VIRGILIO: La Eneida
Furias vengadoras, y oh dioses de la moribunda Elisa, escuchad estas palabras, atended mis súplicas y convertid sobre esos malvados vuestro numen vengador! Si es forzoso que ese infame arribe al puerto y pise el suelo de Italia; si así lo exigen los hados de Júpiter y ese término es inevitable, que a lo menos, acosado por la guerra y las armas de un pueblo audaz, desterrado de las fronteras, arrancado de los brazos de Iulo, implore auxilio y vea la indigna matanza de sus compañeros; y cuando se someta a las condiciones de una paz vergonzosa, no goce del reino ni de la deseada luz del día, antes sucumba a temprana muerte y yazga insepulto en mitad de la playa. Esto os suplico; este grito postrero exhalo con mi sangre. Y vosotros, ¡ oh tirios!, cebad vuestros odios en su hijo y en todo su futuro linaje; ofreced ese tributo a mis cenizas. Nunca haya amistad, nunca alianza entre los dos pueblos. Álzate de mis huesos, ¡ oh vengador, destinado a perseguir con el fuego y el hierro a los advenedizos hijos de Dárdano! ¡ Yo te ruego que ahora y siempre, y en cualquier ocasión en que haya fuerza bastante, Adíen ambas naciones, playas contra playas, olas contra olas, armas contra armas y que lidien también hasta sus últimos descendientes!
Esto diciendo, revolvía mil proyectos en su cabeza, discurriendo el medio de quitarse lo más pronto posible la odiosa vida. Llama entonces a Barce, nodriza de Siqueo (pues su antigua patria guardaba las negras cenizas de la suya), y le dice: "Dispón, querida nodriza, que venga aquí mi hermana; dile que se apresure a purificarse en las aguas del río y traiga consigo las víctimas y las ofrendas expiatorias que ha pedido la sacerdotisa; hecho esto, venga en seguida. Tú, por tu parte, ciñe a tus sienes las sagradas ínfulas; quiero consumar el sacrificio que tengo preparado al supremo numen infernal, poner término a mis ansias y entregar a las llamas la efigie del troyano." Dijo, y la anciana acelera el paso con senil premura. Entre tanto, Dido, trémula y arrebatada por su horrible proyecto, revolviendo los sangrientos ojos y jaspeadas las temblorosas mejillas, cubierta ya de mortal palidez, se precipita al interior de su palacio, sube furiosa a lo alto de la pira y desenvaina la espada de Eneas, prenda no destinada, ¡ ay!, a aquel uso. Allí, contemplando las vestiduras troyanas y el conocido tálamo, después de dar algunos momentos al llanto y a sus recuerdos, reclinóse en el lecho y prorrumpió en estos postreros acentos:
"¡ Oh dulces prendas, mientras lo consentían los hados y un dios, recibid esta alma y libertadme de estos crudos afanes! He vivido, he llenado la carrera que me señalara la fortuna, y ahora mi sombra descenderá con gloria al seno de la tierra. He fundado una gran ciudad, he visto mis murallas. Vengadora de mi esposo, castigué a un hermano enemigo. ¡ Feliz, ¡ ah!, demasiado feliz con sólo que nunca hubiesen arribado a mis playas las dardanias naves!' Dijo, y besando el lecho: "¡Y he de morir sin venganza! -exclamó-. Muramos; así, así quiero yo descender al abismo. Apaciente sus ojos desde la alta mar el cruel dardanio en esta hoguera y lleve en su alma el presagio de mi muerte."
Dijo, y en medio de aquellas palabras sus doncellas la ven caer a impulso del hierro y ven la espada llena de espumosa sangre y sus manos todas ensangrentadas. Inmenso clamor se levanta en todo el palacio; cual bacante, la Fama recorre en un momento toda la aterrada ciudad; retiemblan los edificios con los sollozos y los alaridos de las mujeres; resuena el éter con grandes lamentos, no de otra suerte que si Cartago toda entera o la antigua Tiro se derrumbasen, entregadas al enemigo, y cundiesen furiosas llamas por casas y templos.
