CARTA APOST�LICA
NOVO MILLENNIO INEUNTE
DEL SUMO PONT�FICE
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO
AL CLERO Y A LOS FIELES
AL CONCLUIR EL GRAN JUBILEO
DEL A�O 2000

 

A los Obispos,
a los sacerdotes y di�conos,
a los religiosos y religiosas y
a todos los fieles laicos.

1. Al comienzo del nuevo milenio, mientras se cierra el Gran Jubileo en el que hemos celebrado los dos mil a�os del nacimiento de Jes�s y se abre para la Iglesia una nueva etapa de su camino, resuenan en nuestro coraz�n las palabras con las que un d�a Jes�s, despu�s de haber hablado a la muchedumbre desde la barca de Sim�n, invit� al Ap�stol a � remar mar adentro � para pescar: � Duc in altum � (Lc 5,4). Pedro y los primeros compa�eros confiaron en la palabra de Cristo y echaron las redes. � Y habi�ndolo hecho, recogieron una cantidad enorme de peces � (Lc 5,6).

�Duc in altum! Esta palabra resuena tambi�n hoy para nosotros y nos invita a recordar con gratitud el pasado, a vivir con pasi�n el presente y a abrirnos con confianza al futuro: � Jesucristo es el mismo, ayer, hoy y siempre � (Hb 13,8).

La alegr�a de la Iglesia, que se ha dedicado a contemplar el rostro de su Esposo y Se�or, ha sido grande este a�o. Se ha convertido, m�s que nunca, en pueblo peregrino, guiado por Aqu�l que es � el gran Pastor de las ovejas � (Hb 13,20). Con un extraordinario dinamismo, que ha implicado a todos sus miembros, el Pueblo de Dios, aqu� en Roma, as� como en Jerusal�n y en todas las Iglesias locales, ha pasado a trav�s de la � Puerta Santa � que es Cristo. A �l, meta de la historia y �nico Salvador del mundo, la Iglesia y el Esp�ritu Santo han elevado su voz: � Marana tha - Ven, Se�or Jes�s � (cf. Ap 22,17.20; 1 Co 16,22).

Es imposible medir la efusi�n de gracia que, a lo largo del a�o, ha tocado las conciencias. Pero ciertamente, un � r�o de agua viva �, aquel que continuamente brota � del trono de Dios y del Cordero � (cf. Ap 22,1), se ha derramado sobre la Iglesia. Es el agua del Esp�ritu Santo que apaga la sed y renueva (cf. Jn 4,14). Es el amor misericordioso del Padre que, en Cristo, se nos ha revelado y dado otra vez. Al final de este a�o podemos repetir, con renovado regocijo, la antigua palabra de gratitud: � Cantad al Se�or porque es bueno, porque es eterna su misericordia � (Sal 118117,1).

2. Por eso, siento el deber de dirigirme a todos vosotros para compartir el canto de alabanza. Hab�a pensado en este A�o Santo del dos mil como un momento importante desde el inicio de mi Pontificado. Pens� en esta celebraci�n como una convocatoria providencial en la cual la Iglesia, treinta y cinco a�os despu�s del Concilio Ecum�nico Vaticano II, habr�a sido invitada a interrogarse sobre su renovaci�n para asumir con nuevo �mpetu su misi�n evangelizadora.

�Lo ha logrado el Jubileo? Nuestro compromiso, con sus generosos esfuerzos y las inevitables fragilidades, est� ante la mirada de Dios. Pero no podemos olvidar el deber de gratitud por las � maravillas � que Dios ha realizado por nosotros. � Misericordias Domini in aeternum cantabo � (Sal 8988,2).

Al mismo tiempo, lo ocurrido ante nosotros exige ser considerado y, en cierto sentido, interpretado, para escuchar lo que el Esp�ritu, a lo largo de este a�o tan intenso, ha dicho a la Iglesia (cf. Ap 2,7.11.17 etc.).

3. Sobre todo, queridos hermanos y hermanas, es necesario pensar en el futuro que nos espera. Tantas veces, durante estos meses, hemos mirado hacia el nuevo milenio que se abre, viviendo el Jubileo no s�lo como memoria del pasado, sino como profec�a del futuro. Es preciso ahora aprovechar el tesoro de gracia recibida, traduci�ndola en fervientes prop�sitos y en l�neas de acci�n concretas. Es una tarea a la cual deseo invitar a todas las Iglesias locales. En cada una de ellas, congregada en torno al propio Obispo, en la escucha de la Palabra, en la comuni�n fraterna y en la � fracci�n del pan � (cf. Hch 2,42), est� � verdaderamente presente y act�a la Iglesia de Cristo, una, santa, cat�lica y apost�lica �.1 Es especialmente en la realidad concreta de cada Iglesia donde el misterio del �nico Pueblo de Dios asume aquella especial configuraci�n que lo hace adecuado a todos los contextos y culturas.

Este encarnarse de la Iglesia en el tiempo y en el espacio refleja, en definitiva, el movimiento mismo de la Encarnaci�n. Es, pues, el momento de que cada Iglesia, reflexionando sobre lo que el Esp�ritu ha dicho al Pueblo de Dios en este especial a�o de gracia, m�s a�n, en el per�odo m�s amplio de tiempo que va desde el Concilio Vaticano II al Gran Jubileo, analice su fervor y recupere un nuevo impulso para su compromiso espiritual y pastoral. Con este objetivo, deseo ofrecer en esta Carta, al concluir el A�o Jubilar, la contribuci�n de mi ministerio petrino, para que la Iglesia brille cada vez m�s en la variedad de sus dones y en la unidad de su camino.

 

I
EL ENCUENTRO CON CRISTO,
HERENCIA DEL GRAN JUBILEO

4. � Gracias te damos, Se�or, Dios omnipotente � (Ap 11,17). En la Bula de convocatoria del Jubileo auguraba que la celebraci�n bimilenaria del misterio de la Encarnaci�n se viviera como un � �nico e ininterrumpido canto de alabanza a la Trinidad �2 y a la vez como camino de reconciliaci�n y como signo de genuina esperanza para quienes miran a Cristo y a su Iglesia �.3 La experiencia del a�o jubilar se ha movido precisamente en estas dimensiones vitales, alcanzando momentos de intensidad que nos han hecho como tocar con la mano la presencia misericordiosa de Dios, del cual procede � toda d�diva buena y todo don perfecto � (St 1,17).

Pienso, sobre todo, en la dimensi�n de la alabanza. Desde ella se mueve toda respuesta aut�ntica de fe a la revelaci�n de Dios en Cristo. El cristianismo es gracia, es la sorpresa de un Dios que, satisfecho no s�lo con la creaci�n del mundo y del hombre, se ha puesto al lado de su criatura, y despu�s de haber hablado muchas veces y de diversos modos por medio de los profetas, � �ltimamente, en estos d�as, nos ha hablado por medio de su Hijo � (Hb 1,1-2).

�En estos d�as! S�, el Jubileo nos ha hecho sentir que dos mil a�os de historia han pasado sin disminuir la actualidad de aquel � hoy � con el que los �ngeles anunciaron a los pastores el acontecimiento maravilloso del nacimiento de Jes�s en Bel�n: � Hoy os ha nacido en la ciudad de David un salvador, que es Cristo el Se�or � (Lc 2,11). Han pasado dos mil a�os, pero permanece m�s viva que nunca la proclamaci�n que Jes�s hizo de su misi�n ante sus at�nitos conciudadanos en la Sinagoga de Nazaret, aplicando a s� mismo la profec�a de Isa�as: � Hoy se cumple esta Escritura que acab�is de o�r � (Lc 4,21). Han pasado dos mil a�os, pero siente siempre consolador para los pecadores necesitados de misericordia �y �qui�n no lo es?� aquel � hoy � de la salvaci�n que en la Cruz abri� las puertas del Reino de Dios al ladr�n arrepentido: � En verdad te digo, hoy estar�s conmigo en el Para�so � (Lc 23,43).

La plenitud de los tiempos

5. La coincidencia de este Jubileo con la entrada en un nuevo milenio, ha favorecido ciertamente, sin ceder a fantas�as milenaristas, la percepci�n del misterio de Cristo en el gran horizonte de la historia de la salvaci�n. �El cristianismo es la religi�n que ha entrado en la historia! En efecto, es sobre el terreno de la historia donde Dios ha querido establecer con Israel una alianza y preparar as� el nacimiento del Hijo del seno de Mar�a, � en la plenitud de los tiempos � (Ga 4,4). Contemplado en su misterio divino y humano, Cristo es el fundamento y el centro de la historia, de la cual es el sentido y la meta �ltima. En efecto, es por medio �l, Verbo e imagen del Padre, que � todo se hizo � (Jn 1,3; cf. Col 1,15). Su encarnaci�n, culminada en el misterio pascual y en el don del Esp�ritu, es el eje del tiempo, la hora misteriosa en la cual el Reino de Dios se ha hecho cercano (cf. Mc 1,15), m�s a�n, ha puesto sus ra�ces, como una semilla destinada a convertirse en un gran �rbol (cf. Mc 4,30-32), en nuestra historia.

� Gloria a ti, Cristo Jes�s, hoy y siempre t� reinar�s �. Con este canto, tantas veces repetido, hemos contemplado en este a�o a Cristo como nos lo presenta el Apocalipsis: � El Alfa y la Omega, el Primero y el �ltimo, el Principio y el Fin � (Ap 22,13). Y contemplando a Cristo hemos adorado juntos al Padre y al Esp�ritu, la �nica e indivisible Trinidad, misterio inefable en el cual todo tiene su origen y su realizaci�n.

Purificaci�n de la memoria

6. Para que nosotros pudi�ramos contemplar con mirada m�s pura el misterio, este A�o jubilar ha estado fuertemente caracterizado por la petici�n de perd�n. Y esto ha sido as� no s�lo para cada uno individualmente, que se ha examinado sobre la propia vida para implorar misericordia y obtener el don especial de la indulgencia, sino tambi�n para toda la Iglesia, que ha querido recordar las infidelidades con las cuales tantos hijos suyos, a lo largo de la historia, han ensombrecido su rostro de Esposa de Cristo.

Para este examen de conciencia nos hab�amos preparado mucho antes, conscientes de que la Iglesia, acogiendo en su seno a los pecadores � es santa y a la vez tiene necesidad de purificaci�n �.4 Unos Congresos cient�ficos nos han ayudado a centrar aquellos aspectos en los que el esp�ritu evang�lico, durante los dos primeros milenios, no siempre ha brillado. �C�mo olvidar la conmovedora Liturgia del 12 de marzo de 2000, en la cual yo mismo, en la Bas�lica de san Pedro, fijando la mirada en Cristo Crucificado, me he hecho portavoz de la Iglesia pidiendo perd�n por el pecado de tantos hijos suyos? Esta � purificaci�n de la memoria � ha reforzado nuestros pasos en el camino hacia el futuro, haci�ndonos a la vez m�s humildes y atentos en nuestra adhesi�n al Evangelio.

Los testigos de la fe

7. Sin embargo, la viva conciencia penitencial no nos ha impedido dar gloria al Se�or por todo lo que ha obrado a lo largo de los siglos, y especialmente en el siglo que hemos dejado atr�s, concediendo a su Iglesia una gran multitud de santos y de m�rtires. Para algunos de ellos el A�o jubilar ha sido tambi�n el a�o de su beatificaci�n o canonizaci�n. Respecto a Pont�fices bien conocidos en la historia o a humildes figuras de laicos y religiosos, de un continente a otro del mundo, la santidad se ha manifestado m�s que nunca como la dimensi�n que expresa mejor el misterio de la Iglesia. Mensaje elocuente que no necesita palabras, la santidad representa al vivo el rostro de Cristo.

Mucho se ha trabajado tambi�n, con ocasi�n del A�o Santo, para recoger las memorias preciosas de los Testigos de la fe en el siglo XX. Los hemos conmemorado el 7 de mayo de 2000, junto con representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en el sugestivo marco del Coliseo, s�mbolo de las antiguas persecuciones. Es una herencia que no se debe perder y que se ha de trasmitir para un perenne deber de gratitud y un renovado prop�sito de imitaci�n.

Iglesia peregrina

8. Siguiendo las huellas de los Santos, se han acercado aqu� a Roma, ante las tumbas de los Ap�stoles, innumerables hijos de la Iglesia, deseosos de profesar la propia fe, confesar los propios pecados y recibir la misericordia que salva. Mi mirada en este a�o ha quedado impresionada no s�lo por las multitudes que han llenado la Plaza de san Pedro durante muchas celebraciones. Frecuentemente me he parado a mirar las largas filas de peregrinos en espera paciente de cruzar la Puerta Santa. En cada uno de ellos trataba de imaginar la historia de su vida, llena de alegr�as, ansias y dolores; una historia de encuentro con Cristo y que en el di�logo con �l reemprend�a su camino de esperanza.

Observando tambi�n el continuo fluir de los grupos, los ve�a como una imagen pl�stica de la Iglesia peregrina, la Iglesia que est�, como dice san Agust�n � entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios �.5 Nosotros s�lo podemos observar el aspecto m�s externo de este acontecimiento singular. �Qui�n puede valorar las maravillas de la gracia que se han dado en los corazones? Conviene callar y adorar, confiando humildemente en la acci�n misteriosa de Dios y cantar su amor infinito: � �Misericordias Domini in aeternum cantabo! �.

Los j�venes

9. Los numerosos encuentros jubilares han congregado las m�s diversas clases de personas, not�ndose una participaci�n realmente impresionante, que a veces ha puesto a prueba el esfuerzo de los organizadores y animadores, tanto eclesiales como civiles. Deseo aprovechar esta Carta para expresar a todos ellos mi agradecimiento m�s cordial. Pero, adem�s del n�mero, lo que tantas veces me ha conmovido ha sido constatar el serio esfuerzo de oraci�n, de reflexi�n y de comuni�n que estos encuentros han manifestado.

