PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA

VADEMECUM PARA LOS CONFESORES SOBRE ALGUNOS TEMAS DE MORAL CONYUGAL

PRESENTACION

Cristo contin�a, por medio de Su Iglesia, la misi�n que �l ha recibido del Padre. �l env�a a los doce a anunciar el Reino y a llamar a la penitencia y a la conversi�n, a la metanoia (cfr. Mc 6,12). Jes�s resucitado les transmite Su mismo poder de reconciliaci�n: � Recibid el Esp�ritu Santo; a quienes perdonareis los pecados, les ser�n perdonados � (Jn 20, 22-23). Por medio de la efusi�n del Esp�ritu por �l realizada, la Iglesia prosigue la predicaci�n del Evangelio, invitando a la conversi�n y administrando el sacramento de la remisi�n de los pecados, mediante el cual el pecador arrepentido obtiene la reconciliaci�n con Dios y con la Iglesia y ve abrirse frente a s� mismo la v�a de la salvaci�n.

El presente Vademecum tiene su origen en la particular sensibilidad pastoral del Santo Padre, el Cual ha confiado al Pontificio Consejo para la Familia la tarea de preparar este subsidio para ayuda de los Confesores. Con la experiencia madurada ya sea como sacerdote que como Obispo, �l ha podido constatar la importancia de orientaciones seguras y claras a las cuales los ministros del sacramento de la reconciliaci�n puedan hacer referencia en el di�logo con las almas. La abundante doctrina del Magisterio de la Iglesia sobre los temas del matrimonio y de la familia, en modo especial a partir del Concilio Vaticano II, ha hecho oportuna una buena s�ntesis referida a algunos temas de moral relativos a la vida conyugal.

Si bien, a nivel doctrinal, la Iglesia cuenta con una s�lida conciencia de las exigencias que ata�en al sacramento de la Penitencia, no se puede negar que se haya ido creando un cierto vac�o en el traducir estas ense�anzas a la praxis pastoral. El dato doctrinal es, entonces, el fundamento que sostiene este Vademecum, y no es tarea nuestra repetirlo, no obstante, sea evocado en diversas ocasiones. Conocemos bien toda la riqueza que han ofrecido a la Comunidad cristiana la Enc�clica Humanae Vitae, iluminada luego por la Enc�clica Veritatis Splendor, y las Exhortaciones Apost�licas Familiaris Consortio y Reconciliatio et Paenitentia. Sabemos tambi�n c�mo el Catecismo de la Iglesia Cat�lica haya provisto un eficaz y sint�tico resumen de la doctrina sobre estos argumentos.

� Suscitar en el coraz�n del hombre la conversi�n y la penitencia y ofrecerle el don de la reconciliaci�n es la misi�n connatural de la Iglesia, (...) una misi�n que no se agota en algunas afirmaciones te�ricas y en la propuesta de un ideal �tico no acompa�ada por energ�as operativas, sino que tiende a expresarse en precisas funciones ministeriales en orden a una pr�ctica concreta de la penitencia y de la reconciliaci�n � (Exhort. Apost. Reconciliatio et Paenitentia, n. 23).

Tenemos el gusto de poner en las manos de los sacerdotes este documento, que ha sido preparado por venerado encargo del Santo Padre y con la competente colaboraci�n de profesores de teolog�a y de algunos pastores.

Agradecemos a todos aquellos que han ofrecido su contribuci�n, mediante la cual han hecho posible la realizaci�n del documento. Nuestra gratitud adquiere dimensiones muy especiales en relaci�n a la Congregaci�n para la Doctrina de la Fe y a la Penitenciar�a Apost�lica.

INTRODUCCI�N

1. Finalidad del documento

La familia, que el Concilio Ecum�nico Vaticano II ha definido como el santuario dom�stico de la Iglesia, y como � c�lula primera y vital de la sociedad �,1 constituye un objeto privilegiado de la atenci�n pastoral de la Iglesia. � En un momento hist�rico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la sociedad y de s� misma est� profundamente vinculado al bien de la familia, siente de manera m�s viva y acuciante su misi�n de proclamar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio y la familia �.2

En estos �ltimos a�os, la Iglesia, a trav�s de la palabra del Santo Padre y mediante una vasta movilizaci�n espiritual de pastores y laicos, ha multiplicado sus esfuerzos para ayudar a todo el pueblo creyente a considerar con gratitud y plenitud de fe los dones que Dios dispensa al hombre y a la mujer unidos en el sacramento del matrimonio, para que ellos puedan llevar a t�rmino un aut�ntico camino de santidad y ofrecer un verdadero testimonio evang�lico en las situaciones concretas en las cuales viven.

En el camino hacia la santidad conyugal y familiar los sacramentos de la Eucarist�a y de la Penitencia cumplen un papel fundamental. El primero fortifica la uni�n con Cristo, fuente de gracia y de vida, y el segundo reconstruye, en caso que haya sido destruida, o hace crecer y perfecciona la comuni�n conyugal y familiar,3 amenazada y desgarrada por el pecado.

Para ayudar a los c�nyuges a conocer el camino de su santidad y a cumplir su misi�n, es fundamental la formaci�n de sus conciencias y el cumplimiento de la voluntad de Dios en el �mbito espec�fico de la vida matrimonial, o sea en su vida de comuni�n conyugal y de servicio a la vida. La luz del Evangelio y la gracia del sacramento representan el binomio indispensable para la elevaci�n y la plenitud del amor conyugal que tiene su fuente en Dios Creador. En efecto, � el Se�or se ha dignado sanar, perfeccionar y elevar este amor con un don especial de la gracia y de la caridad �.4

En orden a la acogida de estas exigencias del amor aut�ntico y del plan de Dios en la vida cotidiana de los c�nyuges, el momento en el cual ellos solicitan y reciben el sacramento de la Reconciliaci�n, representa un acontecimiento salv�fico de m�xima importancia, una ocasi�n de luminosa profundizaci�n de fe y una ayuda precisa para realizar el plan de Dios en la propia vida.

� Es el sacramento de la Penitencia o Reconciliaci�n el que allana el camino a cada uno, incluso cuando se siente bajo el peso de grandes culpas. En este sacramento cada hombre puede experimentar de manera singular la misericordia, es decir, el amor que es m�s fuerte que el pecado �.5

Puesto que la administraci�n del sacramento de la Reconciliaci�n est� confiada al ministerio de los sacerdotes, el presente documento se dirige espec�ficamente a los confesores y tiene como finalidad ofrecer algunas disposiciones pr�cticas para la confesi�n y absoluci�n de los fieles en materia de castidad conyugal. M�s concretamente, con este vademecum para el uso de los confesores se quiere ofrecer un punto de referencia a los penitentes casados para que puedan obtener un mayor provecho de la pr�ctica del sacramento de la Reconciliaci�n y vivir su vocaci�n a la paternidadmaternidad responsable en armon�a con la ley divina ense�ada por la Iglesia con autoridad. Servir� tambi�n para ayudar a quienes se preparan al matrimonio.

