Su Santidad Juan Pablo II

Homil�a
Perdonemos y pidamos perd�n
En la misa de la Jornada jubilar del perd�n concelebraron con el Papa treinta cardenales

Marzo 12, 2000

El d�a 12 de marzo, primer domingo de Cuaresma, se celebr� en la Iglesia la "Jornada del perd�n". El Santo Padre presidi� en la bas�lica de San Pedro, a las nueve y media de la ma�ana, una misa. Concelebraron con �l treinta cardenales. Asistieron, adem�s, los cardenales Giuseppe Caprio, William Wakefield Baum y Dino Monduzzi; numerosos arzobispos y obispos y una inmensa asamblea de sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles, que llenaban el templo; en un lugar especial se hallaba el ministro de Asuntos exteriores de la Rep�blica de Panam�, Jos� Miguel Alem�n.
Los concelebrantes se revistieron en el brazo de Carlomagno, salieron al atrio, entraron en la bas�lica por la Puerta santa cantando el "Attende Domine" y se detuvieron a orar en la capilla de la Piedad. El Papa invoc� a la sant�sima Trinidad e hizo la monici�n de entrada. Seguidamente comenz� la procesi�n, mientras se cantaban las letan�as de los santos y el canto de entrada. La primera lectura se hizo en espa�ol, la segunda en ingl�s, el salmo responsorial se cant� en italiano y el evangelio se proclam� en lat�n y en griego. El Romano Pont�fice pronunci� la homil�a que ofrecemos.
Seguidamente tuvo lugar la confesi�n de las culpas y la petici�n del perd�n, ante el crucifijo que se hab�a tra�do de la iglesia de San Marcelo, imagen del siglo XIV, que tradicionalmente se lleva en procesi�n a la bas�lica de San Pedro con ocasi�n de los A�os santos; se hab�a colocado a un lado del altar para poner de relieve que la confesi�n de las culpas y la petici�n de perd�n se dirig�an a Dios, que es el �nico que puede perdonar los pecados. Despu�s de la monici�n inicial del Papa, y unos momentos de oraci�n en silencio, el cardenal Bernardin Gantin, decano del Colegio cardenalicio, hizo una confesi�n de los pecados en general; se dej� un tiempo para la reflexi�n y la oraci�n personal, y, a continuaci�n, Juan Pablo II pronunci� la petici�n de perd�n, a la que se uni� la asamblea cantando tres veces el "Kyrie, eleison"; inmediatamente el mismo cardenal encendi� una de las velas del candelabro de siete brazos, colocado al lado del crucifijo. Este mismo esquema se sigui� para las restantes peticiones de perd�n, que correspondi� enunciar a los concelebrantes:  cardenal Joseph Ratzinger, vicedecano del Colegio cardenalicio y prefecto de la Congregaci�n para la doctrina de la fe, que confes� las culpas cometidas al servicio de la verdad; cardenal Roger Etchegaray, presidente del Comit� para el gran jubileo del a�o 2000, que confes� los pecados que han comprometido la unidad del Cuerpo de Cristo; cardenal Edward Idris Cassidy, presidente del Consejo pontificio para la promoci�n de la unidad de los cristianos, que confes� las culpas en relaci�n con Israel; el arzobispo japon�s Stephen Fumio Hamao, presidente del Consejo pontificio para la pastoral de los emigrantes e itinerantes, que confes� las culpas cometidas con comportamientos contra el amor, la paz, los derechos de los pueblos, el respeto de las culturas y de las religiones; cardenal Francis Arinze, presidente del Consejo pontificio para el di�logo interreligioso, que confes� los pecados que han herido la dignidad de la mujer y la unidad del g�nero humano; el arzobispo vietnamita Fran�ois Xavier Nguy�n Van Thu�n, presidente del Consejo pontificio Justicia y paz, que confes� los pecados cometidos en el campo de los derechos fundamentales de la persona. Terminada cada una de las siete peticiones de perd�n, que ofrecemos en la p�gina 8, el Papa rez� la oraci�n conclusiva; al final, se acerc� al crucifijo y lo bes�.
Para la plegaria eucar�stica subieron al presbiterio y se colocaron a la derecha del Santo Padre los cardenales Gantin y Lucas Moreira Neves, o.p., prefecto de la Congregaci�n para los obispos; y a la izquierda los cardenales Ratzinger y Etchegaray.
La misa se concluy� con la solemne bendici�n de Juan Pablo II y la invitaci�n a que la purificaci�n de la memoria y la petici�n de perd�n se traduzcan en la Iglesia y en cada una de las personas en un compromiso de fidelidad renovada al Evangelio.
1. "En nombre de Cristo os suplicamos:  �reconciliaos con Dios! A quien no conoci� pecado, le hizo pecado por nosotros, para que vini�semos a ser justicia de Dios en �l" (2 Co 5, 20-21).
