Su Santidad Juan Pablo II

Carta 

A los Sacerdotes

Jueves Santo de 1998

 

Queridos hermanos en el sacerdocio:

Con la mente y el coraz�n puestos en el Gran Jubileo, celebraci�n solemne del bimilenario del nacimiento de Cristo y comienzo del tercer milenio cristiano, deseo invocar con vosotros al Esp�ritu del Se�or, a quien est� dedicada particularmente la segunda etapa del itinerario espiritual de la preparaci�n inmediata al A�o Santo del 2000.

D�ciles a sus suaves inspiraciones, nos disponemos a vivir con una participaci�n intensa este tiempo favorable, implorando del Dador de los dones las gracias necesarias para discernir los signos de salvaci�n y responder con plena fidelidad a la llamada de Dios.

Nuestro sacerdocio est� �ntimamente unido al Esp�ritu Santo y a su misi�n. En el d�a de la ordenaci�n presbiteral, en virtud de una singular efusi�n del Par�clito, el Resucitado ha renovado en cada uno de nosotros lo que realiz� con sus disc�pulos en la tarde de la Pascua, y nos ha constituido en continuadores de su misi�n en el mundo (cf. Jn 20,21-23). Este don del Esp�ritu, con su misteriosa fuerza santificadora, es fuente y ra�z de la especial tarea de evangelizaci�n y santificaci�n que se nos ha confiado.

El Jueves Santo, d�a en que conmemoramos la Cena del Se�or, presenta ante nuestros ojos a Jes�s, Siervo � obediente hasta la muerte � (Fil 2,8), que instituye la Eucarist�a y el Orden sagrado como particulares signos de su amor. �l nos deja este extraordinario testamento de amor para que se perpet�e en todo tiempo y lugar el misterio de su Cuerpo y de su Sangre y los hombres puedan acercarse a la fuente inextinguible de la gracia. �Existe acaso para nosotros, los sacerdotes, un momento m�s oportuno y sugestivo que �ste para contemplar la obra del Esp�ritu Santo en nosotros y para implorar sus dones con el fin de conformarnos cada vez m�s con Cristo, Sacerdote de la Nueva Alianza?

1. El Esp�ritu Santo creador y santificador

Veni Creator Spiritus,
Mentes tuorum visita,
Imple superna gratia,
Quae tu creasti pectora.

Ven, Esp�ritu creador,
visita las almas de tus fieles
y llena de la divina gracia
los corazones que T� mismo creaste.

Este antiguo canto lit�rgico recuerda a cada sacerdote el d�a de su ordenaci�n, evocando los prop�sitos de plena disponibilidad a la acci�n del Esp�ritu Santo formulados en circunstancia tan singular. Le recuerda asimismo la especial asistencia del Par�clito y tantos momentos de gracia, de alegr�a y de intimidad, que el Se�or le ha hecho gustar a lo largo de su vida.

La Iglesia, que en el S�mbolo Niceno-Constantinopolitano proclama su fe en el Esp�ritu Santo � Se�or y dador de vida �, presenta claramente el papel que �l desempe�a acompa�ando los acontecimientos humanos y, de manera particular, los de los disc�pulos del Se�or en camino hacia la salvaci�n.

�l es el Esp�ritu creador, que la Escritura presenta en los inicios de la historia humana, cuando � aleteaba por encima de las aguas � (Gn 1,2), y en el comienzo de la redenci�n, como art�fice de la Encarnaci�n del Verbo de Dios (cf. Mt 1,20; Lc 1,35).

De la misma naturaleza del Padre y del Hijo, �l es � en el misterio absoluto de Dios uno y trino, la Persona-amor, el don increado, fuente eterna de toda d�diva que proviene de Dios en el orden de la creaci�n, el principio directo y, en cierto modo, el sujeto de la auto comunicaci�n de Dios en el orden de la gracia. El misterio de la Encarnaci�n constituye el culmen de esta d�diva y de esta auto comunicaci�n divina � (Dominum et vivificantem, 50).

