Su Santidad Juan Pablo II

A los Sacerdotes

Jueves Santo  1995

 

1. "�Honor a Mar�a, honor y gloria,
honor a la Sant�sima Virgen! (...)
Aquel que cre� el mundo maravilloso
honraba en Ella a la propia Madre (...).
La amaba como madre, vivi� obedeci�ndola.
Aunque era Dios, respetaba todas sus palabras".

Queridos hermanos Sacerdotes:

No os asombr�is si comienzo esta Carta, que tradicionalmente os dirijo con ocasi�n del Jueves Santo, con las palabras de un canto mariano polaco. Lo hago porque este a�o quiero hablaros de la importancia de la mujer en la vida del sacerdote, y estos versos, que yo cantaba desde ni�o, pueden ser una significativa introducci�n a esta tem�tica.

El canto evoca el amor de Cristo por su Madre. La primera y fundamental relaci�n que el ser humano establece con la mujer es precisamente la de hijo con su madre. Cada uno de nosotros puede expresar su amor a la madre terrena como el Hijo de Dios hizo y hace con la suya. La madre es la mujer a la cual debemos la vida. Nos ha concebido en su seno, nos ha dado a luz en medio de los dolores de parto con los que cada mujer alumbra una nueva vida. Por la generaci�n se establece un v�nculo especial, casi sagrado, entre el ser humano y su madre.

Despu�s de engendrarnos a la vida terrena, nuestros padres nos convirtieron, por Cristo y gracias al sacramento del Bautismo, en hijos adoptivos de Dios. Todo esto ha hecho a�n m�s profundo el v�nculo entre nosotros y nuestros padres, y en particular, entre cada uno de nosotros y la propia madre. El prototipo de esto es Cristo mismo, Cristo-Sacerdote, que se dirige as� al Padre eterno: "Sacrificio y oblaci�n no quisiste, pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios no te agradaron. Entonces dije: �He ah� que vengo... a hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Hb 10,5-7). Estas palabras involucran en cierto modo a la Madre, pues el Padre eterno form� el cuerpo de Cristo por obra del Esp�ritu Santo en el seno de la Virgen Mar�a, gracias a su consentimiento: "H�gase en m� seg�n tu palabra" (Lc 1, 38).

�Cu�ntos de nosotros deben tambi�n a la propia madre la vocaci�n sacerdotal! La experiencia ense�a que muchas veces la madre cultiva en el propio coraz�n por muchos a�os el deseo de la vocaci�n sacerdotal para el hijo y la obtiene orando con insistente confianza y pro funda humildad. As�, sin imponer la propia voluntad ella favorece, con la eficacia t�pica de la fe, el inicio de la aspiraci�n al sacerdocio en el alma de su hijo, aspiraci�n que dar� fruto en el momento oportuno.

2. Deseo reflexionar en esta Carta sobre la relaci�n entre el sacerdote y la mujer, ya que el tema de la mujer merece este a�o una atenci�n especial, del mismo modo como el a�o pasado la tuvo el tema de la familia. Efectivamente, se dedicar� a la mujer la importante Conferencia internacional convocada por la Organizaci�n de las Naciones Unidas en Pequ�n, durante el pr�ximo mes de septiembre. Es un tema nuevo respecto al del a�o pasado, pero estrechamente relacionado con �l.

A esta Carta, queridos hermanos en el sacerdocio, quiero unir otro documento. As� como el a�o pasado acompa�� el Mensaje del Jueves Santo con la Carta a las Familias, del mismo modo quisiera ahora entregaros de nuevo la Carta apost�lica Mulieris dignitatem, (15 de agosto de 1988). Como recordar�is, se trata de un texto elaborado al final del A�o Mariano 1987-1988, durante el cual publiqu� la Carta enc�clica Redemptoris Mater (25 de marzo de 1987). Deseo vivamente que durante este a�o se lea de nuevo la Mulieris dignitatem, haci�ndola objeto de meditaci�n y considerando especialmente sus aspectos marianos.

