Su Santidad Juan Pablo II

Carta

A Los Sacerdotes

Jueves Santo 1999

 

� �Abb�, Padre! �

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Mi cita del Jueves Santo con vosotros, en este a�o que precede y prepara inmediatamente al Gran Jubileo del 2000, est� marcada por esta invocaci�n en la que resuena, seg�n los exegetas, la ipsissima vox Iesu. Es una invocaci�n en la que se encierra el inescrutable misterio del Verbo encarnado, enviado por el Padre al mundo para la salvaci�n de la humanidad.

La misi�n del Hijo de Dios llega a su plenitud cuando �l, ofreci�ndose a s� mismo, realiza nuestra adopci�n filial y, con el don del Esp�ritu Santo, hace posible a cada ser humano la participaci�n en la misma comuni�n trinitaria. En el misterio pascual, Dios Padre, por medio del Hijo en el Esp�ritu Par�clito, se ha inclinado sobre cada hombre ofreci�ndole la posibilidad de la redenci�n del pecado y la liberaci�n de la muerte.

1. En la celebraci�n eucar�stica concluimos la oraci�n colecta con las palabras: � Por nuestro Se�or Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Esp�ritu Santo y es Dios, por los siglos de los siglos �. Vive y reina contigo, �Padre! Puede decirse que este final tiene un car�cter ascendente: por medio de Cristo, en el Esp�ritu Santo, al Padre. �ste es tambi�n el esquema teol�gico presente en la disposici�n del trienio 1997-1999: primero el a�o del Hijo, despu�s el a�o del Esp�ritu Santo y ahora el a�o del Padre.

Este movimiento ascendente se apoya, por as� decir, en el descendente, descrito por el ap�stol Pablo en la Carta a los G�latas. Es un fragmento que hemos meditado intensamente en el liturgia del per�odo de Navidad: � Cuando se cumpli� el tiempo, envi� Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la Ley, para rescatar a los que estaban bajo la Ley, para que recibi�ramos el ser hijos por adopci�n � (Ga 4, 4-5).

Vemos expresado aqu� el movimiento descendente: Dios Padre env�a a su Hijo para hacernos, en �l, hijos suyos adoptivos. En el misterio pascual Jes�s realiza el designio del Padre dando la vida por nosotros. El Padre env�a entonces al Esp�ritu del Hijo para iluminarnos sobre este privilegio extraordinario: � Como sois hijos, Dios envi� a nuestros corazones el Esp�ritu de su Hijo que clama: � �Abb�, Padre! �. As� que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres tambi�n heredero por voluntad de Dios � (Ga 4, 6-7).

�C�mo no destacar la originalidad de lo que escribe el Ap�stol? �l afirma que es precisamente el Esp�ritu el que clama: �Abb�, Padre! En realidad, el testigo hist�rico de la paternidad de Dios ha sido el Hijo en el misterio de la encarnaci�n y de la redenci�n. �l nos ha ense�ado a dirigirnos a Dios llam�ndolo � Padre �. �l mismo lo invocaba � Padre m�o �, y nos ense�� a invocarle con el dulc�simo nombre de � Padre nuestro �. Sin embargo, san Pablo nos dice que la ense�anza del Hijo debe, en cierto modo, hacerse viva en el alma de quien lo escucha por la gu�a interior del Esp�ritu Santo. En efecto, s�lo por su obra somos capaces de adorar a Dios en verdad invoc�ndolo � Abb�, Padre �.

2. Os escribo estas reflexiones, queridos hermanos en el sacerdocio, de cara al Jueves Santo, mientras os imagino congregados en torno a vuestros Obispos para la Misa crismal. Tengo mucho inter�s en que, en la comuni�n de vuestros presbiterios, os sint�is unidos a toda la Iglesia, que est� viviendo el a�o del Padre, un a�o que preanuncia el final del siglo veinte y, a la vez, del segundo milenio cristiano.