El Esp�ritu Santo orienta la vida terrena de Jes�s hacia el Padre. Merced a su misteriosa intervenci�n, el Hijo de Dios fue concebido en el seno de la Virgen Mar�a (cf. Lc 1,35) y se hizo hombre. Es tambi�n el Esp�ritu el que, descendiendo sobre Jes�s en forma de paloma durante su bautismo en el Jord�n, le manifiesta como Hijo del Padre (cf. Lc 3,21-22) y, acto seguido, le conduce al desierto (cf. Lc 4,1). Tras la victoria sobre las tentaciones, Jes�s da comienzo a su misi�n � por la fuerza del Esp�ritu � (Lc 4, 14), en �l se llena de gozo y bendice al Padre por su bondadoso designio (cf. Lc 10,21) y con su fuerza expulsa los demonios (cf. Mt 12,28; Lc 11,20). En el momento dram�tico de la cruz se ofrece a s� mismo � por el Esp�ritu eterno � (Hb 9,14), por el cual es resucitado despu�s (cf. Rm 8,11) y � constituido Hijo de Dios con poder � (Rm 1,4).

En la tarde de Pascua, Jes�s resucitado dice a los Ap�stoles reunidos en el Cen�culo: � Recibid el Esp�ritu Santo � (Jn 29,22) y, tras haberles prometido una nueva efusi�n, les conf�a la salvaci�n de los hermanos, envi�ndolos por los caminos del mundo: � Id, pues, y haced disc�pulos a todas las gentes bautiz�ndolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Esp�ritu Santo, y ense��ndoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aqu� que yo estoy con vosotros todos los d�as hasta el fin del mundo � (Mt 28,19-20).

La presencia de Cristo en la Iglesia de todos los tiempos y lugares se hace viva y eficaz en los creyentes por obra del Consolador (cf. Jn 14,26). El Esp�ritu es � tambi�n para nuestra �poca el agente principal de la nueva evangelizaci�n... construye el Reino de Dios en el curso de la historia y prepara su plena manifestaci�n en Jesucristo, animando a los hombres en su coraz�n y haciendo germinar dentro de la vivencia humana las semillas de la salvaci�n definitiva que se dar� al final de los tiempos � (Tertio millennio adveniente, 45).

2. Eucarist�a y Orden, frutos del Esp�ritu

Qui diceris Paraclitus,
Altissimi donum Dei,
Fons vivus, ignis, caritas
et spiritalis unctio.

T� eres nuestro Consolador,
Don de Dios Alt�simo,
fuente viva, fuego, caridad
y espiritual unci�n.

Con estas palabras la Iglesia invoca al Esp�ritu Santo como spiritalis unctio, espiritual unci�n. Por medio de la unci�n del Esp�ritu en el seno inmaculado de Mar�a, el Padre ha consagrado a Cristo como sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, el cual ha querido compartir su sacerdocio con nosotros, llam�ndonos a ser su prolongaci�n en la historia para la salvaci�n de los hermanos.

El Jueves Santo, Feria quinta in Coena Domini, los sacerdotes estamos invitados a dar gracias con toda la comunidad de los creyentes por el don de la Eucarist�a y a ser cada vez m�s conscientes de la gracia de nuestra especial vocaci�n. Asimismo, nos sentimos impulsados a confiarnos a la acci�n del Esp�ritu Santo, con coraz�n joven y plena disponibilidad, dejando que �l nos conforme cada d�a con Cristo Sacerdote.

El Evangelio de san Juan, con palabras llenas de ternura y misterio, nos cuenta el relato de aquel primer Jueves Santo, en el cual el Se�or, estando a la mesa con sus disc�pulos en el Cen�culo, � habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los am� hasta el extremo � (13,1). �Hasta el extremo!: hasta la instituci�n de la Eucarist�a, anticipaci�n del Viernes Santo, del sacrificio de la cruz y de todo el misterio pascual. Durante la �ltima Cena, Cristo toma el pan con sus manos y pronuncia las primeras palabras de la consagraci�n: � Esto es mi Cuerpo que ser� entregado por vosotros �. Inmediatamente despu�s pronuncia sobre el c�liz lleno de vino las siguientes palabras de la consagraci�n: � �ste es el c�liz de mi Sangre, Sangre de la alianza nueva y eterna, que ser� derramada por vosotros y por todos los hombres para el perd�n de los pecados �; y a�ade a continuaci�n: � Haced esto en conmemoraci�n m�a �. Se realiza as� en el Cen�culo, de manera incruenta, el Sacrificio de la Nueva Alianza que tendr� lugar con sangre al d�a siguiente, cuando Cristo dir� desde la cruz: � Consummatum est �, � �Todo est� cumplido! � (Jn 19,30).

