Su Santidad Juan Pablo II
La gloria de la Trinidad en la historia
Febrero 11, 2000
1. Como habéis escuchado en la lectura, este
encuentro ha tomado como punto de partida el "Gran Hallel", el salmo
136, que es una solemne letanía para solista y coro: es un himno al
hesed de Dios, es decir, a su amor fiel, que se revela en los acontecimientos
de la historia de la salvación, particularmente en la liberación de la
esclavitud de Egipto y en el don de la tierra prometida. El Credo del Israel
de Dios (cf. Dt 26, 5-9; Jos 24, 1-13) proclama las intervenciones
divinas dentro de la historia humana: el Señor no es un emperador
impasible, rodeado de una aureola de luz y relegado en los cielos dorados. Él
observa la miseria de su pueblo en Egipto, escucha su grito y baja para
liberarlo (cf. Ex 3, 7-8).
2. Pues bien, ahora trataremos de ilustrar esta presencia de Dios en la
historia, a la luz de la revelación trinitaria, que, aunque se realizó
plenamente en el Nuevo Testamento, ya se halla anticipada y bosquejada en el
Antiguo. Así pues, comenzaremos con el Padre, cuyas características ya se
pueden entrever en la acción de Dios que interviene en la historia como padre
tierno y solícito con respecto a los justos que acuden a él. Él es
"padre de los huérfanos y defensor de las viudas" (Sal 68, 6);
también es padre en relación con el pueblo rebelde y pecador.
Dos páginas proféticas de extraordinaria belleza e intensidad presentan un
delicado soliloquio de Dios con respecto a sus "hijos descarriados"
(Dt 32, 5). Dios manifiesta en él su presencia constante y amorosa en el
entramado de la historia humana. En Jeremías el Señor exclama:
"Yo soy para Israel un padre (...) ¿No es mi hijo predilecto, mi niño
mimado? Pues cuantas veces trato de amenazarlo, me acuerdo de él; por
eso se conmueven mis entrañas por él, y siento por él una profunda
ternura" (Jr 31, 9. 20). La otra estupenda confesión de Dios
se halla en Oseas: "Cuando Israel era niño, yo lo amé, y de
Egipto llamé a mi hijo. (...) Yo le enseñé a caminar, tomándolo por los
brazos, pero no reconoció mis desvelos por curarlo. Los atraía con vínculos
de bondad, con lazos de amor, y era para ellos como quien alza a un niño
contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer. (...) Mi corazón
está en mí trastornado, y se han conmovido mis entrañas" (Os 11, 1. 3-4. 8).
3. De estos pasajes de la Biblia debemos sacar como conclusión que Dios
Padre de ninguna manera es indiferente frente a nuestras vicisitudes. Más aún,
llega incluso a enviar a su Hijo unigénito, precisamente en el centro de la
historia, como lo atestigua el mismo Cristo en el diálogo nocturno con
Nicodemo: "Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito,
para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.
Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para
que el mundo se salve por él" (Jn 3, 16-17). El Hijo se inserta dentro
del tiempo y del espacio como el centro vivo y vivificante que da sentido
definitivo al flujo de la historia, salvándola de la dispersión y de la
banalidad. Especialmente hacia la cruz de Cristo, fuente de salvación y de
vida eterna, converge toda la humanidad con sus alegrías y
sus lágrimas, con su atormentada historia de bien y mal: "Cuando
sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí" (Jn 12, 32).
Con una frase lapidaria la carta a los Hebreos proclamará la presencia
perenne de Cristo en la historia: "Jesucristo es el mismo ayer, hoy
y siempre" (Hb 13, 8).
4. Para descubrir debajo del flujo de los acontecimientos esta presencia
secreta y eficaz, para intuir el reino de Dios, que ya se encuentra entre
nosotros (cf. Lc 17, 21), es necesario ir más allá de la superficie de
las fechas y los eventos históricos. Aquí entra en acción el Espíritu
Santo. Aunque el Antiguo Testamento no presenta aún una revelación explícita
de su persona, se le pueden "atribuir" ciertas iniciativas salvíficas.
Es él quien mueve a los jueces de Israel (cf. Jc 3, 10), a David (cf. 1 S
16, 13), al rey Mesías (cf. Is 11, 1-2; 42, 1), pero sobre
todo es él quien se derrama sobre los profetas, los cuales tienen la misión
de revelar la gloria divina velada en la historia, el designio del Señor
encerrado en nuestras vicisitudes. El profeta Isaías presenta una página de
gran eficacia, que recogerá Cristo en su discurso programático en la
sinagoga de Nazaret: "El Espíritu del Señor Yahveh está sobre mí,
pues Yahveh me ha ungido, me ha enviado a predicar la buena nueva a los
pobres, a sanar los corazones quebrantados, a anunciar a los cautivos la
liberación, y a los reclusos la libertad, y a promulgar el año de
gracia de Yahveh" (Is 61, 1-2; cf. Lc 4, 18-19).
5. El Espíritu de Dios no sólo revela el sentido de la historia, sino
que también da fuerza para colaborar en el proyecto divino que se realiza en
ella. A la luz del Padre, del Hijo y del Espíritu, la historia deja de ser
una sucesión de acontecimientos que se disuelven en el abismo de la muerte;
se transforma en un terreno fecundado por la semilla de la eternidad, un
camino que lleva a la meta sublime en la que "Dios será todo en
todos" (1 Co 15, 28). El jubileo, que evoca "el año de gracia"
anunciado por Isaías e inaugurado por Cristo, quiere ser la epifanía de esta
semilla y de esta gloria, para que todos esperen, sostenidos por la presencia
y la ayuda de Dios, en un mundo nuevo, más auténticamente cristiano y
humano.
Así pues, cada uno de nosotros, al balbucear algo del misterio de la Trinidad
operante en nuestra historia, debe hacer suyo el asombro adorante de san
Gregorio Nacianceno, teólogo y poeta, cuando canta: "Gloria a Dios
Padre y al Hijo, rey del universo. Gloria al Espíritu, digno de alabanza y
todo santo. La Trinidad es un solo Dios, que creó y llenó todas las
cosas..., vivificándolo todo con su Espíritu, para que cada criatura rinda
homenaje a su Creador, causa única del vivir y del durar. La criatura
racional, más que cualquier otra, lo debe celebrar siempre como gran Rey y
Padre bueno" (Poemas dogmáticos, XXI, Hymnus alias: PG 37,
510-511).
(©L' Romano 11 de febrero de 2000)