Su Santidad Juan Pablo II
Carta
A los Sacerdotes
Jueves Santo 1996
Queridos hermanos en el sacerdocio:
�Consideremos, hermanos, nuestra vocaci�n� (cf.1Co 1, 26). El sacerdocio es una vocaci�n, una vocaci�n particular: �Nadie se arroga tal dignidad, sino el llamado por Dios� (Hb 5, 4). La Carta a los Hebreos se refiere al sacerdocio del Antiguo Testamento, para llevar a la comprensi�n del misterio de Cristo sacerdote. �Tampoco Cristo se apropi� la gloria del Sumo Sacerdocio, sino que la tuvo de quien le dijo: ...T� eres sacerdote para siempre, a semejanza de Melquisedec� (5, 5-6).
La singular vocaci�n de Cristo Sacerdote
1. Cristo, Hijo de la misma naturaleza del Padre, es constituido sacerdote de la Nueva Alianza seg�n el orden de Melquisedec: �l tambi�n es, pues, llamado al sacerdocio. Es el Padre qui�n �llama� a su Hijo, engendrado por El con un acto de amor eterno, para que �entre en el mundo� (cf. Hb 10, 5) y se haga hombre. El quiere que su Hijo unig�nito, encarn�ndose, sea �sacerdote para siempre�: el �nico sacerdote de la Nueva y eterna Alianza. En la vocaci�n del Hijo al sacerdocio se expresa la profundidad del misterio trinitario. En efecto, s�lo el Hijo, el Verbo del Padre, en el cual y por medio del cual todo ha sido creado, puede ofrecer incesantemente la creaci�n como sacrificio al Padre, confirmando que todo lo creado proviene del Padre y que debe hacerse una ofrenda de alabanza al Creador. As� pues, el misterio del sacerdocio encuentra su inicio en la Trinidad y es al mismo tiempo consecuencia de la Encarnaci�n. Haci�ndose hombre, el Hijo unig�nito y eterno del Padre nace de una mujer, entra en el orden de la creaci�n y se hace as� sacerdote, �nico y eterno sacerdote.
El autor de la Carta a los Hebreos subraya que el sacerdocio de Cristo est� vinculado al sacrificio de la Cruz: �Present�se Cristo como Sumo Sacerdote de los bienes futuros, a trav�s de una Tienda mayor y m�s perfecta, no fabricada por mano de hombre, es decir, no de este mundo. Y penetr� en el santuario una vez para siempre, ...con su propia sangre, consiguiendo una redenci�n eterna� (Hb 9, 11-12). El sacerdocio de Cristo est� fundamentado en la obra de la redenci�n. Cristo es el sacerdote de su propio sacrificio: �Por el Esp�ritu Eterno se ofreci� a s� mismo sin tacha a Dios� (Hb 9, 14). El sacerdocio de la Nueva Alianza, al cual estamos llamados en la Iglesia, es, pues, la participaci�n en este singular sacerdocio de Cristo.
Sacerdocio com�n y sacerdocio ministerial
2. El Concilio Vaticano II presenta el concepto de �vocaci�n� en toda su amplitud. En efecto, habla de vocaci�n del hombre, de vocaci�n cristiana, de vocaci�n a la vida conyugal y familiar. En este contexto el sacerdocio es una de estas vocaciones, una de las formas posibles de realizar el seguimiento de Cristo, el cual en el Evangelio dirige varias veces la invitaci�n: �S�gueme�.