Y, �c�mo no recordar especialmente el alegre y entusiasmante encuentro de los j�venes? Si hay una imagen del Jubileo del A�o 2000 que quedar� viva en el recuerdo m�s que las otras es seguramente la de la multitud de j�venes con los cuales he podido establecer una especie de di�logo privilegiado, basado en una rec�proca simpat�a y un profundo entendimiento. Fue as� desde la bienvenida que les di en la Plaza de san Juan de Letr�n y en la Plaza de san Pedro. Despu�s les vi deambular por la Ciudad, alegres como deben ser los j�venes, pero tambi�n reflexivos, deseosos de oraci�n, de � sentido � y de amistad verdadera. No ser� f�cil, ni para ellos mismos, ni para cuantos los vieron, borrar de la memoria aquella semana en la cual Roma se hizo � joven con los j�venes �. No ser� posible olvidar la celebraci�n eucar�stica de Tor Vergata.

Una vez m�s, los j�venes han sido para Roma y para la Iglesia un don especial del Esp�ritu de Dios. A veces, cuando se mira a los j�venes, con los problemas y las fragilidades que les caracterizan en la sociedad contempor�nea, hay una tendencia al pesimismo. Es como si el Jubileo de los J�venes nos hubiera � sorprendido �, trasmiti�ndonos, en cambio, el mensaje de una juventud que expresa un deseo profundo, a pesar de posibles ambig�edades, de aquellos valores aut�nticos que tienen su plenitud en Cristo. �No es, tal vez, Cristo el secreto de la verdadera libertad y de la alegr�a profunda del coraz�n? �No es Cristo el amigo supremo y a la vez el educador de toda amistad aut�ntica? Si a los j�venes se les presenta a Cristo con su verdadero rostro, ellos lo experimentan como una respuesta convincente y son capaces de acoger el mensaje, incluso si es exigente y marcado por la Cruz. Por eso, vibrando con su entusiasmo, no dud� en pedirles una opci�n radical de fe y de vida, se�al�ndoles una tarea estupenda: la de hacerse � centinelas de la ma�ana � (cf. Is 21,11-12) en esta aurora del nuevo milenio.

Peregrinos de diversas clases

10. Obviamente no puedo detenerme en detalles sobre todas las celebraciones jubilares. Cada una de ellas ha tenido sus caracter�sticas y ha dejado su mensaje no s�lo a los que han asistido directamente, sino tambi�n a los que lo han conocido o han participado a distancia a trav�s de los medios de comunicaci�n social. Pero, �c�mo no recordar el tono festivo del primer gran encuentro dedicado a los ni�os? Empezar por ellos significaba, en cierto modo, respetar la exhortaci�n de Jes�s: � Dejad que los ni�os se acerquen a m� � (Mc 10,14). M�s a�n, quiz�s significaba repetir el gesto que �l hizo cuando � coloc� en medio � a un ni�o y lo present� como s�mbolo mismo de la actitud que hab�a que asumir, si se quiere entrar en el Reino de Dios (cf. Mt 18,2-4).

Y as�, en cierto sentido, siguiendo las huellas de los ni�os han venido a pedir la misericordia jubilar las m�s diversas clases de adultos: desde los ancianos a los enfermos y minusv�lidos, desde los trabajadores de las oficinas y del campo a los deportistas, desde los artistas a los profesores universitarios, desde los Obispos y presb�teros a las personas de vida consagrada, desde los pol�ticos y los periodistas hasta los militares, venidos para confirmar el sentido de su servicio como un servicio a la paz.

Gran impacto tuvo el encuentro de los trabajadores, desarrollado el 1 de mayo dentro de la tradicional fecha de la fiesta del trabajo. A ellos les ped� que vivieran la espiritualidad del trabajo, a imitaci�n de san Jos� y de Jes�s mismo. Su jubileo me ofreci�, adem�s, la ocasi�n para lanzar una fuerte llamada a remediar los desequilibrios econ�micos y sociales existentes en el mundo del trabajo, y a gestionar con decisi�n los procesos de la globalizaci�n econ�mica en funci�n de la solidaridad y del respeto debido a cada persona humana.

Los ni�os, con su incontenible comportamiento festivo, volvieron en el Jubileo de las Familias, en el cual han sido se�alados al mundo como � primavera de la familia y de la sociedad �. Muy elocuente fue este encuentro jubilar en el cual tantas familias, procedentes de diversas partes del mundo, vinieron para obtener, con renovado fervor, la luz de Cristo sobre el proyecto originario de Dios (cf. Mc 10,6-8; Mt 19,4-6). Ellas se comprometieron a difundirla en una cultura que corre el peligro de perder, de modo cada vez m�s preocupante, el sentido mismo del matrimonio y de la instituci�n familiar.

Entre los encuentros m�s emotivos est� tambi�n para m� el que tuve con los presos de Regina Caeli. En sus ojos le� el dolor, pero tambi�n el arrepentimiento y la esperanza. Para ellos el Jubileo fue por un motivo muy particular un � a�o de misericordia �.

Simp�tico fue, finalmente, en los �ltimos d�as del a�o, el encuentro con el mundo del espect�culo. A las personas que trabajan en este sector record� la gran responsabilidad de proponer, con la alegre diversi�n, mensajes positivos, moralmente sanos, capaces de transmitir confianza y amor a la vida.

Congreso Eucar�stico Internacional

11. En la l�gica de este A�o jubilar, un significado determinante deb�a tener el Congreso Eucar�stico Internacional. �Y lo tuvo! Si la Eucarist�a es el sacrificio de Cristo que se hace presente entre nosotros, �c�mo pod�a su presencia real no ser el centro del A�o Santo dedicado a la encarnaci�n del Verbo? Precisamente por ello fue previsto como a�o � intensamente eucar�stico �6 y as� hemos procurado vivirlo. Al mismo tiempo, �c�mo pod�a faltar, al lado del recuerdo del nacimiento del Hijo, el de la Madre? Mar�a ha estado presente en las celebraciones jubilares no s�lo por medio de oportunos y cualificados congresos, sino sobre todo a trav�s del gran Acto de consagraci�n con el que, rodeado por buena parte del Episcopado mundial, confi� a su solicitud materna la vida de los hombres y de las mujeres del nuevo milenio.

La dimensi�n ecum�nica

12. Se comprender� as� que hable espont�neamente del Jubileo visto desde la Sede de Pedro. Sin embargo, no olvido que yo mismo quise que su celebraci�n tuviese lugar de pleno derecho tambi�n en las Iglesias particulares, y es all� donde la mayor parte de los fieles han podido obtener las gracias especiales y, en particular, la indulgencia del A�o jubilar. As� pues, es significativo que muchas Di�cesis hayan sentido el deseo de hacerse presentes, con numerosos grupos de fieles, tambi�n aqu� en Roma. La Ciudad Eterna ha manifestado, pues, una vez m�s su papel providencial de lugar donde las riquezas y los dones de todas y cada una de las Iglesias, y tambi�n de cada naci�n y cultura, se armonizan en la � catolicidad �, para que la �nica Iglesia de Cristo manifieste de modo cada vez m�s elocuente su misterio de sacramento de unidad.7

Hab�a pedido tambi�n que, en el programa del A�o jubilar, se prestara una particular atenci�n a la dimensi�n ecum�nica. �Qu� ocasi�n m�s propicia para animar el camino hacia la plena comuni�n que la celebraci�n com�n del nacimiento de Cristo? Se han llevado a cabo muchos esfuerzos para este objetivo, y entre ellos destaca el encuentro ecum�nico en la Bas�lica de San Pablo el 18 de enero de 2000, cuando por primera vez en la historia una Puerta Santa fue abierta conjuntamente por el Sucesor de Pedro, por el Primado Anglicano y por un Metropolitano del Patriarcado Ecum�nico de Constantinopla, en presencia de representantes de Iglesias y Comunidades eclesiales del todo el mundo. En esta misma direcci�n han ido tambi�n algunos importantes encuentros con Patriarcas ortodoxos y Jerarcas de otras Confesiones cristianas. Recuerdo, en particular, la reciente visita de S.S. Karekin II, Patriarca Supremo y Catholicos de todos los Armenios. Adem�s, muchos fieles de otras Iglesias y Comunidades eclesiales han participado en los encuentros jubilares de los diversos grupos. El camino ecum�nico es ciertamente laborioso, quiz�s largo, pero nos anima la esperanza de estar guiados por la presencia de Cristo resucitado y por la fuerza inagotable de su Esp�ritu, capaz de sorpresas siempre nuevas.

La peregrinaci�n en Tierra Santa

13. �C�mo no recordar tambi�n mi Jubileo personal por los caminos de Tierra Santa? Habr�a deseado iniciarlo en Ur de los Caldeos, para seguir casi pr�cticamente las huellas de Abraham � nuestro padre en la fe � (cf. Rm 4,11-16). En cambio, tuve que contentarme con una etapa �nicamente espiritual, mediante la sugestiva � Liturgia de la palabra � celebrada el 23 de febrero en el Aula Pablo VI. A continuaci�n tuvo lugar la verdadera peregrinaci�n, siguiendo el itinerario de la historia de la salvaci�n. As� tuve el gozo de pararme en el Monte Sina�, lugar que recuerda la entrega del Dec�logo y de la primera Alianza. Un mes despu�s retom� el camino, llegando al Monte Nebo y visitando luego los mismos lugares habitados y santificados por el Redentor. Es dif�cil expresar la emoci�n que experiment� al poder venerar los lugares del nacimiento y de la vida de Cristo, en Bel�n y Nazaret, al celebrar la Eucarist�a en el Cen�culo, en el mismo lugar de su instituci�n, al meditar el misterio de la Cruz sobre el G�lgota, donde �l dio su vida por nosotros. En aquellos lugares, a�n tan probados e incluso recientemente entristecidos por la violencia, pude experimentar una acogida extraordinaria no s�lo por parte de los hijos de la Iglesia, sino tambi�n por parte de las comunidades israel�tica y palestina. Grande fue mi emoci�n en la oraci�n ante el Muro de las Lamentaciones y durante la visita al Mausoleo de Yad Vashem, en el recuerdo aterrador de las v�ctimas de los campos de exterminio nazis. Aquella peregrinaci�n fue un momento de fraternidad y de paz, que me complace se�alar como uno de los dones m�s bellos del acontecimiento jubilar. Pensando en el clima vivido en aquellos d�as, expreso el sincero augurio de una pronta y justa soluci�n de los problemas a�n abiertos en aquellos lugares santos, tan queridos a la vez por los jud�os, los cristianos y los musulmanes.

La deuda internacional

14. El Jubileo ha sido tambi�n, �y no pod�a ser de otro modo� un gran acontecimiento de caridad. Desde los a�os preparatorios, hice una llamada a una mayor y m�s comprometida atenci�n a los problemas de la pobreza que a�n afligen al mundo. Un significado particular ha tenido, a este respecto, el problema de la deuda internacional de los Pa�ses pobres. En relaci�n con �stos, un gesto de generosidad estaba en la l�gica misma del Jubileo, que en su originaria configuraci�n b�blica era precisamente el tiempo en el cual la comunidad se compromet�a a restablecer la justicia y la solidaridad en las relaciones entre las personas, restituyendo tambi�n los bienes materiales substra�dos. Me complace observar que recientemente los Parlamentos de muchos Estados acreedores han votado una reducci�n sustancial de la deuda bilateral que tienen los Pa�ses m�s pobres y endeudados. Formulo mis votos para que los respectivos Gobiernos acaten, en breve plazo, estas decisiones parlamentarias. M�s problem�tica ha resultado, sin embargo, la cuesti�n de la deuda multilateral, contra�da por Pa�ses pobres con los Organismos financieros internacionales. Es de desear que los Estados miembros de tales organizaciones, sobre todo los que tienen un mayor peso en las decisiones, logren encontrar el consenso necesario para llegar a una r�pida soluci�n de una cuesti�n de la que depende el proceso de desarrollo de muchos Pa�ses, con graves consecuencias para la condici�n econ�mica y existencial de tantas personas.

Un nuevo dinamismo

15. �stos son algunos de los aspectos m�s sobresalientes de la experiencia jubilar. �sta deja en nosotros tantos recuerdos. Pero si quisi�ramos individuar el n�cleo esencial de la gran herencia que nos deja, no dudar�a en concretarlo en la contemplaci�n del rostro de Cristo: contemplado en sus coordenadas hist�ricas y en su misterio, acogido en su m�ltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino.

Ahora tenemos que mirar hacia adelante, debemos � remar mar adentro �, confiando en la palabra de Cristo: �Duc in altum! Lo que hemos hecho este a�o no puede justificar una sensaci�n de dejadez y menos a�n llevarnos a una actitud de desinter�s. Al contrario, las experiencias vividas deben suscitar en nosotros un dinamismo nuevo, empuj�ndonos a emplear el entusiasmo experimentado en iniciativas concretas. Jes�s mismo nos lo advierte: � Quien pone su mano en el arado y vuelve su vista atr�s, no sirve para el Reino de Dios � (Lc 9,62). En la causa del Reino no hay tiempo para mirar para atr�s, y menos para dejarse llevar por la pereza. Es mucho lo que nos espera y por eso tenemos que emprender una eficaz programaci�n pastoral postjubilar.

Sin embargo, es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, est� fundado en la contemplaci�n y en la oraci�n. El nuestro es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo f�cil del � hacer por hacer �. Tenemos que resistir a esta tentaci�n, buscando � ser � antes que � hacer �. Recordemos a este respecto el reproche de Jes�s a Marta: � T� te afanas y te preocupas por muchas cosas y sin embargo s�lo una es necesaria � (Lc 10,41-42). Con este esp�ritu, antes de someter a vuestra consideraci�n unas l�neas de acci�n, deseo haceros part�cipes de algunos puntos de meditaci�n sobre el misterio de Cristo, fundamento absoluto de toda nuestra acci�n pastoral.