Despavorida, exánime, oye Ana los clamores, acude precipitadamente, y desgarrándose el rostro con las uñas y golpeándose el pecho, atropella por todos y llama a gritos a la moribunda Dido: "¡ Éste era, oh hermana, el sacrificio que disponías! ¡ Así me engañabas! ¡Esto me preparaban esa pira, esa hoguera y esos altares! Abandonada de ti, ¿por dónde he de empezar mi lamento? ¿Te desdeñaste de que tu hermana te acompañase en tu muerte? ¡Ah!, ¿por qué no me llamaste a compartir tu destino? El mismo dolor, la misma hora nos hubiera arrebatado a ambas a impulso del hierro. ¡ Y yo le venté esa pira con mis propias manos, yo misma invoqué a los dioses patrios para que, puesta tú, ¡cruel!, en ese duro trance, yo no estuviera presente! ¡ Te mataste y me matas, hermana, y a tu pueblo, y al Senado, y a tu ciudad! Agua, dadme agua con que lave sus heridas, y si aún vaga en su boca el postrer aliento, le recogeré con la mía." Esto diciendo, habla subido las gradas de la pira y estrechaba al calor de su regazo, entre gemidos, a su hermana moribunda y le enjugaba con sus ropas la negra sangre. Dido se esfuerza por levantar los pesados ojos y de nuevo cae desmayada; por la profunda herida que tiene debajo del pecho sale silbando su aliento. Tres veces se incorporé, apoyándose sobre el codo, y tres volvió a caer en su lecho; busca con errantes ojos la luz del cielo, la encuentra y gime.
Entonces la omnipotente Juno, compadecida de aquel largo padecer y de aquella difícil agonía, manda desde el Olimpo a Iris para que desprenda de los miembros aquella alma, afanada por romper* su prisión; porque muriendo la desventurada Dido, no por natural ley del destino ni en pena de un delito, sino prematuramente y arrebatada de súbito furor, aún no había Proserpina cortado de su frente el rubio cabello ni consagrado su cabeza al Orco estigio. Iris, pues, desplegando en los cielos sus alas, húmedas de rocío, que tiñe el opuesto sol de mil varios colores, se para sobre la cabeza de la reina: "Cumpliendo con el mandato que he recibido, llevo este sacrificio a Díte y te desligo de este cuerpo." Dice así y corta el cabello con la diestra; disipase al punto el calor y la vida se desvanece en los aires.
río, ea, dime a qué vienes y no pases de ahí. Ésta es la mansión de las Sombras, del Sueño y de la soporífera Noche; no me es permitido llevar a los vivos en la barca Estigia, y a fe no tengo motivos para congratularme de haber recibido en este lago a Alcides, a Teseo y a Piritoo, aunque eran del linaje de los dioses y de invicta pujanza; el primero amarré con su mano al guarda del Tártaro y le arrancó temblando del trono del mismo rey; los otros intentaron robar de su tálamo a la esposa de Dite." Así le respondió brevemente la sacerdotisa del Afriso: "No abrigamos nosotros tales insidias; serénate; estas armas no arguyen violencia; siga en buen hora el gran Cerbero en su caverna espantando a las sombras con eterno ladrido y continúe la casta Proserpina en la mansión de su tío. El troyano Eneas, insigne en piedad y armas, baja a las profundas tinieblas del Erebo en busca de su padre. Si no te mueve la vista de tan piadoso intento reconoce a lo menos este ramo"; y sacó el que llevaba oculto bajo el manto, con lo que al punto desapareció el enojo de Caronte. Nada añadió la Sibila. Él, admirando el venerable don de la rama fatal, que no había visto hacía mucho tiempo, da la vuelta a la cerúlea barca y se acerca a la orilla, haciendo que despejen el fondo las sombras que lo ocupaban, y las que iban sentadas en los largos bancos, al mismo tiempo que recibe en ella al grande Eneas. Crujió la sutil barca bajo su peso, y rajada en parte, empezó a hacer agua; mas al fin desembarcó felizmente en la opuesta orilla a la Sibila y al guerrero en un lodazal cubierto de verde légamo.