En la Constituci�n dogm�tica Lumen gentium sobre la Iglesia, el Concilio ense�a que todos los bautizados participan del sacerdocio de Cristo; pero al mismo tiempo, distingue claramente entre el sacerdocio del Pueblo de Dios, com�n a todos los fieles, y el sacerdocio jer�rquico, es decir, ministerial. A este respecto, merece ser citado enteramente un fragmento ilustrativo del citado documento conciliar: �Cristo el Se�or, pont�fice tomado de entre los hombres (cf. Hb 5, 1-5), ha hecho del nuevo pueblo 'un reino de sacerdotes para Dios, su Padre' (Ap 1, 6; cf. 5, 9-10). Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unci�n del Esp�ritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo para que ofrezcan, a trav�s de las obras propias del cristiano, sacrificios espirituales y anuncien las maravillas del que los llam� de las tinieblas a su luz admirable (cf. 1 P 2, 4-10). Por tanto, todos los disc�pulos de Cristo, en oraci�n continua y en alabanza a Dios (cf. Hch 2, 42-47), han de ofrecerse a s� mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). Deben dar testimonio de Cristo en todas partes y han de dar raz�n de su esperanza de la vida eterna a quienes se la pidan (cf. 1 P 3, 15). El sacerdocio com�n de los fieles y el sacerdocio ministerial o jer�rquico est�n ordenados el uno al otro; ambos, en efecto, participan, cada uno a su manera, del �nico sacerdocio de Cristo. Su diferencia, sin embargo, es esencial y no s�lo de grado. En efecto, el sacerdocio ministerial, por el poder sagrado de que goza, configura y dirige al pueblo sacerdotal, realiza como representante de Cristo el sacrificio eucar�stico y lo ofrece a Dios en nombre de todo el pueblo. Los fieles, en cambio, participan en la celebraci�n de la Eucarist�a en virtud de su sacerdocio real y lo ejercen al recibir los sacramentos, en la oraci�n y en la acci�n de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la renuncia y el amor que se traduce en obras�.
El sacerdocio ministerial est� al servicio del sacerdocio com�n de los fieles. En efecto, el sacerdote, cuando celebra la Eucarist�a y administra los sacramentos, hace conscientes a los fieles de su peculiar participaci�n en el sacerdocio de Cristo.
La llamada personal al sacerdocio
3. Est� claro, pues, que en el �mbito m�s amplio de la vocaci�n cristiana, la sacerdotal es una llamada espec�fica. Esto coincide generalmente con nuestra experiencia personal de sacerdotes: hemos recibido el bautismo y la confirmaci�n; hemos participado en la catequesis, en las celebraciones lit�rgicas y, sobre todo, en la Eucarist�a. Nuestra vocaci�n al sacerdocio ha surgido en el contexto de la vida cristiana.
Toda vocaci�n al sacerdocio tiene, sin embargo, una historia personal, relacionada con momentos muy concretos de la vida de cada uno. Al llamar a los Ap�stoles, Cristo dec�a a cada uno. �S�gueme� (Mt 4, 19; 9, 9; Mc 1, 17; 2,14; Lc 5, 27; Jn 1, 43; 21, 19). Desde hace dos mil a�os El contin�a dirigiendo la misma invitaci�n a muchos hombres, particularmente a los j�venes. A veces llama tambi�n de manera ins�lita, aunque nunca se trata de una llamada totalmente inesperada. La invitaci�n de Cristo a seguirlo viene normalmente preparada a lo largo de a�os. Presente ya en la conciencia del chico, aunque ofuscada luego por la indecisi�n y el atractivo a seguir otros caminos, cuando la invitaci�n vuelve a hacerse sentir no constituye una sorpresa. Entonces uno no se extra�a que esta vocaci�n haya prevalecido precisamente sobre las dem�s, y el joven puede emprender el camino indicado por Cristo: deja la familia e inicia la preparaci�n espec�fica al sacerdocio.