II
UN ROSTRO PARA CONTEMPLAR

16. � Queremos ver a Jes�s � (Jn 12,21). Esta petici�n, hecha al ap�stol Felipe por algunos griegos que hab�an acudido a Jerusal�n para la peregrinaci�n pascual, ha resonado tambi�n espiritualmente en nuestros o�dos en este A�o jubilar. Como aquellos peregrinos de hace dos mil a�os, los hombres de nuestro tiempo, quiz�s no siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no s�lo � hablar � de Cristo, sino en cierto modo hac�rselo � ver �. �Y no es quiz� cometido de la Iglesia reflejar la luz de Cristo en cada �poca de la historia y hacer resplandecer tambi�n su rostro ante las generaciones del nuevo milenio?

Nuestro testimonio ser�a, adem�s, enormemente deficiente si nosotros no fu�semos los primeros contempladores de su rostro. El Gran Jubileo nos ha ayudado a serlo m�s profundamente. Al final del Jubileo, a la vez que reemprendemos el ritmo ordinario, llevando en el �nimo las ricas experiencias vividas durante este per�odo singular, la mirada se queda m�s que nunca fija en el rostro del Se�or.

El testimonio de los Evangelios

17. La contemplaci�n del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de �l dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, est� impregnada de este misterio, se�alado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto que san Jer�nimo afirma con vigor: � Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo �.8 Teniendo como fundamento la Escritura, nos abrimos a la acci�n del Esp�ritu (cf. Jn 15,26), que es el origen de aquellos escritos, y, a la vez, al testimonio de los Ap�stoles (cf. ib�d., 27), que tuvieron la experiencia viva de Cristo, la Palabra de vida, lo vieron con sus ojos, lo escucharon con sus o�dos y lo tocaron con sus manos (cf. 1 Jn 1,1).

Lo que nos ha llegado por medio de ellos es una visi�n de fe, basada en un testimonio hist�rico preciso. Es un testimonio verdadero que los Evangelios, no obstante su compleja redacci�n y con una intenci�n primordialmente catequ�tica, nos transmitieron de una manera plenamente comprensible.9

18. En realidad los Evangelios no pretenden ser una biograf�a completa de Jes�s seg�n los c�nones de la ciencia hist�rica moderna. Sin embargo, de ellos emerge el rostro del Nazareno con un fundamento hist�rico seguro, pues los evangelistas se preocuparon de presentarlo recogiendo testimonios fiables (cf. Lc 1,3) y trabajando sobre documentos sometidos al atento discernimiento eclesial. Sobre la base de estos testimonios iniciales ellos, bajo la acci�n iluminada del Esp�ritu Santo, descubrieron el dato humanamente desconcertante del nacimiento virginal de Jes�s de Mar�a, esposa de Jos�. De quienes lo hab�an conocido durante los casi treinta a�os transcurridos por �l en Nazaret (cf. Lc 3,23), recogieron los datos sobre su vida de � hijo del carpintero � (Mt 13,55) y tambi�n como � carpintero �, en medio de sus parientes (cf. Mc 6,3). Hablaron de su religiosidad, que lo mov�a a ir con los suyos en peregrinaci�n anual al templo de Jerusal�n (cf. Lc 2,41) y sobre todo porque acud�a de forma habitual a la sinagoga de su ciudad (cf. Lc 4,16).

Despu�s los relatos ser�n m�s extensos, a�n sin ser una narraci�n org�nica y detallada, en el per�odo del ministerio p�blico, a partir del momento en que el joven galileo se hace bautizar por Juan Bautista en el Jord�n y, apoyado por el testimonio de lo alto, con la conciencia de ser el � Hijo amado � (cf. Lc 3,22), inicia su predicaci�n de la venida del Reino de Dios, ense�ando sus exigencias y su fuerza mediante palabras y signos de gracia y misericordia. Los Evangelios nos lo presentan as� en camino por ciudades y aldeas, acompa�ado por doce Ap�stoles elegidos por �l (cf. Mc 3,13-19), por un grupo de mujeres que los ayudan (cf. Lc 8,2-3), por muchedumbres que lo buscan y lo siguen, por enfermos que imploran su poder de curaci�n, por interlocutores que escuchan, con diferente eco, sus palabras.

La narraci�n de los Evangelios coincide adem�s en mostrar la creciente tensi�n que hay entre Jes�s y los grupos dominantes de la sociedad religiosa de su tiempo, hasta la crisis final, que tiene su ep�logo dram�tico en el G�lgota. Es la hora de las tinieblas, a la que seguir� una nueva, radiante y definitiva aurora. En efecto, las narraciones evang�licas terminan mostrando al Nazareno victorioso sobre la muerte, se�alan la tumba vac�a y lo siguen en el ciclo de las apariciones, en las cuales los disc�pulos, perplejos y at�nitos antes, llenos de indecible gozo despu�s, lo experimentan vivo y radiante, y de �l reciben el don del Esp�ritu Santo (cf. Jn 20,22) y el mandato de anunciar el Evangelio a � todas las gentes � (Mt 28,19).

El camino de la fe

19. � Los disc�pulos se alegraron de ver al Se�or � (Jn 20,20). El rostro que los Ap�stoles contemplaron despu�s de la resurrecci�n era el mismo de aquel Jes�s con quien hab�an vivido unos tres a�os, y que ahora los convenc�a de la verdad asombrosa de su nueva vida mostr�ndoles � las manos y el costado � (ib�d.). Ciertamente no fue f�cil creer. Los disc�pulos de Ema�s creyeron s�lo despu�s de un laborioso itinerario del esp�ritu (cf. Lc 24,13-35). El ap�stol Tom�s crey� �nicamente despu�s de haber comprobado el prodigio (cf. Jn 20,24-29). En realidad, aunque se viese y se tocase su cuerpo, s�lo la fe pod�a franquear el misterio de aquel rostro. �sta era una experiencia que los disc�pulos deb�an haber hecho ya en la vida hist�rica de Cristo, con las preguntas que afloraban en su mente cada vez que se sent�an interpelados por sus gestos y por sus palabras. A Jes�s no se llega verdaderamente m�s que por la fe, a trav�s de un camino cuyas etapas nos presenta el Evangelio en la bien conocida escena de Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,13-20). A los disc�pulos, como haciendo un primer balance de su misi�n, Jes�s les pregunta qui�n dice la � gente � que es �l, recibiendo como respuesta: � Unos, que Juan el Bautista; otros, que El�as; otros, que Jerem�as o uno de los profetas � (Mt 16,14). Respuesta elevada, pero distante a�n ��y cu�nto!� de la verdad. El pueblo llega a entrever la dimensi�n religiosa realmente excepcional de este rabb� que habla de manera fascinante, pero que no consigue encuadrarlo entre los hombres de Dios que marcaron la historia de Israel. En realidad, �Jes�s es muy distinto! Es precisamente este ulterior grado de conocimiento, que ata�e al nivel profundo de su persona, lo que �l espera de los � suyos �: � Y vosotros �qui�n dec�s que soy yo? � (Mt 16,15). S�lo la fe profesada por Pedro, y con �l por la Iglesia de todos los tiempos, llega realmente al coraz�n, yendo a la profundidad del misterio: � T� eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo � (Mt 16,16).

20. �C�mo lleg� Pedro a esta fe? �Y qu� se nos pide a nosotros si queremos seguir de modo cada vez m�s convencido sus pasos? Mateo nos da una indicaci�n clarificadora en las palabras con que Jes�s acoge la confesi�n de Pedro: � No te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que est� en los cielos � (16,17). La expresi�n � carne y sangre � evoca al hombre y el modo com�n de conocer. Esto, en el caso de Jes�s, no basta. Es necesaria una gracia de � revelaci�n � que viene del Padre (cf. ib�d.). Lucas nos ofrece un dato que sigue la misma direcci�n, haciendo notar que este di�logo con los disc�pulos se desarroll� mientras Jes�s � estaba orando a solas � (Lc 9,18). Ambas indicaciones nos hacen tomar conciencia del hecho de que a la contemplaci�n plena del rostro del Se�or no llegamos s�lo con nuestras fuerzas, sino dej�ndonos guiar por la gracia. S�lo la experiencia del silencio y de la oraci�n ofrece el horizonte adecuado en el que puede madurar y desarrollarse el conocimiento m�s aut�ntico, fiel y coherente, de aquel misterio, que tiene su expresi�n culminante en la solemne proclamaci�n del evangelista Juan: � Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo �nico, lleno de gracia y de verdad � (Jn 1,14).

La profundidad del misterio

21. �La Palabra y la carne, la gloria divina y su morada entre los hombres! En la uni�n �ntima e inseparable de estas dos polaridades est� la identidad de Cristo, seg�n la formulaci�n cl�sica del Concilio de Calcedonia (a. 451): � Una persona en dos naturalezas �. La persona es aqu�lla, y s�lo aqu�lla, la Palabra eterna, el hijo del Padre. Sus dos naturalezas, sin confusi�n alguna, pero sin separaci�n alguna posible, son la divina y la humana.10

Somos conscientes de los l�mites de nuestros conceptos y palabras. La f�rmula, aunque siempre humana, est� sin embargo expresada cuidadosamente en su contenido doctrinal y nos permite asomarnos, en cierto modo, a la profundidad del misterio. Ciertamente, �Jes�s es verdadero Dios y verdadero hombre! Como el ap�stol Tom�s, la Iglesia est� invitada continuamente por Cristo a tocar sus llagas, es decir, a reconocer la plena humanidad asumida en Mar�a, entregada a la muerte, transfigurada por la resurrecci�n: � Acerca aqu� tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y m�tela en mi costado � (Jn 20,27). Como Tom�s, la Iglesia se postra ante Cristo resucitado, en la plenitud de su divino esplendor, y exclama perennemente: �� Se�or m�o y Dios m�o �! (Jn 20,28).

22. � La Palabra se hizo carne � (Jn 1,14). Esta espl�ndida presentaci�n jo�nica del misterio de Cristo est� confirmada por todo el Nuevo Testamento. En este sentido se sit�a tambi�n el ap�stol Pablo cuando afirma que el Hijo de Dios naci� de la estirpe de David � seg�n la carne � (Rm 1,3; cf. 9,5). Si hoy, con el racionalismo que reina en gran parte de la cultura contempor�nea, es sobre todo la fe en la divinidad de Cristo lo que constituye un problema, en otros contextos hist�ricos y culturales hubo m�s bien la tendencia a rebajar o desconocer el aspecto hist�rico concreto de la humanidad de Jes�s. Pero para la fe de la Iglesia es esencial e irrenunciable afirmar que realmente la Palabra � se hizo carne � y asumi� todas las caracter�sticas del ser humano, excepto el pecado (cf. Hb 4,15). En esta perspectiva, la Encarnaci�n es verdaderamente una kenosis, un "despojarse", por parte del Hijo de Dios, de la gloria que tiene desde la eternidad (cf. Flp 2,6-8; 1 P 3,18).

Por otra parte, este rebajarse del Hijo de Dios no es un fin en s� mismo; tiende m�s bien a la plena glorificaci�n de Cristo, incluso en su humanidad. � Por lo cual Dios le exalt� y le otorg� un Nombre sobre todo nombre. Para que al nombre de Jes�s toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo Jes�s es Se�or para gloria de Dios Padre � (Flp 2,9-11).

23. � Se�or, busco tu rostro � (Sal 2726,8). El antiguo anhelo del Salmista no pod�a recibir una respuesta mejor y sorprendente m�s que en la contemplaci�n del rostro de Cristo. En �l Dios nos ha bendecido verdaderamente y ha hecho � brillar su rostro sobre nosotros � (Sal 6766,3). Al mismo tiempo, Dios y hombre como es, Cristo nos revela tambi�n el aut�ntico rostro del hombre, � manifiesta plenamente el hombre al propio hombre �.11

Jes�s es el � hombre nuevo � (cf. Ef 4,24; Col 3,10) que llama a participar de su vida divina a la humanidad redimida. En el misterio de la Encarnaci�n est�n las bases para una antropolog�a que es capaz de ir m�s all� de sus propios l�mites y contradicciones, movi�ndose hacia Dios mismo, m�s a�n, hacia la meta de la � divinazaci�n �, a trav�s de la incorporaci�n a Cristo del hombre redimido, admitido a la intimidad de la vida trinitaria. Sobre esta dimensi�n salv�fica del misterio de la Encarnaci�n los Padres han insistido mucho: s�lo porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en �l y por medio de �l, llegar a ser realmente hijo de Dios.12

Rostro del Hijo

24. Esta identidad divino-humana brota vigorosamente de los Evangelios, que nos ofrecen una serie de elementos gracias a los cuales podemos introducirnos en la � zona-l�mite � del misterio, representada por la autoconciencia de Cristo. La Iglesia no duda de que en su narraci�n los evangelistas, inspirados por el Esp�ritu Santo, captaran correctamente, en las palabras pronunciadas por Jes�s, la verdad que �l ten�a sobre su conciencia y su persona. �No es quiz�s esto lo que nos quiere decir Lucas, recogiendo las primeras palabras de Jes�s, apenas con doce a�os, en el templo de Jerusal�n? Entonces �l aparece ya consciente de tener una relaci�n �nica con Dios, como es la propia del � hijo �. En efecto, a su Madre, que le hace notar la angustia con que ella y Jos� lo han buscado, Jes�s responde sin dudar: � �Por qu� me buscabais? �No sab�ais que yo deb�a estar en la casa de mi Padre? � (Lc 2,49). No es de extra�ar, pues, que, en la madurez, su lenguaje expresara firmemente la profundidad de su misterio, como est� abundantemente subrayado tanto por los Evangelios sin�pticos (cf. Mt 11,27; Lc 10,22), como por el evangelista Juan. En su autoconciencia Jes�s no tiene dudas: � El Padre est� en m�, y yo en el Padre � (Jn 10,38).

Aunque sea l�cito pensar que, por su condici�n humana que lo hac�a crecer � en sabidur�a, en estatura y en gracia � (Lc 2,52), la conciencia humana de su misterio progresa tambi�n hasta la plena expresi�n de su humanidad glorificada, no hay duda de que ya en su existencia terrena Jes�s ten�a conciencia de su identidad de Hijo de Dios. Juan lo subraya llegando a afirmar que, en definitiva, por esto fue rechazado y condenado. En efecto, buscaban matarlo, � porque no s�lo quebrantaba el s�bado, sino que llamaba a Dios su propio Padre, haci�ndose a s� mismo igual a Dios � (Jn 5,18). En el marco de Getseman� y del G�lgota, la conciencia humana de Jes�s se ver� sometida a la prueba m�s dura. Pero ni siquiera el drama de la pasi�n y muerte conseguir� afectar su serena seguridad de ser el Hijo del Padre celestial.

