‘Última planta alcanzada’. Este frío e impersonal mensaje emitido a través del altavoz del ascensor desconcertó a Teddy en medio de su magistral meada. Con suavidad, se subió la portañuela del pantalón para evitar dolorosos accidentes en su ya maltratado miembro viril. Algo no encajaba en su calculadora mente. El viaje había terminado demasiado pronto. No mucho, pero lo suficiente para que él se hubiese percatado de ello. Miró el indicador luminoso que se encontraba sobre la puerta del elevador. El número 3.068 aparecía en él. Uno menos de lo que esperaba. Sin darle tiempo a continuar sus elucubraciones, la puerta se abrió con suavidad y le mostró el pasillo.
Teddy abandonó el habitáculo del ascensor y miró hacia la pared que tenía enfrente. El número 3.068 aparecía grabado en mármol sobre ella. ¿Por qué se había detenido el ascensor en esa planta? Lo achacó a un fallo de programación de la puñetera máquina. Para cercionarse de ello, se dirigió hacia el proyector de hologramas que se encontraba a su izquierda y, a fin de comunicarse con el conserje del edificio, lo activó. La imagen tridimensional de vivos colores que se formó ante sus ojos le dejó sin aliento. El muy bastardo se estaba haciendo un macucón a la salud de la Cindy CrawFord. De todos modos, Teddy no pudo resistir la necesidad de contemplar durante unos instantes el acto de onanismo que estaba realizando el muy berraco, ya que demostraba una técnica francamente depurada. Una vez hubo tomada cumplida y metódica nota de todos los detalles de interés (por si su esposa le volvía a abandonar), carraspeó ligeramente para atraer la atención del insatisfecho conserje.
-‘Si será maricó’ replicó nerviosamente el sorprendido personaje mientras intentaba a duras penas esconder su enervado miembro miril dentro de su pantalón.
Teddy comprendió la humana reacción del indeseable tipejo, y tras concederle algo de tiempo para que se adecentase, procedió a preguntarle el motivo por el cuál el puto ascensor no había llegado a la planta 3.069.
-‘!Ah, la pela es la pela! ¡Si no hay pela, no hay ascensor, ah!’
Teddy procedió a desconectar el holograma a fin de permitir que el conserje concluyese su interrumplida labor. Ni puta idea de lo que le había dicho. El conserje debía hablar en suahiri o algún dialecto de alguna zona recóndita del mundo, porque Teddy no había entendido ni una sola palabra de todo lo que le había dicho. Pero, desde luego, el acento le pareció francamente desagradable. Se preguntó quién lo habría contratado, mientras encaminaba sus pasos hacia la escalera que le conduciría al piso 3.069 donde encontraría su añorado despacho.
Tras el corto paseo (la magnífica forma física adquirida a base de taca-tacas tempestuosos con sus mujeres le hizo no perder el resuello a pesar de su edad y su considerable exceso de peso), ante los ojos de Teddy se mostró la planta 3.069, adquirida después de muchos años de trabajo para acoger el más prestigioso y elegante bufete de abogados jamás soñado. Teddy aspiró hondo para llenar sus pulmones del olor a rosas que inundaba siempre las dependencias de sus oficinas... pero nada llegó a sus papilas olfativas, salvo un ligero hedor a basura.
La sorpresa quedó reflejada en su rostro. El espectáculo que contemplaban sus ojos no era lo que esperaba. Las oficinas se encontraban en un lamentable estado de abandono, las ratas triscaban alegremente sobre la cara moqueta que en otros tiempos estaba absolutamente impoluta y ahora estaba tiznada con excrementos de roedores desaprensivos y restos de semen de los mismos (¿Cómo coño sabría Teddy que esas manchas eran del susoducho elemento?). Teddy avanzó, haciendo frente a las arcadas que le sobrevenían al pisar tan deplorable cúmulo de suciedad. Miró con desesperación las paredes de cristal, llenas de manchas que impedían ver lo que ocurría detrás de ellas. Teddy siempre había insistido en su exagerada limpieza, para que todos los clientes pudiesen ver que en su despacho se trabajaba limpiamente, sin nada que ocultar, sin trapos sucios, para realizar la más elegante e impoluta defensa del cliente (siempre que decía esto, la nariz le crecía misteriosamente hasta llegarle a Aljete, bonito pueblo de la geografía de España). La naúsea comenzó a ser demasiado fuerte para él. Se encaminó hacia la puerta de su secretario, el mariconazo de Frank. Su condición de homosexual jamás había impedido que desarrollase su trabajo con una eficacia y una actitud absolutamente irreprochables. Por eso le extrañaba que él, tan pulcro y ordenado, hubiese permitido que las dependencias de ‘Hoffman y asociados’ hubiesen llegado a tan lamentable estado. Abrió impetuosamente la antaño transparente puerta, pero lo que encontró no era lo que esperaba. En lugar de su estimado Frank, un putón sonriente con un escote que le llegaba al suelo y con unos pantalones que destacaban sus larguísimas piernas (aunque algunas envidiosas decían que esto sin duda provocaba que sus organos sexuales sufriesen una inusitada e insufrible presión) le recibió poniéndose en pie nada más verle entrar.
-‘Usted, adorable calvo, es sin duda Ted Hoffman, fundador y máximo accionista de esta lustroa ¿? empresa, Encantada de conocerle. Yo soy Sur rón, su secretaria y de todos los miembros de su bufete, y estoy a su disposición para lo que usted y su miembro necesiten’.
Mientras decía esto, su lengua humedeció repetidamente sus labios, provocando simultáneamente el enfado y la excitación de Ted. Esto no podía estarle ocurriendo a él, era una pesadilla. ¿Qué había sido de su bufete? ¿De su organización? ¿De su respetado Frank? No podía resistir más, sentía la necesidad de estallar en cólera, algo muy poco habitual en él, pero se reprimió. Su despacho, su lugar de concentración y trabajo, su templo, sería su tabla de salvación . Allí podría ordenar sus ideas.
Sin dirigir una sola palabra al surrón de la secretaria, encaminó sus pasos hacia su añorado reservado apresuradamente, con las lágrimas a punto de brotar de sus ojos. Abrió impulsivamente la puerta y buscó con la mirada su maravillosa mesa y su reconfortante sillón...