Existe una tipolog�a de la llamada a la que quiero referirme ahora. Encontramos un esbozo en el Nuevo Testamento. Con su �S�gueme�, Cristo se dirige a varias personas: hay pescadores como Pedro o los hijos del Zebedeo (cf. Mt 4, 19.22), pero tambi�n est� Lev�, un publicano, llamado despu�s Mateo. La profesi�n de cobrador de impuestos era considerada en Israel como pecaminosa y despreciable. No obstante Cristo llama para formar parte del grupo de los Ap�stoles precisamente a un publicano (cf. Mt 9, 9). Mucha sorpresa causa ciertamente la llamada de Saulo de Tarso (cf.Hch 9, 1-19), conocido y temido perseguidor de los cristianos, que odiaba el nombre de Jes�s. Precisamente este fariseo es llamado en el camino de Damasco: el Se�or quiere hacer de �l �un instrumento de elecci�n�, destinado a sufrir mucho por su nombre (cf. Hch 9, 15-16).
Cada uno de nosotros, sacerdotes, se reconoce a s� mismo en la original tipolog�a evang�lica de lavocaci�n; al mismo tiempo, cada uno sabe que la historia de su vocaci�n, camino por el cual Cristo lo gu�a durante su vida, es en cierto modo irrepetible.
Queridos hermanos en el sacerdocio: debemos estar a menudo en oraci�n, meditando el misterio de nuestra vocaci�n, con el coraz�n lleno de admiraci�n y gratitud hacia Dios por este don tan inefable.
La vocaci�n sacerdotal de los Ap�stoles
4. La imagen de la vocaci�n transmitida por los Evangelios est� vinculada particularmente a la figura del pescador. Jes�s llam� consigo a algunos pescadores de Galilea, entre ellos Sim�n Pedro, e ilustr� la misi�n apost�lica haciendo referencia a su profesi�n. Despu�s de la pesca milagrosa, cuando Pedro se ech� a sus pies exclamando: �Al�jate de m�, Se�or, que soy un hombre pecador�, Cristo respondi�: �No temas. Desde ahora ser�s pescador de hombres� (Lc 5, 8.10).
Pedro y los dem�s Ap�stoles viv�an con Jes�s y recorr�an con �l los caminos de su misi�n. Escuchaban las palabras que pronunciaba, admiraban sus obras, se asombraban de los milagros que hac�a. Sab�an que Jes�s era el Mes�as, enviado por Dios para indicar a Israel y a toda la humanidad el camino de la salvaci�n. Pero su fe hab�a de pasar a trav�s del misterioso acontecimiento salv�fico que El hab�a anunciado varias veces: �El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres; le matar�n, y al tercer d�a resucitar� (Mt17, 22-23). Todo esto sucedi� con su muerte y su resurrecci�n, en los d�as que la liturgia llama el Triduo sacro.
Precisamente durante este acontecimiento pascual Cristo mostr� a los Ap�stoles que su vocaci�n era la de ser sacerdotes como El y en El. Esto sucedi� cuando en el Cen�culo, la v�spera de su muerte en cruz, El tom� el pan y luego el c�liz del vino, pronunciando sobre ellos las palabras de la consagraci�n. El pan y el vino se convirtieron en su Cuerpo y en su Sangre, ofrecidos en sacrifico para toda la humanidad. Jes�s termin� este gesto ordenando a los Ap�stoles: �Haced esto en conmemoraci�n m�a� (cf. 1 Co 11, 24). Con estas palabras les confi� su propio sacrificio y lo transmiti�, por medio de sus manos, a la Iglesia de todos los tiempos. Confiando a los Ap�stoles el Memorial de su sacrificio, Cristo les hizo tambi�n part�cipes de su sacerdocio. En efecto, hay un estrecho e indisoluble v�nculo entre la ofrenda y el sacerdote: quien ofrece el sacrificio de Cristo debe tener parte en el sacerdocio de Cristo. La vocaci�n al sacerdocio es, pues, vocaci�n a ofrecer in persona Christi su sacrificio, gracias a la participaci�n de su sacerdocio. Por esto, hemos heredado de los Ap�stoles el ministerio sacerdotal.