El problema de la procreaci�n responsable representa un punto particularmente delicado en la ense�anza de la moral cat�lica en �mbito conyugal, pero aun m�s en el �mbito de la administraci�n del sacramento de la Reconciliaci�n, en el cual la doctrina es confrontada con las situaciones concretas y con el camino espiritual de cada fiel. Resulta en efecto necesario recordar los puntos claves que permitan afrontar en modo pastoralmente adecuado las nuevas modalidades de la contracepci�n y el agravarse del fen�meno.6 Con el presente documento no se pretende repetir toda la ense�anza de la Enc�clica Humanae Vitae, de la Exhortaci�n Apost�lica Familiaris Consortio o de otras intervenciones del Magisterio ordinario del Sumo Pont�fice, sino solamente ofrecer algunas sugerencias y orientaciones para el bien espiritual de los fieles que se acercan al sacramento de la Reconciliaci�n y para superar eventuales divergencias e incertidumbres en la praxis de los confesores.

2. La castidad conyugal en la doctrina de la Iglesia

La tradici�n cristiana siempre ha defendido, contra numerosas herej�as surgidas ya al inicio de la Iglesia, la bondad de la uni�n conyugal y de la familia. Querido por Dios en la misma creaci�n, devuelto por Cristo a su primitivo origen y elevado a la dignidad de sacramento, el matrimonio es una comuni�n �ntima de amor y de vida entre los esposos intr�nsecamente ordenada al bien de los hijos que Dios querr� confiarles. El v�nculo natural tanto para el bien de los c�nyuges y de los hijos como para el bien de la misma sociedad no depende del arbitrio humano.7

La virtud de la castidad conyugal � entra�a la integridad de la persona y la integralidad del don �8 y en ella la sexualidad � se hace personal y verdaderamente humana cuando est� integrada en la relaci�n de persona a persona, en el don mutuo total y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer �.9 Esta virtud, en cuanto se refiere a las relaciones �ntimas de los esposos, requiere que se mantenga � �ntegro el sentido de la donaci�n mutua y de la procreaci�n humana en el contexto del amor verdadero �.10 Por eso, entre los principios morales fundamentales de la vida conyugal, es necesario recordar � la inseparable conexi�n que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el significado procreador �.11

En este siglo los Sumos Pont�fices han emanado diversos documentos recordando las principales verdades morales sobre la castidad conyugal. Entre estos merecen una menci�n especial la Enc�clica Casti Connubii (1930) de P�o XI,12 numerosos discursos de P�o XII,13 la Enc�clica Humanae Vitae (1968) de Pablo VI,14 la Exhortaci�n Apost�lica Familiaris Consortio15 (1981), la Carta a las Familias Gratissimam Sane16 (1994) y la Enc�clica Evangelium Vitae (1995) de Juan Pablo II. Junto a estos se deben tener presente la Constituci�n Pastoral Gaudium et Spes17 (1965) y el Catecismo de la Iglesia Cat�lica18 (1992). Adem�s son importantes, en conformidad con estas ense�anzas, algunos documentos de Conferencias Episcopales, as� como de pastores y te�logos que han desarrollado y profundizado la materia. Es oportuno recordar tambi�n el ejemplo ofrecido por numerosos c�nyuges, cuyo empe�o por vivir cristianamente el amor humano constituye una contribuci�n eficac�sima para la nueva evangelizaci�n de las familias.

3. Los bienes del matrimonio y la entrega de s� mismo

Mediante el sacramento del Matrimonio, los esposos reciben de Cristo Redentor el don de la gracia que confirma y eleva su comuni�n de amor fiel y fecundo. La santidad a la que son llamados es sobre todo gracia donada.

Las personas llamadas a vivir en el matrimonio, realizan su vocaci�n al amor19 en la plena donaci�n de s� mismos, que expresa adecuadamente el lenguaje del cuerpo.20 De la donaci�n rec�proca de los esposos procede, como fruto propio, el don de la vida a los hijos, que son signo y coronaci�n del amor matrimonial.21

La contracepci�n, oponi�ndose directamente a la transmisi�n de la vida, traiciona y falsifica el amor oblativo propio de la uni�n matrimonial: � altera el valor de donaci�n total �22 y contradice el plan de amor de Dios participado a los esposos.

VADEMECUM PARA EL USO DE LOS CONFESORES

El presente vademecum est� compuesto por un conjunto de enunciados, que los confesores habr�n de tener presente en la administraci�n del sacramento de la Reconciliaci�n, a fin de poder ayudar mejor a los c�nyuges a vivir cristianamente la propia vocaci�n a la paternidad o maternidad, en sus circunstancias personales y sociales.

1. La santidad matrimonial

1. Todos los cristianos deben ser oportunamente instruidos de su vocaci�n a la santidad. En efecto, la invitaci�n al seguimento de Cristo est� dirigida a todos, y cada fiel debe tender a la plenitud de la vida cristiana y a la perfecci�n de la caridad en su propio estado.23

2. La caridad es el alma de la santidad. Por su �ntima naturaleza la caridad - don que el Esp�ritu infunde en el coraz�n - asume y eleva el amor humano y lo hace capaz de la perfecta donaci�n de s� mismo. La caridad hace m�s aceptable la renuncia, m�s liviano el combate espiritual, m�s generosa la entrega personal.24

3. No es posible para el hombre con sus propias fuerzas realizar la perfecta entrega de s� mismo. Pero se vuelve capaz de ello en virtud de la gracia del Esp�ritu Santo. En efecto, es Cristo que revela la verdad originaria del matrimonio y, liberando al hombre de la dureza del coraz�n, lo habilita para realizarla �ntegramente.25

4. En el camino hacia la santidad, el cristiano experimenta tanto la debilidad humana como la benevolencia y la misericordia del Se�or. Por eso el punto de apoyo en el ejercicio de las virtudes cristianas - tambi�n de la castidad conyugal - se encuentra en la fe que nos hace conscientes de la misericordia de Dios y en el arrepentimiento que acoge humildemente el perd�n divino.26

5. Los esposos act�an la plena donaci�n de s� mismos en la vida matrimonial y en la uni�n conyugal, que, para los cristianos, es vivificada por la gracia del sacramento. La espec�fica uni�n de los esposos y la transmisi�n de la vida son obligaciones propias de su santidad matrimonial.27

