sí, es voluntad del Rey que despoje a este traidor de todos esos papeles de los que se declara dueño y los ponga en vuestras manos. Haciendo uso de su poder soberano, anula la validez del contrato en el que le hacíais donación de todos vuestros bienes y os perdona además el delito secreto en que os hizo incurrir el destierro de un amigo. Tal es el pago que otorga mi señor al celo del que antaño hicisteis gala en defensa de sus derechos, dejando así constancia de que su corazón sabe, cuando menos se piensa, cómo recompensar una buena acción, de que con él ningún mérito cae en saco roto, y de que, antes que del mal, se acuerda siempre del bien.
DORINA. ¡Alabado sea Dios!
MADAME PERNELLE. ¡Por fin puedo respirar tranquila!
ELMIRA. ¡Qué desenlace tan feliz!
MARIANA. ¡Quién lo hubiera imaginado!
ORGÓN. (A TARTUFO.) ¡Ea, y ahora, traidor...!
CLEANTO. Basta, deteneos, hermano y no os rebajéis cometiendo una acción indigna. Dejad a ese miserable a merced de su mala estrella y no hagáis más pesada la carga de los remordimientos que le abruman. Antes bien, exhortadle a que, a partir de hoy, retorne decididamente al camino de la virtud, a que enmiende de una vez su vida abominando de sus delitos y logre así templar la justicia del Rey. Mientras tanto, vos acudiréis a postraros de rodillas ante él para expresarle la inmensa gratitud que exige tan misericordioso trato.
ORGÓN. Tenéis razón hermano. Acudamos jubilosos a alabar, a sus plantas, las bondades que su corazón nos viene prodigando. Luego, cumplido ya ese deber primordial, será menester llevar a cabo otro, coronando con un dulce casamiento la pasión de ese amante generoso y sincero que es Valerio.