La relaci�n con la Madre de Dios es fundamental para la "reflexi�n" cristiana. Lo es, ante todo, a nivel teol�gico, por la especial�sima relaci�n de Mar�a con el Verbo Encarnado y con la Iglesia, su Cuerpo m�stico. Pero lo es tambi�n a nivel hist�rico, antropol�gico y cultural. De hecho, en el cristianismo, la figura de la Madre de Dios representa una gran fuente de inspiraci�n no s�lo para la vida espiritual, sino incluso para la cultura cristiana y para el mismo amor a la patria. Hay pruebas de ello en el patrimonio hist�rico de muchas naciones. En Polonia, por ejemplo, el monumento literario m�s antiguo es el canto Bogurodzica (Madre de Dios), que ha inspirado en nuestros antepasados no s�lo la organizaci�n de la vida de la naci�n, sino incluso la defensa de la justa causa en el campo de batalla. La Madre del Hijo de Dios ha sido la "gran inspiradora" para los individuos y para naciones cristianas enteras. Tambi�n esto, a su modo, dice much�simo por la importancia de la mujer en la vida del hombre y, de manera especial, en la del sacerdote.

Ya he tenido oportunidad de tratar este tema en la Enc�clica Redemptoris Mater y en la Carta apost�lica Mulieris dignitatem, rin diendo homenaje a aquellas mujeres -madres, esposas, hijas o hermanas- que para los respectivos hijos, maridos, padres y hermanos han sido una ayuda eficaz para el bien. No sin motivo se habla de "talento femenino", y cuanto he escrito hasta ahora confirma el fundamento de esta expresi�n. Sin embargo, trat�ndose de la vida sacerdotal, la presencia de la mujer asume un car�cter peculiar y exige un an�lisis espec�fico.

3. Pero volvamos, mientras tanto, al Jueves Santo, d�a en el que adquieren especial relieve las palabras del himno lit�rgico:

Ave verum Corpus natum de Maria Virgine:
Vere passum, immolatum in cruce pro homine.
Cuius latus perforatum fluxit aqua et sanguine:
Esto nobis praegustatum mortis in examine.
O Iesu dulcis! O Iesu pie! O Iesu, fili Mariae!

Aunque estas palabras no pertenecen a la liturgia del Jueves Santo, est�n profundamente vinculadas con ella.

Con la Ultima Cena, durante la cual Cristo instituy� los sacramentos del Sacrificio y del Sacerdocio de la Nueva Alianza, comienza el Triduum paschale. En su centro est� el Cuerpo de Cristo. Es este Cuerpo el que, antes de sufrir la pasi�n y muerte, durante la Ultima Cena se ofrece como comida en la instituci�n de la Eucarist�a. Cristo toma en sus manos el pan, lo parte y lo distribuye a los Ap�stoles, pronunciando las palabras: "Tomad, comed, �ste es mi cuerpo" (Mt 26, 26). Instituye as� el sacramento de su Cuerpo, aquel Cuerpo que, como Hijo de Dios, hab�a recibido de la Madre, la Virgen Inmaculada. Despu�s entrega a los Ap�stoles el c�liz de la propia sangre bajo la especie de vino, diciendo: "Bebed de ella todos, porque �sta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perd�n de los pecados" (Mt 26,27-28). Se trata aqu� de la Sangre que animaba el Cuerpo recibido de la Virgen Madre: Sangre que deb�a ser derramada, llevando a cabo el misterio de la Redenci�n, para que el Cuerpo recibido de la Madre, pudiese -como Corpus immolatum in cruce pro homine- convertirse, para nosotros y para todos, en sacramento de vida eterna, vi�tico para la eternidad. Por esto en el Ave verum, himno eucar�stico y mariano a la vez, nosotros pedimos: Esto nobis praegustatum mortis in examine.

Aunque en la liturgia del Jueves Santo no se habla de Mar�a -sin embargo la encontramos el Viernes Santo a los pies de la Cruz con el ap�stol Juan-, es dif�cil no percibir su presencia en la instituci�n de la Eucarist�a, anticipo de la pasi�n y muerte del Cuerpo de Cris to, aquel Cuerpo que el Hijo de Dios hab�a recibido de la Virgen Madre en el momento de la Anunciaci�n.