La Iglesia relee estas palabras de san Pablo cada a�o, el mi�rcoles de Ceniza, al comienzo de la Cuaresma. Durante el tiempo cuaresmal, la Iglesia desea unirse de modo particular a Cristo, que, impulsado interiormente por el Esp�ritu Santo, inici� su misi�n mesi�nica dirigi�ndose al desierto, donde ayun� durante cuarenta d�as y cuarenta noches (cf. Mc 1, 12-13).
Al t�rmino de ese ayuno fue tentado por Satan�s, como narra sint�ticamente, en la liturgia de hoy, el evangelista san Marcos (cf. Mc 1, 13). San Mateo y san Lucas, en cambio, tratan con mayor amplitud ese combate de Cristo en el desierto y su victoria definitiva sobre el tentador:  "Vete, Satan�s, porque est� escrito:  "Al Se�or tu Dios adorar�s, y s�lo a �l dar�s culto"" (Mt 4, 10).
Quien habla as� es aquel "que no conoci� pecado" (2 Co 5, 21), Jes�s, "el Santo de Dios" (Mc 1, 24).
2. "A quien no conoci� pecado, le hizo pecado por nosotros" (2 Co 5, 21). Acabamos de escuchar en la segunda lectura esta afirmaci�n sorprendente del Ap�stol. �Qu� significan estas palabras? Parecen una paradoja y, efectivamente, lo son. �C�mo pudo Dios, que es la santidad misma, "hacer pecado" a su Hijo unig�nito, enviado al mundo? Sin embargo, esto es precisamente lo que leemos en el pasaje de la segunda carta de san Pablo a los Corintios. Nos encontramos ante un misterio:  misterio que, a primera vista, resulta desconcertante, pero que se inscribe claramente en la Revelaci�n divina.
Ya en el Antiguo Testamento, el libro de Isa�as habla de ello con inspiraci�n prof�tica en el cuarto canto del Siervo de Yahveh:  "Todos nosotros como ovejas erramos, cada uno march� por su camino, y el Se�or descarg� sobre �l la culpa de todos nosotros" (Is 53, 6).
Cristo, el Santo, a pesar de estar absolutamente sin pecado, acepta tomar sobre s� nuestros pecados. Acepta para redimirnos; acepta cargar con nuestros pecados para cumplir la misi�n recibida del Padre, que, como escribe el evangelista san Juan, "tanto am� al mundo que dio a su Hijo �nico, para que todo el que crea en �l (...) tenga vida eterna" (Jn 3, 16).
3. Ante Cristo que, por amor, carg� con nuestras iniquidades, todos estamos invitados a un profundo examen de conciencia. Uno de los elementos caracter�sticos del gran jubileo es el que he calificado como "purificaci�n de la memoria" (Incarnationis mysterium, 11). Como Sucesor de Pedro, he pedido que "en este a�o de misericordia la Iglesia, persuadida de la santidad que recibe de su Se�or, se postre ante Dios e implore perd�n por los pecados pasados y presentes de sus hijos" (ib.). Este primer domingo de Cuaresma me ha parecido la ocasi�n propicia para que la Iglesia, reunida espiritualmente en torno al Sucesor de Pedro, implore el perd�n divino por las culpas de todos los creyentes. �Perdonemos y pidamos perd�n!
Esta exhortaci�n ha suscitado en la comunidad eclesial una profunda y provechosa reflexi�n, que ha llevado a la publicaci�n, en d�as pasados, de un documento de la Comisi�n teol�gica internacional, titulado:  "Memoria y reconciliaci�n:  la Iglesia y las culpas del pasado". Doy las gracias a todos los que han contribuido a la elaboraci�n de este texto. Es muy �til para una comprensi�n y aplicaci�n correctas de la aut�ntica petici�n de perd�n, fundada en la responsabilidad objetiva que une a los cristianos, en cuanto miembros del Cuerpo m�stico, y que impulsa a los fieles de hoy a reconocer, adem�s de sus culpas propias, las de los cristianos de ayer, a la luz de un cuidadoso discernimiento hist�rico y teol�gico. En efecto, "por el v�nculo que une a unos y otros en el Cuerpo m�stico, y aun sin tener responsabilidad personal ni eludir el juicio de Dios, el  ï¿½nico que conoce los corazones, somos portadores del peso de los errores y de las culpas de quienes nos han precedido" (Incarnationis mysterium, 11). Reconocer las desviaciones del pasado sirve para despertar nuestra conciencia ante los compromisos del presente, abriendo a cada uno el camino de la conversi�n.