Este Sacrificio ofrecido una vez por todas en el Calvario es confiado a los Ap�stoles, en virtud del Esp�ritu Santo, como el Sant�simo Sacramento de la Iglesia. Para impetrar la intervenci�n misteriosa del Esp�ritu, la Iglesia, antes de las palabras de la consagraci�n, implora: � Por eso, Padre, te suplicamos que santifiques por el mismo Esp�ritu estos dones que hemos separado para ti, de manera que sean Cuerpo y Sangre de Jesucristo, Hijo tuyo y Se�or nuestro, que nos mand� celebrar estos misterios � (Plegaria Eucar�stica III). En efecto, sin la potencia del Esp�ritu divino, �c�mo podr�an unos labios humanos hacer que el pan y el vino se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Se�or hasta el fin de los tiempos? Solamente por el poder del Esp�ritu divino puede la Iglesia confesar incesantemente el gran misterio de la fe: � Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrecci�n. �Ven Se�or Jes�s! �.

La Eucarist�a y el Orden son frutos del mismo Esp�ritu: � Al igual que en la Santa Misa el Esp�ritu Santo es el autor de la transubstanciaci�n del pan y del vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, as� en el sacramento del Orden es el art�fice de la consagraci�n sacerdotal o episcopal � (Don y Misterio, p. 59).

3. Los dones del Esp�ritu Santo

Tu septiformis munere
Digitus paternae dexterae
Tu rite promissum Patris
Sermone ditans guttura.

T� derramas sobre nosotros los siete dones;
T�, el dedo de la mano de Dios;
T�, el prometido del Padre;
T�, que pones en nuestros labios los
tesoros de tu palabra.

�C�mo no dedicar una reflexi�n particular a los dones del Esp�ritu Santo, que la tradici�n de la Iglesia, siguiendo las fuentes b�blicas y patr�sticas, denomina sacro Septenario? Esta doctrina ha sido estudiada con atenci�n por la teolog�a escol�stica, ilustrando ampliamente su significado y caracter�sticas.

� Dios ha enviado a nuestros corazones el Esp�ritu de su Hijo que clama: �Abb�, Padre! � (Gal 4,6). � En efecto, todos los que son guiados por el Esp�ritu de Dios son hijos de Dios... El Esp�ritu mismo se une a nuestro esp�ritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios � (Rm 8,14.16). Las palabras del ap�stol Pablo nos recuerdan que la gracia santificante (gratia gratum faciens) es un don fundamental del Esp�ritu, con la cual se reciben las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad, y todas las virtudes infusas (virtutes infusae), que capacitan para obrar bajo el influjo del mismo Esp�ritu. En el alma, iluminada por la gracia celestial, esta capacitaci�n sobrenatural se completa con los dones del Esp�ritu Santo. Estos se diferencian de los carismas, que son concedidos para el bien de los dem�s, porque se ordenan a la santificaci�n y perfecci�n de la persona y, por tanto, se ofrecen a todos.

Sus nombres son conocidos. Los menciona el profeta Isa�as trazando la figura del futuro Mes�as: � Reposar� sobre �l el esp�ritu del Se�or: esp�ritu de sabidur�a e inteligencia, esp�ritu de consejo y fortaleza, esp�ritu de ciencia y temor del Se�or. Y le inspirar� en el temor del Se�or � (11, 2-3). El n�mero de los dones ser� fijado en siete por la versi�n de los Setenta y la Vulgata, que incorporan la piedad, eliminando del texto de Isa�as la repetici�n del temor de Dios.

Ya san Ireneo recuerda el Septenario y a�ade: � Dios ha dado este Esp�ritu a la Iglesia, (...) enviando el Par�clito sobre toda la tierra � (Adv. haereses III, 17, 3). San Gregorio Magno, por su parte, ilustra la din�mica sobrenatural introducida por el Esp�ritu en el alma, enumerando los dones en orden inverso: � Mediante el temor nos elevamos a la piedad, de la piedad a la ciencia, de la ciencia obtenemos la fuerza, de la fuerza el consejo, con el consejo progresamos hacia la inteligencia y con la inteligencia hacia la sabidur�a, de tal modo que, por la gracia septiforme del Esp�ritu, se nos abre al final de la ascensi�n el ingreso a la vida celeste � (Hom. in Hezech. II, 7, 7).

Los dones del Esp�ritu Santo �comenta el Catecismo de la Iglesia Cat�lica�, al ser una especial sensibilizaci�n del alma humana y de sus facultades a la acci�n del Par�clito, � completan y llevan a su perfecci�n las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles d�ciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas � (n. 1831). Por tanto, la vida moral de los cristianos est� sostenida por esas � disposiciones permanentes que hacen al hombre d�cil para seguir los impulsos del Esp�ritu Santo � (ib�d., n. 1830). Con ellos llega a la madurez la vida sobrenatural que, por medio de la gracia, crece en todo hombre. Los dones, en efecto, se adaptan admirablemente a nuestras disposiciones espirituales, perfeccion�ndolas y abri�ndolas de manera particular a la acci�n de Dios mismo.