En frente, tendido en su cueva, el enorme Cerbero atruena aquellos sitios con los ladridos de su trifauce boca. Viendo la Sibila que ya se iban erizando las culebras de su cabello, le tiró una torta amasada con miel y adormideras, que él, abriendo sus tres bocas con rabiosa hambre, se tragó al punto, dejándose caer en seguida y llenando con su enorme mole toda la cueva. Al verle dormido, Eneas sigue adelante y pasa rápidamente la ribera del río que nadie cruza dos veces.
En esto empezaron a oírse voces y lloros de niños, cuyas almas ocupaban aquellos priméos umbrales; niños arrebatados del pecho de sus madres, y a quienes un destino cruel sumergió en prematura muerte antes que gozaran la dulce vida. Junto a ellos están los condenados a muerte por sentencia injusta. Dan aquellos puestos jueces designados por la suerte; el presidente Minos agita la urna, él convoca ante su tribunal a las calladas sombras y se entera de sus vidas y crímenes. Cerca de allí están los desdichados que, vencidos de la desesperación y aborreciendo la luz del día, se quitaron la vida con su propia mano. ¡ Ah, cuánto darían ahora por arrostrar en la tierra pobreza y duros afanes; pero los hados no lo consienten y las tristes aguas del lago Estigio, con sus nueve revueltas, los enlazan y sujetan en aquel odioso pantano. No lejos de allí se extienden en todas direcciones los llamados campos llorosos, donde secretas veredas que circundan una selva de mirtos ocultan a los que consumió en vida el cruel amor y que ni aun en muerte olvidan sus penas; en aquellos sitios ve Eneas a Fedra, a Procris y a la triste Enfile, enseñando las heridas que le hiciera su despiadado hijo, y a Evadne y a Pasifae, a quienes acompañan Laodamia y Ceneo, mancebo en otro tiempo y ahora mujer, restituida por el hado a su primitiva forma.
Entre ellas vagaba por la gran selva la fenicia Dido, abierta aún en su pecho la reciente herida. Apenas el héroe troyano llegó junto a ella y la reconoció entre la sombra oscura, cual vemos o creemos ver a la luna nueva alzarse entre nubes, rompió a llorar, y así le dijo con amoroso acento: "¡Oh desventurada Dido! ¡Con que fue verdad la nueva de tu desastre y tu misma te traspasaste el pecho con una espada! ¿Y fui yo, ¡oh dolor!, causa de tu muerte? Juro por los astros y por los numenes celestiales y por los del averno, si alguna fe merecen también, que muy a pesar mío dejé, ¡ oh reina!, tus riberas. La voluntad de los dioses, que ahora me obliga a penetrar por estas sombras y a recorrer estos sitios, llenos de horror y de una profunda noche, me forzó a abandonarte y nunca pude imaginar que mi partida te causase tan gran dolor. Detén el paso y no te sustraigas a mi vista. ¿De quién huyes? ¡ Ésta es la postrera vez que los hados me consienten hablarte!" Con estas palabras, cortadas por el llanto, procuraba Eneas aplacar la irritada sombra, que, vuelto el rostro, fijos en el suelo los torvos ojos, no se mostraba más conmovido por ellas que si fuera duro pedernal o mármol de Marpesia. Aléjase al fin precipitadamente y va a refugiarse indignada en un bosque sombrío, donde su antiguo esposo Siqueo es objeto de su ternura y corresponde a ella. Eneas, empero, traspasado de dolor a la vista de tan cruel desventura, la sigue largo tiempo, compadecido y lloroso.
