La escena que se dibujaba ante los ojos de Teddy era excesiva, la gota que colmaba el vaso que estaba apunto de revosar. Su magnífica mesa, hecha con la madera del último árbol del Amazonas, aparecía desplazada a un lado de un sucio y descuidado despacho. Pero había más. Frente a él, su sillón. Girado hacia el enorme ventanal, a través de cuyos lamparones se discernía el imponente Central Park. Y, sentado en él, otra persona. El último reducto de Teddy, su sagrado templo, profanado.
El asiento giró su propio eje, mostrando a Teddy el rostro del ladrón que había ocupado su Santuario. El pulso de Teddy se aceleró aún más, mientras contemplaba unos rasgos que no le eran ni mucho menos desconocidos. Frente a él, cara a cara, se encontraba Jim Morrison (por ponerle un nombre), el que había trabajado durante muchos años en la oficina del Fiscal del estado. Las imágenes de las discusiones mantenidas con él frente al jurado a ostia viva durante varios casos aguijonearon su mente como dolorosas saetas. El muy cabrón había sido el artífice de algunas de sus más amargas derrotas en los tribunales, y en las declaraciones posteriores al veredicto solía jactarse de su superioridad frente al ‘calvorota inexpresivo’ y de la poca entidad que mostraba Hoffman como abogado. Si bien es cierto que estos casos estaban perdidos de antemano debido a la claridad de las pruebas que inculpaban a sus defendidos , esto no servía para aplacar la furia que Teddy sentía cada vez que se encaraba con semejante bastardo.
Y allí estaba, sentado en su sillón, disfrutando de su despacho, habiendo tomado posesión de su pertenencia más querida, con una sarcástica sonrisa en su rostro.
Esto fue demasiado. El estómago de Teddy no pudo soportarlo más y el vómito afloró a través de su boca para impactar de lleno en el rostro de Jim Morrison, a quien se le cayeron los mocos ipsofacto ante semejante saludo. Jim se había preparado concienzudamente para su reencuentro con Ted, pero tuvo que reconocer que esto no lo esperaba. De todos modos, Jim era una persona que siempre buscaba el lado positivo de todo lo que le ocurría, de modo que aprovechó para desayunar los restos de habichuelas con morcilla que resvalaban cálida y suavemente por su rostro. Una vez hubo terminado, y percatándose de que Teddy se estaba recuperando de su inesperado vómito, terminó de asear su rostro con un impecable pañuelo y, esbozando la mejor de las sonrisas, se dirigió hacia su antiguo rival.
-‘Bienvenido a tu casa, Ted. ‘Morrison, Hoffman y asociados’ se congratula de volver a tenerte entre su personal activo.
-‘¡¡¡¡¡ HIOPUTA !!!!!’ fue lo único que acertó a decir Ted. El apellido de su rival aparecía ante el suyo en el nombre de la empresa que él y sólo él había conseguido levantar con tanto sudor y trabajo. Sentía la necesidad de avalanzarse sobre Jim y darle de cabezazos con su impoluta calva hasta que este le reclamase piedad a las puertas de la muerte. Pero se contuvo. La adredalina era el peor enemigo de un abogado. Necesitaba calmarse para poder analizar con frialdad todo lo que estaba ocurriendo y pelear de igual a igual con el antiguo fiscal, a fin de conocer todo lo que había acontencido para que su antaño lustroso bufete hubiese llegado a su lamentable estado actual . Respiró profundamente, se arregló la chaqueta, apretó el nudo de su elegante corbata y avanzó calmada y lentamente hacia su rival, clavando en él sus inexpresivos ojos. Sentía que estaba volviendo a recuperar el control, y esto le reconfortó en sobremanera, dándole fuerzas para el enfrentamiento dialéctico que se adivinaba iba a comenzar.
Jim quitó de su rostro el último trozo de morcilla que le quedaba en el cuello de su camisa y le señalo a Ted una silla desde la cual podrían comenzar cómodamente la conversación de igual a igual. Milagrosamente, la silla estaba limpia. No pertenecía al antiguo mobiliaro de Ted, pero hubo de reconocer que el asiento tenía clase. Ted tomó asiento en él lentamente, se humedeció los labios y terminó de ordenar sus ideas para no conceder ni un palmo de ventaja a Jim.
-‘En primer lugar, quisiera felicitarte Ted. Hasta mis oídos han llegado noticias de que has salvado tu matrimonio. Es un justo premio para el enorme sacrifico que seguro supuso para ti abandonar el timón de ‘Hoffman y asociados’, la empresa que levantaste desde el primer ladrillo’.