4. Influjo de los dones del Esp�ritu Santo sobre el hombre

Accende lumen sensibus
Infunde amorem cordibus;
Infirma nostri corporis
Virtute firmans perpeti.

Enciende con tu luz nuestros sentidos;
infunde tu amor en nuestros corazones;
y, con tu perpetuo auxilio,
fortalece nuestra d�bil carne.

Por medio del Esp�ritu, Dios entra en intimidad con la persona y penetra cada vez m�s en mundo humano: � Dios uno y trino, que en s� mismo "existe" como realidad trascendente de don interpersonal al comunicarse por el Esp�ritu Santo como don al hombre, transforma el mundo humano desde dentro, desde el interior de los corazones y de las conciencias � (Dominum et vivificantem, 59).

En la gran tradici�n escol�stica, esta verdad lleva a privilegiar la acci�n del Esp�ritu en las vicisitudes humanas y a resaltar la iniciativa salv�fica de Dios en la vida moral: aunque sin anular nuestra personalidad ni privarnos de la libertad, �l nos salva m�s all� de nuestras aspiraciones y proyectos. Los dones del Esp�ritu Santo siguen esta l�gica, siendo � perfecciones del hombre que lo disponen a seguir prontamente la moci�n divina � (S. Tom�s de Aquino, Summa Theologiae I-II, q. 68, a. 2).

Con los siete dones se da al creyente la posibilidad de una relaci�n personal e �ntima con el Padre, en la libertad que es propia de los hijos de Dios. Es lo que subraya santo Tom�s, poniendo de relieve c�mo el Esp�ritu Santo nos induce a obrar no por fuerza sino por amor: � Los Hijos de Dios �afirma �l� son movidos por el Esp�ritu Santo libremente, por amor, no en forma servil, por temor � (Contra gentiles IV, 22). El Esp�ritu convierte las acciones del cristiano en deiformes, esto es, en sinton�a con el modo de pensar, de amar y de actuar divinos, de tal modo que el creyente llega a ser signo reconocible de la Sant�sima Trinidad en el mundo. Sostenido por la amistad del Par�clito, por la luz del Verbo y por el amor del Padre, puede proponerse con audacia imitar la perfecci�n divina (cf. Mt 5,48).

El Esp�ritu act�a en dos �mbitos, como recordaba mi venerado predecesor, el Siervo de Dios Pablo VI: � El primer campo es el de cada una de las almas ... nuestro yo: en esa profunda celda de la propia existencia, misteriosa incluso para nosotros mismos, entra el soplo del Esp�ritu Santo. Se difunde en el alma con el primer y gran carisma que llamamos gracia, que es como una nueva vida, y r�pidamente la habilita para realizar actos que superan su actividad natural �. El segundo campo � en que se difunde la virtud de Pentecost�s � es � el cuerpo visible de la Iglesia ... Ciertamente "Spiritus ubi vult spirat" (Jn 3,8), pero en la econom�a establecida por Cristo, el Esp�ritu recorre el canal del ministerio apost�lico �. En virtud de este ministerio a los sacerdotes se les da la potestad de trasmitir el Esp�ritu a los fieles � por medio del anuncio autorizado y garantizado de la Palabra de Dios, en la gu�a del pueblo cristiano y en la distribuci�n de los sacramentos (cf. 1 Cor 4,1), fuente de la gracia, es decir, de la acci�n santificante del Par�clito � (Homil�a en la fiesta de Pentecost�s, 25 de mayo 1969).

5. Los dones del Esp�ritu en la vida del sacerdote

Hostem repellas longius
Pacemque dones protinus:
Ductore sic te praevio
Vitemus omne noxium.

Aleja de nosotros al enemigo,
danos pronto la paz,
s� T� mismo nuestro gu�a y,
puestos bajo tu direcci�n,
evitaremos todo lo nocivo.

El Esp�ritu Santo restablece en el coraz�n humano la plena armon�a con Dios y, asegur�ndole la victoria sobre el Maligno, lo abre a la dimensi�n universal del amor divino. De este modo hace pasar al hombre del amor de s� mismo al amor de la Trinidad, introduci�ndole en la experiencia de la libertad interior y de la paz, y encamin�ndole a vivir toda su existencia como un don. Con el sacro Septenario el Esp�ritu gu�a de este modo al bautizado hacia la plena configuraci�n con Cristo y la total sinton�a con las perspectivas del Reino de Dios.