Para nosotros, como sacerdotes, la Ultima Cena es un momento particularmente santo. Cristo, que dice a los Ap�stoles: "Haced esto en recuerdo m�o" (1 Co 11,24), instituye el sacramento del Orden. En nuestra vida de presb�teros este momento es esencialmente cristoc�ntrico: en efecto, recibimos el sacerdocio de Cristo-Sacerdote, �nico Sacerdote de la Nueva Alianza. Pero pensando en el sacrificio del Cuerpo y de la Sangre que, in persona Christi, es ofrecido por nosotros, nos es dif�cil no entrever en este Sacrificio la presencia de la Madre. Mar�a dio la vida al Hijo de Dios, as� como han hecho con nosotros nuestras madres, para que El se ofreciera y nosotros tambi�n nos ofreci�semos en sacrificio junto con El mediante el ministerio sacerdotal. Detr�s de esta misi�n est� la vocaci�n recibida de Dios, pero se esconde tambi�n el gran amor de nuestras madres, de la misma manera que tras el sacrificio de Cristo en el Cen�culo se ocultaba el inefable amor de su Madre. �De qu� manera tan real, y al mismo tiempo discreta, est� presente la maternidad y, gracias a ella, la femineidad en el sacramento del Orden, cuya fiesta renovamos cada a�o el Jueves Santo!

4. Jesucristo es el hijo �nico de Mar�a Sant�sima. Comprendemos bien el significado de este misterio: conven�a que fuera as�, ya que un Hijo tan singular por su divinidad no pod�a ser m�s que el �nico hijo de su Madre Virgen. Pero precisamente esta unicidad se presenta, de alg�n modo, como la mejor "garant�a" de una "multiplicidad" espiritual. Cristo, verdadero hombre y a la vez eterno y unig�nito Hijo del Padre celestial, tiene, en el plano espiritual, un n�mero inmenso de hermanos y hermanas. En efecto, la familia de Dios abarca a todos los hombres: no solamente a cuantos mediante el Bautismo son hijos adoptivos de Dios, sino en cierto sentido a la humanidad entera, pues Cristo ha redimido a todos los hombres y mujeres, ofreci�ndoles la posibilidad de ser hijos e hijas adoptivos del Padre eterno. As� todos somos hermanos y hermanas en Cristo.

He aqu� c�mo surge en el horizonte de nuestra reflexi�n sobre la relaci�n entre el sacerdote y la mujer, junto a la figura de la madre, la de la hermana. Gracias a la Redenci�n, el sacerdote participa de un modo particular de la relaci�n de fraternidad ofrecida por Cristo a todos los redimidos.

Muchos de nosotros, sacerdotes, tienen hermanas en la familia. En todo caso, cada sacerdote desde ni�o ha tenido ocasi�n de encon trarse con muchachas, si no en la propia familia, al menos en el vecindario, en los juegos de infancia y en la escuela. Un tipo de comunidad mixta tiene una gran importancia para la formaci�n de la personalidad de los muchachos y muchachas.

Nos referimos aqu� al designio originario del Creador, que al principio cre� al ser humano "var�n y mujer" (cf. Gn 1,27). Este acto divino creador contin�a a trav�s de las generaciones. El libro del G�nesis habla de ello en el contexto de la vocaci�n al matrimonio: "Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer" (2,24). La vocaci�n al matrimonio supone y exige obviamente que el ambiente en el que se vive est� compuesto por hombres y mujeres.

En este contexto no nacen solamente las vocaciones al matrimonio, sino tambi�n al sacerdocio y a la vida consagrada. Estas no se forman aisladamente. Cada candidato al sacerdocio, al entrar en el seminario, tiene a sus espaldas la experiencia de la propia familia y de la escuela, donde ha encontrado a muchos coet�neos y coet�neas. Para vivir en el celibato de modo maduro y sereno, parece ser particularmente importante que el sacerdote desarrolle profundamente en s� mismo la imagen de la mujer como hermana. En Cristo, hombres y mujeres son hermanos y hermanas, independientemente de los v�nculos familiares. Se trata de un v�nculo universal, gracias al cual el sacerdote puede abrirse a cada ambiente nuevo, hasta el m�s diverso bajo el aspecto �tnico o cultural, con la conciencia de deber ejercer en favor de los hombres y de las mujeres a quienes es enviado un ministerio de aut�ntica paternidad espiritual, que le concede "hijos" e "hijas" en el Se�or (cf. 1 Ts 2,11; G�l 4,19).