El sacerdote se realiza a s� mismo mediante una respuesta siempre renovada y vigilante
5. �El Maestro est� ah� y te llama� (Jn 11, 28). Estas palabras se pueden leer con referencia a la vocaci�n sacerdotal. La llamada de Dios est� en el origen del camino que el hombre debe recorrer en la vida: �sta es la dimensi�n primera y fundamental de la vocaci�n, pero no la �nica. En efecto, con la ordenaci�n sacerdotal inicia un camino que dura hasta la muerte y que es todo un itinerario �vocacional�. El Se�or llama a los presb�teros para varios cometidos y servicios derivados de esta vocaci�n. Pero hay un nivel a�n m�s profundo. Adem�s de las tareas que son la expresi�n del ministerio sacerdotal, queda siempre, en el fondo de todo, la realidad misma del �ser sacerdote�. Las situaciones y circunstancias de la vida invitan incesantemente al sacerdote a ratificar su opci�n originaria, a responder siempre y de nuevo a la llamada de Dios. Nuestra vida sacerdotal, como toda vida cristiana aut�ntica, es una sucesi�n de respuestas a Dios que nos llama.
A este respecto, es emblem�tica la par�bola de los criados que esperan el regreso de su amo. Como �ste tarda, ellos deben vigilar para que, cuando llegue, los encuentre despiertos (cf. Lc 12, 35-40). �No podr�a ser esta vigilancia evang�lica otra definici�n de la respuesta a la vocaci�n? En efecto, �sta se realiza gracias a un vigilante sentido de responsabilidad. Cristo subraya: �Dichosos los siervos que, el se�or al venir, encuentre despiertos... Que venga en la segunda vigilia o en la tercera, si los encuentra as�, �dichosos ellos!� (Lc 12, 37-38).
Los presb�teros de la Iglesia latina asumen el compromiso de vivir en el celibato. Si la vocaci�n es vigilancia, un aspecto significativo de la misma es ciertamente la fidelidad a este compromiso durante toda la vida. Sin embargo, el celibato es s�lo una de las dimensiones de la vocaci�n, la cual se realiza a lo largo de vida en el contexto de un compromiso global ante los m�ltiples cometidos que derivan del sacerdocio.
La vocaci�n no es una realidad est�tica: tiene su propia din�mica. Queridos hermanos en el sacerdocio: nosotros confirmamos y realizamos cada vez m�s nuestra vocaci�n en la medida en que vivimos fielmente el �mysterium� de la alianza de Dios con el hombre y, particularmente, el �mysterium� de la Eucarist�a; la realizamos en la medida en que con mayor intensidad amamos el sacerdocio y el ministerio sacerdotal, que estamos llamados a desempe�ar. Entonces descubrimos que, en el ser sacerdotes, �nos realizamos� nosotros mismos, ratificando la autenticidad de nuestra vocaci�n, seg�n el singular y eterno designio de Dios sobre cada uno de nosotros. Este proyecto divino se realiza en la medida en que es descubierto y acogido por nosotros, como nuestro proyecto y programa de vida.
El sacerdocio como �officium laudis�
6. Gloria Dei vivens homo. Las palabras de sanIreneo2 relacionan profundamente la gloria de Dios con la autorrealizaci�n del hombre. �Non nobis, Domine, non nobis, sed nomini tuo da gloriam� (Sal 113, B, 1): repitiendo a menudo estas palabras del salmista, nos damos cuenta de que el �realizarse a s� mismos� en la vida tiene una relaci�n y un fin transcendentes, contenidos en el concepto de �gloria de Dios�: nuestra vida est� llamada a ser officium laudis.
La vocaci�n sacerdotal es una llamada especial al �officium laudis�. Cuando el sacerdote celebra la Eucarist�a, cuando en el sacramento de la Penitencia concede el perd�n de Dios o cuando administra los otros sacramentos, siempre da gloria a Dios. Conviene, pues, que el sacerdote ame la gloria del Dios vivo y que, junto con la comunidad de los creyentes, proclame la gloria divina, que resplandece en la creaci�n y en la redenci�n. El sacerdote est� llamado a unirse de manera particular a Cristo, Verbo eterno y verdadero Hombre, Redentor del mundo. En efecto, en la redenci�n se manifiesta la plenitud de la gloria que la humanidad y la creaci�n entera dan al Padre en Jesucristo.