Rostro doliente

25. La contemplaci�n del rostro de Cristo nos lleva as� a acercarnos al aspecto m�s parad�jico de su misterio, como se ve en la hora extrema, la hora de la Cruz. Misterio en el misterio, ante el cual el ser humano ha de postrarse en adoraci�n.

Pasa ante nuestra mirada la intensidad de la escena de la agon�a en el huerto de los Olivos. Jes�s, abrumado por la previsi�n de la prueba que le espera, solo ante Dios, lo invoca con su habitual y tierna expresi�n de confianza: � �Abb�, Padre! �. Le pide que aleje de �l, si es posible, la copa del sufrimiento (cf. Mc 14,36). Pero el Padre parece que no quiere escuchar la voz del Hijo. Para devolver al hombre el rostro del Padre, Jes�s debi� no s�lo asumir el rostro del hombre, sino cargarse incluso del � rostro � del pecado. � Quien no conoci� pecado, se hizo pecado por nosotros, para que vini�semos a ser justicia de Dios en �l � (2 Co 5,21).

Nunca acabaremos de conocer la profundidad de este misterio. Es toda la aspereza de esta paradoja la que emerge en el grito de dolor, aparentemente desesperado, que Jes�s da en la cruz: � "Elo�, Elo�, �lema sabactan�?" �que quiere decir� "�Dios m�o, Dios m�o! �por qu� me has abandonado?" � (Mc 15,34). �Es posible imaginar un sufrimiento mayor, una oscuridad m�s densa? En realidad, el angustioso � por qu� � dirigido al Padre con las palabras iniciales del Salmo 22, aun conservando todo el realismo de un dolor indecible, se ilumina con el sentido de toda la oraci�n en la que el Salmista presenta unidos, en un conjunto conmovedor de sentimientos, el sufrimiento y la confianza. En efecto, contin�a el Salmo: � En ti esperaron nuestros padres, esperaron y t� los liberaste... �No andes lejos de m�, que la angustia est� cerca, no hay para m� socorro! � (2221, 5.12).

26. El grito de Jes�s en la cruz, queridos hermanos y hermanas, no delata la angustia de un desesperado, sino la oraci�n del Hijo que ofrece su vida al Padre en el amor para la salvaci�n de todos. Mientras se identifica con nuestro pecado, � abandonado � por el Padre, �l se � abandona � en las manos del Padre. Fija sus ojos en el Padre. Precisamente por el conocimiento y la experiencia que s�lo �l tiene de Dios, incluso en este momento de oscuridad ve l�mpidamente la gravedad del pecado y sufre por esto. S�lo �l, que ve al Padre y lo goza plenamente, valora profundamente qu� significa resistir con el pecado a su amor. Antes aun, y mucho m�s que en el cuerpo, su pasi�n es sufrimiento atroz del alma. La tradici�n teol�gica no ha evitado preguntarse c�mo Jes�s pudiera vivir a la vez la uni�n profunda con el Padre, fuente naturalmente de alegr�a y felicidad, y la agon�a hasta el grito de abandono. La copresencia de estas dos dimensiones aparentemente inconciliables est� arraigada realmente en la profundidad insondable de la uni�n hipost�tica.

27. Ante este misterio, adem�s de la investigaci�n teol�gica, podemos encontrar una ayuda eficaz en aquel patrimonio que es la � teolog�a vivida � de los Santos. Ellos nos ofrecen unas indicaciones preciosas que permiten acoger m�s f�cilmente la intuici�n de la fe, y esto gracias a las luces particulares que algunos de ellos han recibido del Esp�ritu Santo, o incluso a trav�s de la experiencia que ellos mismos han hecho de los terribles estados de prueba que la tradici�n m�stica describe como � noche oscura �. Muchas veces los Santos han vivido algo semejante a la experiencia de Jes�s en la cruz en la parad�jica confluencia de felicidad y dolor. En el Di�logo de la Divina Providencia Dios Padre muestra a Catalina de Siena c�mo en las almas santas puede estar presente la alegr�a junto con el sufrimiento: � Y el alma est� feliz y doliente: doliente por los pecados del pr�jimo, feliz por la uni�n y por el afecto de la caridadque ha recibido en s� misma. Ellos imitan al Cordero inmaculado, a mi Hijo Unig�nito, el cual estando en la cruz estaba feliz y doliente �.13 Del mismo modo Teresa de Lisieux vive su agon�a en comuni�n con la de Jes�s, verificando en s� misma precisamente la misma paradoja de Jes�s feliz y angustiado: � Nuestro Se�or en el huerto de los Olivos gozaba de todas las alegr�as de la Trinidad, sin embargo su agon�a no era menos cruel. Es un misterio, pero le aseguro que, de lo que pruebo yo misma, comprendo algo �.14 Es un testimonio muy claro. Por otra parte, la misma narraci�n de los evangelistas da lugar a esta percepci�n eclesial de la conciencia de Cristo cuando recuerda que, aun en su profundo dolor, �l muere implorando el perd�n para sus verdugos (cf. Lc 23,34) y expresando al Padre su extremo abandono filial: � Padre, en tus manos pongo mi esp�ritu � (Lc 23,46).

Rostro del Resucitado

28. Como en el Viernes y en el S�bado Santo, la Iglesia permanece en la contemplaci�n de este rostro ensangrentado, en el cual se esconde la vida de Dios y se ofrece la salvaci�n del mundo. Pero esta contemplaci�n del rostro de Cristo no puede reducirse a su imagen de crucificado. ��l es el Resucitado! Si no fuese as�, vana ser�a nuestra predicaci�n y vana nuestra fe (cf. 1 Co 15,14). La resurrecci�n fue la respuesta del Padre a la obediencia de Cristo, como recuerda la Carta a los Hebreos: � El cual, habiendo ofrecido en los d�as de su vida mortal ruegos y s�plicas con poderoso clamor y l�grimas al que pod�a salvarle de la muerte, fue escuchado por su actitud reverente, y aun siendo Hijo, con lo que padeci� experiment� la obediencia; y llegado a la perfecci�n, se convirti� en causa de salvaci�n eterna para todos los que le obedecen � (5,7-9).

La Iglesia mira ahora a Cristo resucitado. Lo hace siguiendo los pasos de Pedro, que llor� por haberle renegado y retom� su camino confesando, con comprensible temor, su amor a Cristo: � T� sabes que te quiero � (Jn 21,15.17). Lo hace unida a Pablo, que lo encontr� en el camino de Damasco y qued� impactado por �l: � Para m� la vida es Cristo, y la muerte, una ganancia � (Flp 1,21).

Despu�s de dos mil a�os de estos acontecimientos, la Iglesia los vive como si hubieran sucedido hoy. En el rostro de Cristo ella, su Esposa, contempla su tesoro y su alegr�a. � Dulcis Iesu memoria, dans vera cordis gaudia �: �cu�n dulce es el recuerdo de Jes�s, fuente de verdadera alegr�a del coraz�n! La Iglesia, animada por esta experiencia, retoma hoy su camino para anunciar a Cristo al mundo, al inicio del tercer milenio: �l � es el mismo ayer, hoy y siempre � (Hb 13,8).

 

III
CAMINAR DESDE CRISTO

29. � He aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28,20). Esta certeza, queridos hermanos y hermanas, ha acompa�ado a la Iglesia durante dos milenios y se ha avivado ahora en nuestros corazones por la celebraci�n del Jubileo. De ella debemos sacar un renovado impulso en la vida cristiana, haciendo que sea, adem�s, la fuerza inspiradora de nuestro camino. Conscientes de esta presencia del Resucitado entre nosotros, nos planteamos hoy la pregunta dirigida a Pedro en Jerusal�n, inmediatamente despu�s de su discurso de Pentecost�s: � �Qu� hemos de hacer, hermanos? � (Hch 2,37).

Nos lo preguntamos con confiado optimismo, aunque sin minusvalorar los problemas. No nos satisface ciertamente la ingenua convicci�n de que haya una f�rmula m�gica para los grandes desaf�os de nuestro tiempo. No, no ser� una f�rmula lo que nos salve, pero s� una Persona y la certeza que ella nos infunde: �Yo estoy con vosotros!

No se trata, pues, de inventar un nuevo programa. El programa ya existe. Es el de siempre, recogido por el Evangelio y la Tradici�n viva. Se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en �l la vida trinitaria y transformar con �l la historia hasta su perfeccionamiento en la Jerusal�n celeste. Es un programa que no cambia al variar los tiempos y las culturas, aunque tiene cuenta del tiempo y de la cultura para un verdadero di�logo y una comunicaci�n eficaz.

Sin embargo, es necesario que el programa formule orientaciones pastorales adecuadas a las condiciones de cada comunidad. El Jubileo nos ha ofrecido la oportunidad extraordinaria de dedicarnos, durante algunos a�os, a un camino de unidad en toda la Iglesia, un camino de catequesis articulada sobre el tema trinitario y acompa�ada por objetivos pastorales orientados hacia una fecunda experiencia jubilar. Doy las gracias por la cordial adhesi�n con la que ha sido acogida la propuesta que hice en la Carta apost�lica Tertio millennio adveniente. Sin embargo, ahora ya no estamos ante una meta inmediata, sino ante el mayor y no menos comprometedor horizonte de la pastoral ordinaria. Dentro de las coordenadas universales e irrenunciables, es necesario que el �nico programa del Evangelio siga introduci�ndose en la historia de cada comunidad eclesial, como siempre se ha hecho. En las Iglesias locales es donde se pueden establecer aquellas indicaciones program�ticas concretas �objetivos y m�todos de trabajo, de formaci�n y valorizaci�n de los agentes y la b�squeda de los medios necesarios� que permiten que el anuncio de Cristo llegue a las personas, modele las comunidades e incida profundamente mediante el testimonio de los valores evang�licos en la sociedad y en la cultura.

Por tanto, exhorto ardientemente a los Pastores de las Iglesias particulares a que, ayudados por la participaci�n de los diversos sectores del Pueblo de Dios, se�alen las etapas del camino futuro, sintonizando las opciones de cada Comunidad diocesana con las de las Iglesias colindantes y con las de la Iglesia universal.

Dicha sinton�a ser� ciertamente m�s f�cil por el trabajo colegial, que ya se ha hecho habitual, desarrollado por los Obispos en las Conferencias episcopales y en los S�nodos. �No ha sido �ste quiz�s el objetivo de las Asambleas de los S�nodos, que han precedido la preparaci�n al Jubileo, elaborando orientaciones significativas para el anuncio actual del Evangelio en los m�ltiples contextos y las diversas culturas? No se debe perder este rico patrimonio de reflexi�n, sino hacerlo concretamente operativo.

Nos espera, pues, una apasionante tarea de renacimiento pastoral. Una obra que implica a todos. Sin embargo, deseo se�alar, como punto de referencia y orientaci�n com�n, algunas prioridades pastorales que la experiencia misma del Gran Jubileo ha puesto especialmente de relieve ante mis ojos.

La santidad

30. En primer lugar, no dudo en decir que la perspectiva en la que debe situarse el camino pastoral es el de la santidad. �Acaso no era �ste el sentido �ltimo de la indulgencia jubilar, como gracia especial ofrecida por Cristo para que la vida de cada bautizado pudiera purificarse y renovarse profundamente?

Espero que, entre quienes han participado en el Jubileo, hayan sido muchos los beneficiados con esta gracia, plenamente conscientes de su car�cter exigente. Terminado el Jubileo, empieza de nuevo el camino ordinario, pero hacer hincapi� en la santidad es m�s que nunca una urgencia pastoral.

Conviene adem�s descubrir en todo su valor program�tico el cap�tulo V de la Constituci�n dogm�tica Lumen gentium sobre la Iglesia, dedicado a la � vocaci�n universal a la santidad �. Si los Padres conciliares concedieron tanto relieve a esta tem�tica no fue para dar una especie de toque espiritual a la eclesiolog�a, sino m�s bien para poner de relieve una din�mica intr�nseca y determinante. Descubrir a la Iglesia como � misterio �, es decir, como pueblo � congregado en la unidad del Padre, del Hijo y del Esp�ritu Santo �,15 llevaba a descubrir tambi�n su � santidad �, entendida en su sentido fundamental de pertenecer a Aqu�l que por excelencia es el Santo, el � tres veces Santo � (cf. Is 6,3). Confesar a la Iglesia como santa significa mostrar su rostro de Esposa de Cristo, por la cual �l se entreg�, precisamente para santificarla (cf. Ef 5,25-26). Este don de santidad, por as� decir, objetiva, se da a cada bautizado.

Pero el don se plasma a su vez en un compromiso que ha de dirigir toda la vida cristiana: � �sta es la voluntad de Dios: vuestra santificaci�n � (1 Ts 4,3). Es un compromiso que no afecta s�lo a algunos cristianos: � Todos los cristianos, de cualquier clase o condici�n, est�n llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfecci�n del amor �.16

31. Recordar esta verdad elemental, poni�ndola como fundamento de la programaci�n pastoral que nos atane al inicio del nuevo milenio, podr�a parecer, en un primer momento, algo poco pr�ctico. �Acaso se puede � programar � la santidad? �Qu� puede significar esta palabra en la l�gica de un plan pastoral?

En realidad, poner la programaci�n pastoral bajo el signo de la santidad es una opci�n llena de consecuencias. Significa expresar la convicci�n de que, si el Bautismo es una verdadera entrada en la santidad de Dios por medio de la inserci�n en Cristo y la inhabitaci�n de su Esp�ritu, ser�a un contrasentido contentarse con una vida mediocre, vivida seg�n una �tica minimalista y una religiosidad superficial. Preguntar a un catec�meno, � �quieres recibir el Bautismo? �, significa al mismo tiempo preguntarle, � �quieres ser santo? � Significa ponerle en el camino del Serm�n de la Monta�a: � Sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial � (Mt 5,48).