5. "La hermana" representa sin duda una manifestaci�n espec�fica de la belleza espiritual de la mujer; pero es, al mismo tiempo, expresi�n de su "car�cter intangible". Si el sacerdote, con la ayuda de la gracia divina y bajo la especial protecci�n de Mar�a Virgen y Madre, madura de este modo su actitud hacia la mujer, en su ministerio se ver� acompa�ado por un sentimiento de gran confianza precisamente por parte de las mujeres, consideradas por �l, en las diversas edades y situaciones de la vida, como hermanas y madres.

La figura de la mujer-hermana tiene notable importancia en nuestra civilizaci�n cristiana, donde innumerables mujeres se han hecho hermanas de todos, gracias a la actitud t�pica que ellas han tomado con el pr�jimo, especialmente con el m�s necesitado. Una "hermana" es garant�a de gratuidad: en el escuela, en el hospital, en la c�rcel y en otros sectores de los servicios sociales. Cuando una mujer permanece soltera, con su "entrega como hermana" mediante el compromiso apost�lico o la generosa dedicaci�n al pr�jimo, desarrolla una peculiar maternidad espiritual. Esta entrega desinteresada de "fraterna" femineidad ilumina la existencia humana, suscita los mejores sentimientos de los que es capaz el hombre y siempre deja tras de s� una huella de agradecimiento por el bien ofrecido gratuitamente.

As� pues, las dos dimensiones fundamentales de la relaci�n entre la mujer y el sacerdote son las de madre y hermana. Si esta relaci�n se desarrolla de modo sereno y maduro, la mujer no encontrar� particulares dificultades en su trato con el sacerdote. Por ejemplo, no las encontrar� al confesar las propias culpas en el sacramento de la Penitencia. Mucho menos las encontrar� al emprender con los sacerdotes diversas actividades apost�licas. Cada sacerdote tiene pues la gran responsabilidad de desarrollar en s� mismo una aut�ntica actitud de hermano hacia la mujer, actitud que no admite ambig�edad. En esta perspectiva, el Ap�stol recomienda al disc�pulo Timoteo tratar "a las ancianas, como a madres; a las j�venes, como a hermanas, con toda pureza" (1 Tm 5,2).

Cuando Cristo afirm� -como escribe el evangelista Mateo- que el hombre puede permanecer c�libe por el Reino de Dios, los Ap�stoles quedaron perplejos (cfr. 19,10-12). Un poco antes hab�a declarado indisoluble el matrimonio, y ya esta verdad hab�a suscitado en ellos una reacci�n significativa: "Si tal es la condici�n del hombre respecto de su mujer, no trae cuenta casarse" (Mt 19,10). Como se ve, su reacci�n iba en direcci�n opuesta a la l�gica de fidelidad en la que se inspiraba Jes�s. Pero el Maestro aprovecha tambi�n esta incomprensi�n para introducir, en el estrecho horizonte del modo de pensar de ellos, la perspectiva del celibato por el Reino de Dios. Con esto trata de afirmar que el matrimonio tiene su propia dignidad y santidad sacramental y que existe tambi�n otro camino para el cristiano: camino que no es huida del matrimonio sino elecci�n consciente del celibato por el Reino de los cielos.