Luego continúa su camino y llegan a los últimos campos, lugar retraído, donde moran los manes de los guerreros ilustres. Allí le salen al paso Tideo, el ínclito Partenopeo y la sombra del pálido Adrasto; allí los troyanos muertos en la guerra y tan llorados entre los hombres, larga hilera que contemplé con lágrimas, y en que estaban Glauco, Medonte, Tersiloco, los tres hijos de Antenor, Polifetes, consagrado a Ceres, e Ideo, armado todavía y todavía manejando su carro. Todas aquellas sombras se apiñan a ambos lados de Eneas; no les basta verle una vez, sino que quieren detenerle, ir con él y saber las causas de su venida; pero los caudillos de los griegos y las falanges de Agamenón, en cuanto divisaron entre las sombras al héroe y sus brillantes armas, empezaron a temblar, y unos huyeron, como cuando en otro tiempo corrían a refugiarse en sus naves, y otros quisieron gritar, pero en vano; sólo un tenue acento empezó a salir de sus abiertas bocas.
Allí vio Eneas a Deifobo, hijo de Priamo, llagado todo el cuerpo, cruelmente mutiladas la cara y ambas manos, arrancadas las orejas de las destrozadas sienes y cortada la nariz con infame herida. Apenas reconoció al infeliz, que, trémulo y avergonzado, procuraba tapar las señales de su horrible suplicio; llegóse a hablarle, y así le dijo con bien conocido acento: "Valeroso Deifobo, descendiente del alto linaje de Teucro, ¿quién te trató tan cruelmente? ¿Quién fue tan feroz contigo? Supe que en la última noche de Troya, después de haber hecho gran matanza de griegos, caíste rendido sobre un montón de cadáveres; entonces yo mismo te erigí un cenotafio en la playa Retea y tres veces invoqué tus manes en alta voz; allí están tus armas con tu nombre; pero a ti, ¡ oh amigo!, no pude verte ni sepultarte al partir en la tierra patria." A lo cual respondió el hijo de Príamo: "Nada, ¡ oh amigo!, dejaste por hacer; todos tus deberes cumpliste con Deifobo y sus tristes manes; mi destino fatal y el funesto crimen de la Lacedemonia me precipitaron en este abismo de males: ¡ estas pruebas me dejó de su amor! Bien te acuerdas (harto forzoso es recordarlo) de aquella engañosa alegría en que pasamos la última noche, cuando el fatal caballo penetró por encima de las murallas de Troya preñado de armados peones. Ella, con fingidas danzas, conducía en derredor a las troyanas; celebrando orgías y colocada en el centro, llevando en la mano una gran tea encendida, daba con ella la señal a los griegos desde lo alto de la fortaleza. Yo entonces, vencido del sueño y de tantos afanes, fui a tenderme en mi infausto tálamo, y ya empezaba a disfrutar un dulce y profundo reposo, harto parecido a una plácida muerte, cuando mi digna esposa, después de sacar de mi casa todas las armas y de quitarme de la cabecera mi fiel espada, abrió las puertas a Menelao y le introdujo en mi estancia, confiando, sin duda, prestar un gran servicio a su primer esposo y borrar así la memoria de sus antiguas maldades. ¿A qué me detengo? La turba se arroja sobre mi lecho; con ella venía el nieto de Eolo, siempre instigador de crímenes. ¡ Oh dioses!, si me es lícito implorar vuestra venganza, renovad en los griegos aquellos horrores. Pero tú, dime a tu vez qué aventura te trae aquí en vida. ¿Vienes impulsado por el vaivén de las olas o por mandato de los dioses, y cuál destino te acosa para que hayas descendido a estas sombrías regiones, nunca alumbradas del sol?" Durante estas pláticas, ya la aurora con su rosada cuadriga habla transpuesto la mitad del espacio celeste en su etérea carrera, y acaso hubiera el héroe consumido en ellas todo el tiempo que le estaba concedido, si su compañera, la Sibila, no le hubiera amonestado así brevemente: "La noche se nos viene encima, Eneas, y empleamos las horas en llorar. Éste es el sitio en que el camino se divide en dos partes: la de la derecha, que se dirige al palacio del poderoso Plutón, es la senda que nos llevará a los Campos Elíseos; la de la izquierda conduce al impío Tártaro, donde los malos sufren su castigo." A