Como el Concilio mismo explic�, este ideal de perfecci�n no ha de ser malentendido, como si implicase una especie de vida extraordinaria, practicable s�lo por algunos � genios � de la santidad. Los caminos de la santidad son m�ltiples y adecuados a la vocaci�n de cada uno. Doy gracias al Se�or que me ha concedido beatificar y canonizar durante estos a�os a tantos cristianos y, entre ellos a muchos laicos que se han santificado en las circunstancias m�s ordinarias de la vida. Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicci�n este � alto grado � de la vida cristiana ordinaria. La vida entera de la comunidad eclesial y de las familias cristianas debe ir en esta direcci�n. Pero tambi�n es evidente que los caminos de la santidad son personales y exigen una pedagog�a de la santidad verdadera y propia, que sea capaz de adaptarse a los ritmos de cada persona. Esta pedagog�a debe enriquecer la propuesta dirigida a todos con las formas tradicionales de ayuda personal y de grupo, y con las formas m�s recientes ofrecidas en las asociaciones y en los movimientos reconocidos por la Iglesia.

La oraci�n

32. Para esta pedagog�a de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oraci�n. El A�o jubilar ha sido un a�o de oraci�n personal y comunitaria m�s intensa. Pero sabemos bien que rezar tampoco es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, como aprendiendo de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro, como los primeros disc�pulos: � Se�or, ens��anos a orar � (Lc 11,1). En la plegaria se desarrolla ese di�logo con Cristo que nos convierte en sus �ntimos: � Permaneced en m�, como yo en vosotros � (Jn 15,4). Esta reciprocidad es el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condici�n para toda vida pastoral aut�ntica. Realizada en nosotros por el Esp�ritu Santo, nos abre, por Cristo y en Cristo, a la contemplaci�n del rostro del Padre. Aprender esta l�gica trinitaria de la oraci�n cristiana, vivi�ndola plenamente ante todo en la liturgia, cumbre y fuente de la vida eclesial,17 pero tambi�n de la experiencia personal, es el secreto de un cristianismo realmente vital, que no tiene motivos para temer el futuro, porque vuelve continuamente a las fuentes y se regenera en ellas.

33. �No es acaso un � signo de los tiempos � el que hoy, a pesar de los vastos procesos de secularizaci�n, se detecte una difusa exigencia de espiritualidad, que en gran parte se manifiesta precisamente en una renovada necesidad de orar? Tambi�n las otras religiones, ya presentes extensamente en los territorios de antigua cristianizaci�n, ofrecen sus propias respuestas a esta necesidad, y lo hacen a veces de manera atractiva. Nosotros, que tenemos la gracia de creer en Cristo, revelador del Padre y Salvador del mundo, debemos ense�ar a qu� grado de interiorizaci�n nos puede llevar la relaci�n con �l.

La gran tradici�n m�stica de la Iglesia, tanto en Oriente como en Occidente, puede ense�ar mucho a este respecto. Muestra c�mo la oraci�n puede avanzar, como verdadero y propio di�logo de amor, hasta hacer que la persona humana sea pose�da totalmente por el divino Amado, sensible al impulso del Esp�ritu y abandonada filialmente en el coraz�n del Padre. Entonces se realiza la experiencia viva de la promesa de Cristo: � El que me ame, ser� amado de mi Padre; y yo le amar� y me manifestar� a �l � (Jn 14,21). Se trata de un camino sostenido enteramente por la gracia, el cual, sin embargo, requiere un intenso compromiso espiritual que encuentra tambi�n dolorosas purificaciones (la � noche oscura �), pero que llega, de tantas formas posibles, al indecible gozo vivido por los m�sticos como � uni�n esponsal �. �C�mo no recordar aqu�, entre tantos testimonios espl�ndidos, la doctrina de san Juan de la Cruz y de santa Teresa de Jes�s?

S�, queridos hermanos y hermanas, nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser aut�nticas � escuelas de oraci�n �, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petici�n de ayuda, sino tambi�n en acci�n de gracias, alabanza, adoraci�n, contemplaci�n, escucha y viveza de afecto hasta el � arrebato del coraz�n. Una oraci�n intensa, pues, que sin embargo no aparta del compromiso en la historia: abriendo el coraz�n al amor de Dios, lo abre tambi�n al amor de los hermanos, y nos hace capaces de construir la historia seg�n el designio de Dios.18

34. Ciertamente, los fieles que han recibido el don de la vocaci�n a una vida de especial consagraci�n est�n llamados de manera particular a la oraci�n: por su naturaleza, la consagraci�n les hace m�s disponibles para la experiencia contemplativa, y es importante que ellos la cultiven con generosa dedicaci�n. Pero se equivoca quien piense que el com�n de los cristianos se puede conformar con una oraci�n superficial, incapaz de llenar su vida. Especialmente ante tantos modos en que el mundo de hoy pone a prueba la fe, no s�lo ser�an cristianos mediocres, sino � cristianos con riesgo �. En efecto, correr�an el riesgo insidioso de que su fe se debilitara progresivamente, y quiz�s acabar�an por ceder a la seducci�n de los suced�neos, acogiendo propuestas religiosas alternativas y transigiendo incluso con formas extravagantes de superstici�n. Hace falta, pues, que la educaci�n en la oraci�n se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programaci�n pastoral. Yo mismo me he propuesto dedicar las pr�ximas catequesis de los mi�rcoles a la reflexi�n sobre los Salmos, comenzando por los de la oraci�n de Laudes, con la cual la Iglesia nos invita a � consagrar � y orientar nuestra jornada. Cu�nto ayudar�a que no s�lo en las comunidades religiosas, sino tambi�n en las parroquiales, nos esforz�ramos m�s para que todo el ambiente espiritual estuviera marcado por la oraci�n. Convendr�a valorizar, con el oportuno discernimiento, las formas populares y sobre todo educar en las lit�rgicas. Est� quiz� m�s cercano de lo que ordinariamente se cree, el d�a en que en la comunidad cristiana se conjuguen los m�ltiples compromisos pastorales y de testimonio en el mundo con la celebraci�n eucar�stica y quiz�s con el rezo de Laudes y V�speras. Lo demuestra la experiencia de tantos grupos comprometidos cristianamente, incluso con una buena representaci�n de seglares.

La Eucarist�a dominical

35. El mayor empe�o se ha de poner, pues, en la liturgia, � cumbre a la cual tiende la actividad de la Iglesia y al mismo tiempo la fuente de donde mana toda su fuerza �.19 En el siglo XX, especialmente a partir del Concilio, la comunidad cristiana ha ganado mucho en el modo de celebrar los Sacramentos y sobre todo la Eucarist�a. Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucarist�a dominical y al domingo mismo, sentido como d�a especial de la fe, d�a del Se�or resucitado y del don del Esp�ritu, verdadera Pascua de la semana.20 Desde hace dos mil a�os, el tiempo cristiano est� marcado por la memoria de aquel � primer d�a despu�s del s�bado � (Mc 16,2.9; Lc 24,1; Jn 20,1�, en el que Cristo resucitado llev� a los Ap�stoles el don de la paz y del Esp�ritu (cf. Jn 20,19-23). La verdad de la resurrecci�n de Cristo es el dato originario sobre el que se apoya la fe cristiana (cf. 1 Co 15,14), acontecimiento que es el centro del misterio del tiempo y que prefigura el �ltimo d�a, cuando Cristo vuelva glorioso. No sabemos qu� acontecimientos nos reservar� el milenio que est� comenzando, pero tenemos la certeza de que �ste permanecer� firmemente en las manos de Cristo, el � Rey de Reyes y Se�or de los Se�ores � (Ap 19,16) y precisamente celebrando su Pascua, no s�lo una vez al a�o sino cada domingo, la Iglesia seguir� indicando a cada generaci�n � lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y del destino final del mundo �.21

36. Por tanto, quisiera insistir, en la l�nea de la Exhortaci�n � Dies Domini �, para que la participaci�n en la Eucarist�a sea, para cada bautizado, el centro del domingo. Es un deber irrenunciable, que se ha de vivir no s�lo para cumplir un precepto, sino como necesidad de una vida cristiana verdaderamente consciente y coherente. Estamos entrando en un milenio que se presenta caracterizado por un profundo entramado de culturas y religiones incluso en Pa�ses de antigua cristianizaci�n. En muchas regiones los cristianos son, o lo est�n siendo, un � peque�o reba�o � (Lc 12,32). Esto les pone ante el reto de testimoniar con mayor fuerza, a menudo en condiciones de soledad y dificultad, los aspectos espec�ficos de su propia identidad. El deber de la participaci�n eucar�stica cada domingo es una de �stos. La Eucarist�a dominical, congregando semanalmente a los cristianos como familia de Dios entorno a la mesa de la Palabra y del Pan de vida, es tambi�n el ant�doto m�s natural contra la dispersi�n. Es el lugar privilegiado donde la comuni�n es anunciada y cultivada constantemente. Precisamente a trav�s de la participaci�n eucar�stica, el d�a del Se�or se convierte tambi�n en el d�a de la Iglesia,22 que puede desempe�ar as� de manera eficaz su papel de sacramento de unidad.

El sacramento de la Reconciliaci�n

37. Deseo pedir, adem�s, una renovada valent�a pastoral para que la pedagog�a cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la pr�ctica del Sacramento de la Reconciliaci�n. Como se recordar�, en 1984 intervine sobre este tema con la Exhortaci�n postsinodal Reconciliatio et paenitentia, que recog�a los frutos de la reflexi�n de una Asamblea del S�nodo de los Obispos, dedicada a esta problem�tica. Entonces invitaba a esforzarse por todos los medios para afrontar la crisis del � sentido del pecado � que se da en la cultura contempor�nea,23 pero m�s a�n, invitaba a hacer descubrir a Cristo como mysterium pietatis, en el que Dios nos muestra su coraz�n misericordioso y nos reconcilia plenamente consigo. �ste es el rostro de Cristo que conviene hacer descubrir tambi�n a trav�s del sacramento de la penitencia que, para un cristiano, � es el camino ordinario para obtener el perd�n y la remisi�n de sus pecados graves cometidos despu�s del Bautismo �.24 Cuando el mencionado S�nodo afront� el problema, era patente a todos la crisis del Sacramento, especialmente en algunas regiones del mundo. Los motivos que lo originan no se han desvanecido en este breve lapso de tiempo. Pero el A�o jubilar, que se ha caracterizado particularmente por el recurso a la Penitencia sacramental nos ha ofrecido un mensaje alentador, que no se ha de desperdiciar: si muchos, entre ellos tantos j�venes, se han acercado con fruto a este sacramento, probablemente es necesario que los Pastores tengan mayor confianza, creatividad y perseverancia en presentarlo y valorizarlo. �No debemos rendirnos, queridos hermanos sacerdotes, ante las crisis contempor�neas! Los dones del Se�or �y los Sacramentos son de los m�s preciosos� vienen de Aqu�l que conoce bien el coraz�n del hombre y es el Se�or de la historia.

Primac�a de la gracia

38. En la programaci�n que nos espera, trabajar con mayor confianza en una pastoral que d� prioridad a la oraci�n, personal y comunitaria, significa respetar un principio esencial de la visi�n cristiana de la vida: la primac�a de la gracia. Hay una tentaci�n que insidia siempre todo camino espiritual y la acci�n pastoral misma: pensar que los resultados dependen de nuestra capacidad de hacer y programar. Ciertamente, Dios nos pide una colaboraci�n real a su gracia y, por tanto, nos invita a utilizar todos los recursos de nuestra inteligencia y capacidad operativa en nuestro servicio a la causa del Reino. Pero no se ha de olvidar que, sin Cristo, � no podemos hacer nada � (cf. Jn 15,5).

La oraci�n nos hace vivir precisamente en esta verdad. Nos recuerda constantemente la primac�a de Cristo y, en relaci�n con �l, la primac�a de la vida interior y de la santidad. Cuando no se respeta este principio, �ha de sorprender que los proyectos pastorales lleven al fracaso y dejen en el alma un humillante sentimiento de frustraci�n? Hagamos, pues, la experiencia de los disc�pulos en el episodio evang�lico de la pesca milagrosa: � Maestro, hemos estado bregando toda la noche y no hemos pescado nada � (Lc 5,5). Este es el momento de la fe, de la oraci�n, del di�logo con Dios, para abrir el coraz�n a la acci�n de la gracia y permitir a la palabra de Cristo que pase por nosotros con toda su fuerza: �Duc in altum! En aquella ocasi�n, fue Pedro quien habl� con fe: � en tu palabra, echar� las redes � (ib�d.). Permitidle al Sucesor de Pedro que, en el comienzo de este milenio, invite a toda la Iglesia a este acto de fe, que se expresa en un renovado compromiso de oraci�n.

Escucha de la Palabra

39. No cabe duda de que esta primac�a de la santidad y de la oraci�n s�lo se puede concebir a partir de una renovada escucha de la palabra de Dios. Desde que el Concilio Vaticano II ha subrayado el papel preeminente de la palabra de Dios en la vida de la Iglesia, ciertamente se ha avanzado mucho en la asidua escucha y en la lectura atenta de la Sagrada Escritura. Ella ha recibido el honor que le corresponde en la oraci�n p�blica de la Iglesia. Tanto las personas individualmente como las comunidades recurren ya en gran n�mero a la Escritura, y entre los laicos mismos son muchos quienes se dedicana ella con la valiosa ayuda de estudios teol�gicos y b�blicos. Precisamente con esta atenci�n a la palabra de Dios se est� revitalizando principalmente la tarea de la evangelizaci�n y la catequesis. Hace falta, queridos hermanos y hermanas, consolidar y profundizar esta orientaci�n, incluso a trav�s de la difusi�n de la Biblia en las familias. Es necesario, en particular, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre v�lida tradici�n de la lectio divina, que permite encontrar en el texto b�blico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia.