4. ï¿½Perdonemos y pidamos perd�n! A la vez que alabamos a Dios, que, en su amor misericordioso, ha suscitado en la Iglesia una cosecha maravillosa de santidad, de celo misionero y de entrega total a Cristo y al pr�jimo, no podemos menos de reconocer las infidelidades al Evangelio que han cometido algunos de nuestros hermanos, especialmente durante el segundo milenio. Pidamos perd�n por las divisiones que han surgido entre los cristianos, por el uso de la violencia que algunos de ellos hicieron al servicio de la verdad, y por las actitudes de desconfianza y hostilidad adoptadas a veces con respecto a los seguidores de otras religiones.
Confesemos, con mayor raz�n, nuestras responsabilidades de cristianos por los males actuales. Frente al ate�smo, a la indiferencia religiosa, al secularismo, al relativismo �tico, a las violaciones del derecho a la vida, al desinter�s por la pobreza de numerosos pa�ses, no podemos menos de preguntarnos cu�les son nuestras responsabilidades.
Por la parte que cada uno de nosotros, con sus comportamientos, ha tenido en estos males, contribuyendo a desfigurar el rostro de la Iglesia, pidamos humildemente perd�n.
Al mismo tiempo que confesamos nuestras culpas, perdonemos las culpas cometidas por los dem�s contra nosotros. En el curso de la historia los cristianos han sufrido muchas veces atropellos, prepotencias y persecuciones a causa de su fe. Al igual que perdonaron las v�ctimas de dichos abusos, as� tambi�n perdonemos nosotros. La Iglesia de hoy y de siempre se siente comprometida a purificar la memoria de esos tristes hechos de todo sentimiento de rencor o venganza. De este modo, el jubileo se transforma para todos en ocasi�n propicia de profunda conversi�n al Evangelio. De la acogida del perd�n divino brota el compromiso de perdonar a los hermanos y de reconciliaci�n rec�proca.
5. Pero �qu� significa para nosotros el t�rmino "reconciliaci�n"? Para captar su sentido y su valor exactos, es necesario ante todo darse cuenta de la posibilidad de la divisi�n, de la separaci�n. S�, el hombre es la �nica criatura en la tierra que puede establecer una relaci�n de comuni�n con su Creador, pero tambi�n es la �nica que puede separarse de �l. De hecho, por desgracia, con frecuencia se aleja de Dios.
Afortunadamente, muchos, como el hijo pr�digo, del que habla el evangelio de san Lucas (cf. Lc 15, 13), despu�s de abandonar la casa paterna y disipar la herencia recibida, al tocar fondo, se dan cuenta de todo lo que han perdido (cf. Lc 15, 13-17). Entonces, emprenden el camino de vuelta:  "Me levantar�, ir� a mi padre y le dir�:  "Padre, pequ�..."" (Lc 15, 18).
Dios, bien representado por el padre de la par�bola, acoge a todo hijo pr�digo que vuelve a �l. Lo acoge por medio de Cristo, en quien el pecador puede volver a ser "justo" con la justicia de Dios. Lo acoge, porque hizo pecado por nosotros a su Hijo eterno. S�, s�lo por medio de Cristo podemos llegar a ser justicia de Dios (cf. 2 Co 5, 21).
6. "Dios tanto am� al mundo que dio a su Hijo �nico". ��ste es en s�ntesis, el significado, del misterio de la redenci�n del mundo! Hay que darse cuenta plenamente del valor del gran don que el Padre nos ha hecho en Jes�s. Es necesario que ante la mirada de nuestra alma se presente Cristo, el Cristo de Getseman�, el Cristo flagelado, coronado de espinas, con la cruz a cuestas y, por �ltimo, crucificado. Cristo tom� sobre s� el peso de los pecados de todos los hombres, el peso de nuestros pecados, para que, en virtud de su sacrificio salv�fico, pudi�ramos reconciliarnos con Dios.
Saulo de Tarso, convertido en san Pablo, se presenta hoy ante nosotros como testigo:  �l experiment�, de modo singular, la fuerza de la cruz en el camino de Damasco. El Resucitado se le manifest� con todo el esplendor de su poder:  "Saulo, Saulo, �por qu� me persigues? (...) �Qui�n eres, Se�or? (...) Yo soy Jes�s, a quien t� persigues" (Hch 9, 4-5). San Pablo, que experiment� con tanta fuerza el poder de la cruz de Cristo, se dirige hoy a nosotros con una ardiente s�plica:  "Os exhortamos a que no recib�is en vano la gracia de Dios". San Pablo insiste en que esta gracia nos la ofrece Dios mismo, que nos dice hoy a nosotros:  "En el tiempo favorable te escuch� y en el d�a de salvaci�n te ayud�" (2 Co 6, 2).
Mar�a, Madre del perd�n, ay�danos a acoger la gracia del perd�n que el jubileo nos ofrece abundantemente. Haz que la Cuaresma de este extraordinario A�o santo sea para todos los creyentes, y para cada hombre que busca a Dios, el momento favorable, el tiempo de la reconciliaci�n, el tiempo de la salvaci�n.

(�L'Osservatore Romano - 17 de marzo de 2000)