PONTIFICIO CONSEJO PARA LA FAMILIA

CONCLUSIONES DEL CONGRESO TEOL�GICO-PASTORAL
"LOS HIJOS, PRIMAVERA DE LA FAMILIA
Y DE LA SOCIEDAD"

Vaticano, 11-13 de octubre de 2000

 

Los participantes en el congreso teol�gico-pastoral, organizado por el Consejo pontificio para la familia, en el marco del jubileo de las familias del a�o 2000, nos reunimos, en n�mero de cerca de cinco mil, en la sala Pablo VI, en el Vaticano, para estudiar el tema:  "Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad" (1). Adem�s de los presidentes de las comisiones episcopales para la familia y para la vida, la mayor parte de los congresistas estaba constituida por matrimonios procedentes de los cinco continentes, designados para este evento por Conferencias episcopales, movimientos, asociaciones y grupos pro-familia y pro-vida. Al concluir nuestros trabajos hemos cre�do oportuno manifestar algunas conclusiones y recomendaciones, que han obtenido la aprobaci�n de la asamblea.

Somos conscientes de la profunda fuerza de  la familia fundada en el matrimonio, comuni�n de amor y de vida, en el umbral del tercer milenio. El Santo Padre, con el lema que escogi� para el III Encuentro mundial con las familias, nos invit� a centrar nuestras reflexiones en "Los hijos, primavera de la familia y de la sociedad". Con profunda gratitud al Papa, hemos escuchado su orientaci�n y hemos reflexionado, durante estos d�as, en las "alegr�as y esperanzas, tristezas y angustias" (Gaudium et spes, 1) que ata�en a los hijos, don precios�simo (cf. ib., 50) para la familia y para la sociedad.

Vivimos en una �poca de crecientes y sistem�ticos ataques contra la familia y contra la vida. Con todo, en este marco es preciso evitar a la vez un pesimismo paralizante y un optimismo ingenuo e irreal. La tendencia a poner en duda la instituci�n familiar, su naturaleza y misi�n, su fundamento sobre el matrimonio (uni�n de amor y de vida entre un hombre y una mujer) se ha generalizado, por decirlo as�, en determinados ambientes muy influyentes, marcados por una mentalidad secularizada. Esa tendencia se puede observar en algunas organizaciones pol�ticas nacionales e internacionales; tambi�n est� presente en importantes medios de comunicaci�n social; altera la vida econ�mica y profesional de muchos e impide la percepci�n de la realidad del matrimonio en nuestros hijos.

La situaci�n global de la infancia en el mundo dista mucho de ser satisfactoria. Muchos ni�os sufren el mal de las guerras, la miseria, las enfermedades, el trabajo infantil, la abominable explotaci�n sexual, los secuestros, incluso con la finalidad de proporcionar �rganos para trasplantes. La fecundidad ha disminuido en muchas regiones, especialmente donde abunda la riqueza. La plaga del divorcio se extiende en pa�ses de larga tradici�n cristiana. El aborto hiere profundamente el alma de los pueblos y la conciencia de las personas. Las "uniones de hecho" constituyen un grave problema social, cada d�a m�s difundido. Se corre el riesgo de que ese estado de cosas lleve a nuestros hijos a dudar de s� mismos y de su futuro, y contribuya a su desconfianza sobre su capacidad de amar y de asumir los compromisos matrimoniales.

Esta crisis pone de manifiesto una enfermedad del esp�ritu que se ha alejado de la verdad y una antropolog�a equivocada. Adem�s, refleja un relativismo y un escepticismo sin precedentes. Demuestra que el hombre siente la tentaci�n de cerrarse a la verdad sobre s� mismo y sobre el amor. Frente a este peligro, es preciso reafirmar nuestra esperanza en el futuro, dej�ndonos guiar por el realismo que brota del Evangelio y por una profunda confianza en Dios, sin ocultar la gravedad de los males que amenazan a las generaciones j�venes. Precisamente al coraz�n desilusionado del hombre deseamos llevar un mensaje de esperanza, dirigiendo nuestro pensamiento a los que van a construir el mundo del tercer milenio:  nuestros hijos.

Nuestros trabajos se agruparon en dos campos principales:  uno teol�gico y otro pastoral. Aprovechamos ampliamente los recursos de la antropolog�a, la sociolog�a y las ciencias humanas.