2. La ense�anza de la Iglesia sobre la procreaci�n responsable

1. Los esposos han de ser confirmados en el inestimable valor y excelencia de la vida humana, y deben ser ayudados para que se comprometan a hacer de la propia familia un santuario de la vida:28 � en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo est� presente de un modo diverso a como lo est� en cualquier otra generaci�n "sobre la tierra" �.29

2. Consideren los padres y madres de familia su misi�n como un honor y una responsabilidad, en cuanto son cooperadores del Se�or en la llamada a la existencia de una nueva persona humana, hecha a imagen y semejanza de Dios, redimida y destinada, en Cristo, a una Vida de eterna felicidad.30 � Precisamente en esta funci�n suya como colaboradores de Dios que transmiten Su imagen a la nueva criatura, est� la grandeza de los esposos dispuestos "a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada d�a m�s" �.31

3. De esto deriva, para los cristianos, la alegr�a y la estima de la paternidad y de la maternidad. Esta paternidad-maternidad, es llamada "responsable" en los recientes documentos de la Iglesia, para subrayar la actitud consciente y generosa de los esposos en su misi�n de transmitir la vida, que tiene en s� un valor de eternidad, y para evocar una vez m�s su papel de educadores. Compete ciertamente a los esposos - que por otra parte no dejar�n de solicitar los consejos oportunos - deliberar, en modo ponderado y con esp�ritu de fe, acerca de la dimensi�n de su familia y decidir el modo concreto de realizarla respetando los criterios morales de la vida conyugal.32

4. La Iglesia siempre ha ense�ado la intr�nseca malicia de la contracepci�n, es decir de todo acto conyugal hecho intencionalmente infecundo. Esta ense�anza debe ser considerada como doctrina definitiva e irreformable. La contracepci�n se opone gravemente a la castidad matrimonial, es contraria al bien de la transmisi�n de la vida (aspecto procreativo del matrimonio), y a la donaci�n rec�proca de los c�nyuges (aspecto unitivo del matrimonio), lesiona el verdadero amor y niega el papel soberano de Dios en la transmisi�n de la vida humana.33

5. Una espec�fica y a�n m�s grave malicia moral se encuentra en el uso de medios que tienen un efecto abortivo, impidiendo la anidaci�n del embri�n apenas fecundado o tambi�n causando su expulsi�n en una fase precoz del embarazo.34

6. En cambio es profundamente diferente de toda pr�ctica contraceptiva, tanto desde el punto de vista antropol�gico como moral, porque ahonda sus ra�ces en una concepci�n distinta de la persona y de la sexualidad, el comportamiento de los c�nyuges que, siempre fundamentalmente abiertos al don de la vida, viven su intimidad s�lo en los per�odos infecundos, debido a serios motivos de paternidad y maternidad responsable.35

El testimonio de los matrimonios que desde hace tiempo viven en armon�a con el designio del Creador y l�citamente utilizan, cuando hay raz�n proporcionalmente seria, los m�todos justamente llamados "naturales", confirma que los esposos pueden vivir �ntegramente, de com�n acuerdo y con plena donaci�n las exigencias de la castidad y de la vida conyugal.

3. Orientaciones pastorales de los confesores

1. En relaci�n a la actitud que debe adoptar con los penitentes en materia de procreaci�n responsable, el confesor deber� tener en cuenta cuatro aspectos: a) el ejemplo del Se�or que � es capaz de inclinarse hacia todo hijo pr�digo, toda miseria humana y singularmente hacia toda miseria moral o pecado �;36 b) la prudente cautela en las preguntas relativas a estos pecados; c) la ayuda y el est�mulo que debe ofrecer al penitente para que se arrepienta y se acuse �ntegramente de los pecados graves; d) los consejos que, en modo gradual, animen a todos a recorrer el camino de la santidad.

2. El ministro de la Reconciliaci�n tenga siempre presente que el sacramento ha sido instituido para hombres y mujeres que son pecadores. Acoja, por tanto, a los penitentes que se acercan al confesionario presuponiendo, salvo que exista prueba en contrario, la buena voluntad - que nace de un coraz�n arrepentido y humillado (Salmo 50,19), aunque en grados distintos - de reconciliarse con el Dios misericordioso.37

3. Cuando se acerca al sacramento un penitente ocasional, que se confiesa despu�s de un largo tiempo y muestra una situaci�n general grave, es necesario, antes de hacer preguntas directas y concretas sobre el tema de la procreaci�n responsable y en general sobre la castidad, orientarlo para que comprenda estas obligaciones en una visi�n de fe. Por esto mismo, si la acusaci�n de los pecados ha sido demasiado sucinta o mec�nica, se le deber� ayudar a replantear su vida frente a Dios y, con preguntas generales sobre las diversas virtudes yu obligaciones, de acuerdo con las condiciones personales del interesado,38 recordarle positivamente la invitaci�n a la santidad del amor y la importancia de sus deberes en el �mbito de la procreaci�n y educaci�n de los hijos.

4. Cuando es el penitente quien formula preguntas o solicita - tambi�n en modo impl�cito - aclaraciones sobre puntos concretos, el confesor deber� responder adecuadamente, pero siempre con prudencia y discreci�n,39 sin aprobar opiniones err�neas.

5. El confesor tiene la obligaci�n de advertir a los penitentes sobre las transgresiones de la ley de Dios graves en s� mismas, y procurar que deseen la absoluci�n y el perd�n del Se�or con el prop�sito de replantear y corregir su conducta. De todos modos la reincidencia en los pecados de contracepci�n no es en s� misma motivo para negar la absoluci�n; en cambio, �sta no se puede impartir si faltan el suficiente arrepentimiento o el prop�sito de evitar el pecado.40

6. El penitente que habitualmente se confiesa con el mismo sacerdote busca a menudo algo m�s que la sola absoluci�n. Es necesario que el confesor sepa realizar una tarea de orientaci�n, que ciertamente ser� m�s f�cil donde exista una relaci�n de verdadera y propia direcci�n espiritual - aunque no se utilice tal expresi�n - para ayudarle a mejorar en todas las virtudes cristianas y, consecuentemente, en la santificaci�n de la vida matrimonial.41

7. El sacramento de la Reconciliaci�n requiere, por parte del penitente, el dolor sincero, la acusaci�n formalmente �ntegra de los pecados mortales y el prop�sito, con la ayuda de Dios, de no pecar en adelante. Normalmente no es necesario que el confesor indague sobre los pecados cometidos a causa de una ignorancia invencible de su malicia, o de un error de juicio no culpable. Aunque esos pecados no sean imputables, sin embargo no dejan de ser un mal y un desorden. Esto vale tambi�n para la malicia objetiva de la contracepci�n, que introduce en la vida conyugal de los esposos un h�bito desordenado. Por consiguiente es necesario esforzarse, en el modo m�s oportuno, por liberar la conciencia moral de aquellos errores42 que est�n en contradicci�n con la naturaleza de la donaci�n total de la vida conyugal.