Officium laudis no son solamente las palabras del salterio, los himnos lit�rgicos y los cantos del Pueblo de Dios que resuenan en tantas lenguas diversas ante la mirada del Creador; officium laudis es sobre todo el incesante descubrimiento de la verdad, del bien y de la belleza, que el mundo recibe como don del Creador y, a la vez, es el descubrimiento del sentido de la vida humana. El misterio de la redenci�n ha realizado y revelado plenamente este sentido, acercando la vida del hombre a la vida de Dios. La redenci�n, llevada a cabo de modo definitivo en el misterio pascual mediante la pasi�n, muerte y resurrecci�n de Cristo, no s�lo pone en evidencia la santidad trascendente de Dios, sino que tambi�n, como ense�a el Concilio Vaticano II, manifiesta �el hombre al propio hombre�.3
La gloria de Dios est� inscrita en el orden de la creaci�n y de la redenci�n; el sacerdote est� llamado a vivir totalmente este misterio para participar en el gran officium laudis, que se lleva a cabo incesantemente en el universo. S�lo viviendo en profundidad la verdad de la redenci�n del mundo y del hombre, �ste puede acercarse a los sufrimientos y los problemas de las personas y de las familias, y afrontar sin temor la realidad, incluso del mal y del pecado, con las energ�as espirituales necesarias para superarla.
El sacerdote acompa�a a los fieles hacia la plenitud de la vida en Dios
7. Gloria Dei vivens homo. El sacerdote, cuya vocaci�n es dar gloria a Dios, est� al mismo tiempo influenciado profundamente por la verdad contenida en la segunda parte de la ya citada expresi�n de san Ireneo: vivens homo. El amor por la gloria de Dios no aleja al sacerdote de la vida y de todo lo que la conforma; al contrario, su vocaci�n lo lleva a descubrir su pleno significado.
�Qu� quiere decir vivens homo? Significa el hombre en la plenitud de su verdad, es decir, el hombre creado por Dios a su propia imagen y semejanza; el hombre al cual Dios ha confiado la tierra para que la domine; el hombre revestido de una m�ltiple riqueza de naturaleza y de gracia; el hombre liberado de la esclavitud del pecado y elevado a la dignidad de hijo adoptivo de Dios.
Este es el hombre y la humanidad que el sacerdote tiene delante cuando celebra los divinos misterios: desde el reci�n nacido que los padres llevan a bautizar, hasta los ni�os y chicos que encuentra en la catequesis o en la ense�anza de la religi�n, como tambi�n los j�venes que, durante el per�odo m�s delicado de su vida, buscan su camino, la propia vocaci�n, y se preparan a formar nuevas familias o bien a consagrarse por el Reino de Dios entrando en el Seminario o en un Instituto de vida consagrada. Es necesario que el sacerdote est� muy cerca de los j�venes. En esta �poca de la vida a menudo ellos se dirigen al sacerdote para buscar el apoyo de un consejo, la ayuda de la oraci�n, un prudente acompa�amiento vocacional. De este modo el sacerdote puede constatar c�mo su vocaci�n est� abierta y entregada a las personas. Al acercarse a los j�venes encuentra a los futuros padres y madres de familia, a los futuros profesionales o, en todo caso, a personas que podr�n contribuir con la propia capacidad a construir la sociedad del ma�ana. Cada una de estas m�ltiples vocaciones pasa a trav�s de su coraz�n sacerdotal y se manifiesta como un camino particular a lo largo del cual Dios gu�a a las personas y las lleva a encontrarse con El.
