Petrarca, Canzoniere [Sonetos]

 

Xv

 

Yo me vuelvo hacia atrás a cada paso,

fatigado del cuerpo que mal llevo,

y entonces me consuelan vuestros aires,

que lo hacen proseguir diciendo: «¡Ay, triste!»

 

Luego, pensando el dulce bien que dejo,

el largo caminar, mi corta vida,

detengo el pie, turbado y macilento,

y los ojos inclino a tierra en lágrimas.

 

Me asalta a veces entre el triste llanto

la duda: «¿Cómo pueden estos miembros

vivir tan alejados del espíritu?»

 

Pero Amor me responde: «¿No recuerdas?

Tal privilegio es el de los amantes,

de toda condición humana libres.»

 

 

 

 

CXXXIV

 

No encuentro paz, y no tengo con qué combatir;

y temo, y espero; y ardo, y soy un hielo;

y vuelo sobre el cielo, y yazgo en el suelo;

y nada aprieto y todo el mundo abrazo.

 

Alguien me tiene en una prisión y no la abre ni cierra,

y no me considera suyo ni suelta el lazo;

y no me mata Amor, y no me libra,

y no quiere yerme vivo ni me salva.

 

Veo sin ojos, y no tengo lengua, y grito;

y mi anhelo es morir, y pido ayuda;

y a mí mismo me odio, y a otro ser amo.

 

Nútreme de dolor, llorando río;

igualmente me hastían muerte y vida:

en este estado estoy por vos, señora.

 

 

 

CLIX

 

¿De qué parte del cielo, de qué idea

fue el modelo que usó naturaleza

para ese bello rostro donde quiso

mostrar aquí el poder que tiene arriba?

 

¿Qué ninfa en fuentes, qué diosa en florestas

melena de oro tan fino dio al aura?

¿Cuándo hubo un corazón con tales gracias?

Aunque de ellas la más alta me mate.

 

La divina belleza busca en vano

el que los ojos de ella nunca ha visto,

ni con qué suavidad ella los vuelve.

 

No sabe cómo sana Amor y mata

quien no sabe qué dulce ella suspira

y cómo habla tan dulce y cómo ríe.

 

 

 

CLXIII

 

Amor que ves todo pensamiento abierto

y los duros rincones en que tú sólo me gulas,

pon tus ojos en el fondo de mi corazón,

evidente para ti, para todos oculto.

 

Sabes lo que, por seguirte, ya he sufrido;

y, no obstante, tú de collado en collado apareces,

día tras día, y de mí no te percatas,

que tan cansado estoy, y el sendero es para mí demasiado empinado.

 

Bien veo desde lejos la dulce luz,

hacia la cual por ásperos caminos me impulsas y llevas;

mas no tengo, como tú, plumas para volar.

 

Bien conformes dejas mis deseos,

aunque bien deseando yo me consuma,

y no le disguste que por ella suspire.

 

 

CLXIV

 

Ahora que el cielo y la tierra y el viento callan

y las fieras y las aves el sueño aquietan,

hace girar su estrellado carro la Noche,

y en su lecho el mar sin onda yace,

 

veo, pienso, ardo, lloro; y quien me deshace

siempre está delante mío para mi dulce pena:

mi estado es la guerra, de ira y dolor llena;

y sólo pensando en ella tengo paz.

 

Así, sólo de una clara fuente viva

surgen lo dulce y lo amargo que me nutren;

una misma mano me cura y me lastima.

 

Y para que mi martirio no concluya

mil veces por día muero y mil nazco;

así de lejos estoy de mi salud.

 

 

CCXCIII

 

Si yo hubiera pensado que tan caras

las voces de mi pena en rima fuesen,

de mis suspiros las habría hecho

más numerosas, más raras de estilo.

 

Hoy, muerta aquella que me hacía hablar,

la que estaba en la cumbre de mi mente,

no sé ya (sin tan dulce lima) hacer

más claras mis oscuras rimas ásperas.

 

Y, cierto, en aquel tiempo mi designio

era desahogar el corazón

de su dolor, y no conquistar fama.

 

Quise llorar, y no honor por mi llanto;

hoy querría gustar: mas esa altiva,

fatigado y callado, a ella me llama.

 

  

CCXCIX

 

¿Dónde está la frente que con breve gesto

mi corazón llevaba a un lado y otro?

¿Dónde el párpado bello, y las estrellas

que el rumbo de mi vida iluminaron?

 

¿Dónde el saber y la virtud y el tino,

el habla sagaz, dulce, humilde, honesta?

¿Dónde las bellezas en ella agrupadas,

que gran tiempo a su arbitrio me rigieron?

 

¿Dónde el gentil aspecto del rostro humano

que aire y reposo dio al alma cansado,

donde todos mis pensamientos estaban escritos?

 

¿Dónde aquella que tuvo mi vida en sus manos?

¡Cuánto al mísero mundo, y cuánto falta

a mis ojos, que nunca más se sequen!

 

CCC

 

¡Cuánto te envidio, oh avara tierra

que abrazas a la que ver jamás ya puedo,

y me quitas el aura del bello rostro

en que hallaron la paz todas mis guerras!