Aun teniendo presente que la formaci�n de las conciencias se realiza sobre todo en la catequesis general y espec�fica de los esposos, siempre es necesario ayudar a los c�nyuges, incluso en el momento del sacramento de la Reconciliaci�n, a examinarse sobre sus obligaciones espec�ficas de vida conyugal. Si el confesor considerase necesario interrogar al penitente, debe hacerlo con discreci�n y respeto.

8. Ciertamente contin�a siendo v�lido el principio, tambi�n referido a la castidad conyugal, seg�n el cual es preferible dejar a los penitentes en buena fe si se encuentran en el error debido a una ignorancia subjetivamente invencible, cuando se prevea que el penitente, aun despu�s de haberlo orientado a vivir en el �mbito de la vida de fe, no modificar�a la propia conducta, y con ello pasar�a a pecar formalmente; sin embargo, aun en esos casos, el confesor debe animar estos penitentes a acoger en la propia vida el plan de Dios, tambi�n en las exigencias conyugales, por medio de la oraci�n, la llamada y la exhortaci�n a la formaci�n de la conciencia y la ense�anza de la Iglesia.

9. La � ley de la gradualidad � pastoral, que no se puede confundir con � la gradualidad de la ley � que pretende disminuir sus exigencias, implica una decisiva ruptura con el pecado y un camino progresivo hacia la total uni�n con la voluntad de Dios y con sus amables exigencias.43

10. Resulta por tanto inaceptable el intento - que en realidad es un pretexto - de hacer de la propia debilidad el criterio de la verdad moral. Ya desde el primer anuncio que recibe de la palabra de Jes�s, el cristiano se da cuenta que hay una � desproporci�n � entre la ley moral, natural y evang�lica, y la capacidad del hombre. Pero tambi�n comprende que reconocer la propia debilidad es el camino necesario y seguro para abrir las puertas de la misericordia de Dios.44

11. A quien, despu�s de haber pecado gravemente contra la castidad conyugal, se arrepiente y, no obstante las reca�das, manifiesta su voluntad de luchar para abstenerse de nuevos pecados, no se le ha de negar la absoluci�n sacramental. El confesor deber� evitar toda manifestaci�n de desconfianza en la gracia de Dios, o en las disposiciones del penitente, exigiendo garant�as absolutas, que humanamente son imposibles, de una futura conducta irreprensible,45 y esto seg�n la doctrina aprobada y la praxis seguida por los Santos Doctores y confesores acerca de los penitentes habituales.

12. Cuando en el penitente existe la disponibilidad de acoger la ense�anza moral, especialmente en el caso de quien habitualmente frecuenta el sacramento y demuestra inter�s en la ayuda espiritual, es conveniente infundirle confianza en la Providencia y apoyarlo para que se examine honestamente en la presencia de Dios. A tal fin convendr� verificar la solidez de los motivos que se tienen para limitar la paternidad o maternidad, y la licitud de los m�todos escogidos para distanciar o evitar una nueva concepci�n.

13. Presentan una dificultad especial los casos de cooperaci�n al pecado del c�nyuge que voluntariamente hace infecundo el acto unitivo. En primer lugar, es necesario distinguir la cooperaci�n propiamente dicha de la violencia o de la injusta imposici�n por parte de uno de los c�nyuges, a la cual el otro no se puede oponer.46, 561).] Tal cooperaci�n puede ser l�cita cuando se dan conjuntamente estas tres condiciones:

la acci�n del c�nyuge cooperante no sea en s� misma il�cita;47

existan motivos proporcionalmente graves para cooperar al pecado del c�nyuge;

se procure ayudar al c�nyuge (pacientemente, con la oraci�n, con la caridad, con el di�logo: no necesariamente en aquel momento, ni en cada ocasi�n) a desistir de tal conducta.

14. Adem�s, se deber� evaluar cuidadosamente la cooperaci�n al mal cuando se recurre al uso de medios que pueden tener efectos abortivos.48

15. Los esposos cristianos son testigos del amor de Dios en el mundo. Deben, por tanto estar convencidos, con la ayuda de la fe e incluso contra la ya experimentada debilidad humana, que es posible con la gracia divina seguir la voluntad del Se�or en la vida conyugal. Resulta indispensable el frecuente y perseverante recurso a la oraci�n, a la Eucarist�a y a la Reconciliaci�n, para lograr el dominio de s� mismo.49

16. A los sacerdotes se les pide que, en la catequesis y en la orientaci�n de los esposos al matrimonio, tengan uniformidad de criterios tanto en lo que se ense�a como en el �mbito del sacramento de la Reconciliaci�n, en completa fidelidad al magisterio de la Iglesia sobre la malicia del acto contraceptivo.

Los Obispos vigilen con particular cuidado cuanto se refiere al tema: no raramente los fieles se escandalizan por esta falta de unidad tanto en la catequesis como en el sacramento de la Reconciliaci�n.50

17. Esta pastoral de la confesi�n ser� m�s eficaz si va unida a una incesante y capilar catequesis sobre la vocaci�n cristiana al amor conyugal y sobre sus dimensiones de alegr�a y de exigencia, de gracia y de responsabilidad personal,51 y si se instituyen consultorios y centros a los cuales el confesor pueda enviar f�cilmente al penitente para que conozca adecuadamente los m�todos naturales.

18. Para que sean aplicables en concreto las directivas morales relativas a la procreaci�n responsable es necesario que la valiosa obra de los confesores sea completada por la catequesis.52 En este esfuerzo est� comprendida a pleno t�tulo una esmerada iluminaci�n sobre la gravedad del pecado referido al aborto.

19. En lo que ata�e a la absoluci�n del pecado de aborto subsiste siempre la obligaci�n de tener en cuenta las normas can�nicas. Si el arrepentimiento es sincero y resulta dif�cil remitir el caso a la autoridad competente, a quien le est� reservada levantar la censura, todo confesor puede hacerlo a tenor del can. 1357, sugiriendo la adecuada penitencia e indicando la necesidad de recurrir ante quien goza de tal facultad, ofreci�ndose eventualmente para tramitarla.53

CONCLUSI�N

La Iglesia considera como uno de sus principales deberes, especialmente en el momento actual, proclamar e introducir en la vida el misterio de la misericordia, revelado de modo excelso en la persona de Jesucristo.54

El lugar por excelencia de tal proclamaci�n y realizaci�n de la misericordia, es la celebraci�n del sacramento de la Reconciliaci�n.