I.Contribuciones doctrinales y teol�gicas

A. Contribuciones antropol�gicas y jur�dicas

Hemos dirigido nuestra atenci�n a la maternidad y a la paternidad humanas. Ambas, dentro de la comuni�n conyugal, fundan su realidad y su dignidad en la paternidad divina. Las funciones de padre y madre son complementarias e inseparables. Presuponen que entre los hijos y los padres se entablan relaciones interpersonales espec�ficas. Cada ni�o tiene derecho a nacer de un padre y de una madre, unidos entre s� por el amor conyugal.

La maternidad implica, desde el inicio, una apertura especial hacia la nueva persona, en la que la mujer se encuentra mediante un don sincero de s� (2). La maternidad est� �ntimamente vinculada a la estructura personal del ser humano y a la dimensi�n personal del don (3). La contribuci�n materna es decisiva para poner los fundamentos s�lidos de una nueva personalidad humana; en la maternidad, la dignidad de la mujer se realiza en el don sincero de s� a los hijos. La tarea del padre, muy a menudo subestimada, es de gran importancia para la formaci�n de la personalidad de los hijos y para las opciones decisivas que ata�en a su futuro. La presencia paterna en el hogar es un elemento imprescindible de la educaci�n, pues "la paternidad y la maternidad suponen la coexistencia y la interacci�n de sujetos aut�nomos"(4). Este influjo rec�proco del padre y de la madre se manifiesta en la complementariedad de las funciones paterna y materna en la educaci�n de los hijos.

La familia constituye una realidad natural anterior a cualquier organizaci�n pol�tica y a cualquier instituci�n jur�dica. Por consiguiente, los poderes pol�ticos(5) deben reconocer la originalidad y la identidad de la familia fundada en el matrimonio. La familia, puesta entre lo privado y lo p�blico, no debe reducirse a una especie de uni�n contractual arbitraria entre las dem�s, que se puede hacer o deshacer a capricho. El matrimonio da lugar al nacimiento de una comunidad totalmente original, formada por un hombre y una mujer, que afecta al presente y al futuro de la sociedad. Por desgracia, durante el congreso se constat� que, tanto a nivel nacional como internacional, hoy se tiende a debilitar el matrimonio y la familia que brota de �l, en vez de fortalecerlos. A la familia, considerada como una uni�n precaria de individuos, se la est� haciendo cada vez m�s fr�gil.

La difusi�n de la droga, la promiscuidad sexual y otros estilos de vida contrarios al Evangelio, que se ofrecen a los hijos como una liberaci�n o como si fueran expresiones de modernidad, son, en realidad, una trampa para muchos y a menudo producen desconcierto entre los padres. Eso se convierte en una seria dificultad para el descubrimiento de su identidad moral. Es necesario profundizar en la misi�n educadora de la familia. A todo esto se a�ade con frecuencia una desoladora carencia afectiva y educativa por parte de muchos padres. Nuestros hijos, con la gran necesidad que tienen de afecto y serenidad, corren el peligro de buscar su profundo deseo de felicidad siguiendo caminos equivocados y alienantes. Es necesario prevenir este peligro mediante una atenta y esmerada entrega a la educaci�n. Se trata de afrontar el problema central de los valores y, en primer lugar, los vac�os producidos por la ausencia de una formaci�n en la fe.

B. Consideraciones teol�gicas y espirituales

Hemos recurrido ampliamente a las ciencias humanas para captar mejor las aspiraciones profundas del ni�o. Pero es la ciencia de la fe la que permite iluminar m�s profundamente la realidad maravillosa de nuestros hijos. Los hijos ocupan un lugar privilegiado en la familia, en la ecclesiola, es decir, en la peque�a iglesia que es la familia cristiana. Por eso, una parte sustancial de nuestro trabajo consisti� en poner de relieve las l�neas fundamentales de una evangelizaci�n de la infancia:  una tarea dif�cil y urgente en un mundo en el que las estructuras educativas tienen a menudo muchas carencias. Debemos ayudar a los m�s j�venes a convertirse en amigos de Jes�s y a crecer en la gracia de su bautismo. Los padres, con el testimonio de su entrega rec�proca y del don de s� a sus hijos, muestran la belleza del amor conyugal, paterno-materno, en el que resplandece un reflejo del amor infinito de la sant�sima Trinidad.