lo cual respondió Deifobo: "No te irrites, gran sacerdotisa; ya me retiro; ya voy a reunirme con las otras sombras y a sepultarme de nuevo en las tinieblas. Ve, ve, ¡ oh gloría y prez de los nuestros!, a gozar más feliz destino que el mío." Dijo, y se alejó. Vuélvese entonces Eneas y ve al pie de una roca que se extiende a la izquierda mano una gran fortaleza, rodeada de triple muralla, que el rápido Flegetonte, río del Tártaro, circunda de ardientes llamas, arrastrando en su corriente resonantes peñas; en frente se ve una puerta enorme y con jambas de un acero tan duro que ninguna fuerza humana, ni aun la espada de los mismos dioses, Podrían derribarlas. Una torre de hierro se alza en los aíres; sentada, Tisifone, ceñida de un manto de color de sangre, guarda el vestíbulo, despierta día y noche; óyense allí de continuo gemidos, y crueles azotes, y el rechinar del hierro, y ruido de cadenas arrastradas. Paróse Eneas, despavorido, y se puso a escuchar con profunda atención. "¿Qué especie de crímenes se castigan aquí? Dime, ¡oh virgen!, ¿qué tormentos son éstos? ¿Quién exhala esos gritos tan lastimeros?" Así comenzó entonces la profetisa: "Ínclito caudillo de los teucros, a ningún justo le es lícito penetrar en ese asilo de los crímenes; pero cuando Hécate me destinó a la custodia de los bosques infernales, ella misma me declaró los castigos que imponen los dioses y me condujo por todos estos sitios. El cretense Radamanto ejerce aquí un imperio durísimo, Indaga y castiga los fraudes y obliga a los hambres a confesar las culpas cometidas y que vanamente se complacían en guardar secretas, fiando su expiación al tardío momento de la muerte. Al punto de pronunciada la sentencia, la vengadora Tisifone, armada de un látigo, azota e insulta a los culpados, y presentándoles con la mano izquierda sus fieras serpientes, llama a la turba cruel de sus hermanas." Ábrense entonces, por fin, las sagradas puertas, rechinando en sus goznes con horrible estruendo. "¿Ves, prosiguió la Sibila, qué centinela está sentada en el vestíbulo? ¿ Cuál horrible figura guarda estos umbrales? Pues dentro tiene su morada una hidra más horrible todavía, con sus cincuenta negras fauces siempre abiertas; luego se abre cinismo Tártaro, espantoso precipicio, que profundiza debajo de las sombras el doble de lo que se levanta sobre la tierra el etéreo Olimpo. Allí, en lo más hondo de aquel abismo, ruedan precipitados del rayo los Titanes, antiguo linaje de la Tierra. Allí vi a los dos hijos de Aloco, enormes gigantes, que intentaron quebrantar con sus manos el inmenso cielo y precipitar a Júpiter de su excelso trono; vi también a Salmonco, padeciendo horribles castigos en pena de haber querido imitar los rayos de Júpiter y los truenos del Olimpo. Tirado por un carro de cuatro caballos y blandiendo teas, iba ufano por los pueblos de Grecia y cruzaba su ciudad de Elix, reclamando para si los honores debidos a los dioses. ¡ Insensato, que creía simular con el bronce batido por los cascos de sus caballos el crujido de las tempestades Ñ del inimitable rayo!, pero el padre omnipotente le disparó entre densas nubes un dardo (no leas, no humeantes llamas) y le precipitó en el profundo abismo. Vi también a Ticio, hijo de la Tierra, que produce todos los seres, cuyo cuerpo tendido ocupa siete yugadas enteras; un enorme buitre mora en lo hondo de su pecho y con su corvo pico le roe y le devora el hígado y las entrañas, que nunca mueren y renacen siempre para padecer sin momento de tregua. ¿A qué hablar de los lapitas Ixión y Plrltoo, sobre cuyas cabezas pende un negro peñasco, amagándolos siempre con su caída? Delante tienen voluptuosos lechos de áureas columnas y festines dispuestos con regio lujo; pero la principal de las Furias vela tendida a su lado, y en cuanto intentan llevar las manos a la mesa, se levanta blandiendo su tea y se lo impide con tonantes voces. Allí habitan los que en vida aborrecieron a sus hermanos, o hirieron a su padre, o vendieron el interés de su cliente; los