Jim había abierto el fuego cortesmente. Estaba a la defensiva, esperando que fuera Ted quien comenzase a tratar los temas espinosos que estaban en la mente de ambos. Una estrategia que solía emplear en los juicios, y con la que conseguía vislumbrar los puntos débiles de las defensas de sus rivales antes de mostrar sus propias cartas.
-‘Muchas gracias. La verdad es que el sacrifico ha sido grande. Pero más insufrible me parece ahora, cuando tengo la oportunidad de mirar a mi alrededor y comprobar en qué se ha convertido todo mi esfuerzo. En puta mierda.’
Ted había lanzado una dura andanada a su rival. En este momento, Jim tenía el centro del ficticio cuadrilatero de boxeo al encontrarse en lo que, parecía, era su despacho. Ted, como excampeón y ahora aspirante al título, sabía que debía comenzar atacando. Y llamar ‘puta mierda’ a Jim se le antojó un modo muy elegante de hacerlo.
-‘No seas injusto, Ted. Puedo asegurarte que tu bufete no se encuentra en este estado por mi culpa. Cuando tus asociados decidieron recurrir a mí para ayudarles a superar el bache que estaban atravesando, la nave se estaba yendo a pique irremisiblemente. De todos modos, he de reconocer que yo he sido incapaz de salvarla, y como su actual capitán yo me estoy hundiendo con ella (esto es publicidad subliminal de Titanic, oiga, que mis buenos duros me dan por ello – nota del autor).’
¿Bache?¿Qué bache? Ted no entendía nada. Cuando abandonó su puesto al frente del bufete, un año atrás, la economía de la empresa se encontraba plenamente saneada. Los beneficios generados por el caso Avalon habrían llenado las arcas incluso del Estado. ¿Qué cojones había pasado, en que polleces se habían gastado el dinero sus asociados? Ahora todas las piezas del rompecabezas ocupaban su lugar. El dólar para el negraco de la limusina, el recelo del taxista a aceptar un cheque de Hoffman y asociados.... su bufete se había convertido en el hazme-reir de Nueva York. Ted estaba atónito. Pero se sobrepuso, y continúo la conversación con Jim.
-‘¿Y se pudo saber cuándo y por qué se produjo ese bache? Porque más que bache, tuvo que ser un puto socabón para que dejase las arcas de ‘Hoffman y asociados’ en tan, al menos en apariencia, lamentable estado.’
-‘Morrison, Hoffman y asociados’ le corrigió Jim. Estas palabras abofetearon a Ted, que estuvo a punto de levantarse y darle de patadas en la oreja al bastardo que se sentaba frente a él. Pero sabía que con esto no solucionaría nada. Debía conocer todos los hechos para, finalmente, determinar si el mu cabrón se merecía las dos ostias que Teddy quería darle (que se las merecería, seguro).
-‘Bien. Te explicaré los acontecimientos paso por paso. En primer lugar Frank, el mariconazo de secretario que tenías, con el pretexto de realizar unas prácticas en Word para Windows 69, hizo un desfalco del copón y se llevó las ¾ partes del capital social del bufete. Dejó una nota diciendo que el bufete sin ti no era lo mismo, y que se encargaría de que en tu cuenta corriente apareciese el dinero que necesitabas, de modo que no te percatases de lo que había ocurrido y pudieses seguir luchando por salvar tu matrimonio. Pero al mu homosexual se le cruzaron los cables y se suicidó en las Bahamas porque no podía vivir sin ver tu adorable calva todos los días y acicalarse el pelo al verse reflejado en ella. Antes, antes apadrinó a los nenes de medio mundo con el dinero de ‘Hoffman y asociados’ que le quedaba. (3.000 pesetas, se lo había gastado todo en Gigolos el mu cabrón).’
Estas palabras perforaron el corazón de Ted como la peor de las traiciones. Su querido y respetado Frank había sido el principal artífice del hundimiento del bufete. Estuvo apunto de romper en sollozos. Siempre lo había tenido por su más fiel amigo. Ahora se lamentó de no haberle dado por culo alguna de las veces que Frank se lo había solicitado con lágrimas en los ojos. Tal vez así todo esto no hubiera ocurrido.
-‘¿Cómo se suicidó el mu maricón?’ inquirió Ted, haciendo un esfuerzo para que su voz no se quebrase.
-‘Se mató a pajas delante de una foto tuya’ fue la cruel y un pelín sarcástica respuesta de Jim. Ted determinó en ese momento que, en cuanto su conversación hubiese terminado, enseñaría a volar a ese puto cabrón. Pero debía controlarse y continuar la conversación hasta sus últimas consecuencias.