Anuncio de la Palabra

40. Alimentarnos de la Palabra para ser � servidores de la Palabra � en el compromiso de la evangelizaci�n, es indudablemente una prioridad para la Iglesia al comienzo del nuevo milenio. Ha pasado ya, incluso en los Pa�ses de antigua evangelizaci�n, la situaci�n de una � sociedad cristiana �, la cual, a�n con las m�ltiples debilidades humanas, se basaba expl�citamente en los valores evang�licos. Hoy se ha de afrontar con valent�a una situaci�n que cada vez es m�s variada y comprometida, en el contexto de la globalizaci�n y de la nueva y cambiante situaci�n de pueblos y culturas que la caracteriza. He repetido muchas veces en estos a�os la � llamada � a la nueva evangelizaci�n. La reitero ahora, sobre todo para indicar que hace falta reavivar en nosotros el impulso de los or�genes, dej�ndonos impregnar por el ardor de la predicaci�n apost�lica despu�s de Pentecost�s. Hemos de revivir en nosotros el sentimiento apremiante de Pablo, que exclamaba: � �ay de m� si no predicara el Evangelio! � (1 Co 9,16).

Esta pasi�n suscitar� en la Iglesia una nueva acci�n misionera, que no podr� ser delegada a unos pocos � especialistas �, sino que acabar� por implicar la responsabilidad de todos los miembros del Pueblo de Dios. Quien ha encontrado verdaderamente a Cristo no puede tenerlo s�lo para s�, debe anunciarlo. Es necesario un nuevo impulso apost�lico que sea vivido, como compromiso cotidiano de las comunidades y de los grupos cristianos. Sin embargo, esto debe hacerse respetando debidamente el camino siempre distinto de cada persona y atendiendo a las diversas culturas en las que ha de llegar el mensaje cristiano, de tal manera que no se nieguen los valores peculiares de cada pueblo, sino que sean purificados y llevados a su plenitud.

El cristianismo del tercer milenio debe responder cada vez mejor a esta exigencia de inculturaci�n. Permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evang�lico y a la tradici�n eclesial, llevar� consigo tambi�n el rostro de tantas culturas y de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado. De la belleza de este rostro pluriforme de la Iglesia hemos gozado particularmente en este A�o jubilar. Quiz�s es s�lo el comienzo, un icono apenas esbozado del futuro que el Esp�ritu de Dios nos prepara.

La propuesta de Cristo se ha de hacer a todos con confianza. Se ha de dirigir a los adultos, a las familias, a los j�venes, a los ni�os, sin esconder nunca las exigencias m�s radicales del mensaje evang�lico, atendiendo a las exigencias de cada uno, por lo que se refiere a la sensibilidad y al lenguaje, seg�n el ejemplo de Pablo cuando dec�a: � Me he hecho todo a todos para salvar a toda costa a algunos � (1 Co 9,22). Al recomendar todo esto, pienso en particular en la pastoral juvenil. Precisamente por lo que se refiere a los j�venes, como antes he recordado, el Jubileo nos ha ofrecido un testimonio consolador de generosa disponibilidad. Hemos de saber valorizar aquella respuesta alentadora, empleando aquel entusiasmo como un nuevo talento (cf. Mt 25,15) que Dios ha puesto en nuestras manos para que los hagamos fructificar.

41. Que nos ayude y oriente, en esta acci�n misionera confiada, emprendedora y creativa, el ejemplo esplendoroso de tantos testigos de la fe que el Jubileo nos ha hecho recordar. La Iglesia ha encontrado siempre, en sus m�rtires, una semilla de vida. Sanguis martyrum - semen christianorum.25 Esta c�lebre � ley � enunciada por Tertuliano, se ha demostrado siempre verdadera ante la prueba de la historia. �No ser� as� tambi�n para el siglo y para el milenio que estamos iniciando? Quiz�s est�bamos demasiado acostumbrados a pensar en los m�rtires en t�rminos un poco lejanos, como si se tratase de un grupo del pasado, vinculado sobre todo a los primeros siglos de la era cristiana. La memoria jubilar nos ha abierto un panorama sorprendente, mostr�ndonos nuestro tiempo particularmente rico en testigos que, de una manera u otra, han sabido vivir el Evangelio en situaciones de hostilidad y persecuci�n, a menudo hasta dar su propia sangre como prueba suprema. En ellos la palabra de Dios, sembrada en terreno f�rtil, ha fructificado el c�ntuplo (cf. Mt 13,8.23). Con su ejemplo nos han se�alado y casi � allanado � el camino del futuro. A nosotros nos toca, con la gracia de Dios, seguir sus huellas.

 

IV
TESTIGOS DEL AMOR

42. � En esto conocer�n todos que sois disc�pulos m�os: si os ten�is amor los unos a los otros � (Jn 13,35). Si verdaderamente hemos contemplado el rostro de Cristo, queridos hermanos y hermanas, nuestra programaci�n pastoral se inspirar� en el � mandamiento nuevo � que �l nos dio: � Que, como yo os he amado, as� os am�is tambi�n vosotros los unos a los otros � (Jn 13,34).

Otro aspecto importante en que ser� necesario poner un decidido empe�o program�tico, tanto en el �mbito de la Iglesia universal como de la Iglesias particulares, es el de la comuni�n (koinon�a), que encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia. La comuni�n es el fruto y la manifestaci�n de aquel amor que, surgiendo del coraz�n del eterno Padre, se derrama en nosotros a trav�s del Esp�ritu que Jes�s nos da (cf. Rm 5,5), para hacer de todos nosotros � un solo coraz�n y una sola alma � (Hch 4,32). Realizando esta comuni�n de amor, la Iglesia se manifiesta como � sacramento �, o sea, � signo e instrumento de la �ntima uni�n con Dios y de la unidad del g�nero humano �.26

Las palabras del Se�or a este respecto son demasiado precisas como para minimizar su alcance. Muchas cosas ser�n necesarias para el camino hist�rico de la Iglesia tambi�n este nuevo siglo; pero si faltara la caridad (�gape), todo ser�a in�til. Nos lo recuerda el ap�stol Pablo en el himno a la caridad: aunque habl�ramos las lenguas de los hombres y los �ngeles, y tuvi�ramos una fe � que mueve las monta�as �, si faltamos a la caridad, todo ser�a � nada � (cf. 1 Co 13,2). La caridad es verdaderamente el � coraz�n � de la Iglesia, como bien intuy� santa Teresa de Lisieux, a la que he querido proclamar Doctora de la Iglesia, precisamente como experta en la scientia amoris: � Comprend� que la Iglesia ten�a un Coraz�n y que este Coraz�n ard�a de amor. Entend� que s�lo el amor mov�a a los miembros de la Iglesia [...]. Entend� que el amor comprend�a todas las vocaciones, que el Amor era todo �.27

Espiritualidad de comuni�n

43. Hacer de la Iglesia la casa y la escuela de la comuni�n: �ste es el gran desaf�o que tenemos ante nosotros en el milenio que comienza, si queremos ser fieles al designio de Dios y responder tambi�n a las profundas esperanzas del mundo.

�Qu� significa todo esto en concreto? Tambi�n aqu� la reflexi�n podr�a hacerse enseguida operativa, pero ser�a equivocado dejarse llevar por este primer impulso. Antes de programar iniciativas concretas, hace falta promover una espiritualidad de la comuni�n, proponi�ndola como principio educativo en todos los lugares donde se forma el hombre y el cristiano, donde se educan los ministros del altar, las personas consagradas y los agentes pastorales, donde se construyen las familias y las comunidades. Espiritualidad de la comuni�n significa ante todo una mirada del coraz�n sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida tambi�n en el rostro de los hermanos que est�n a nuestro lado. Espiritualidad de la comuni�n significa, adem�s, capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo m�stico y, por tanto, como � uno que me pertenece �, para saber compartir sus alegr�as y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Espiritualidad de la comuni�n es tambi�n capacidad de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un � don para m� �, adem�s de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. En fin, espiritualidad de la comuni�n es saber � dar espacio � al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones ego�stas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias. No nos hagamos ilusiones: sin este camino espiritual, de poco servir�an los instrumentos externos de la comuni�n. Se convertir�an en medios sin alma, m�scaras de comuni�n m�s que sus modos de expresi�n y crecimiento.

44. Sobre esta base el nuevo siglo debe comprometernos m�s que nunca a valorar y desarrollar aquellos �mbitos e instrumentos que, seg�n las grandes directrices del Concilio Vaticano II, sirven para asegurar y garantizar la comuni�n. �C�mo no pensar, ante todo, en los servicios espec�ficos de la comuni�n que son el ministerio petrino y, en estrecha relaci�n con �l, la colegialidad episcopal? Se trata de realidades que tienen su fundamento y su consistencia en el designio mismo de Cristo sobre la Iglesia,28 pero que precisamente por eso necesitan de una continua verificaci�n que asegure su aut�ntica inspiraci�n evang�lica.

Tambi�n se ha hecho mucho, desde el Concilio Vaticano II, en lo que se refiere a la reforma de la Curia romana, la organizaci�n de los S�nodos y el funcionamiento de las Conferencias Episcopales. Pero queda ciertamente a�n mucho por hacer para expresar de la mejor manera las potencialidades de estos instrumentos de la comuni�n, particularmente necesarios hoy ante la exigencia de responder con prontitud y eficacia a los problemas que la Iglesia tiene que afrontar en los cambios tan r�pidos de nuestro tiempo.

45. Los espacios de comuni�n han de ser cultivados y ampliados d�a a d�a, a todos los niveles, en el entramado de la vida de cada Iglesia. En ella, la comuni�n ha de ser patente en las relaciones entre Obispos, presb�teros y di�conos, entre Pastores y todo el Pueblo de Dios, entre clero y religiosos, entre asociaciones y movimientos eclesiales. Para ello se deben valorar cada vez m�s los organismos de participaci�n previstos por el Derecho can�nico, como los Consejos presbiterales y pastorales. �stos, como es sabido, no se inspiran en los criterios de la democracia parlamentaria, puesto que act�an de manera consultiva y no deliberativa29 sin embargo, no pierden por ello su significado e importancia. En efecto, la teolog�a y la espiritualidad de la comuni�n aconsejan una escucha rec�proca y eficaz entre Pastores y fieles, manteni�ndolos por un lado unidos a priori en todo lo que es esencial y, por otro, impuls�ndolos a confluir normalmente incluso en lo opinable hacia opciones ponderadas y compartidas.

Para ello, hemos de hacer nuestra la antigua sabidur�a, la cual, sin perjuicio alguno del papel jer�rquico de los Pastores, sab�a animarlos a escuchar atentamente a todo el Pueblo de Dios. Es significativo lo que san Benito recuerda al Abad del monasterio, cuando le invita a consultar tambi�n a los m�s j�venes: � Dios inspira a menudo al m�s joven lo que es mejor �.30 Y san Paulino de Nola exhorta: � Estemos pendientes de los labios de los fieles, porque en cada fiel sopla el Esp�ritu de Dios �.31

Por tanto, as� como la prudencia jur�dica, poniendo reglas precisas para la participaci�n, manifiesta la estructura jer�rquica de la Iglesia y evita tentaciones de arbitrariedad y pretensiones injustificadas, la espiritualidad de la comuni�n da un alma a la estructura institucional, con una llamada a la confianza y apertura que responde plenamente a la dignidad y responsabilidad de cada miembro del Pueblo de Dios.

Variedad de vocaciones

46. Esta perspectiva de comuni�n est� estrechamente unida a la capacidad de la comunidad cristiana para acoger todos los dones del Esp�ritu. La unidad de la Iglesia no es uniformidad, sino integraci�n org�nica de las leg�timas diversidades. Es la realidad de muchos miembros unidos en un s�lo cuerpo, el �nico Cuerpo de Cristo (cf. 1 Co 12,12). Es necesario, pues, que la Iglesia del tercer milenio impulse a todos los bautizados y confirmados a tomar conciencia de la propia responsabilidad activa en la vida eclesial. Junto con el ministerio ordenado, pueden florecer otros ministerios, instituidos o simplemente reconocidos, para el bien de toda la comunidad, atendi�ndola en sus m�ltiples necesidades: de la catequesis a la animaci�n lit�rgica, de la educaci�n de los j�venes a las m�s diversas manifestaciones de la caridad.

Se ha de hacer ciertamente un generoso esfuerzo �sobre todo con la oraci�n insistente al Due�o de la mies (cf. Mt 9,38)� en la promoci�n de las vocaciones al sacerdocio y a la vida de especial consagraci�n. �ste es un problema muy importante para la vida de la Iglesia en todas las partes del mundo. Adem�s, en algunos pa�ses de antigua evangelizaci�n, se ha hecho incluso dram�tico debido al contexto social cambiante y al enfriamiento religioso causado por el consumismo y el secularismo. Es necesario y urgente organizar una pastoral de las vocaciones amplia y capilar, que llegue a las parroquias, a los centros educativos y familias, suscitando una reflexi�n atenta sobre los valores esenciales de la vida, los cuales se resumen claramente en la respuesta que cada uno est� invitado a dar a la llamada de Dios, especialmente cuando pide la total entrega de s� y de las propias fuerzas para la causa del Reino.

En este contexto cobran tambi�n toda su importancia las dem�s vocaciones, enraizadas b�sicamente en la riqueza de la vida nueva recibida en el sacramento del Bautismo. En particular, es necesario descubrir cada vez mejor la vocaci�n propia de los laicos, llamados como tales a � buscar el reino de Dios ocup�ndose de las realidades temporales y orden�ndolas seg�n Dios �32 y a llevar a cabo � en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde [...] con su empe�o por evangelizar y santificar a los hombres �.33

En esta misma l�nea, tiene gran importancia para la comuni�n el deber de promover las diversas realidades de asociaci�n, que tanto en sus modalidades m�s tradicionales como en las m�s nuevas de los movimientos eclesiales, siguen dando a la Iglesia una viveza que es don de Dios constituyendo una aut�ntica primavera del Esp�ritu. Conviene ciertamente que, tanto en la Iglesia universal como en las Iglesias particulares, las asociaciones y movimientos act�en en plena sinton�a eclesial y en obediencia a las directrices de los Pastores. Pero es tambi�n exigente y perentoria para todos la exhortaci�n del Ap�stol: � No exting�is el Esp�ritu, no despreci�is las profec�as, examinadlo todo y quedaos con lo bueno � (1 Ts 5,19-21).