 

¡Y cuánta al cielo, que cierra y atranca

y tan ávido en sí ha recogido

el espíritu librado de los bellos miembros,

y a otros pocas veces se les abre!

 

¡Cuánta envidia a las almas que ahora tienen

la suerte de su santa y dulce compañía,

que siempre yo busqué con tanto anhelo!

 

¡Cuánta a la despiadada y dura muerte,

que, habiendo en ella apagado mi vida,

está en sus bellos ojos y no me llama!

 

CCCI

 

Valle que de mis lamentos estás lleno,

río que a menudo con mi llanto creces,

fieras silvestres, aves vagantes, peces

a los que ambas verdes orillas ponen freno,

 

aire por mis suspiros tibio y sereno,

dulce sendero que tan amargo te vuelves,

collado que me gustaste y ahora me acongojas,

al que aún, por costumbre, Amor me lleva,

 

bien reconozco en vosotros el aspecto usual,

mas no en mí, ¡triste!> que de tan alegre vida

me he vuelto albergue de infinito duelo.

 

Acá veía a mi bien; y por estas huellas

vuelvo a ver desde dónde fue desnuda al cielo

dejando en la tierra su despojo bello.

 

CCCII

 

Me llevó el pensamiento a donde estaba

la que busco en la tierra y no recobro:

allí, entre los del círculo tercero,

la vi otra vez, más bella y menos dura.

 

Me tomó de la mano y dijo: «En esta

esfera quiero yo que estés conmigo;

yo soy la que te dio tanto tormento:

mi jomada cumplí antes del ocaso.

 

Mi bien no cabe en intelecto humano:

te espero sólo a ti, y eso que amaste

y allí abajo quedó: mi bello velo.

 

¡Ay!, ¿por qué se calló y me dio la mano.

Que al oír tan piadosa y casta voz

no me quedé por poco allí en el cielo.

 

CCCIV

 

Mientras que al corazón Amor royendo

consumió y abrasó en llama anhelante,

de bella fiera las dispersas huellas

busqué por yermos cerros solitarios;

 

y me atreví en mis cantos a quejarme

de Amor, de ella, tan dura ante mis ojos:

pero mi ingenio y rimas eran pobres

en esa edad de vago sentir nuevo.

 

Ese fuego murió, y lo cubre un mármol:

que, si hubiera avanzado con el tiempo,

como en otros, llegando a la vejez,

 

armado de las rimas que hoy depongo.

con estilo canoso bien sabría

romper las piedras en dulzura y llanto.

 

CCCXV

 

Ya pasaba mí edad verde y florida

y sentía volvarse tibio el fuego

que el alma me abrasó: llegado había

donde baja la vida que al fin sube.

 

Ya empezaba a sentirse más segura

mi querida enemiga, poco a poco,

de sus sospechas, y volvía juego

su dulce honestidad mis amarguras.

 

Cerca estaba ya el tiempo en que Amor se une

con Castidad, y es dado a los amantes

juntos sentarse a hablar de su vivir.

 

La muerte tuvo envidia de mi suerte:

más bien, de mi esperanza; y fue a su encuentro

como armado enemigo en el camino.

 

CCCXLIX

 

Paréceme, de vez en cuando, oír al mensajero

que mi dama me envía, a sí llamándome:

así, por dentro y fuera voy cambiando,

y en pocos años tanto me he abatido,

 

que ¡apenas si me reconozco a mí mismo!

Toda la vida usual he abandonado:

me alegraría saber cuándo llegará la hora,

que debería estar ya muy cercana.

 

¡Oh! día feliz será, cuando la terrenal

cárcel dejando, abandonaré rota y derribada

mi frágil y pesada vestidura mortal,

 

y me marche de tan densa tiniebla,

volando tan alto hacia el bello cielo,

que pueda ver a mi Señor y a mi dama.

 

CCCLVI

 

Mi aura cansada en mi cansado reposo

tan a menudo sopla, que me atrevo

a decirle lo que sufrí, y que sufro,

cosas que, viva ella, no hubiera osado.

 

Empiezo por aquella mirada amorosa

que fue principio de tan largo tormento,

sigo luego con cuán mísero y contento,

día tras día, hora tras hora, Amor me ha corroído.

 

Ella calla, y con gesto compasivo

me mira fijamente suspirando

y de honesto llorar baña su rostro.

 

Por lo que mi alma, de dolor vencida,

mientras consigo se irrita de aquel llanto,

librada ya del sueño, vuelve en sí.

 

CCCLXIV

 

Túvome Amor veintiún años ardiendo,

en el fuego alegre, en el dolor esperanzado;

luego que mi dama, y mi corazón junto con ella,

fueron al cielo, otros díez años llorando.

 

Ya estoy cansado, y a mi vida reprendo

de tanto error, que de virtud el germen

casi apagó; y lo que a vivir me queda,

alto Dios, devotamente te entrego,

 

triste y contrito por los años así gastados,

que gastar se debían en mejor uso,

en buscar paz y rehuir los afanes.

 

Señor que en esta cárcel me has cerrado,

líbrame, a salvo del eterno daño;

yo conozco mi error y no lo disculpo.