En este horizonte, la mujer no puede ser para el sacerdote m�s que una hermana, y esta dignidad de hermana debe ser considerada conscientemente por �l. El ap�stol Pablo, que viv�a el celibato, escribe as� en la Primera Carta a los Corintios: "Mi deseo ser�a que todos los hombres fueran como yo; mas cada cual tiene de Dios su gracia particular: unos de una manera, otros de otra" (7,7). Para �l no hay duda: tanto el matrimonio como el celibato son dones de Dios, que hay que custodiar y cultivar con cuidado. Subrayando la superioridad de la virginidad, de ning�n modo menosprecia el matrimonio. Ambos tienen un carisma espec�fico; cada uno de ellos es una vocaci�n, que el hombre, con la ayuda de la gracia de Dios, debe saber discernir en la propia vida.

La vocaci�n al celibato necesita ser defendida conscientemente con una vigilancia especial sobre los sentimientos y sobre toda la propia conducta. En particular, debe defender su vocaci�n el sacerdote que, seg�n la disciplina vigente en la Iglesia occidental y tan estimada por la oriental, ha elegido el celibato por el Reino de Dios. Cuando en el trato con una mujer peligrara el don y la elecci�n del celibato, el sacerdote debe luchar para mantenerse fiel a su vocaci�n. Semejante defensa no significar�a que el matrimonio sea algo malo en s� mismo, sino que para el sacerdote el camino es otro. Dejarlo ser�a, en su caso, faltar a la palabra dada a Dios.

La oraci�n del Se�or: "No nos dejes caer en la tentaci�n y l�branos del mal", cobra un significado especial en el contexto de la civilizaci�n contempor�nea, saturada de elementos de hedonismo, egocentrismo y sensualidad. Se propaga por desgracia la pornograf�a, que humilla la dignidad de la mujer, trat�ndola exclusivamente como objeto de placer sexual. Estos aspectos de la civilizaci�n actual no favorecen ciertamente la fidelidad conyugal ni el celibato por el Reino de Dios. Si el sacerdote no fomenta en s� mismo aut�nticas disposiciones de fe, de esperanza y de amor a Dios, puede ceder f�cilmente a los reclamos que le llegan del mundo. �C�mo no dirigirme pues a vosotros, queridos hermanos Sacerdotes, hoy Jueves Santo, para exhortaros a permanecer fieles al don del celibato, que nos ofrece Cristo? En �l se encierra un bien espiritual para cada uno y para toda la Iglesia.

En el pensamiento y en la oraci�n est�n hoy presentes de forma especial nuestros hermanos en el sacerdocio que encuentran dificultades en este campo y quienes precisamente por causa de una mujer han abandonado el ministerio sacerdotal. Confiamos a Mar�a Sant�sima, Madre de los Sacerdotes, y a la intercesi�n de los numerosos Santos sacerdotes de la historia de la Iglesia el dif�cil momento que est�n pasando, pidiendo para ellos la gracia de volver al primitivo fervor (cf. Ap 2, 4-5). La experiencia de mi ministerio, y creo que sirve para cada Obispo, confirma que se dan casos de vuelta a este fervor y que incluso hoy no son pocos. Dios permanece fiel a la alianza que establece con el hombre en el sacramento del Orden sacerdotal.

6. Ahora quisiera tratar el tema, a�n m�s amplio, del papel que la mujer est� llamada a desempe�ar en la edificaci�n de la Iglesia. El Concilio Vaticano II ha recogido plenamente la l�gica del Evangelio, en los cap�tulos II y III de la Constituci�n dogm�tica Lumen gentium, presentando a la Iglesia en primer lugar como Pueblo de Dios y despu�s como estructura jer�rquica. La Iglesia es sobre todo Pueblo de Dios, ya que quienes la forman, hombres y mujeres, participan -cada uno a su manera- de la misi�n prof�tica, sacerdotal y real de Cristo. Mientras invito a releer estos textos conciliares, me limitar� aqu� a algunas breves reflexiones partiendo del Evangelio.