El sacerdote participa as� de tantas opciones de vida, de sufrimientos y alegr�as, de desilusiones y esperanzas. En cada situaci�n, su cometido es mostrar Dios al hombre como el fin �ltimo de su destino personal. El sacerdote es aqu�l a quien las personas conf�an las cosas m�s queridas y sus secretos, a veces tan dolorosos. Llega a ser el esperado por los enfermos, por los ancianos y los moribundos, conscientes de que s�lo �l, part�cipe del sacerdocio de Cristo, puede ayudarlos en el �ltimo momento que ha de llevarlos hasta Dios. El sacerdote, testigo de Cristo, es mensajero de la vocaci�n suprema del hombre a la vida eterna en Dios. Y mientras acompa�a a los hermanos, se prepara a s� mismo: el ejercicio del ministerio le permite profundizar en su vocaci�n de dar gloria a Dios para tomar parte en la vida eterna. El se encamina as� hacia el d�a en que Cristo le dir�: ��Bien, siervo bueno y fiel!; ...entra en el gozo de tu se�or� (Mt25, 21).
El jubileo sacerdotal: tiempo de alegr�a y de acci�n de gracias
8. �Considerad, hermanos, vuestra vocaci�n� (1Co 1, 26). La exhortaci�n de Pablo a los cristianos de Corinto tiene un significado particular para nosotros sacerdotes. Debemos �considerar� a menudo nuestra vocaci�n, descubriendo su sentido y grandeza, que siempre nos superan. Ocasi�n privilegiada para esto es el Jueves Santo, d�a en que se conmemora la instituci�n de la Eucarist�a y del sacramento del Orden. Ocasi�n propicia son tambi�n los aniversarios de la Ordenaci�n sacerdotal y, especialmente, los jubileos sacerdotales.
Queridos hermanos sacerdotes: al compartir con vosotros estas reflexiones, pienso en el 50 aniversario de mi Ordenaci�n sacerdotal que cae este a�o. Pienso en mis compa�eros de seminario que, como yo, llevan tras de s� un camino hacia el sacerdocio marcado por el dram�tico per�odo de la segunda guerra mundial. Entonces los seminarios estaban cerrados y los cl�rigos viv�an en la di�spora. Algunos de ellos perdieron la vida en los conflictos b�licos. El sacerdocio alcanzado en aquellas condiciones tuvo para nosotros un valor particular. Est� vivo en mi memoria aquel gran momento en que, hace cincuenta a�os, la asamblea eclesial invocaba: �Veni Creator Spiritus� sobre nosotros j�venes Di�conos, postrados en tierra en el centro del templo, antes de recibir la Ordenaci�n sacerdotal por la imposici�n de manos del Obispo. Damos gracias al Esp�ritu Santo por aquella efusi�n de gracia que marc� nuestra vida. Y seguimos implorando: �Imple superna gratia, quae tu creasti pectora�.
Deseo, queridos hermanos en el sacerdocio, invitaros a participar en mi Te Deum de acci�n de gracias por el don de la vocaci�n. Los jubileos, como sab�is, son momentos importantes en la vida de un sacerdote, es decir, como unas piedras miliares en el camino de nuestra vocaci�n. Seg�n la tradici�n b�blica, el jubileo es tiempo de alegr�a y de acci�n de gracias. El agricultor da gracias al Creador por la cosecha; nosotros, con ocasi�n de nuestros jubileos, queremos agradecer al Pastor eterno los frutos de nuestra vida sacerdotal, el servicio dado a la Iglesia y a la humanidad en los distintos lugares del mundo y en las condiciones m�s diversas y en las m�ltiples situaciones de trabajo en que la Providencia nos ha puesto y guiado. Sabemos que �somos siervos in�tiles� (Lc 17, 10), sin embargo estamos agradecidos al Se�or porque ha querido hacer de nosotros sus ministros.