�C�mo no dar gracias a Dios, en esta perspectiva, al recordar a los numerosos sacerdotes que, en este amplio per�odo de tiempo, han dedicado su existencia al servicio de Evangelio, llegando a veces hasta el supremo sacrificio de la vida? A la vez que, en el esp�ritu del pr�ximo Jubileo, confesamos los l�mites y las faltas de las anteriores generaciones cristianas y tambi�n las de sus sacerdotes, reconozcamos con alegr�a que, en el inestimable servicio hecho por la Iglesia al camino de la humanidad, una parte muy importante es debida al trabajo humilde y fiel de tantos ministros de Cristo que, a lo largo del milenio, han actuado como generosos constructores de la civilizaci�n del amor.

�Las grandes dimensiones del tiempo! Aunque el tiempo sea siempre un alejarse del principio, pens�ndolo bien es simult�neamente una vuelta al principio. Y esto tiene una importancia fundamental. En efecto, si el tiempo fuera s�lo un alejarse del principio y no estuviera clara su orientaci�n final �el retorno precisamente del principio� toda nuestra existencia en el tiempo estar�a sin una direcci�n definitiva. Carecer�a de sentido.

Cristo, � el Alfa y la Omega [...] Aqu�l que es, que era y que va a venir � (Ap 1, 8), ha orientado y dado sentido al paso del hombre en el tiempo. �l dijo de s� mismo: � Sal� del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo otra vez el mundo y voy al Padre � (Jn 16, 28). De este modo, nuestro pasar est� iluminado por el hecho de Cristo. Con �l pasamos, caminando en la misma direcci�n tomada por �l: hacia el Padre.

Esto resulta a�n m�s evidente en el Triduum Sacrum, los d�as santos por excelencia durante los cuales participamos, en el misterio, del retorno de Cristo al Padre a trav�s de su pasi�n, muerte y resurrecci�n. En efecto, la fe nos asegura que este paso de Cristo al Padre, es decir, su Pascua, no es un acontecimiento que le afecta s�lo a �l. Nosotros estamos llamados tambi�n a tomar parte en ello. Su Pascua es nuestra Pascua.

As� pues, junto con Cristo, caminamos hacia el Padre. Lo hacemos a trav�s del misterio pascual, reviviendo aquellas horas cruciales durante las cuales, muriendo en la cruz, exclam�: � �Dios m�o, Dios m�o! �por qu� me has abandonado? � (Mc 15, 34), y a�adi�: � Todo est� cumplido � (Jn 19, 30), � Padre, en tus manos pongo mi esp�ritu � (Lc 23, 46). Estas expresiones evang�licas son familiares a todo cristiano y, particularmente, a cada sacerdote. Son un testimonio para nuestro vivir y nuestro morir. Al final de cada d�a, repetimos en la Liturgia de la Horas: � In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum �, para prepararnos al gran misterio del tr�nsito, de la pascua existencial, cuando Cristo, gracias a su muerte y resurrecci�n, nos tomar� consigo para ponernos en manos del Padre celestial.

3. � Yo te doy gracias, Padre, Se�or de cielo y tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a gente sencilla. S� Padre, as� te ha parecido mejor. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce al Hijo m�s que el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aqu�l a quien el Hijo se lo quiera revelar � (Mt 11, 25-27). S�, s�lo el Hijo conoce al Padre. �l, que � est� en el seno del Padre � �como escribe san Juan en su Evangelio (1, 18)�, nos ha acercado este Padre, nos ha hablado de �l, nos ha revelado su rostro, su coraz�n. Durante la �ltima Cena, a la pregunta del ap�stol Felipe: � Mu�stranos al Padre � (Jn 14, 8), responde Cristo: � Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, �y no me conoces, Felipe? [...] �No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en m�? � (Jn 14, 9-10). Con estas palabras Jes�s da testimonio del misterio trinitario de su generaci�n eterna como Hijo del Padre, misterio que encierra el secreto m�s profundo de su personalidad divina.