En el momento de la ascensi�n a los cielos, Cristo manda a los Ap�stoles: "Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creaci�n" (Mc 16,15). Predicar el Evangelio es realizar la misi�n prof�tica, que en la Iglesia tiene diversas modalidades seg�n el carisma dado a cada uno (cf. Ef 4,11-13). En aquella circunstancia, trat�ndose de los Ap�stoles y de su peculiar misi�n, este mandato es confiado a unos hombres; pero, si leemos atentamente los relatos evang�licos y especialmente el de Juan, llama la atenci�n el hecho de que la misi�n prof�tica, considerada en toda su amplitud, es concedida a hombres y mujeres. Baste recordar, por ejemplo, la Samaritana y su di�logo con Cristo junto al pozo de Jacob en Sicar (cf. Jn 4,1-42): es a ella, samaritana y adem�s pecadora, a quien Jes�s revela la profundidad del verdadero culto a Dios, al cual no interesa el lugar sino la actitud de adoraci�n "en esp�ritu y verdad".

Y �qu� decir de las hermanas de L�zaro, Mar�a y Marta? Los Sin�pticos, a prop�sito de la "contemplativa" Mar�a, destacan la primac�a que Jes�s da a la contemplaci�n sobre la acci�n (cf Lc 10, 42). M�s importante a�n es lo que escribe san Juan en el contexto de la resurrecci�n de L�zaro, su hermano. En este caso es a Marta, la m�s "activa" de las dos, a quien Jes�s revela los misterios profundos de su misi�n: "Yo soy la resurrecci�n y la vida. El que cree en m�, aunque muera, vivir�, y todo el que vive y cree en m�, no morir� jam�s" (Jn 11,25-26). En estas palabras dirigidas a una mujer est� contenido el misterio pascual.

Pero sigamos con el relato evang�lico y entremos en la narraci�n de la Pasi�n. �No es quiz�s un dato incontestable que fueron precisamente las mujeres quienes estuvieron m�s cercanas a Jes�s en el camino de la cruz y en la hora de la muerte? Un hombre, Sim�n de Cirene, es obligado a llevar la cruz (cf. Mt 27,32); en cambio, numerosas mujeres de Jerusal�n le demuestran espont�neamente compasi�n a lo largo del "v�a crucis" (cf. Lc 23,27). La figura de la Ver�nica, aunque no sea b�blica, expresa bien los sentimientos de la mujer en la v�a dolorosa.

Al pie de la cruz est� �nicamente un Ap�stol, Juan de Zebedeo, y sin embargo hay varias mujeres (cf. Mt 27,55-56): la Madre de Cristo, que seg�n la tradici�n lo hab�a acompa�ado en el camino hacia el Calvario; Salom�, la madre de los hijos del Zebedeo, Juan y Santiago; Mar�a, madre de Santiago el Menor y de Jos�; y Mar�a Magdalena. Todas ellas son testigos valientes de la agon�a de Jes�s; todas est�n presentes en el momento de la unci�n y de la deposici�n de su cuerpo en el sepulcro. Despu�s de la sepultura, al llegar el final del d�a anterior al s�bado, se marchan pero con el prop�sito de volver apenas les sea permitido. Y ser�n las primeras en llegar temprano al sepulcro, el d�a despu�s de la fiesta. Ser�n los primeros testigos de la tumba vac�a y las que informar�n de todo a los Ap�stoles (cf. Jn 20, 1-2). Mar�a Magdalena, que permaneci� llorando junto al sepulcro, es la primera en encontrar al Resucitado, el cual la env�a a los Ap�stoles como primera anunciadora de su resurrecci�n (cf. Jn 20,11-18). Con raz�n, pues, la tradici�n oriental pone a la Magdalena casi a la par de los Ap�stoles, ya que fue la primera en anunciar la verdad de la resurrecci�n, seguida despu�s por los Ap�stoles y los dem�s disc�pulos de Cristo.

De este modo las mujeres, junto con los hombres, participan tambi�n en la misi�n prof�tica de Cristo. Y lo mismo puede decirse sobre su participaci�n en la misi�n sacerdotal y real. El sacerdocio universal de los fieles y la dignidad real se conceden a los hombres y a las mujeres. A este respecto ilustra mucho una atenta lectura de unos fragmentos de la Primera Carta de san Pedro (2, 9-10) y de la Constituci�n conciliar Lumen gentium (nn. 10-12; 34-36).