Estamos agradecidos tambi�n a los hombres: ante todo a quienes nos han ayudado a llegar al sacerdocio y a quienes la divina Providencia ha puesto en el camino de nuestra vocaci�n. Damos las gracias a todos, empezando por nuestros padres, que han sido para nosotros un multiforme don de Dios. �Cu�ntas y qu� diversas riquezas deense�anzas y buenos ejemplos nos han transmitido!
Al dar gracias, pedimos tambi�n perd�n a Dios y a los hermanos por las negligencias y las faltas, fruto de la debilidad humana. El jubileo, seg�n la Sagrada Escritura, no pod�a ser s�lo una acci�n de gracias por la cosecha; conllevaba tambi�n la remisi�n de las deudas. Imploremos, pues, a Dios misericordioso que nos perdone las deudas contra�das a lo largo de la vida y en el ejercicio del ministerio sacerdotal.
�Considerad, hermanos, vuestra vocaci�n�, nos exhorta el Ap�stol. Alentados por su palabra, nosotros �consideramos� el camino recorrido hasta ahora, durante el cual nuestra vocaci�n se ha confirmado, profundizado y consolidado. �Consideramos� para tomar clara conciencia de la acci�n amorosa de Dios en nuestra vida. Al mismo tiempo, no podemos olvidar a nuestros hermanos en el sacerdocio que no han perseverado en el camino emprendido. Los confiamos al amor del Padre, a la vez que los tenemos presentes en nuestra oraci�n.
El �considerar� se transforma as�, casi sin darnos cuenta, en oraci�n. Es en esta perspectiva que deseo invitaros, queridos hermanos sacerdotes, a uniros a mi acci�n de gracias por el don de la vocaci�n y del sacerdocio.
Gracias, Se�or,
por el don del sacerdocio
9. �Te Deum laudamus,
Te Dominum confitemur...�
Nosotros te alabamos
y te damos gracias, Se�or:
toda la tierra te adora.
Nosotros, tus ministros,
con las voces de los Profetas
y con el coro de los Ap�stoles,
te proclamamos Padre y Se�or de la vida,
de cada vida que s�lo de ti procede.
Te reconocemos, Trinidad Sant�sima,
regazo e inicio de nuestra vocaci�n:
T�, Padre, desde la eternidad
nos has pensado, querido y amado;
T�, Hijo, nos has elegido y llamado
a participar de tu �nico y eterno sacerdocio;
T�, Esp�ritu Santo, nos has colmado
con tus dones
y nos has consagrado con tu santa unci�n.
T�, Se�or del tiempo y de la historia,
nos has puesto en el umbral
del tercer milenio cristiano,
para ser testigos de la salvaci�n,
realizada por ti en favor de toda la humanidad.
Nosotros, Iglesia que proclama tu gloria,
te imploramos:
que nunca falten sacerdotes santos
al servicio del Evangelio;
que resuene en cada Catedral
y en cada rinc�n del mundo
el himno �Veni Creator Spiritus�.
�Ven, Esp�ritu Creador!
Ven a suscitar nuevas generaciones de j�venes,
dispuestos a trabajar en la vi�a del Se�or,
para difundir el Reino de Dios
hasta los confines de la tierra.
Y t�, Mar�a, Madre de Cristo,
que nos has acogido junto a la Cruz
como hijos predilectos con el Ap�stol Juan,
sigue velando sobre nuestra vocaci�n.
Te confiamos los a�os de ministerio
que la Providencia nos conceda vivir a�n.
Permanece a nuestro lado para guiarnos
por los caminos del mundo,
al encuentro de los hombres y mujeres
que tu Hijo ha redimido con su Sangre.
Ay�danos a cumplir hasta el final
la voluntad de Jes�s,
nacido de ti para la salvaci�n del hombre.
Cristo, �T� eres nuestra esperanza!
�In Te, Domine, speravi,
non confundar in aeternum�.
Vaticano, 17 de marzo, IV domingo de Cuaresma, del a�o 1996, decimoctavo de mi Pontificado.