47. Una atenci�n especial se ha de prestar tambi�n a la pastoral de la familia, especialmente necesaria un momento hist�rico como el presente, en el que se est� constatando una crisis generalizada y radical de esta instituci�n fundamental. En la visi�n cristiana del matrimonio, la relaci�n entre un hombre y una mujer �relaci�n rec�proca y total, �nica e indisoluble� responde al proyecto primitivo de Dios, ofuscado en la historia por la � dureza de coraz�n �, pero que Cristo ha venido a restaurar en su esplendor originario, revelando lo que Dios ha querido � desde el principio � (cf. Mt 19,8). En el matrimonio, elevado a la dignidad de Sacramento, se expresa adem�s el � gran misterio � del amor esponsal de Cristo a su Iglesia (cf. Ef 5,32).

En este punto la Iglesia no puede ceder a las presiones de una cierta cultura, aunque sea muy extendida y a veces � militante �. Conviene m�s bien procurar que, mediante una educaci�n evang�lica cada vez m�s completa, las familias cristianas ofrezcan un ejemplo convincente de la posibilidad de un matrimonio vivido de manera plenamente conforme al proyecto de Dios y a las verdaderas exigencias de la persona humana: tanto la de los c�nyuges como, sobre todo, la de los m�s fr�giles que son los hijos. Las familias mismas deben ser cada vez m�s conscientes de la atenci�n debida a los hijos y hacerse promotores de una eficaz presencia eclesial y social para tutelar sus derechos.

El campo ecum�nico

48. �Y qu� decir, adem�s, de la urgencia de promover la comuni�n en el delicado �mbito del campo ecum�nico? La triste herencia del pasado nos afecta todav�a al cruzar el umbral del nuevo milenio. La celebraci�n jubilar ha incluido alg�n signo verdaderamente prof�tico y conmovedor, pero queda a�n mucho camino por hacer.

En realidad, al hacernos poner la mirada en Cristo, el Gran Jubileo ha hecho tomar una conciencia m�s viva de la Iglesia como misterio de unidad. � Creo en la Iglesia, que es una �: esto que manifestamos en la profesi�n de fe tiene su fundamento �ltimo en Cristo, en el cual la Iglesia no est� dividida (1 Co 1,11-13). Como Cuerpo suyo, en la unidad obtenida por los dones del Esp�ritu, es indivisible. La realidad de la divisi�n se produce en el �mbito de la historia, en las relaciones entre los hijos de la Iglesia, como consecuencia de la fragilidad humana para acoger el don que fluye continuamente del Cristo-Cabeza en el Cuerpo m�stico. La oraci�n de Jes�s en el cen�culo �� como t�, Padre, en m� y yo en ti, que ellos tambi�n sean uno en nosotros � (Jn 17, 21)� es a la vez revelaci�n e invocaci�n. Nos revela la unidad de Cristo con el Padre como el lugar de donde nace la unidad de la Iglesia y como don perenne que, en �l, recibir� misteriosamente hasta el fin de los tiempos. Esta unidad que se realiza concretamente en la Iglesia cat�lica, a pesar de los l�mites propios de lo humano, emerge tambi�n de manera diversa en tantos elementos de santificaci�n y de verdad que existen dentro de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales; dichos elementos, en cuanto dones propios de la Iglesia de Cristo, les empujan sin cesar hacia la unidad plena.34

La oraci�n de Cristo nos recuerda que este don ha de ser acogido y desarrollado de manera cada vez m�s profunda. La invocaci�n � ut unum sint � es, a la vez, imperativo que nos obliga, fuerza que nos sostiene y saludable reproche por nuestra desidia y estrechez de coraz�n. La confianza de poder alcanzar, incluso en la historia, la comuni�n plena y visible de todos los cristianos se apoya en la plegaria de Jes�s, no en nuestras capacidades.

En esta perspectiva de renovado camino postjubilar, miro con gran esperanza a las Iglesias de Oriente, deseando que se recupere plenamente ese intercambio de dones que ha enriquecido la Iglesia del primer milenio. El recuerdo del tiempo en que la Iglesia respiraba con � dos pulmones � ha de impulsar a los cristianos de oriente y occidente a caminar juntos, en la unidad de la fe y en el respeto de las leg�timas diferencias, acogi�ndose y apoy�ndose mutuamente como miembros del �nico Cuerpo de Cristo.

Con an�logo esmero se ha de cultivar el di�logo ecum�nico con los hermanos y hermanas de la Comuni�n anglicana y de las Comunidades eclesiales nacidas de la Reforma. La confrontaci�n teol�gica sobre puntos esenciales de la fe y de la moral cristiana, la colaboraci�n en la caridad y, sobre todo, el gran ecumenismo de la santidad, con la ayuda de Dios, producir�n sus frutos en el futuro. Entre tanto, continuemos con confianza en el camino, anhelando el momento en que, con todos los disc�pulos de Cristo sin excepci�n, podamos cantar juntos con voz clara: � Ved qu� dulzura, que delicia, convivir los hermanos unidos � (Sal 133,1).

Apostar por la caridad

49. A partir de la comuni�n intraeclesial, la caridad se abre por su naturaleza al servicio universal, proyect�ndonos hacia la pr�ctica de un amor activo y concreto con cada ser humano. �ste es un �mbito que caracteriza de manera decisiva la vida cristiana, el estilo eclesial y la programaci�n pastoral. El siglo y el milenio que comienzan tendr�n que ver todav�a, y es de desear que lo vean de modo palpable, a qu� grado de entrega puede llegar la caridad hacia los m�s pobres. Si verdaderamente hemos partido de la contemplaci�n de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que �l mismo ha querido identificarse: � He tenido hambre y me hab�is dado de comer, he tenido sed y me hab�is dado que beber; fui forastero y me hab�is hospedado; desnudo y me hab�is vestido, enfermo y me hab�is visitado, encarcelado y hab�is venido a verme � (Mt 25,35-36). Esta p�gina no es una simple invitaci�n a la caridad: es una p�gina de cristolog�a, que ilumina el misterio de Cristo. Sobre esta p�gina, la Iglesia comprueba su fidelidad como Esposa de Cristo, no menos que sobre el �mbito de la ortodoxia.

No debe olvidarse, ciertamente, que nadie puede ser excluido de nuestro amor, desde el momento que � con la encarnaci�n el Hijo de Dios se ha unido en cierto modo a cada hombre �.35 Ateni�ndonos a las indiscutibles palabras del Evangelio, en la persona de los pobres hay una presencia especial suya, que impone a la Iglesia una opci�n preferencial por ellos. Mediante esta opci�n, se testimonia el estilo del amor de Dios, su providencia, su misericordia y, de alguna manera, se siembran todav�a en la historia aquellas semillas del Reino de Dios que Jes�s mismo dej� en su vida terrena atendiendo a cuantos recurr�an a �l para toda clase de necesidades espirituales y materiales.

50. En efecto, son muchas en nuestro tiempo las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana. Nuestro mundo empieza el nuevo milenio cargado de las contradicciones de un crecimiento econ�mico, cultural, tecnol�gico, que ofrece a pocos afortunados grandes posibilidades, dejando no s�lo a millones y millones de personas al margen del progreso, sino a vivir en condiciones de vida muy por debajo del m�nimo requerido por la dignidad humana. �C�mo es posible que, en nuestro tiempo, haya todav�a quien se muere de hambre; qui�n est� condenado al analfabetismo; qui�n carece de la asistencia m�dica m�s elemental; qui�n no tiene techo donde cobijarse?

El panorama de la pobreza puede extenderse indefinidamente, si a las antiguas a�adimos las nuevas pobrezas, que afectan a menudo a ambientes y grupos no carentes de recursos econ�micos, pero expuestos a la desesperaci�n del sin sentido, a la insidia de la droga, al abandono en la edad avanzada o en la enfermedad, a la marginaci�n o a la discriminaci�n social. El cristiano, que se asoma a este panorama, debe aprender a hacer su acto de fe en Cristo interpretando el llamamiento que �l dirige desde este mundo de la pobreza. Se trata de continuar una tradici�n de caridad que ya ha tenido much�simas manifestaciones en los dos milenios pasados, pero que hoy quiz�s requiere mayor creatividad. Es la hora de un nueva � imaginaci�n de la caridad �, que promueva no tanto y no s�lo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre, para que el gesto de ayuda sea sentido no como limosna humillante, sino como un compartir fraterno.

Por eso tenemos que actuar de tal manera que los pobres, en cada comunidad cristiana, se sientan como � en su casa �. �No ser�a este estilo la m�s grande y eficaz presentaci�n de la buena nueva del Reino? Sin esta forma de evangelizaci�n, llevada a cabo mediante la caridad y el testimonio de la pobreza cristiana, el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicaci�n nos somete cada d�a. La caridad de las obras corrobora la caridad de las palabras.

Retos actuales

51. �Podemos quedar al margen ante las perspectivas de un desequilibrio ecol�gico, que hace inhabitables y enemigas del hombre vastas �reas del planeta? �O ante los problemas de la paz, amenazada a menudo con la pesadilla de guerras catastr�ficas? �O frente al vilipendio de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente de los ni�os? Muchas son las urgencias ante las cuales el esp�ritu cristiano no puede permanecer insensible.

Se debe prestar especial atenci�n a algunos aspectos de la radicalidad evang�lica que a menudo son menos comprendidos, hasta el punto de hacer impopular la intervenci�n de la Iglesia, pero que no pueden por ello desaparecer de la agenda eclesial de la caridad. Me refiero al deber de comprometerse en la defensa del respeto a la vida de cada ser humano desde la concepci�n hasta su ocaso natural. Del mismo modo, el servicio al hombre nos obliga a proclamar, oportuna e importunamente, que cuantos se valen de las nuevas potencialidades de la ciencia, especialmente en el terreno de las biotecnolog�as, nunca han de ignorar las exigencias fundamentales de la �tica, apelando tal vez a una discutible solidaridad que acaba por discriminar entre vida y vida, con el desprecio de la dignidad propia de cada ser humano.

Para la eficacia del testimonio cristiano, especialmente en estos campos delicados y controvertidos, es importante hacer un gran esfuerzo para explicar adecuadamente los motivos de las posiciones de la Iglesia, subrayando sobre todo que no se trata de imponer a los no creyentes una perspectiva de fe, sino de interpretar y defender los valores radicados en la naturaleza misma del ser humano. La caridad se convertir� entonces necesariamente en servicio a la cultura, a la pol�tica, a la econom�a, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales, de los que depende el destino del ser humano y el futuro de la civilizaci�n.

52. Obviamente todo esto tiene que realizarse con un estilo espec�ficamente cristiano: deben ser sobre todo los laicos, en virtud de su propia vocaci�n, quienes se hagan presentes en estas tareas, sin ceder nunca a la tentaci�n de reducir las comunidades cristianas a agencias sociales. En particular, la relaci�n con la sociedad civil tendr� que configurarse de tal modo que respete la autonom�a y las competencias de esta �ltima, seg�n las ense�anzas propuestas por la doctrina social de la Iglesia.

Es notorio el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el siglo XX, para interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer de modo cada vez m�s puntual y org�nico su propia contribuci�n a la soluci�n de la cuesti�n social, que ha llegado a ser ya una cuesti�n planetaria.

Esta vertiente �tico-social se propone como una dimensi�n imprescindible del testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentaci�n de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la l�gica de la Encarnaci�n y, en definitiva, con la misma tensi�n escatol�gica del cristianismo. Si esta �ltima nos hace conscientes del car�cter relativo de la historia, no nos exime en ning�n modo del deber de construirla. Es muy actual a este respecto la ense�anza del Concilio Vaticano II: � El mensaje cristiano, no aparta los hombres de la tarea de la construcci�n el mundo, ni les impulsa a despreocuparse del bien de sus semejantes, sino que les obliga m�s a llevar a cabo esto como un deber �.36

Un signo concreto

53. Como signo de este mensaje de caridad y de promoci�n humana, que se basa en las �ntimas exigencias del Evangelio, he querido que el mismo A�o jubilar, entre los numerosos frutos de caridad que ya ha producido en el curso de su desarrollo �pienso particularmente en la ayuda ofrecida a tantos hermanos m�s pobres para hacer posible su participaci�n en el Jubileo� dejase tambi�n una obra que sea, de alguna manera, el fruto y el sello de la caridad jubilar. En efecto, muchos peregrinos han contribuido de diferentes modos con su limosna y, junto con ellos, tambi�n muchos protagonistas del mundo econ�mico han ofrecido ayudas generosas, que han servido para asegurar la conveniente realizaci�n del acontecimiento jubilar. Una vez cubiertos los gastos que se han debido afrontar a lo largo del a�o, el dinero que pueda sobrar, debe destinarse a fines caritativos. En efecto, es importante excluir de un acontecimiento religioso tan significativo cualquier apariencia de especulaci�n econ�mica. Lo que sobre servir� para repetir tambi�n en esta ocasi�n la experiencia vivida tantas otras veces a lo largo de la historia desde que, en los comienzos de la Iglesia, la comunidad de Jerusal�n ofreci� a los no cristianos la imagen conmovedora de un intercambio espont�neo de dones, hasta la comuni�n de los bienes, en favor de los m�s pobres (cf. Hch 2,44�45).

La obra que se realice ser� solamente un peque�o arroyo que confluir� en el gran r�o de la caridad cristiana que recorre la historia. Peque�o, pero significativo arroyo: el Jubileo ha movido al mundo a mirar hacia Roma, la Iglesia � que preside en la caridad �37 y a ofrecer a Pedro la propia limosna. Ahora la caridad manifestada en el centro de la catolicidad vuelve, de alguna manera, hacia el mundo a trav�s de este gesto, que quiere quedar como fruto y memoria viva de la comuni�n experimentada con ocasi�n del Jubileo.