La coincidencia con este primer a�o del trienio de preparaci�n al Tercer Milenio dedicado a Jesucristo, �nico Salvador del mundo, ayer, hoy y siempre (cf. Hebr 13, 8), puede ofrecer una gran oportunidad para la tarea de actualizaci�n pastoral y de profundizaci�n catequ�stica en las di�cesis y concretamente en los santuarios, donde acuden muchos peregrinos y se administra el Sacramento del perd�n con abundante presencia de confesores.

Los sacerdotes est�n completamente disponibles a este ministerio del cual depende la felicidad eterna de los esposos, y tambi�n, en buena parte, la serenidad y el gozo de la vida presente: �sean para ellos aut�nticos testigos vivientes de la misericordia del Padre!

Ciudad del Vaticano, 12 de febrero de 1997.

Alfonso Card. L�pez Trujillo
Presidente del Pontificio Consejo
para la Familia

+ Francisco Gil Hell�n
Secretario

(1) Conc. Ecum. Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos Apostolicam Actuositatem, 18 de noviembre de 1965, n. 11.

(2) Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 3.

(3) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 58.

(4) Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 49.

(5) Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia, 30 de noviembre de 1980, n. 13.

(6) Ha de tenerse en cuenta el efecto abortivo de los nuevos f�rmacos. Cf. Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 13.

(7) Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 48.

(8) 3 Catecismo de la Iglesia Cat�lica, 11 de octubre de 1992, n. 2337.

(9) Ibid.

(10) Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 51.

(11) Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 12.

(12) P�o XI, Enc. Casti Connubii, 31 de diciembre de 1930.

(13) P�o XII, Discurso al Congreso de la Uni�n cat�lica italiana de obstetras, 2 de octubre de 1951; Discurso al Frente de la familia y a las Asociaciones de familias numerosas, 27 de noviembre de 1951.

(14) Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968.

(15) 3 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981.

(16) 3 Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994.

(17) 3 Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965.

(18) 3 Catecismo de la Iglesia Cat�lica, 11 de octubre de 1992.

(19) 3 Cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 24.

(20) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32.

(21) Cf. Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 2378; cf. Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 11.

(22) 3 Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32.

(23) � Una misma es la santidad que cultivan en cualquier clase de vida y de profesi�n los que son guiados por el esp�ritu de Dios y, obedeciendo a la voz del Padre, adorando a Dios y al Padre en esp�ritu y verdad, siguen a Cristo pobre, humilde y cargado con la cruz, para merecer la participaci�n de su gloria. Seg�n esto, cada uno seg�n los propios dones y las gracias recibidas, debe caminar sin vacilaci�n por el camino de la fe viva, que excita la esperanza y obra por la caridad � (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Dogm. sobre la Iglesia Lumen Gentium, 21 de noviembre de 1964, n. 41).

(24) � La caridad es el alma de la santidad a la que todos est�n llamados � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 826). � El amor hace que el hombre se realice mediante la entrega sincera de s� mismo. Amar significa dar y recibir lo que no se puede comprar ni vender, sino s�lo regalar libre y rec�procamente � (Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 11).

(25) Cf. Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 13.

� La observancia de la ley de Dios, en determinadas situaciones, puede ser dif�cil, muy dif�cil: sin embargo jam�s es imposible. Esta es una ense�anza constante de la tradici�n de la Iglesia � (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 6 de agosto de 1993, n. 102).

� Ser�a un grav�simo error concluir... que la norma ense�ada por la Iglesia sea de suyo solamente un "ideal", que deba adaptarse, proporcionarse, graduarse - como dicen - a las posibilidades del hombre "contrapesando los distintos bienes en cuesti�n". Pero Jcu�les son las "posibilidades concretas del hombre"? JY de qu� hombre se est� hablando? JDel hombre dominado por la concupiscencia o del hombre redimido por Cristo? Porque se trata de esto: de la realidad de la Redenci�n de Cristo. �Cristo nos ha redimido! Esto significa que nos ha dado la posibilidad de realizar la verdad entera de nuestro ser. Ha liberado nuestra libertad del dominio de la concupiscencia. Si el hombre redimido sigue pecando, no se debe a la imperfecci�n del acto redentor de Cristo, sino a la voluntad del hombre de sustraerse de la gracia que deriva de aquel acto. El mandamiento de Dios es, ciertamente, proporcionado a las capacidades del hombre: pero a las capacidades del hombre a quien se ha dado el Esp�ritu Santo; del hombre que, si ha ca�do en el pecado, siempre puede obtener el perd�n y gozar de la presencia del Esp�ritu � (Juan Pablo II, Discurso a los participantes a un curso sobre la procreaci�n responsable, 1 de marzo de 1984).

(26) � Reconocer el propio pecado, es m�s - yendo a�n m�s a fondo en la consideraci�n de la propia personalidad - reconocerse pecador, capaz de pecado e inclinado al pecado, es el principio indispensable para volver a Dios (...). Reconciliarse con Dios presupone e incluye desasirse con lucidez y determinaci�n del pecado en el que se ha ca�do. Presupone e incluye, por consiguiente, hacer penitencia en el sentido m�s completo del t�rmino: arrepentirse, mostrar arrepentimiento, hacer propia la actitud concreta de arrepentido, que es la de quien se pone en el camino del retorno al Padre (...). En la condici�n concreta del hombre pecador, donde no puede existir conversi�n sin el reconocimiento del propio pecado, el ministerio de reconciliaci�n de la Iglesia interviene en cada caso con una finalidad claramente penitencial, esto es la de conducir al hombre al "conocimiento de s� mismo" � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 13).

� Cuando nos damos cuenta de que el amor que Dios tiene por nosotros no se detiene ante nuestro pecado, no se echa atr�s ante nuestras ofensas, sino que se hace m�s sol�cito y generoso; cuando somos conscientes de que este amor ha llegado incluso a causar la pasi�n y la muerte del Verbo hecho carne, que ha aceptado redimirnos pagando con su Sangre, entonces prorrumpimos en un acto de reconocimiento: "S�, el Se�or es rico en misericordia", y decimos asimismo: "El es misericordia" � (ibid., n. 22).

(27) � La vocaci�n universal a la santidad est� dirigida tambi�n a los c�nyuges y padres cristianos. Para ellos est� especificada por el sacramento celebrado y traducida concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y familiar. De ah� nacen la gracia y la exigencia de una aut�ntica y profunda espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la creaci�n, de la alianza, de la cruz, de la resurrecci�n y del signo sacramental � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 56).