La familia es sujeto y objeto de evangelizaci�n. Reconocemos la tarea de los pastores de la Iglesia, cuyo papel es tan importante en la construcci�n y en la gu�a del pueblo de Dios. En plena armon�a con ellos, los padres podr�n cumplir mejor su deber de evangelizar a sus hijos. De ellos depende, en gran parte, la realidad de la evangelizaci�n de la familia en el tercer milenio. Arraigada en el bautismo, la familia es escuela de vida cristiana adulta. En ella los cristianos ejercen, de manera privilegiada, un sacerdocio bautismal. Pasando por los sacramentos de la iniciaci�n, la vida de la persona se inserta plenamente en la vida de la Iglesia y se ponen los cimientos de toda vida cristiana. Cristo act�a mediante los sacramentos y nos pide que colaboremos en la preparaci�n de nuestros hijos a estos eventos eclesiales de vida.

La familia es el lugar privilegiado de transmisi�n de la fe y es tambi�n escuela de oraci�n. Los ni�os est�n llamados a progresar en la fe, a crecer en la gracia. El bautismo, la confirmaci�n y la Eucarist�a son momentos important�simos de la vida familiar. El bautismo de los ni�os manifiesta de modo particular la gratuidad de la gracia de la salvaci�n. A los padres corresponde el deber de alimentar la vida que Dios les ha confiado(6):  una vida que, dotada de una fuerza especial por el Esp�ritu Santo en la confirmaci�n, llega a su culmen eclesial en la Eucarist�a. La familia, mediante la fuerza de los sacramentos, renueva en Cristo las fuentes del compromiso, del testimonio y de la vida apost�lica en la vida de la Iglesia. El domingo, d�a del Se�or, est� totalmente marcado por la memoria agradecida y activa de los gestos salv�ficos de Dios(7). La palabra de Dios no puede faltar en la vida de la familia. Por consiguiente, la reuni�n en torno a la palabra de vida, en la que la familia, iglesia dom�stica, se encuentra plenamente en la liturgia de la comunidad cristiana, resulta una ocasi�n privilegiada.

En este A�o jubilar 2000, hacemos un llamamiento un�nime a la evangelizaci�n, al perd�n rec�proco, a la conversi�n y a la reconciliaci�n sacramental. Sin la conversi�n de los corazones, las dificultades, a las que est�n expuestas las familias, se acentuar�n y las primeras v�ctimas ser�n naturalmente los ni�os, pues son los eslabones m�s d�biles y m�s vulnerables de la cadena familiar. El perd�n dentro de la familia y entre las familias renueva el esp�ritu cristiano del amor fraterno. El perd�n mutuo, y la humilde petici�n de perd�n a Cristo y a la Iglesia en el sacramento de la reconciliaci�n, son evento de gracia y salvaci�n, en el que se realiza el itinerario de santificaci�n de la familia, que va junto con la vida de oraci�n. Es evidente que la vida de oraci�n implica un aspecto personal muy importante, y exige igualmente un aspecto eclesial. En efecto, la familia es una ecclesiola, el primer lugar de evangelizaci�n, el santuario dom�stico, en el que todos oran juntos. A trav�s de las dificultades y pruebas, se descubre y se frecuenta a Cristo como maestro y como amigo. Mediante el testimonio gozoso de oraci�n y de vida cristiana, la familia se transforma en levadura espiritual para las comunidades cristianas. La oraci�n en familia es un aspecto central de vitalidad, que contribuye a su estabilidad. La oraci�n de los ni�os, en su pureza y sencillez, invita a una reflexi�n orante que puede encontrar inspiraci�n en el "caminito" recorrido por santa Teresa del Ni�o Jes�s. Los hijos deben encontrar en los padres la ayuda principal para que, al final de la adolescencia, sean capaces de hacer una opci�n madura de vida cristiana.

II. Situaciones concretas
Estas contribuciones doctrinales han proporcionado la claridad necesaria para el an�lisis de las situaciones concretas y los planes de acci�n. Ese an�lisis ha constituido el segundo eje de nuestros trabajos.

La promoci�n humana y la evangelizaci�n de la infancia no pueden realizarse salvo en el marco de la cultura de la vida, en la construcci�n de la civilizaci�n del amor. Quedamos gratamente sorprendidos al constatar el n�mero y la diversidad de las iniciativas en este �mbito. Fue una ocasi�n que nos hizo percibir la acci�n multiforme del Esp�ritu Santo que act�a en los corazones, en las familias.