que, numerosísima muchedumbre, incubaron riquezas atesoradas para ellos solos, sin dar una parte a los suyos; los que perdieron la vida por adúlteros; los que promovieron impías guerras o no temieron hacer traición a sus señores; todos éstos, encerrados allí, aguardan su castigo. No intentes saber qué castigo es el suyo, cuál es su suerte, en qué miseria yacen hundidos; unos hacen rodar un gran peñasco, otros penden amarrados a los radios de una rueda. El infeliz Teseo está sentado y lo estará eternamente,, y Flegias, el más desgraciado de todos, amonesta a los demás y va clamando entre las sombras con grandes voces: "¡ Escarmentad con mi ejemplo; aprended con él a ser justos y a no despreciar a los dioses!" este vendió por oro su patria y le impuso un tirano; hizo y deshizo leyes por su solo interés. Ese incestuoso atropelló el lecho de su hija; todos osaron concebir grandes maldades y las llevaron a cabo. No, aun cuando tuviese cien lenguas y cien bocas y una voz de hierro, no podría expresar todas las formas de los crímenes ni decirte todos los nombres de sus castigos."
Luego que esto dijo la anciana sacerdotisa de Febo: "Mas, ¡ ea! -continuó-, sigue adelante tu camino y ofrece a Proserpina el debido tributo. Aceleremos el paso; ya descubro las murallas forjadas en las fraguas de los Cíclopes y veo las puertas del palacio de Plutón bajo esa bóveda que tenemos delante; ahí nos está mandando deponer nuestra ofrenda." Dijo, y avanzando juntos por el tenebroso camino, atraviesan el espacio que los separa del palacio y llegan a sus puertas; Eneas penetra en el zaguán, se rocía el cuerpo con un agua recién cogida y suspende el ramo en el dintel frontero.
Hecho esto, y habiendo ya cumplido con la diosa, llegaron a los sitios risueños y a los amenos vergeles de los bosques afortunados, moradas de la felicidad. Ya un aire más puro viste aquellos campos de brillante luz, ya aquellos sitios tienen su sol y sus estrellas. Unos ejercitan sus miembros en herbosas palestras y se divierten en luchar sobre la dorada arena; otros danzan en coro y entonan versos. Allí el sacerdote Tracio, arrastrando largas vestiduras, acompaña sus cantos con las siete cuerdas de su lira, que ora pulsa con los dedos, ora con el ebúrneo plectro, Allí está el antiguo linaje de Teucro, raza bellísima, héroes magnánimos, nacidos en mejores tiempos, lío, Asaraco y Dárdano, el fundador de Troya. Asombrado, Eneas ve a lo lejos armas y carros vacíos, lanzas hincadas en tierra y caballos sueltos paciendo diseminados por las vegas; la afición que aquellos guerreros tuvieron en vida a los carros y las armas, su antiguo afán por criar lozanos corceles, los siguen aún en el seno de la tierra. Luego ve a derecha e izquierda a otros comiendo tendidos sobre la hierba y entonando en coro jubilosos himnos en honor de Apolo, en medio de un fragante bosque de laureles, adonde viene a caer el caudaloso Erídano, difundiéndose de allí por toda la selva. Allí están los que recibieron heridas lidiando por la patria, los sacerdotes que tuvieron una Vida casta, los vates piadosos que cantaron versos dignos de Febo, los que perfeccionaron la vida con las artes que inventaron y los que por sus méritos viven en la memoria de los hombres, Todos éstos llevan ceñidas las sien es de nevadas Infulas. Ya en medio de ellos, la Sibila les habla así, dirigiéndose más particularmente a Museo, a quien rodean los demás y que lleva a todos la cabeza: "Decidme, almas bienaventuradas, y tú, virtuosísimo vate, ¿en cuál región, en qué sitio mora Anquises? Por él venimos y por él hemos cruzado los grandes ríos del Erebo." Así respondió brevemente Museo: "Ninguno tiene aquí morada fija; habitamos en frondosos bosques y unas veces andamos por los altos ribazos, otras por las márgenes de los arroyos; pero si tal es vuestro deseo, subid este collado y pronto señalaré un camino para que le encontréis fácilmente" Dijo, y echando a andar delante de ellos, les muestra desde la altura unas risueñas campiñas, a las cuales baja en seguida.
