Aire. Eso era justamente lo que necesitaba Teddy. Aire fresco, que le ayudase a aliviar la naúsea que volvía a sentir mientras su mente era torturada por la imagen de Jim informándole de los acontecimientos que habían destruído aquello que más quería. Pasó apresuradamente junto a la mesa de Sur-rón, la cual le dirigió la mejor de sus tet... de sus sonrisas (disculpen), pero la muy puta no obtuvo respuesta del alterado Ted, que empujó con ira la sucia puerta que le llevaba al pasillo, quedando su mano manchada con la suciedad acumulada tras largos meses en los que ni un puñetero trapo había sido pasado por ella.
-‘Todo mi esfuerzo de largos años para nada. Las noches de imsomnio, el fin de mi matrimonio, las interminables entrevistas con los engreídos periodistas... tanto sacrificio para perderlo todo en un miserable año’. Ted se castigaba con esta frase mientras rodaba escaleras abajo del edifico Bastard. Los 5 minutos de espera en el ascensor se le habían antojado insufribles, por eso había decidido utilizar las escaleras de este heterodoxo modo para descender lo más aprisa posible los 3.069 pisos que le separaban del mundo exterior, que en su trastornada mente aparecía como su única esperanza de que todo lo que le había ocurrido no fuese más que una febril pesadilla que terminaría una vez hubiese atravesado la puerta. Mientras su cabeza golpeaba rítmicamente los macizos escalones que le separaban de su ansiado destino, Ted deseaba fervientemente que alguno de ellos le devolviese a su cama, junto a su esposa, a la tranquilidad del plácido hogar. Pero el último impacto contra la moqueta del Hall del edificio Bastard le hizo comprender que no era una pesadilla. Todo era tan real como la sangre que manaba profusamente de su nariz y de la pequeña brecha que se había abierto en la frente. Sacando fuerzas de flaqueza, Ted se puso en pie a duras penas. Agradeció el inmenso dolor que sentía en todo su cuerpo, porque apartaba momentáneamente de su mente los obscuros nubarrones que se cernían sobre su porvenir. Renqueando, dirigió su penoso caminar hacia la salida. Afortunadamente para él, el conserje continuaba todavía con su acto de onanismo (o sea, con la macuca). No podría verle en su lamentable y ensangrentado estado actual.
El frío aire de la mañana recibió a Ted cuando este pudo cruzar el umbral de la puerta del edificio Bastard. Mientras intentaba cortar la hemorragia de su nariz, maldijo en silencio a todos sus asociados. Habían traicionado la confianza sin límites que había depositado en ellos. Todo el esfuerzo invertido en su formación, las largas horas ayudándoles a preparar las defensas de complejos casos no habían servido para nada, había sembrado sobre tierra estéril, incapaz de hacer germinar el fruto de sus enseñanzas. El cariño que Ted profesaba hacia ellos, igual que el de un tito hacia sus sobrinos, le había cegado durante mucho tiempo, impidiéndole ver que sin su tutela no eran más que unos inexpertos e inseguros niños incapaces de hacer nada por sí solos.
Las lágrimas afloraron de nuevo a sus ojos. Necesitaba una copa. No era aficionado a la bebida, pero confiaba en que un trago de Whisky le ayudaría a serenarse y comenzar a planificar un método para darle la vuelta a la situación actual de su bufete. Movió torpemente su magullado cuerpo hacia un lujoso restaurante cercano en el que había comido en alguna ocasión con sus clientes... cuando podía pasar la factura a la cuenta del bufete. Seguro que si ahora intentaba hacer eso, le pegarían una patada en el culo que le dejaría chapoteando en el estanque en medio de Central Park. Mientras cojeaba, sonrió para sus adentros. Al menos ,la bebida le resultaría gratis. Su lamentable aspecto hacía que la gente le confundiese con un pordiosero, y la mayoría de los transeuntes calmaban su sed de justicia social depositando un impoluto dólar en la mano de Ted. –‘Tal vez si paseo así por toda la ciudad, recaude dinero suficiente para salvar "Hoffman y asociados" de la bancarrota’. Tuvo que apretar los puños. Ya ni siquiera ese era el nombre de su sociedad. ‘Morrison’ aparecía por delante de su apellido, torturando más aún a Ted.
Ted empujó con sus últimas energías la lustrosa y finamente decorada puerta. Una vez dentro del cálido local, intentó despojarse de su gabardina, pero le fue imposible. Un alto y bien formado joven, con uniforme de camarero, le elevó cogiéndole de los cataplines, y le empujó hacia fuera. -‘No se admiten pordioseros que vengan a dar el coñazo a nuestra elegante clientela. ¿Cuántas putas veces voy a tener que repetíroslo a ti y a los de tu calaña?’ le escupió en la cara. Un insoportable dolor invadió las partes más sensibles de Ted. El mu bastardo del camarero le estaba clavando las uñas en las lindas aunque dolorosas marcas que los tiernos dientes de su hija habían dejado horas antes en sus magullados testículos. Cuando el camarero le lanzó violentamente sobre el duro pavimento, el alivió que sintió al estar libre de la presa de su agresor le impidió sentir el dolor de sus dientes al servir de freno de su pesado cuerpo.