Muchas iniciativas recientes est�n orientadas a hacer que se reconozca la dignidad de la madre, muy a menudo v�ctima de una sociedad despiadada o de un contexto desfavorable. El feminismo de la d�cada de 1970 hoy parece haber disminuido; tiende a ser sustituido por un feminismo aut�ntico, que quiere hacer valer los derechos de la mujer como madre; exige tambi�n el reconocimiento de la contribuci�n imprescindible de la madre al bien com�n y, al mismo tiempo, exige que se ayude a la maternidad. En suma, el nuevo feminismo requiere que se reconozca la importancia de la mujer, por s� misma, en la sociedad. �Los recursos personales de la femineidad no son ciertamente menores que los recursos de la masculinidad; son s�lo diferentes. Por consiguiente, la mujer -como por su parte tambi�n el hombre- debe entender su "realizaci�n" como persona, su dignidad y vocaci�n, sobre la base de estos recursos, de acuerdo con la riqueza de la femineidad, que recibi� el d�a de la creaci�n y que hereda como expresi�n peculiar de la "imagen y semejanza de Dios"�(8) .

Cuando en las familias, la madre en particular no dispone de una ayuda adecuada a su tarea educativa ni de una orientaci�n espiritual, y tampoco de recursos materiales, entonces, por desgracia, se multiplican los casos de aborto y de abandono de los hijos. Muchas mujeres conciben hijos de padres diversos, y luego no son capaces de educarlos. As� los ni�os quedan abandonados a s� mismos. Los datos demuestran claramente que esos ni�os se ven sometidos a atropellos y explotaci�n, cayendo en las redes tenebrosas de la prostituci�n infantil, de la pornograf�a y de la execrable pederastia. Incluso las penosas condiciones de la vida familiar causadas por las guerras y la miseria est�n en el origen de graves e irreversibles deficiencias en la educaci�n de los ni�os que, sin la protecci�n y la gu�a de la familia, son abandonados en la calle y explotados por delincuentes. As� ellos mismos se convierten en delincuentes e incluso en criminales; las muchachas a menudo van a parar a las calles y acaban en el mundo de la prostituci�n. Por consiguiente, se hallan expuestas al peligro de embarazos precoces y de contagio de diversas enfermedades de transmisi�n sexual, entre ellas tambi�n el sida. Situaciones de este tipo son frecuentes en los pa�ses pobres, pero no faltan tampoco en los ricos. En ambos casos la ra�z principal es la misma:  la crisis moral que afecta a muchas familias y las situaciones dif�ciles en las que viven los padres.

Los aspectos legales de esta problem�tica son de una importancia excepcional. Hace falta un compromiso decidido de reconocimiento legal de los derechos del ni�o. En primer lugar, el derecho a la vida del ni�o no nacido, al que se oponen el aborto y la eliminaci�n de embriones, cualquiera que sea el fin que se busque con esa destrucci�n. Es necesario tambi�n poner freno, mediante oportunas medidas legales, tanto a nivel nacional como internacional, a las grav�simas ofensas a la dignidad de los ni�os:  esas ofensas son la explotaci�n sexual (como, por ejemplo, el as� llamado "turismo sexual infantil") y las violencias de toda �ndole que sufren estas personas humanas m�s d�biles, a las que se niega la tutela de sus derechos humanos m�s fundamentales. �No se trata de aut�nticos delitos contra la humanidad, que, como tales, por consiguiente deber�an ser reconocidos y castigados, no s�lo en el lugar en que se producen, sino tambi�n en los pa�ses de donde proceden los autores de esos delitos?

Hemos sabido, con emoci�n, que se est�n llevando a cabo iniciativas en �mbitos sumamente diferentes, pero todas encaminadas a salvar al ni�o del abandono cuando ambos padres han fallecido o cuando los ni�os son "hu�rfanos de padres vivos"(9). La adopci�n por parte de matrimonios puede ser un testimonio concreto de solidaridad y amor(10). En su gratuidad y generosidad, la adopci�n es un signo que indica que el mundo deber�a saber acoger a los ni�os. Las parejas est�riles que eligen la adopci�n son un signo elocuente de caridad conyugal ejemplar(11). Por desgracia, muchas parejas tienen la tentaci�n de recurrir a t�cnicas inmorales de procreaci�n artificial, que se insertan en una mentalidad de "ni�o a toda costa" y de "derecho al ni�o", que est�n en contraste con la Revelaci�n divina sobre la procreaci�n como don de Dios, y sobre la sexualidad matrimonial como cooperaci�n con Dios creador(12). La paternidad responsable conlleva una profunda relaci�n con el orden moral establecido por Dios(13). Tambi�n es preciso aludir a intentos recientes de legalizar adopciones por parte de personas homosexuales, que deben ser rechazados en�rgicamente. Es evidente que ese no es el lugar para una verdadera educaci�n, para un crecimiento personalizante. "No puede constituir una verdadera familia la uni�n de dos hombres o dos mujeres, y mucho menos se puede atribuir a esa uni�n el derecho a la adopci�n de hijos privados de familia"(14). En materia de acogida y adopci�n, el gran principio que se ha de aplicar es siempre el bien superior del ni�o, que debe prevalecer sobre otras consideraciones.