7. En �sta �ltima, al cap�tulo sobre el Pueblo de Dios sigue el de la estructura jer�rquica de la Iglesia. En �l se habla del sacerdocio ministerial, al que por voluntad de Cristo se admite �nicamente a los hombres. Hoy, en algunos ambientes, el hecho de que la mujer no pueda ser ordenada sacerdote se interpreta como una forma de discriminaci�n. Pero, �es realmente as�?

Ciertamente la cuesti�n podr�a plantearse en estos t�rminos, si el sacerdocio jer�rquico conllevara una situaci�n social de privilegio, caracterizada por el ejercicio del "poder". Pero no es as�: el sacerdocio ministerial, en el plan de Cristo, no es expresi�n de dominio sino de servicio. Quien lo interpretase como "dominio", se alejar�a realmente de la intenci�n de Cristo, que en el Cen�culo inici� la Ultima Cena lavando los pies a los Ap�stoles. De este modo puso fuertemente de relieve el car�cter "ministerial" del sacerdocio instituido aquella misma tarde. "Tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos" (Mc 10, 45).

S�, el sacerdocio que hoy recordamos con tanta veneraci�n como nuestra herencia especial, queridos Hermanos, �es un sacerdocio ministerial! �Servimos al Pueblo de Dios! �Servimos su misi�n! Nuestro sacerdocio debe garantizar la participaci�n de todos -hombres y mujeres- en la triple misi�n prof�tica, sacerdotal y real de Cristo. Y no s�lo el sacramento del Orden es ministerial: ministerial es, ante todo, la misma Eucarist�a. Al afirmar: "Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros (...) Esta es la copa de la Nueva Alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros" (Lc 22,19-20), Cristo manifiesta su servicio m�s sublime: el servicio de la redenci�n, en la cual el unig�nito y eterno Hijo de Dios se convierte en Siervo del hombre en su sentido m�s pleno y profundo.

8. Al lado de Cristo-Siervo no podemos olvidar a Aquella que es "la Sierva", Mar�a. San Lucas nos relata que, en el momento decisivo de la Anunciaci�n, la Virgen pronunci� su "fiat" diciendo: "He aqu� la esclava del Se�or" (Lc 1,38). La relaci�n del sacerdote con la mujer como madre y hermana se enriquece, gracias a la tradici�n mariana, con otro aspecto: el del servicio e imitaci�n de Mar�a sierva. Si el sacerdocio es ministerial por naturaleza, es preciso vivirlo en uni�n con la Madre, que es la sierva del Se�or. Entonces, nuestro sacerdocio ser� custodiado en sus manos, m�s a�n, en su coraz�n, y podremos abrirlo a todos. Ser� as� fecundo y salv�fico, en todos sus aspectos.

Que la Sant�sima Virgen nos mire con particular afecto a todos nosotros, sus hijos predilectos, en esta fiesta anual de nuestro sacerdocio. Que infunda sobre todo en nuestro coraz�n un gran deseo de santidad. Escrib� en la Exhortaci�n apost�lica Pastores dabo vobis: "la nueva evangelizaci�n tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y �stos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino espec�fico hacia la santidad" (n. 82). El Jueves Santo, acerc�ndonos a los or�genes de nuestro sacerdocio, nos recuerda tambi�n el deber de aspirar a la santidad, para ser "ministros de la santidad" en favor de los hombres y mujeres confiados a nuestro servicio pastoral. En esta perspectiva parece como muy oportuna la propuesta, hecha por la Congregaci�n para el Clero, de celebrar en cada di�cesis una "Jornada para la Santificaci�n de los Sacerdotes" con ocasi�n de la fiesta del Sagrado Coraz�n, o en otra fecha m�s adecuada a las exigencias y costumbres pastorales de cada lugar. Hago m�a esta propuesta deseando que esta Jornada ayude a los sacerdotes a vivir conform�ndose cada vez m�s plenamente con el coraz�n del Buen Pastor.

Invocando sobre todos vosotros la protecci�n de Mar�a, Madre de la Iglesia y Madre de los Sacerdotes, os bendigo con afecto.

Vaticano, 25 de marzo, solemnidad de la Anunciaci�n del Se�or, del a�o 1995.