El Evangelio es una continua revelaci�n del Padre. Cuando, a la edad de doce a�os, Jes�s es encontrado por Jos� y Mar�a entre los doctores en el Templo, a las palabras de su Madre: � Hijo, �por qu� nos has tratado as�? � (Lc 2, 48), responde refiri�ndose al Padre: � �No sab�ais que yo deb�a estar en la casa de mi Padre? � (Lc 2, 49). Apenas con doce a�os, tiene ya la conciencia clara del significado de su propia vida, del sentido de su misi�n, dedicada enteramente desde el primer hasta el �ltimo momento � a la casa del Padre �. Esta misi�n alcanza su culmen en el Calvario con el sacrificio de la Cruz, aceptado por Cristo en esp�ritu de obediencia y de entrega filial: � Padre m�o, si es posible, que pase y se aleje de m� ese c�liz. Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que t� quieres [...] H�gase tu voluntad � (Mt 26, 39.42). Y el Padre, a su vez, acoge el sacrificio del Hijo, ya que tanto ha amado al mundo que le ha dado a su Unig�nito, para que el hombre no muera, sino que tenga la vida eterna (cf. Jn 3, 16). En efecto, s�lo el Hijo no muere (cf. Jn 3, 16). Ciertamente, s�lo el Hijo conoce al Padre y por tanto s�lo �l nos lo puede revelar.

4. � Per ipsum, et cum ipso, et in ipso... �. � Por Cristo, con �l y en �l, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Esp�ritu Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos �.

Unidos espiritualmente y congregados visiblemente en las iglesias catedrales en este d�a singular, damos gracias a Dios por el don del sacerdocio. Damos gracias por el don de la Eucarist�a, que celebramos como presb�teros. La doxolog�a final del Canon tiene una importancia fundamental en la celebraci�n eucar�stica. Expresa en cierto modo el culmen del Mysterium fidei, del n�cleo central del sacrificio eucar�stico, que se realiza en el momento en que, con la fuerza del Esp�ritu Santo, llevamos a cabo la conversi�n del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, como hizo �l mismo por primera vez en el Cen�culo. Cuando la gran plegaria eucar�stica llega a su culmen, la Iglesia, precisamente entonces, en la persona del ministro ordenado, dirige al Padre estas palabras: � Por Cristo, con �l y en �l, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Esp�ritu Santo, todo honor y toda gloria �. Sacrificium laudis!

5. Despu�s que la asamblea con solemne aclamaci�n ha respondido � Am�n �, el celebrante entona el � Padre nuestro �, la oraci�n del Se�or. La sucesi�n de estos momentos es muy significativa. El Evangelio cuenta de los Ap�stoles que, impresionados por el recogimiento del Maestro en su coloquio con el Padre, le pidieron: � Se�or, ens��anos a orar � (Lc 11, 1). Entonces, �l pronunci� por primera vez las palabras que ser�an despu�s la oraci�n principal y m�s frecuente de la Iglesia y de todos los cristianos: el � Padrenuestro �. Cuando en la celebraci�n eucar�stica hacemos nuestras, como asamblea lit�rgica, estas palabras, cobran una elocuencia particular. Es como si en aquel instante confes�semos que Cristo nos ha ense�ado definitiva y plenamente su oraci�n al Padre cuando la ha ilustrado con el sacrificio de la Cruz.