No intentó levantarse. ¿Para qué? No valía la pena. Estaba hundido, y no se sentía con fuerzas para volver a empezar. No pesan los años, pesan los kilos, dicen. Los cojones. Si todo esto le hubiese ocurrido con 25 años, Ted no hubiese tardado un instante en renacer de sus cenizas cual ave Fénix. Pero ahora se sentía mayor y cansado. No, no se levantaría.
El tacto cálido de una mano que le limpiaba las heridas de su rostro hizo a Ted abrir los ojos. La imagen que se dibujó ante él distaba mucho de ser la de un ángel salvador. El rostro de Jim Morrison tomó forma. ¿Por qué le ayudaba? ¿Por qué no se estaba riendo de sus desgracias?
Jim hizo un enorme esfuerzo para intentar poner en pie la considerable masa de Ted. Una vez lo hubo incorporado, le sirvió como punto de apoyo mientras entraban de nuevo en el restaurante. Ted estaba demasiado cansado para comprender la totalidad de la serie de insultos que Jim le estaba dirigiendo al camarero que lo había echado del restaurante, pero los ‘cabrones’ e ‘hijoputa’ se repetían con inusitada frecuencia. No imaginaba a alguien de tan elegante y lúcida dialéctica como Jim soltando por su boquita semejante salta de improperios. Ted recibió la compungida disculpa de su agresor mientras le ayudaba a acomodarse en una mesa. Jim pidió dos zumos de cebada y dirigió un rictus serio hacia Ted, el cual no tuvo fuerzas para sostener su mirada.
-¿Por qué me ayudas?¿Por qué no me dejas en paz? Ya has disfrutado bastante a mi costa. Te ruego... te suplico que te marches y me dejes con mis desgracias.’
-‘Deja de hacerte el mártir’ le recriminó violentamente Jim. –‘Estamos juntos en esto, te guste o no. Invertí todo mi capital en el bufete y ahora apenas tengo el dinero justo para irme de putas los Jueves, Viernes, Sábados y Domingos. Tus problemas profesionales son también mis problemas, y sólo trabajando juntos, codo con codo, conseguiremos solucionarlos. De modo que abandona esa actitud autocompasiva, no es digna de alguien que me ha pusto las cosas tan difíciles en juicios que, a priori, parecía que iban a ser fáciles victorias para la fiscalía del estado.’
Ted elevó su mirada hasta posarla en los ojos de Jim. Era la primera vez que le había oído reconocer los méritos de alguno de sus rivales. Jim se percató de la expresión de sorpresa en el rostro de su interlocutor.
-‘¿Por qué crees que te trataba tan duramente en las ruedas de prensa posteriores a los juicios, además de porque me caes como una patada en los cojones? No quería volver a cruzarme contigo en mi camino, enfrentarme a ti era algo agotador que me exigía semanas de reposo. Confiaba en amedrentarte lo suficiente para que el próximo caso se lo cedieses a algunos de tus psicológicamente débiles asociados. Pero con cada una de mis declaraciones lo único que conseguía es que tu siguiente defensa fuera más lúcida que la anterior’.
Jim se mostraba nervioso. Resultaba evidente que no era habitual para él dirigir halagos hacia otras personas. El efecto regenerador que estos estaban teniendo sobre Ted era infinitamente superior a los cuidados del mejor de los médicos que después le pasaría una minuta de las que hacen que se te caigan los mocos.
-‘Ted’ prosigió Jim, ‘eres el mejor abogado defensor que he conocido. Y yo soy el mejor fiscal que ha tenido Nueva York en mucho tiempo, junto con Miriam Grueso. Si tú y yo no somos capaces de sacar adelante el bufete, entonces ni el mismo Dios sería capaz de hacerlo’.
Una leve sonrisa se dibujó en el habitualmente serio rostro de Ted. Jim tenía razón. Trabajar junto a semejante bastardo sería un reto profesional que le devolvería la ilusión perdida de su juventud, cuando no era más que un simple estudiante de derecho. Y eran los mejores. Todo no estaba perdido.
Mientras les servían sus respectivas bebidas, las miradas de Jim y Ted se cruzaron nuevamente, y una química especial surgió en ellos. Habían descubierto la amistad. La canción de Queen ‘Friends, We’ll be friends’ sonaba con inusitada belleza en el local.