� El aut�ntico amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y se enriquece por la fuerza redentora de Cristo y la acci�n salv�fica de la Iglesia, para conducir eficazmente a los esposos a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime tarea de padre y madre. Por ello, los c�nyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados para los deberes y dignidad de su estado para este sacramento especial, en virtud del cual, cumpliendo su deber conyugal y familiar, imbuidos del esp�ritu de Cristo, con el que toda su vida est� impregnada por la fe, la esperanza y la caridad, se acercan cada vez m�s a su propia perfecci�n y a su santificaci�n mutua y, por tanto, a la glorificaci�n de Dios en com�n � (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 48).

(28) 3 � La Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque d�bil y enferma, es siempre un don espl�ndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el ego�smo que ofuscan al mundo, la Iglesia est� en favor de la vida, y en cada vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel "S�", de aquel "Am�n" que es Cristo mismo. Al "no" que invade y aflige al mundo, contrapone este "S�" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos acechan y desprecian la vida � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 30).

� Hay que volver a considerar la familia como el santuario de la vida. En efecto, es sagrada: es el �mbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los m�ltiples ataques a que est� expuesta, y puede desarrollarse seg�n las exigencias de un aut�ntico crecimiento humano. Contra la llamada cultura de la muerte, la familia constituye la sede de la cultura de la vida � (Juan Pablo II, Enc. Centesimus Annus, 1 de mayo de 1991, n. 39).

(29) Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 9.

(30) � El mismo Dios, que dijo "no es bueno que el hombre est� solo" (G�n 2,18) y que "hizo desde el principio al hombre, var�n y mujer" (Mt 19,4), queriendo comunicarles cierta participaci�n especial en su propia obra creadora, bendijo al var�n y a la mujer diciendo: "Creced y multiplicaos" (G�n 1,28). De ah� que el cultivo verdadero del amor conyugal y todo el sistema de vida familiar que de �l procede, sin posponer los otros fines del matrimonio, tienden a que los esposos est�n dispuestos con fortaleza de �nimo a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada d�a m�s � (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Apost. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 50).

� La familia cristiana es una comuni�n de personas, reflejo e imagen de la comuni�n del Padre y del Hijo en el Esp�ritu Santo. Su actividad procreadora y educativa es reflejo de la obra creadora de Dios � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 2205).

� Cooperar con Dios llamando a la vida a los nuevos seres humanos significa contribuir a la transmisi�n de aquella imagen y semejanza divina de la que es portador todo "nacido de mujer" � (Juan Pablo II, Carta a las Familias Gratissimam Sane, 2 de febrero de 1994, n. 8).

(31) Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 43; cf. Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 50.

(32) � Los c�nyuges saben que son cooperadores del amor de Dios Creador y en cierta manera sus int�rpretes. Por ello, cumplir�n su tarea con responsabilidad humana y cristiana, y con d�cil reverencia hacia Dios, de com�n acuerdo y con un esfuerzo com�n, se formar�n un recto juicio, atendiendo no s�lo a su propio bien, sino tambi�n al bien de los hijos, ya nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia Iglesia. En �ltimo t�rmino, son los mismos esposos los que deben formar este juicio ante Dios. En su modo de obrar, los esposos cristianos deben ser conscientes de que ellos no pueden proceder seg�n su arbitrio, sino que deben regirse siempre por la conciencia que ha de ajustarse a la misma ley divina, d�ciles al Magisterio de la Iglesia, que interpreta aut�nticamente esta ley a la luz del Evangelio.

Esta ley divina muestra la significaci�n plena del amor conyugal, lo protege y lo impulsa a su perfecci�n verdaderamente humana � (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 50).

� Cuando se trata de conciliar el amor conyugal con la transmisi�n responsable de la vida, la conducta moral no depende s�lo de la sincera intenci�n y la apreciaci�n de los motivos, sino que debe determinarse a partir de criterios objetivos, tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos; criterios que conserven �ntegro el sentido de la donaci�n mutua y de la procreaci�n humana en el contexto del amor verdadero; esto es imposible si no se cultiva con sinceridad la virtud de la castidad conyugal. En la regulaci�n de la procreaci�n no les est� permitido a los hijos de la Iglesia, apoyados en estos principios, seguir caminos que son reprobados por el Magisterio, al explicar la ley divina � (Conc. Ecum. Vaticano II, Const. Past. sobre la Iglesia en el mundo contempor�neo Gaudium et Spes, 7 de diciembre de 1965, n. 51).

� En relaci�n con las condiciones f�sicas, econ�micas, psicol�gicas y sociales, la paternidad responsable se pone en pr�ctica ya sea con la deliberaci�n ponderada y generosa de tener una familia numerosa ya sea con la decisi�n, tomada por graves motivos y en el respeto de la ley moral, de evitar un nuevo nacimiento durante alg�n tiempo o por tiempo indefinido.

La paternidad responsable comporta sobre todo una vinculaci�n m�s profunda con el orden moral objetivo, establecido por Dios, cuyo fiel int�rprete es la recta conciencia. El ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los c�nyuges reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismo, para con la familia y la sociedad, en una justa jerarqu�a de valores.

En la misi�n de transmitir la vida, los esposos no quedan por tanto libres para proceder arbitrariamente, como si ellos pudiesen determinar de manera completamente aut�noma los caminos l�citos a seguir, sino que deben conformar su conducta a la intenci�n creadora de Dios, manifestada en la misma naturaleza del matrimonio y de sus actos y constantemente ense�ada por la Iglesia � (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 10).

(33) La Enc�clica Humanae Vitae declara il�cita � toda acci�n que, o en previsi�n del acto conyugal, o en su realizaci�n, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreaci�n �. Y agrega: � Tampoco se pueden invocar como razones v�lidas, para justificar los actos conyugales intencionalmente infecundos, el mal menor o el hecho de que tales actos constituir�an un todo con los actos fecundos anteriores o que seguir�n despu�s, y que por tanto compartir�an la �nica e id�ntica bondad moral. En verdad, si es l�cito alguna vez tolerar un mal menor a fin de evitar un mal mayor o de promover un bien m�s grande, no es l�cito, ni aun por razones grav�simas, hacer el mal para conseguir el bien, es decir hacer objeto de un acto positivo de voluntad lo que es intr�nsecamente desordenado y por lo mismo indigno de la persona humana, aunque con ello se quisiese salvaguardar o promover el bien individual, familiar o social. Es por tanto un error pensar que un acto conyugal, hecho voluntariamente infecundo, y por esto intr�nsecamente deshonesto, pueda ser cohonestado por el conjunto de una vida conyugal fecunda � (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 14).