Es en el contexto del sacrificio eucar�stico donde el � Padrenuestro �, recitado por la Iglesia, expresa todo su significado. Cada una de sus invocaciones cobra una especial luz de verdad. En la cruz el nombre del Padre es � santificado � al m�ximo y su Reino es realizado irrevocablemente; en el � consummatum est � su voluntad llega a su cumplimiento definitivo. �No es verdad que la petici�n � perdona nuestras ofensas, como tambi�n nosotros perdonamos... �, es confirmada plenamente en la palabras del Crucificado: � Padre, perd�nalos porque no saben lo que hacen � (Lc 23, 34)? Adem�s, la petici�n del pan de cada d�a se hace a�n m�s elocuente en la Comuni�n eucar�stica cuando, bajo la especie del � pan partido �, recibimos el Cuerpo de Cristo. Y la s�plica � no nos dejes caer en la tentaci�n, y l�branos del mal �, �no alcanza su m�xima eficacia en el momento en que la Iglesia ofrece al Padre el precio supremo de la redenci�n y liberaci�n del mal?

6. En la Eucarist�a el sacerdote se acerca personalmente al misterio inagotable de Cristo y de su oraci�n al Padre. El sacerdote puede sumergirse diariamente en este misterio de redenci�n y de gracia celebrando la santa Misa, que conserva sentido y valor incluso cuando, por una justa causa, se celebra sin la participaci�n del pueblo, pero siempre y en todo caso por el pueblo y por el mundo entero. Precisamente por su v�nculo indisoluble con el sacerdocio de Cristo, el presb�tero es el maestro de la oraci�n y los fieles pueden dirigir leg�timamente a �l la misma petici�n hecha un d�a por los disc�pulos a Jes�s: � Ens��anos a orar �.

La liturgia eucar�stica es por excelencia escuela de oraci�n cristiana para la comunidad. De la Misa se derivan m�ltiples formas de una sana pedagog�a del esp�ritu. Entre ellas sobresale la adoraci�n del Sant�simo Sacramento, que es una prolongaci�n natural de la celebraci�n. Gracias a ella, los fieles pueden hacer una peculiar experiencia de � permanecer � en el amor de Cristo (cf. Jn 15, 9), entrando cada vez m�s profundamente en su relaci�n filial con el Padre.

Es precisamente en esta perspectiva que exhorto a cada sacerdote a cumplir con confianza y valent�a su cometido de gu�a de la comunidad en la oraci�n cristiana aut�ntica. Es un cometido del cual no le es l�cito abdicar, aunque las dificultades derivadas de la mentalidad secularizada a veces lo pueden hacer laborioso.

El fuerte impulso misionero que la Providencia, sobre todo mediante el Concilio Vaticano II, ha dado a la Iglesia en nuestro tiempo, interpela de manera particular a los ministros ordenados, llam�ndolos ante todo a la conversi�n: convertirse para convertir o, dicho de otro modo, vivir intensamente la experiencia de hijos de Dios para que cada bautizado descubra la dignidad y la alegr�a de pertenecer al Padre celestial.

7. En el d�a del Jueves Santo renovaremos, queridos hermanos, las promesas sacerdotales. Con ello deseamos, en cierto modo, que Cristo nos abrace nuevamente con su santo sacerdocio, con su sacrificio, con su agon�a en Getseman� y muerte en el G�lgota, y con su resurrecci�n gloriosa. Siguiendo, por as� decir, las huellas de Cristo en todos estos acontecimientos de salvaci�n, descubrimos su total apertura al Padre. Y es por esto que en cada Eucarist�a se renueva de alguna manera la petici�n del ap�stol Felipe en el cen�culo: � Se�or, mu�stranos al Padre �, y cada vez Cristo, en el Mysterium fidei, parece responder as�: � Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, �y no me conoces, Felipe? [...] �No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en m�? � (Jn 14, 9-10).

En este Jueves Santo, queridos sacerdotes del mundo entero, recordando la unci�n crismal recibida el d�a de la Ordenaci�n, proclamaremos concordes con sentimiento de renovado reconocimiento:

Per ipsum, et cum ipso, et in ipso,
est tibi Deo Patri omnipotenti,
in unitate Spiritus Sancti,
omnis honor et gloria
per omnia saecula saeculorum. Amen!

Vaticano, 14 de marzo, IV Domingo de Cuaresma, del a�o 1999, vig�simo primero de mi Pontificado.