Al referirnos a la vida familiar, hemos analizado las relaciones entre generaciones, "en la biolog�a de la generaci�n est� inscrita la genealog�a de la persona" (Carta a las familias, 9). Se dio gran relieve a la contribuci�n de los abuelos en la educaci�n de sus nietos. Los abuelos comunican con especial ternura una experiencia de vida y de fe, y a menudo son hoy un factor important�simo de evangelizaci�n, particularmente cuando la misi�n de los padres de transmitir la fe falla por diversos motivos. En la transmisi�n de los valores, especialmente de los religiosos, la funci�n de los abuelos resulta hoy de importancia fundamental frente al peligro de un vac�o de la educaci�n a este respecto.

III. Recomendaciones

Los hijos son un don precioso para la familia y para la humanidad, en todas las dimensiones de su existencia humana y cristiana, y son esperanza del porvenir de la sociedad y de la Iglesia. Teniendo esto en cuenta ofrecemos las siguientes recomendaciones.

Nos dirigimos ante todo, con insistencia, a las autoridades pol�ticas, nacionales e internacionales:  no transform�is al ni�o en una "m�nada" abstracta, aislada, sin puertas ni ventanas, cuyos derechos no guardan relaci�n con su situaci�n real de dependencia y tutela. En la familia es donde los derechos de los ni�os se respetan mejor, de acuerdo con los principios de solidaridad y subsidiariedad. El modo m�s eficaz de proteger al ni�o y sus derechos es proteger en primer lugar a la familia fundada en el matrimonio. A veces sucede que la familia es ofendida por legalizaciones realmente inicuas, y con gran frecuencia resulta v�ctima de pol�ticas fiscales injustas y de pol�ticas de vivienda alejadas de un realismo social.

Recomendamos que se intensifiquen las instancias a las instituciones p�blicas para evitar ambig�edades en la definici�n de ni�o y de familia. En particular, por lo que respecta a la definici�n legal de ni�o, es necesario que se reconozcan los derechos del ni�o en el per�odo de la vida prenatal. A ese reconocimiento nos invita tambi�n la Convenci�n internacional sobre los derechos de la infancia, en la que se afirma que, por su debilidad, el ni�o necesita una protecci�n especial, tanto antes como despu�s del nacimiento. Por consiguiente, desde el momento de su concepci�n, el ser humano debe gozar de esa protecci�n. Tambi�n la falta de un verdadero derecho de familia plenamente garantizado por la ley exige la necesidad de una normativa m�ltiple para proteger los diversos derechos del ni�o. Adem�s, es preciso intensificar los esfuerzos para que se reconozca a la familia, fundada en el matrimonio, su papel social imprescindible para el bien com�n.

Nos preocupa la dram�tica devaluaci�n de la maternidad en nuestras sociedades. Todo da a entender que el valor y la dignidad de la mujer se basan en su profesi�n remunerada, y que, si no es as�, no goza de mucha consideraci�n social. La funci�n de la madre, en cuanto tal, se debe reconocer a causa del servicio real y eficaz que presta a la sociedad. La maternidad no es un simple trabajo comparable a tantas profesiones laudables y dignas; es mucho m�s:  una vida vivida al servicio de una tarea vocacional de suma importancia para las mismas personas, para la familia y para la sociedad entera. Reconocer la funci�n de la mujer en la sociedad no debe considerarse una conquista, cuando va en detrimento de la misi�n materna (cf. Laborem exercens, 19; Mulieris dignitatem, 18).