� Cuando los esposos, mediante el recurso a la contracepci�n, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comuni�n sexual, se comportan como "�rbitros" del designio divino y "manipulan" y envilecen la sexualidad humana, y, con ella, la propia persona del c�nyuge, alterando su valor de donaci�n "total". As�, al lenguaje natural que expresa la rec�proca donaci�n total de los esposos, la contracepci�n impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro completamente; se produce no s�lo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino tambi�n una falsificaci�n de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32).

(34) � El ser humano debe ser respetado y tratado como persona desde el instante de su concepci�n y, por eso, a partir de ese mismo momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida � (Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, Instrucci�n sobre el respeto de la vida humana naciente y la dignidad de la procreaci�n Donum Vitae, 22 de febrero de 1987, n. 1).

� La estrecha conexi�n que, como mentalidad, existe entre la pr�ctica de la anticoncepci�n y la del aborto se manifiesta cada vez m�s y lo demuestra de modo alarmante tambi�n la preparaci�n de productos qu�micos, dispositivos intrauterinos y "vacunas" que, distribuidos con la misma facilidad que los anticonceptivos, act�an en realidad como abortivos en las primer�simas fases del desarrollo de la vida del nuevo ser humano � (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 13).

(35) � Por consiguiente si para espaciar los nacimientos existen serios motivos, derivados de las condiciones f�sicas o psicol�gicas de los c�nyuges, o de circunstancias exteriores, la Iglesia ense�a que entonces es l�cito tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras para usar del matrimonio s�lo en los per�odos infecundos y as� regular la natalidad sin ofender los principios morales que acabamos de recordar.

La Iglesia es coherente consigo misma cuando juzga l�cito el recurso a los per�odos infecundos, mientras condena siempre como il�cito el uso de medios directamente contrarios a la fecundaci�n, aunque se haga por razones aparentemente honestas y serias. En realidad, entre ambos casos existe una diferencia esencial: en el primero los c�nyuges se sirven leg�timamente de una disposici�n natural; en el segundo impiden el desarrollo de los procesos naturales. Es verdad que tanto en uno como en otro caso, los c�nyuges est�n de acuerdo en la voluntad positiva de evitar la prole por razones plausibles, buscando la seguridad de que no se seguir�; pero es igualmente verdad que solamente en el primer caso renuncian conscientemente al uso del matrimonio en los per�odos fecundos cuando por justos motivos la procreaci�n no es deseable, y hacen uso despu�s en los per�odos agen�sicos para manifestarse el efecto y para salvaguardar la mutua fidelidad. Obrando as� ellos dan prueba de amor verdadero e integralmente honesto � (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 16).

� Cuando los esposos, mediante el recurso a per�odos de infecundidad, respetan la conexi�n inseparable de los significados unitivo y procreador de la sexualidad humana, se comportan como "ministros" del designio de Dios y "se sirven" de la sexualidad seg�n el dinamismo de la donaci�n "total", sin manipulaciones ni alteraciones � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 32).

� La labor de educaci�n para la vida requiere la formaci�n de los esposos para la procreaci�n responsable. Esta exige, en su verdadero significado, que los esposos sean d�ciles a la llamada del Se�or y act�en como fieles int�rpretes de su designio: esto se realiza abriendo generosamente la familia a nuevas vidas y, en todo caso, permaneciendo en actitud de apertura y servicio a la vida incluso cuando, por motivos serios y respetando la ley moral, los esposos optan por evitar temporalmente o por tiempo indeterminado un nuevo nacimiento. La ley moral les obliga de todos modos a encauzar las tendencias del instinto y de las pasiones y a respetar las leyes biol�gicas inscritas en sus personas. Precisamente este respeto legitima, al servicio de la responsabilidad en la procreaci�n, el recurso a los m�todos naturales de regulaci�n de la fertilidad � (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 97).

(36) 3 Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia, 30 de noviembre de 1980, n. 6.

(37) � Como en el altar donde celebra la Eucarist�a y como en cada uno de los Sacramentos, el sacerdote, ministro de la Penitencia, act�a in persona Christi. Cristo, a quien �l hace presente, y por su medio realiza el misterio de la remisi�n de los pecados, es el que aparece como hermano del hombre, pont�fice misericordioso, fiel y compasivo, pastor decidido a buscar la oveja perdida, m�dico que cura y conforta, maestro �nico que ense�a la verdad e indica los caminos de Dios, juez de los vivos y de los muertos, que juzga seg�n la verdad y no seg�n las apariencias � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. post-sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 2 de diciembre de 1984, n. 29).

� Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pr�digo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepci�n de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso con el pecador � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 1465).

(38) Cf. Congregaci�n del Santo Oficio, Normae quaedam de agendi ratione confessariorum circa sextum Decalogi praeceptum, 16 de mayo de 1943.

(39) � Al interrogar, el sacerdote debe comportarse con prudencia y discreci�n, atendiendo a la condici�n y edad del penitente; y ha de abstenerse de preguntar sobre el nombre del c�mplice � (C�digo de Derecho Can�nico, c. 979).

� La pedagog�a concreta de la Iglesia debe estar siempre unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma persuasi�n de mi Predecesor: "No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas" � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 33).

(40) Cf. Denzinger-Sh�nmetzer, Enchiridion Symbolorum, 3187.

(41) � La confesi�n de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia: "En la confesi�n, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos �ltimos mandamientos del Dec�logo, pues, a veces, estos pecados hieren m�s gravemente el alma y son m�s peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos" � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 1456).

(42) 3 � Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio err�neo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privaci�n, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 1793).

� El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aqu�l deja de ser un mal, un desorden con relaci�n a la verdad sobre el bien � (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 8 de agosto de 1993, n. 63).

(43) � Tambi�n los esposos, en el �mbito de su vida moral, est�n llamados a un incesante camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez mejor los valores que la ley divina tutela y promueve y por la voluntad recta y generosa de encarnarlos en sus opciones concretas. Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo Se�or a superar con valent�a las dificultades. "Por ello, la llamada 'ley de gradualidad' o camino gradual no puede identificarse con la 'gradualidad de la ley', como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, seg�n el plan de Dios, est�n llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocaci�n se realiza en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de responder al mandamiento divino con �nimo sereno, confiando en la gracia divina y en la propia voluntad". En la misma l�nea, la pedagog�a de la Iglesia comporta que los esposos reconozcan, ante todo, claramente la doctrina de la Humanae Vitae como normativa para el ejercicio de su sexualidad y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para observar tal norma � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 34).