Si �ste es el camino hacia el que el Esp�ritu encauza suavemente a todo bautizado, dispensa tambi�n una atenci�n especial a los que han sido revestidos del Orden sagrado para que puedan cumplir adecuadamente su exigente ministerio. As�, con el don de la sabidur�a, el Esp�ritu conduce al sacerdote a valorar cada cosa a la luz del Evangelio, ayud�ndole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre; con el don de la inteligencia, favorece en �l una mayor profundizaci�n en la verdad revelada, impuls�ndolo a proclamar con fuerza y convicci�n el gozoso anuncio de la salvaci�n; con el consejo, el Esp�ritu ilumina al ministro de Cristo para que sepa orientar su propia conducta seg�n la Providencia, sin dejarse condicionar por los juicios del mundo; con el don de la fortaleza lo sostiene en las dificultades del ministerio, infundi�ndole la necesaria � parres�a � en el anuncio del Evangelio (cf. Hch 4, 29.31); con el don de la ciencia, lo dispone a comprender y aceptar la relaci�n, a veces misteriosa, de las causas segundas con la causa primera en la realidad c�smica; con el don de piedad, reaviva en �l la relaci�n de uni�n �ntima con Dios y la actitud de abandono confiado en su providencia; finalmente, con el temor de Dios, el �ltimo en la jerarqu�a de los dones, el Esp�ritu consolida en el sacerdote la conciencia de la propia fragilidad humana y del papel indispensable de la gracia divina, puesto que � ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer � (1 Co 3,7).

6. El Esp�ritu introduce en la vida trinitaria

Per te sciamus da Patrem
Noscamus atque Filium,
Teque utriusque Spiritum
Credamus omni tempore.

Por Ti conozcamos al Padre,
y tambi�n al Hijo;
y que en Ti, esp�ritu de entrambos,
creamos en todo tiempo.

�Qu� sugestivo es imaginar estas palabras en los labios del sacerdote que, junto con los fieles confiados a su cura pastoral, camina al encuentro con su Se�or! Suspira llegar con ellos al verdadero conocimiento del Padre y del Hijo, y pasar as� de la experiencia de la obra del Par�clito en la historia � per speculum in aenigmate � (1 Co 13,12) a la contemplaci�n � facie ad faciem � (ib�d.) de la viva y palpitante Realidad trinitaria. �l es muy consciente de emprender � una larga traves�a con peque�as barcas � y de volar hacia el cielo � con alas cortas � (S. Gregorio Nacianceno, Poemas teol�gicos, 1); pero sabe tambi�n que puede contar con Aquel que ha tenido la misi�n de ense�ar todas las cosas a los disc�pulos (cf. Jn 14,26).

Al haber aprendido a leer los signos del amor de Dios en su historia personal, el sacerdote, a medida que se acerca la hora del encuentro supremo con el Se�or, hace cada vez m�s intensa y apremiante su oraci�n, en el deseo de conformarse con fe madura a la voluntad del Padre, del Hijo y del Esp�ritu.

El Par�clito � escalera de nuestra elevaci�n a Dios � (S. Ireneo, Adv. Haer. III, 24,1), lo atrae hacia el Padre, poni�ndole en el coraz�n el deseo ardiente de ver su rostro. Le hace conocer todo lo que se refiere al Hijo, atray�ndolo a �l con creciente nostalgia. Lo ilumina sobre el misterio de su misma Persona, llev�ndole a percibir su presencia en el propio coraz�n y en la historia.

De este modo, entre las alegr�as y los afanes, los sufrimientos y las esperanzas del ministerio, el sacerdote aprende a confiar en la victoria final del amor, gracias a la acci�n indefectible del Par�clito que, a pesar de los l�mites de los hombres y de las instituciones, lleva a la Iglesia a vivir el misterio de la unidad y de la verdad. En consecuencia, el sacerdote sabe que puede confiar en la fuerza de la Palabra de Dios, que supera cualquier palabra humana, y en el poder de la gracia, que vence sobre el pecado y las limitaciones propias de los hombres. Todo esto lo hace fuerte, no obstante la fragilidad humana, en el momento de la prueba, y dispuesto para volver con el coraz�n al Cen�culo, donde, perseverando en la oraci�n junto con Mar�a y los hermanos, puede encontrar de nuevo el entusiasmo necesario para reanudar la fatiga del servicio apost�lico.