Es preciso fortalecer la conciencia y la importancia de la funci�n paterna en la tarea educativa de la familia. Consolida e integra la funci�n materna en plena colaboraci�n con vistas a la madurez de los hijos. Las estructuras educativas deben apoyar esa funci�n, pero nunca pueden sustituirla adecuadamente. La funci�n del padre es central en la vida familiar. Disminuir la tarea espec�fica del padre equivale a destruir en los hijos su identidad de futuros c�nyuges y padres. El miedo a transmitir la vida encuentra en la p�rdida de la funci�n de padre un c�mplice y un colaborador.
En la protecci�n de la familia por parte del Estado, el inter�s verdadero de este �ltimo coincide con el de la familia y el del ni�o. Efectivamente, la familia es el primer lugar donde se forma, en todos los niveles, el capital humano, es decir, ese recurso prodigioso que es la persona humana educada en el sentido de responsabilidad y del trabajo bien realizado. Es lo que el Papa Juan Pablo II afirma en la enc�clica Centesimus annus:  �La primera estructura fundamental a favor de la "ecolog�a humana" es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien� (n. 39).

La dignidad de todo ni�o se convierte tambi�n en un apremiante llamamiento a las comunidades cristianas, y especialmente a las parroquias, para que sigan de cerca a las familias con ni�os discapacitados. Toda la comunidad cristiana ha de reconocer el don de estos ni�os como herencia de Cristo en la cruz, para que a esas familias se las apoye y ayude con caridad cristiana. Es necesario y urgente que una pastoral especializada ense�e valientemente a ver en todo ni�o un don de Dios.

El llamamiento a la conversi�n, por m�s fundamental que sea, no puede separarse del compromiso educativo y pol�tico. Hay que estimular a todas las instituciones educativas cristianas para que revisen y mejoren su funci�n en la doble perspectiva de los padres y los hijos. Los pedagogos actuales subrayan de forma un�nime que la educaci�n integral de los ni�os es inseparable de la educaci�n continua de los padres. La pobreza de las familias condiciona y dificulta la calidad de la educaci�n; por eso, los proyectos para mejorarla deben considerar tambi�n el nivel econ�mico de las familias. Sin embargo, las dificultades econ�micas condicionan ciertamente las posibilidades de una buena formaci�n, pero no pueden ser motivo para impedir a las familias pobres tener hijos y beneficiarse de las aportaciones educativas cualificadas transmitidas por los valores cristianos.

Conclusi�n

Hemos terminado el congreso con el alma llena  de esperanza, en el marco y con el esp�ritu del gran jubileo del a�o 2000. Ciertamente las familias, en el umbral del tercer milenio, tienden a ponerse m�s bien a la defensiva, comprometidas como est�n a luchar en ciertos pa�ses y en diversos frentes, para mantener su reconocimiento social. Sin embargo, en esta familia -que algunos quisieran marginar como algo superado- es donde el ni�o viene al mundo y donde al nacer encuentra las mejores condiciones para su desarrollo. Los ni�os constituyen la primavera, algo que florece, algo nuevo; son portadores de una promesa:  la renovaci�n del mundo en la familia y a trav�s de ella. Nuestros hijos, primavera de la familia y de la sociedad, siguen siendo signo de esperanza para el mundo y para la Iglesia.



NOTAS
(1) Este congreso teol�gico-pastoral se inscribe en el marco del gran jubileo del a�o 2000 y del Encuentro mundial de las familias, y es continuaci�n de los dos anteriores Encuentros mundiales del Santo Padre con las familias:  el primero se desarroll� en Roma, en 1994, y el segundo en R�o de Janeiro, en 1997. El tema del congreso que precedi� el primer Encuentro fue:  "La familia, coraz�n de la civilizaci�n del amor"; y el del II Encuentro, de 1997:  "La familia, don y compromiso, esperanza de la humanidad".

(2) Cf. Gaudium et spes, 24.
(3) Cf. Mulieris dignitatem, 18.
(4) Gratissimam sane, 16.
(5) Cf. Carta de los derechos de la familia, Pre�mbulo, B y D.
(6) Cf. Catecismo de la Iglesia cat�lica, nn. 1250-1251.
(7) Cf. Carta apost�lica Dies Domini, del 31 de mayo de 1998.
(8)  Mulieris dignitatem, 10.
(9)  Gratissimam sane, 14.
(10) Cf. Evangelium vitae, 93.
(11) Cf. Catecismo de la Iglesia cat�lica, nn. 2373-2379.
(12) Cf. ib., n. 2377.
(13) Cf. Humanae vitae, 10.
(14) Juan  Pablo II,  ï¿½ngelus del 20 de febrero de 1994.