(44) � En este contexto se abre el justo espacio a la misericordia de Dios para el pecado del hombre que se convierte, y a la comprensi�n por la debilidad humana. Esta comprensi�n jam�s significa comprometer y falsificar la medida del bien y del mal para adaptarla a las circunstancias. Mientras es humano que el hombre, habiendo pecado, reconozca su debilidad y pida misericordia por las propias culpas, en cambio es inaceptable la actitud de quien hace de su propia debilidad el criterio de la verdad sobre el bien, de manera que se puede sentir justificado por s� mismo, incluso sin necesidad de recurrir a Dios y a su misericordia. Semejante actitud corrompe la moralidad de la sociedad entera, porque ense�a a dudar de la objetividad de la ley moral en general y a rechazar las prohibiciones morales absolutas sobre determinados actos humanos, y termina por confundir todos los juicios de valor � (Juan Pablo II, Enc. Veritatis Splendor, 8 de agosto de 1993, n. 104).

(45) � No debe negarse ni retrasarse la absoluci�n si el confesor no duda de la buena disposici�n del penitente y �ste pide ser absuelto � (C�digo de Derecho Can�nico, can. 980).

(46) � Sabe muy bien la Santa Iglesia que no raras veces uno de los c�nyuges, m�s que cometer el pecado, lo soporta, al permitir, por causa muy grave, el trastorno del recto orden que aqu�l rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro c�nyuge � (P�o XI, Enc. Casti Connubii, AAS 22 $[1930$

(47) 3 Cf. Denzinger-Sh�nmetzer, Enchiridion Symbolorum, 2795, 3634.

(48) � Desde el punto de vista moral, nunca es l�cito cooperar formalmente en el mal. Esta cooperaci�n se produce cuando la acci�n realizada, o por su misma naturaleza o por la configuraci�n que asume en un contexto concreto, se califica como colaboraci�n directa en un acto contra la vida humana inocente o como participaci�n en la intenci�n inmoral del agente principal � (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 74).

(49) � Esta disciplina, propia de la pureza de los esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano m�s sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los c�nyuges desarrollan �ntegramente su personalidad, enriqueci�ndose de valores espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y facilitando la soluci�n de otros problemas; favoreciendo la atenci�n hacia el otro c�nyuge; ayudando a superar el ego�smo, enemigo del verdadero amor, y enraizando m�s su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren as� la capacidad de un influjo m�s profundo y eficaz para educar a los hijos; los ni�os y los j�venes crecen en la justa estima de los valores humanos y en el desarrollo sereno y arm�nico de sus facultades espirituales y sensibles � (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, n. 21).

(50) Para los sacerdotes � la primera incumbencia - en especial la de aquellos que ense�an la teolog�a moral es exponer sin ambig�edades la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio. Sed los primeros en dar ejemplo de obsequio leal, interna y externamente, al Magisterio de la Iglesia, en el ejercicio de vuestro ministerio. Tal obsequio, bien lo sab�is, es obligatorio no s�lo por las razones aducidas, sino sobre todo por raz�n de la luz del Esp�ritu Santo, de la cual est�n particularmente asistidos los Pastores de la Iglesia para ilustrar la verdad.

Conoc�is tambi�n la suma importancia que tiene para la paz de las conciencias y para la unidad del pueblo cristiano, que en el campo de la moral y del dogma se atengan todos al Magisterio de la Iglesia y hablen del mismo modo. Por esto renovamos con todo Nuestro �nimo el angustioso llamamiento del Ap�stol Pablo: "Os ruego, hermanos, por el nombre de Nuestro Se�or Jesucristo, que todos habl�is igualmente, y no haya entre vosotros cismas, antes se�is concordes en el mismo pensar y en el mismo sentir".

No menoscabar en nada la saludable doctrina de Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas. Pero esto debe ir acompa�ado siempre de la paciencia y de la bondad de que el mismo Se�or dio ejemplo en su trato con los hombres. Venido no para juzgar sino para salvar, �l fue ciertamente intransigente con el mal, pero misericordioso con las personas � (Pablo VI, Enc. Humanae Vitae, 25 de julio de 1968, nn. 28-29).

(51) � Ante el problema de una honesta regulaci�n de la natalidad, la comunidad eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la maternidad de modo verdaderamente responsable.

En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados por las investigaciones cient�ficas para un conocimiento m�s preciso de los ritmos de fertilidad femenina y alienta a una m�s decisiva y amplia extensi�n de tales estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la responsabilidad de cuantos - m�dicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, matrimonios - pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor respetando la estructura y finalidades del acto conyugal, que lo expresa. Esto significa un compromiso m�s amplio, decisivo y sistem�tico en hacer conocer, estimar y aplicar los m�todos naturales de regulaci�n de la fertilidad.

Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que, mediante el compromiso com�n de la continencia peri�dica, han llegado a una responsabilidad personal m�s madura ante el amor y la vida. Como escrib�a Pablo VI, "a ellos ha confiado el Se�or la misi�n de hacer visible ante los hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los esposos con su cooperaci�n al amor de Dios, autor de la vida humana" � (Juan Pablo II, Exhort. Apost. Familiaris Consortio, 22 de noviembre de 1981, n. 35).

(52) � Desde el siglo primero, la Iglesia ha afirmado la malicia moral de todo aborto provocado. Esta ense�anza no ha cambiado; permanece invariable. El aborto directo, es decir, querido como un fin o como un medio, es gravemente contrario a la ley moral � (Catecismo de la Iglesia Cat�lica, n. 2271; ver Congregaci�n para la Doctrina de la Fe, Declaraci�n sobre el aborto procurado, 18 de noviembre de 1974).

� La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las circunstancias espec�ficas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano que comienza a vivir, es decir, lo m�s inocente en absoluto que se pueda imaginar � (Juan Pablo II, Enc. Evangelium Vitae, 25 de marzo de 1995, n. 58).

(53) T�ngase presente que � ipso iure � la facultad de levantar la censura de esta materia en el fuero interno pertenece, como para todas las censuras no reservadas a la Santa Sede y no declaradas, a todo Obispo, aunque solamente sea titular, y al Penitenciario diocesano o colegiado (can. 508), as� como a los capellanes de hospitales, c�rceles e internados (can. 566 � 2). Para la censura relativa al aborto gozan de la facultad de levantarla, por privilegio, los confesores que pertenecen a Ordenes mendicantes o a algunas Congregaciones religiosas modernas.

(54) Cf. Juan Pablo II, Enc. Dives in Misericordia, 30 de noviembre de 1980, n. 14.