Sacramento de nuestra reconciliaci�n

"La bajeza fue asumida por la majestad, la debilidad por el poder, la mortalidad por la eternidad. Para saldar la deuda de nuestra condici�n humana, la naturaleza inviolable se uni� a la naturaleza posible, con el fin de que, como lo exig�a nuestra salvaci�n, el �nico y mismo �mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jes�s�, tuviera, a un mismo tiempo, la posibilidad de morir, en lo que le corresponde como hombre, y la imposibilidad de morir, en lo que le corresponde como Dios.

As�, pues, el Dios verdadero naci� con una naturaleza humana �ntegra y perfecta, manteniendo intacta su propia condici�n divina y asumiendo totalmente la naturaleza humana, es decir, la que cre� Dios al principio y que luego hizo suya para restaurarla.

P ues aquella que introdujo el Enga�ador y que admiti� el hombre enga�ado, no afect� lo m�s m�nimo al Salvador. Ni del hecho de que haya participado de la debilidad de los hombres, se sigue que haya participado de nuestros delitos.

Asumi� la forma de siervo sin la mancha del pecado, enriqueciendo lo humano sin empobrecer lo divino. Pues, el anonadamiento, por el que se manifest� visiblemente quien de por s� era invisible, y por el que acept� la condici�n com�n de los mortales quien era el creador y Se�or de todas las cosas, fue una inclinaci�n de su misericordia, no una p�rdida de su poder. Por lo tanto, el que subsistiendo en la categor�a de Dios hizo al hombre, ese mismo se hizo hombre en la condici�n de esclavo.

Entra, pues, en lo m�s bajo del mundo el Hijo de Dios, descendiendo del trono celeste pero sin alejarse de la gloria del Padre, engendrado de una manera nueva por una nueva natividad.

De una nueva forma, porque, invisible por naturaleza, se ha hecho visible en nuestra naturaleza; incomprensible, ha querido ser comprendido; el que permanec�a fuera del tiempo ha comenzado a existir en el tiempo; due�o del universo, ha tomado la condici�n de esclavo ocultando el resplandor de su gloria; el impasible, no desde�� hacerse hombre pasible, y el inmortal, someterse a las leyes de la muerte.

El mismo que es Dios verdadero, es tambi�n hombre verdadero. No hay en esta uni�n enga�o alguno, pues la limitaci�n humana y la grandeza de Dios se relacionan de modo inefable.

A1 igual que Dios no cambia cuando se compadece, tampoco el hombre queda consumido por la dignidad divina. Cada una de las dos formas act�a en comuni�n con la otra, haciendo cada una lo que le es propio: el Verbo act�a lo que compete al Verbo, y la carne realiza lo propio de la carne.

La forma de Dios resplandece en los milagros, la forma de siervo soporta los ultrajes. Y de la misma forma que el Verbo no se aleja de la igualdad de la gloria del Padre, tampoco su carne pierde la naturaleza propia de nuestro linaje.

Es uno y el mismo, verdadero Hijo de Dios y verdadero hijo del hombre. Dios porque �en el principio ya exist�a la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios�; hombre porque la �Palabra se hizo carne y acamp� entre nosotros�."

De las Cartas de San Le�n Magno, papa (Epist. 28 ad Flavianum, 3-4: PL 54, 763-767)

Oraci�n.

Se�or, t� has querido que la Palabra se encarnase en el seno de la Virgen Mar�a; conc�denos, en tu bondad, que cuantos confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a �l en su naturaleza divina. Por nuestro Se�or.

Preparado por el Instituto de Espiritualidad:
Pontificia Universidad Santo Tom�s de Aquino