Estaba entonces el padre Anquises examinando con vivo afán unas almas encerradas en el fondo de un frondoso valle; almas destinadas a ir a la tierra, en las cuales reconocía todo el futuro linaje de sus descendientes, su posteridad amada, y veía sus hados, sus varias fortunas, sus hechos, sus proezas. Apenas vio a Eneas, que se dirigía a él cruzando el prado, tendióle alegre entrambas manos y bañadas de llanto las mejillas dejó caer de sus labios estas palabras: "¡ Que al fin has venido y tu tan probada piedad filial ha superado este arduo camino! ¡ Que al fin me es dado ver tu rostro, hijo mío, y oír tu voz y hablarte como de antes! Yo en verdad, computando los tiempos, discurría que así había de ser, y no me ha engañado mi afán. ¡Cuántas tierras y cuántos mares has tenido que cruzar para venir a yerme! ¡ Cuántos peligros has arrostrado, hijo mío! ¡ Cuánto temía yo que te fuesen fatales las regiones de la Libia!" Eneas le respondió: "Tu triste imagen, ¡ oh padre!, presentándoseme continuamente es la que me ha impulsado a pisar estos umbrales. Mi armada está surta en el mar Tirreno. Dame, ¡ oh padre!, dame tu diestra y no te sustraigas a mis abrazos." Esto diciendo, largo llanto bañaba su rostro: tres veces probó a echarle los brazos al cuello: tres la imagen, en vano asida, se escapé de entre sus manos como una aura leve o como alado sueño.
Eneas en tanto ve en una cañada un apartado bosque lleno de gárrulas enramadas, plácido retiro, que baña el río Leteo. Innumerables pueblos y naciones vagaban alrededor de sus aguas, como las abejas en los prados cuando, durante el sereno estío, se posan sobre las varias flores y, apiñadas alrededor de las blancas azucenas, llenan con su zumbido toda la campiña. Ignorante Eneas de lo que ve y estremecido ante aquella súbita aparición, pregunta la causa, cuál es aquel dilatado río y qué gentes son las que en tan grande multitud pueblan sus orillas. Entonces el padre Anquises: "Esas almas le dice-, destinadas por el hado a animar otros cuerpos, están bebiendo en las tranquilas aguas del Leteo el completo olvido de lo pasado. Hace mucho tiempo que deseaba hablarte de ellas, hacértelas ver y enumerar delante de ti esa larga prole mía, a fin de que te regocijes más conmigo de haber, por fin, encontrado a Italia." "¡ Oh padre!, ¿es creíble que algunas almas se remonten de aquí a la tierra y vuelvan segunda vez a encerrarse en cuerpos materiales? ¿Cómo tienen esos desgraciados tan vehemente anhelo de rever la luz del día?" "Voy a decírtelo, hijo mío, para que cese tu asombro", repuso Anquises, y de esta suerte le fue revelando cada cosa por su orden:
"Desde el principio del mundo un mismo espíritu interior anima el cielo y la tierra, y las líquidas llanuras y el luciente globo de la luna, y el sol y las estrellas; difundido por los miembros, ese espíritu mueve la materia y se mezcla al gran conjunto de todas las cosas; de aquí el linaje de los hombres y de los brutos de la tierra, y las aves, y todos los monstruos que cría el mar bajo la tersa superficie de sus aguas. Esas emanaciones del alma universal conservan su ígneo vigor y su celeste origen mientras no están cautivas en toscos cuerpos y no las embotan terrenas ligaduras y miembros destinados a morir: por eso temen y desean, padecen y gozan;