-‘Eso no es suficiente. Sé como se encontraban las cuentas de ‘Hoffman y asociados’ en el momento de mi marcha, y el tercio de capital restante que dejó Frank sería suficiente para alimentar a medio mundo durante 5 años. ¿Qué fue de él?-
-‘Una mala inversión de tus asociados’. Replicó calmadamente Jim. –‘Necesitaban asesoramiento informático para actualizar el bufete, y recurrieron a S.S.A (Somos Sus Asesores). La empresa resultó ser una tapadera para el P.S.O.E, un partido político de África que se llevó la práctica totalidad del capital restante. Tus asociados son un pelín patanes, si me permites que te lo diga.’
Hoffman no podía salir de su asombro. Sus eficientes colaboradores, sin su guía espiritual, no habían sabido administrar el bufete y lo habían llevado a la debacle. El abatimiento se apoderó de él, y a duras penas pudo continuar la conversación.
-‘Eso no explica tu presencia en mi antiguo despacho’.
Jim se recostó en su asiento. Había esperado esta pregunta desde el comienzo del cara a cara, y sabía que de su correcta respuesta dependería en buena medida su futuro profesional, ligado ahora al del arruinado bufete.
-‘Tus asociados son unas personas encantadoras, pero unos abogados patéticos. Desde tu marcha, han perdido todos los casos en los que han participado. Incluso una dulce ancianita tuvo que indemnizar a un coche que la atropeyó mientras circulaba marcha atrás, por imprudencia temeraria e intento involuntario de homicidio. Y como no tenía dinero para pagar al propietario del vehículo, está pasando sus últimas días de vida en la cárcel.’
Jim realizó una teatral pausa en su exposición, y comprobó en el rostro de Ted que todas sus defensas se habían venido abajo. Era el momento de terminar su exposición sin recibir duras respuestas.
-‘Tus asociados recurrieron a mí para que, gracias a mi popularidad como fiscal, recuperasen el prestigio perdido debido a su incompetencia. Acepté debido a mi enfrentamiento personal con el Fiscal del Estado, y tomé las riendas de un caso que podría sacar al bufete de sus penurias económicas. La victoria estaba en mi mano, pero el cabrón de mi defendido se suicidó en la cárcel porque decía que no tenía ganas de volver a ser libre y tener que soportar en la televisión a Ana Obregón a todas horas. De modo que el juicio se suspendió, yo perdí todo mi capital, y ‘Morrison, Hoffman y asociados’ se sumió en la ruína más profunda definitivamente.’
Ted sollozó. El relato parecía increíble, pero el lamentable estado de las instalaciones que le rodeaban corroboraban punto por punto todo lo dicho por Morrison. Completamente abatido, realizó una última pregunta a Jim.
-¿Por qué tú? ¿Por qué mi mayor rival? ¿Por qué no llamarme a mí para intentar sacarles de la ruína? Sabían que para mí el bufete era lo más importante. ¿Por qué recurrieron a ti?
Jim llegó a sentir incluso un poco de lástima por su antaño despreciado rival. Tenía que reconocer que no conocía ningún abogado del ingenio y carisma de Hoffman, y no se merecía todo lo que había ocurrido. Sabía que lo que tenía que decirle podría terminar de destruirlo, pero era su deber exponerle todos los hechos. Trató de hacerlo con la mayor suavidad posible.
-‘Bueno, Teddy, verás... las encuestas realizadas indicaban que la gente estaba ya cansada de tu calva. Los focos reflejados sobre ella deslumbraban al jurado, y algunos de ellos tuvieron que pagar millonarias intervenciones quirúrjicas para salvar sus maltrechas retinas. Tú pensabas que los jueces usaban gafas de sol en homenaje a los Blues Brothers, pero era para evitar seguir el mismo penoso destino que los miembros del jurado. Eso es todo, Ted. La gente se había cansado de tu imagen, de tu calva, de tu inexpresivo rostro, de tus largas aunque lúcidas argumentaciones. Reclamaban a alguien con pelo y que fuese capaz de exteriorizar sus sentimientos, pero con una dialéctica tan brillante como la tuya. Y yo era el más indicado. Por eso mi nombre aparece en primer lugar en el bufete, para que la gente no lo asocie contigo, sino con alguien tan guapo y con un pelo tan precioso como el mío.’
Ted no pudo resistirlo más. Cada una de las últimas palabras que le había dirigido su rival le habían atravesado el cuerpo cuan pene el himen de una virgen. Pero todavía le quedaba algo: La dignidad. Y no iba a perderla consentiendo que Jim le contemplase venirse definitivamente abajo. Se puso en pie y, conteniendo las lágrimas, se dispuso a abandonar la planta 3.069 del edificio Bastard, la que había sido su orgullo y gloria durante largo tiempo y que ahora se encontraba tomada por un bastardo al que odiaba con toda su alma. Sí, durante su ausencia, había tenido lugar el puto desembarco de Bastardía en su bufete.