Di�logo y misi�n

54. Un nuevo siglo y un nuevo milenio se abren a la luz de Cristo. Pero no todos ven esta luz. Nosotros tenemos el maravilloso y exigente cometido de ser su � reflejo �. Es el mysterium lunae tan querido por la contemplaci�n de los Padres, los cuales indicaron con esta imagen que la Iglesia depend�a de Cristo, Sol del cual ella refleja la luz.38 Era un modo de expresar lo que Cristo mismo dice, al presentarse como � luz del mundo � (Jn 8,12) y al pedir a la vez a sus disc�pulos que fueran � la luz del mundo � (cf Mt 5,14).

�sta es una tarea que nos hace temblar si nos fijamos en la debilidad que tan a menudo nos vuelve opacos y llenos de sombras. Pero es una tarea posible si, expuestos a la luz de Cristo, sabemos abrirnos a su gracia que nos hace hombres nuevos.

55. En esta perspectiva se sit�a tambi�n el gran desaf�o del di�logo interreligioso, en el cual estaremos todav�a comprometidos durante el nuevo siglo, en la l�nea indicada por el Concilio Vaticano II.39 En los a�os de preparaci�n al Gran Jubileo la Iglesia, mediante encuentros de notable inter�s simb�lico, ha tratado de establecer una relaci�n de apertura y di�logo con representantes de otras religiones. El di�logo debe continuar. En la situaci�n de un marcado pluralismo cultural y religioso, tal como se va presentando en la sociedad del nuevo milenio, este di�logo es tambi�n importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religi�n que han ba�ado de sangre tantos per�odos en la historia de la humanidad. El nombre del �nico Dios tiene que ser cada vez m�s, como ya es de por s�, un nombre de paz y un imperativo de paz.

56. Pero el di�logo no puede basarse en la indiferencia religiosa, y nosotros como cristianos tenemos el deber de desarrollarlo ofreciendo el pleno testimonio de la esperanza que est� en nosotros (cf. 1 Pt 3,15). No debemos temer que pueda constituir una ofensa a la identidad del otro lo que, en cambio, es anuncio gozoso de un don para todos, y que se propone a todos con el mayor respeto a la libertad de cada uno: el don de la revelaci�n del Dios-Amor, que � tanto am� al mundo que le dio su Hijo unig�nito � (Jn 3,16). Todo esto, como tambi�n ha sido subrayado recientemente por la Declaraci�n Dominus Iesus, no puede ser objeto de una especie de negociaci�n dialog�stica, como si para nosotros fuese una simple opini�n. Al contrario, para nosotros es una gracia que nos llena de alegr�a, una noticia que debemos anunciar.

La Iglesia, por tanto, no puede sustraerse a la actividad misionera hacia los pueblos, y una tarea prioritaria de la missio ad gentes sigue siendo anunciar a Cristo, � Camino, Verdad y Vida � (Jn 14,6), en el cual los hombres encuentran la salvaci�n. El di�logo interreligioso � tampoco puede sustituir al anuncio; de todos modos, aqu�l sigue orient�ndose hacia el anuncio �.40 Por otra parte, el deber misionero no nos impide entablar el di�logo �ntimamente dispuestos a la escucha. En efecto, sabemos que, frente al misterio de gracia infinitamente rico por sus dimensiones e implicaciones para la vida y la historia del hombre, la Iglesia misma nunca dejar� de escudri�ar, contando con la ayuda del Par�clito, el Esp�ritu de verdad (cf. Jn 14,17), al que compete precisamente llevarla a la � plenitud de la verdad � (Jn 16,13).

Este principio es la base no s�lo de la inagotable profundizaci�n teol�gica de la verdad cristiana, sino tambi�n del di�logo cristiano con las filosof�as, las culturas y las religiones. No es raro que el Esp�ritu de Dios, que � sopla donde quiere � (Jn 3,8), suscite en la experiencia humana universal, a pesar de sus m�ltiples contradicciones, signos de su presencia, que ayudan a los mismos disc�pulos de Cristo a comprender m�s profundamente el mensaje del que son portadores. �No ha sido quiz�s esta humilde y confiada apertura con la que el Concilio Vaticano II se esforz� en leer los � signos de los tiempos �?41 Incluso llevando a cabo un laborioso y atento discernimiento, para captar los � verdaderos signos de la presencia o del designio de Dios �,42 la Iglesia reconoce que no s�lo ha dado, sino que tambi�n ha � recibido de la historia y del desarrollo del g�nero humano �.43 Esta actitud de apertura, y tambi�n de atento discernimiento respecto a las otras religiones, la inaugur� el Concilio. A nosotros nos corresponde seguir con gran fidelidad sus ense�anzas y sus indicaciones.

A la luz del Concilio

57. �Cu�nta riqueza, queridos hermanos y hermanas, en las orientaciones que nos dio el Concilio Vaticano II! Por eso, en la preparaci�n del Gran Jubileo, he pedido a la Iglesia que se interrogase sobre la acogida del Concilio.44 �Se ha hecho? El Congreso que se ha tenido aqu� en el Vaticano ha sido un momento de esta reflexi�n, y espero que, de diferentes modos, se haya realizado igualmente en todas las Iglesias particulares. A medida que pasan los a�os, aquellos textos no pierden su valor ni su esplendor. Es necesario leerlos de manera apropiada y que sean conocidos y asimilados como textos cualificados y normativos del Magisterio, dentro de la Tradici�n de la Iglesia. Despu�s de concluir el Jubileo siento m�s que nunca el deber de indicar el Concilio como la gran gracia de la que la Iglesia se ha beneficiado en el siglo XX. Con el Concilio se nos ha ofrecido una br�jula segura para orientarnos en el camino del siglo que comienza.

 

CONCLUSI�N

�DUC IN ALTUM!

58. �Caminemos con esperanza! Un nuevo milenio se abre ante la Iglesia como un oc�ano inmenso en el cual hay que aventurarse, contando con la ayuda de Cristo. El Hijo de Dios, que se encarn� hace dos mil a�os por amor al hombre, realiza tambi�n hoy su obra. Hemos de aguzar la vista para verla y, sobre todo, tener un gran coraz�n para convertirnos nosotros mismos en sus instrumentos. �No ha sido quiz�s para tomar contacto con este manantial vivo de nuestra esperanza, por lo que hemos celebrado el A�o jubilar? El Cristo contemplado y amado ahora nos invita una vez m�s a ponernos en camino: � Id pues y haced disc�pulos a todas las gentes, bautiz�ndolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo � (Mt 28,19). El mandato misionero nos introduce en el tercer milenio invit�ndonos a tener el mismo entusiasmo de los cristianos de los primeros tiempos. Para ello podemos contar con la fuerza del mismo Esp�ritu, que fue enviado en Pentecost�s y que nos empuja hoy a partir animados por la esperanza � que no defrauda � (Rm 5,5).

Nuestra andadura, al principio de este nuevo siglo, debe hacerse m�s r�pida al recorrer los senderos del mundo. Los caminos, por los que cada uno de nosotros y cada una de nuestras Iglesias camina, son muchos, pero no hay distancias entre quienes est�n unidos por la �nica comuni�n, la comuni�n que cada d�a se nutre de la mesa del Pan eucar�stico y de la Palabra de vida. Cada domingo Cristo resucitado nos convoca de nuevo como en el Cen�culo, donde al atardecer del d�a � primero de la semana � (Jn 20,19) se present� a los suyos para � exhalar � sobre de ellos el don vivificante del Esp�ritu e iniciarlos en la gran aventura de la evangelizaci�n.

Nos acompa�a en este camino la Sant�sima Virgen, a la que hace algunos meses, junto con muchos Obispos llegados a Roma desde todas las partes del mundo, he confiado el tercer milenio. Muchas veces en estos a�os la he presentado e invocado como � Estrella de la nueva evangelizaci�n �. La indico a�n como aurora luminosa y gu�a segura de nuestro camino. � Mujer, he aqu� tus hijos �, le repito, evocando la voz misma de Jes�s (cf. Jn 19,26), y haci�ndome voz, ante ella, del cari�o filial de toda la Iglesia.

59. �Queridos hermanos y hermanas! El s�mbolo de la Puerta Santa se cierra a nuestras espaldas, pero para dejar abierta m�s que nunca la puerta viva que es Cristo. Despu�s del entusiasmo jubilar ya no volvemos a un anodino d�a a d�a. Al contrario, si nuestra peregrinaci�n ha sido aut�ntica debe como desentumecer nuestras piernas para el camino que nos espera. Tenemos que imitar la intrepidez del ap�stol Pablo: � Lanz�ndome hacia lo que est� por delante, corro hacia la meta, para alcanzar el premio al que Dios me llama desde lo alto, en Cristo Jes�s � (Flp 13,14). Al mismo tiempo, hemos de imitar la contemplaci�n de Mar�a, la cual, despu�s de la peregrinaci�n a la ciudad santa de Jerusal�n, volvi� a su casa de Nazareth meditando en su coraz�n el misterio del Hijo (cf. Lc 2,51).

Que Jes�s resucitado, el cual nos acompa�a en nuestro camino, dej�ndose reconocer como a los disc�pulos de Ema�s � al partir el pan � (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: � �Hemos visto al Se�or! � (Jn 20,25).

�ste es el fruto tan deseado del Jubileo del A�o dos mil, Jubileo que nos ha presentado de manera palpable el misterio de Jes�s de Nazaret, Hijo de Dios y Redentor del hombre.

Mientras se concluye y nos abre a un futuro de esperanza, suba hasta el Padre, por Cristo, en el Esp�ritu Santo, la alabanza y el agradecimiento de toda la Iglesia.

Con estos augurios y desde lo m�s profundo del coraz�n, imparto a todos mi Bendici�n.

Vaticano, 6 de enero, Solemnidad de la Epifan�a del Se�or, del a�o 2001, vig�simo tercero de Pontificado.

 

(1) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, sobre la funci�n pastoral de los Obispos, 11.

(2) Bula Incarnationis mysterium, 3: AAS 91 (1999), 132.

(3) Ib�d., 4: l.c., 133.

(4) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

(5) De civ. Dei XVIII, 51,2: PL 41, 614; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

(6) Cf. Cart. ap. Tertio millennio adveniente, 55: AAS 87 (1995), 38.

(7) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

(8) � Ignoratio enim Scripturarum ignoratio Christi est �: Comm. in Is., Prol.: PL 24, 17.

(9) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelaci�n, 19.

(10) � Siguiendo, pues, a los Santos Padres, todos a una voz ense�amos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Se�or Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente, y el mismo verdaderamente hombre [...] uno solo y el mismo Cristo Hijo Se�or unig�nito en dos naturalezas, sin confusi�n, sin cambio, sin divisi�n, sin separaci�n, [...] no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unig�nito, Dios Verbo y Se�or Jesucristo �: DS 301-302.

(11) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

(12) A este respecto observa san Atanasio: � El hombre no pod�a ser divinizado permaneciendo unido a una criatura, si el Hijo no fuese verdaderamente Dios �, Discurso II contra los Arrianos 70: PG 26, 425 B - 426 G.

(13) N. 78.

(14) �ltimos Coloquios. Cuaderno amarillo, 6 de julio de 1897: Opere complete, Ciudad del Vaticano 1997, 1003.

(15) S. Cipriano, De Orat. Dom. 23: PL 4, 553; cf. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 4.

(16) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 40.

(17) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.

(18) Cf. Congr. para la Doctrina de la Fe, Cart. Orationis formas, sobre algunos aspectos de la meditaci�n cristiana, 15 de octubre de 1989: AAS 82 (1990), 362-379.

(19) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. Sacrosanctum Concilium, sobre la sagrada liturgia, 10.

(20) Cart. ap. Dies Domini, 19: AAS 90 (1998), 724.

(21) Ib�d., 2: l.c., 714.

(22) Cf. Ib�d., 35: l.c., 734.

(23) Cf. n. 18: AAS 77 (1985), 224.

(24) Ib�d., 31: l.c., 258

(25) Tertuliano, Apol., 50,13: PL 1, 534.

(26) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.

(27) MsB 3vo, Opere Complete, Libreria Editrice Vaticana Edizioni OCD, Roma 1997, p. 223.

(28) Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, c. III.

(29) Cf. Congr. para el Clero y Otras, Instr. interdicasterial Ecclesiae de mysterio, sobre algunas cuestiones relativas la colaboraci�n de los fieles laicos en el ministerio de los sacerdotes, (15 agosto 1997): AAS 89 (1997), 852�877, especialmente art. 5: � Los organismos de colaboraci�n en la Iglesia particular �.

(30) Reg. III, 3: � Ideo autem omnes ad consilium vocari diximus, quia saepe iuniori Dominus revelat quod melius est �.

(31) � De omnium fidelium ore pendeamus, quia in omnem fidelem Spiritus Dei spirat � (Epist. 23, 36 a Sulpicio Severo: CSEL 29, 193.

(32) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31.

(33) Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos, 2.

(34) Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 8.

(35) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 22.

(36) Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 34.

(37) S. Ignacio de Antioqu�a, Carta a los Romanos, Pref., ed. Funk, I, 252.

(38) As�, por ejemplo, S. Agust�n: � Tambi�n la luna representa a la Iglesia, porque no tiene luz propia, sino que la recibe del Hijo unig�nito de Dios, el cual en muchas pasajes de la Escritura aleg�ricamente es llamado sol �: Enarr. In Ps. 10, 3: CCL 38, 42.

(39) Cf. Decl. Nostra aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas.

(40) Pont. Cons. para el Di�logo Interreligioso y Congr. para la Evangelizaci�n de los Pueblos, Instr. Di�logo y anuncio: reflexiones y orientaciones (19 mayo 1991), 82: AAS 84 (1992), 444.

(41) Cf. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 4.

(42) Ib�d., 11.

(43) Ib�d., 44.

(44) Cf. Cart. Ap. Tertio millennio adveniente, 36.