7. Postrados en presencia del Esp�ritu

Deo Patri sit gloria,
Et Filio, qui a mortuis
Surrexit, ac Paraclito,
In saeculorum saecula. Amen.

Gloria a Dios Padre,
y al Hijo que resucit�,
y al Esp�ritu Consolador,
por los siglos infinitos. Am�n.

Mientras meditamos hoy, Jueves Santo, sobre el nacimiento de nuestro sacerdocio, vuelve a la mente de cada uno de nosotros el momento lit�rgico tan sugestivo de la postraci�n en el suelo el d�a de nuestra ordenaci�n presbiteral. Ese gesto de profunda humildad y de sumisa apertura fue profundamente oportuno para predisponer nuestro �nimo a la imposici�n sacramental de las manos, por medio de la cual el Esp�ritu Santo entr� en nosotros para llevar a cabo su obra. Despu�s de habernos incorporado, nos arrodillamos delante del Obispo para ser ordenados presb�teros y despu�s recibimos de �l la unci�n de las manos para la celebraci�n del Santo Sacrificio, mientras la asamblea cantaba: � agua viva, fuego, amor, santo ung�ento del alma �.

Estos gestos simb�licos, que indican la presencia y la acci�n del Esp�ritu Santo, nos invitan a consolidar en nosotros sus dones, reviviendo cada d�a aquella experiencia. En efecto, es importante que �l contin�e actuando en nosotros y que nosotros caminemos bajo su influjo. M�s a�n, que sea �l mismo quien act�e a trav�s de nosotros. Cuando acecha la tentaci�n y decaen las fuerzas humanas es el momento de invocar con m�s ardor al Esp�ritu para que venga en ayuda de nuestra debilidad y nos permita ser prudentes y fuertes como Dios quiere.

Es necesario mantener el coraz�n constantemente abierto a esta acci�n que eleva y ennoblece las fuerzas del hombre, y confiere la hondura espiritual que introduce en el conocimiento y el amor del misterio inefable de Dios.

Queridos hermanos en el sacerdocio: la solemne invocaci�n del Esp�ritu Santo y el gesto sugestivo de humildad realizado durante la ordenaci�n sacerdotal, han hecho resonar tambi�n en nuestra vida el fiat de la Anunciaci�n. En el silencio de Nazaret, Mar�a se hace disponible para siempre a la voluntad del Se�or y, por obra del Esp�ritu Santo, concibe a Cristo, salvador del mundo. Esta obediencia inicial recorre toda su existencia y culmina al pie de la Cruz.

El sacerdote est� llamado a confrontar constantemente su fiat con el de Mar�a, dej�ndose, como Ella, conducir por el Esp�ritu. La Virgen lo sostendr� en sus opciones de pobreza evang�lica y lo har� disponible a la escucha humilde y sincera de los hermanos, para percibir en sus dramas y en sus aspiraciones los gemidos del Esp�ritu (cf. Rom 8,26); le har� capaz de servirlos con una clarividente discreci�n, para educarlos en los valores evang�licos; har� de �l una persona dedicada a buscar con solicitud � las cosas de arriba � (Col 3,1), para ser as� un testigo convincente de la primac�a de Dios.

La Virgen le ayudar� a acoger el don de la castidad como expresi�n de un amor m�s grande, que el Esp�ritu suscita para engendrar a la vida divina una multitud de hermanos. Ella le conducir� por los caminos de la obediencia evang�lica, para que se deje guiar por el Par�clito, m�s all� de los propios proyectos, hacia la total adhesi�n a los designios de Dios.

Acompa�ado por Mar�a, el sacerdote sabr� renovar cada d�a su consagraci�n hasta que, bajo la gu�a del mismo Esp�ritu, invocado confiadamente durante el itinerario humano y sacerdotal, entre en el oc�ano de luz de la Trinidad.

Invoco sobre todos vosotros, por intercesi�n de Mar�a, Madre de los sacerdotes, una especial efusi�n del Esp�ritu de amor.

�Ven Esp�ritu Santo! �Ven a hacer fecundo nuestro servicio a Dios y a los hermanos!

Con renovado afecto e implorando todas las consolaciones divinas en vuestro ministerio, de coraz�n os imparto a todos vosotros una especial Bendici�n Apost�lica.

Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciaci�n del Se�or, del a�o 1998, vig�simo de mi Pontificado.