Ted se miró al espejo. El efecto revitalizador que la cálida ducha había tenido sobre su cuerpo quedaba reflejado en su rostro. Al menos, Jim había tenido la suficiente coherencia de mantener el lavabo privado, destinado al propietario del bufete, en un impecable estado. Dentro de él, era difícil creer que el resto de las dependencias del bufete se encontrasen en tan lamentable estado de abandono. Los azules azulejos resplandecía junto con el suelo, desafiando el intenso brillo que la calva de Ted despedía al incidir la luz sobre ella. Las toallas, de fino paño, mostraban un blanco radiante que realzaba los bordados que las adornaban. ‘H & A’ se podía leer en ellas. Jim no las había cambiado, y Ted se lo agradeció interiormente. Dentro de aquella habitación volvía a encontrarse como en su hogar. Se preguntó quién sería la persona encargada de la limpieza y mantenimiento de la habitación en la que se encontraba, pero el golpeteo de unos nudillos contra la maciza puerta le sacaron de sus pensamientos.
-‘Señor Hoffman. Soy Sur-rón. Le traigo ropa limpia. ¿Puedo pasar? Gracias’.
Ted se quedó con la boca abierta. Sur-rón se había respondido a sí misma la pregunta que había formulado, y ahora se encontraba dentro del baño, a escasos pasos de él. Ted trató desesperadamente de localizar una toalla con la que cubrir sus descubiertas intimidades. Sur-rón se percató de la agitación de su jefe.
-‘No se preocupe, señor Hoffman. Soy una chica moderna y necesito algo más que ver su maravilloso y esbelto miembro viril para escandalizarme. Muy bonito, por cierto, si me permite el comentario. Esa leve inclinación hacia la izquierda lo hace del todo encantador’.
Ted se sonrojó como un colegial. Él, un duro e imperturbable abogado, que había soportado las peores calumnias y los más desagradables improperios sin perder la compostura, sentía ahora como la sangre se agolpaba en sus mejillas, y una gota de sudor se deslizó por su reluciente frente.
Sur-rón se acercó hacia una pequeña y elegante banqueta, y depositó sobre ella un espléndido traje obscuro. La sorpresa se reflejó en el rostro de Ted al reconocerlo. Pertenecía a la exquisita colección de que disponía en un pequeño armario de su despacho para poder cambiarse aquellos días en que permanecía trabajando o fornicando durante toda la noche en el despacho. Jamás pensó que Jim los conservaría. Sur-rón, tras dejar de mirar el inalterado falo de Ted y atusarse provocativamente su rizado pelo, leyó la sorpresa en la expresión de Ted.
-‘El señor Morrison me ha dicho que le entregase este traje. Dice que pertenece a la colección que usted dejó aquí antes de su marcha, y que esta se encuentra intacata. No se deshizo de ellos porque sabía que, tarde o temprano, usted volvería a reclamar su trono’.
Mientras decía esto, Sur-rón se acercaba contoneándose hacia Ted, desabrochándose un botón más de su impresionante escote. Uno de sus pezones pugnaba inútilmente por liberarse de la presa que el sujetador ejercía sobre él. Ted reculó hasta donde el lavabo le permitió, mientras su virilidad se elevaba como los precios del turrón en Navidad. La leche, de pronto no echaba en falta lo más mínimo a Frank. Debía reconocer que los sujetadores de su anterior secretario no eran ni mucho menos del gusto del que podía adivinarse a través de la desabrochada camisa de Sur-rón. La mano de su acosadora se posó suavemente en el pecho de Ted. Los labios de ambos estaban a punto de fundirse en un apasionado beso, cuando la imagen de la esposa e hija de Ted hizo a este alejar suavemente el apasionado y jadeante cuerpo de Sur-rón (la leche, como me estoy poniendo mientras escribo esto).
-‘Lo siento, Sur-rón, pero me ha costado demasiado rehacer mi matrimonio como para arriesgarlo todo por un putón desorejado como tú. Soy feliz en mi estado actual, y a mi edad lo que menos busco son aventuras arriesgadas con una mujer que podía ser mi hija.’
Los ojos de la muchacha brillaron humedecidos. Nadie hasta el momento había sido tan dulce con ella. Estaba acostumbrada a que la pusieran mirando a Cuenca y listo. Pero aquel hombre, aquel maravilloso calvo gordo la había rechazado suavemente, anteponiendo sus principios morales y el amor hacia su esposa al deseo sexual que su enervado miembro manifestaba (jodo, ¿estoy escribiendo yo esto?).
-‘En verdad que jamás he conocido a nadie tan íntegro como usted, señor Hoffman. Tiene usted todo mi respeto y admiración, y tanto yo como mi coño estamos a su entera disposición. Sé que esto último no le interesa, y eso le ennoblece’. Sur-rón le dirigió estas palabras a Ted con un nudo en la garganta, y le besó cariñosamente en el calvo... digo en la calva, antes de abrir la puerta y desaparecer de la vista de Ted.
Una buena ducha fría tranquilizó la exaltada lívido de Ted. Mientras se secaba, intentó encontrar algún significado al nombre de su nueva secretaria, pero no pudo asociar Sur-rón con ningún nombre u adjetivo de su idioma. En el fondo, sentía lástima por ella. La reacción que había tenido ante él era la propia de una mujer falta de cariño, que buscaba en el sexo el consuelo que no encontraba en su, a todas luces, insatisfactoria vida sentimental. Mientras se abrochaba la suave camisa de seda, se vio obligado a retirar la imagen de Sur-rón de sus pensamientos ante el riesgo de tener que desnudarse de nuevo para que el violento contacto con el agua fría volviese a permitirle dominar sus impulsos. Se puso el pantalón y se alegró al comprobar que seguía manteniendo la misma talla a pesar del año de inactividad laboral. Finalmente, se pulió la calva con una toalla y colocó una pequeña tirita sobre la brecha de su frente. Tras colocarse correctamente la corbata y la chaqueta, sacó pecho y echó hacia atrás sus hombros. El espejo ante el que se encontraba volvió a reflejar la imagen de un triunfador sin miedo a nada, y expulsó definitivamente de su cabeza la imagen del perdedor lastimoso en que se había visto convertido unos momentos antes. Jim y Sur-rón habían contribuído a volver a levantarle tras su caída desde lo más alto, y los pilares sobre los que se encontraba ahora eran los más firmes que jamás pudo imaginar. Relanzaría el bufete, recuperaría su antaño envidiado prestigio profesional y conseguiría que el nombre de ‘Hoffman y asociados’ volviese a ser punto de referencia para todos los profesionales de la abogacía del país. Ni siquiera le dio importancia al hecho de que ‘Morrison’ apareciese ante su apellido. La labor que se disponía a acometer era de tal envergadura que necesitaría toda la ayuda que pudiese tener al alcance de su mano. Y Jim era un imprescindible punto de apoyo, junto a todos sus antiguos asociados.