CARTA ENCÍCLICA FIDES ET RATIO DEL SUMO PONTÍFICE JUAN PABLO II A LOS OBISPOS DE LA IGLESIA CATÓLICA SOBRE LAS RELACIONES ENTRE FE Y RAZÓN | ||
Venerables Hermanos en el Episcopado, salud y Bendición Apostólica La fe y la razón (Fides et ratio) son como las dos alas con las cuales el espíritu humano se eleva hacia la contemplación de la verdad. Dios ha puesto en el corazón del hombre el deseo de conocer la verdad y, en definitiva, de conocerle a Él para que, conociéndolo y amándolo, pueda alcanzar también la plena verdad sobre sí mismo (cf. Ex 33, 18; Sal 27 [26], 8-9; 63 [62], 2-3; Jn 14, 8; 1 Jn 3, 2). INTRODUCCIÓN «
CONOCETE A TI MISMO » 1.
Tanto en Oriente como en Occidente es posible distinguir un camino que,
a lo largo de los siglos, ha llevado a la humanidad a encontrarse
progresivamente con la verdad y a confrontarse con ella. Es un camino
que se ha desarrollado — no podía ser de otro modo — dentro del
horizonte de la autoconciencia personal: el hombre cuanto más conoce la
realidad y el mundo y más se conoce a sí mismo en su unicidad, le
resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y
sobre su propia existencia. Todo lo que se presenta como objeto de
nuestro conocimiento se convierte por ello en parte de nuestra vida. La
exhortación Conócete a ti mismo estaba esculpida sobre el dintel del
templo de Delfos, para testimoniar una verdad fundamental que debe ser
asumida como la regla mínima por todo hombre deseoso de distinguirse,
en medio de toda la creación, calificándose como « hombre »
precisamente en cuanto « conocedor de sí mismo ». Por lo demás, una
simple mirada a la historia antigua muestra con claridad como en
distintas partes de la tierra, marcadas por culturas diferentes, brotan
al mismo tiempo las preguntas de fondo que caracterizan el recorrido de
la existencia humana: ¿quién soy? ¿de dónde vengo y a dónde voy? ¿por qué existe el
mal? ¿qué hay después de esta vida? Estas mismas preguntas
las encontramos en los escritos sagrados de Israel, pero aparecen también
en los Veda y en los Avesta; las encontramos en los escritos de Confucio
e Lao-Tze y en la predicación de los Tirthankara y de Buda; asimismo se
encuentran en los poemas de Homero y en las tragedias de Eurípides y Sófocles,
así como en los tratados filosóficos de Platón y Aristóteles. Son
preguntas que tienen su origen común en la necesidad de sentido que
desde siempre acucia el corazón del hombre: de la respuesta que se dé
a tales preguntas, en efecto, depende la orientación que se dé a la
existencia. 2. La Iglesia no es ajena, ni puede serlo, a este camino de búsqueda. Desde que, en el Misterio Pascual, ha recibido como don la verdad última sobre la vida del hombre, se ha hecho peregrina por los caminos del mundo para anunciar que Jesucristo es « el camino, la verdad y la vida » (Jn 14, 6). Entre los diversos servicios que la Iglesia ha de ofrecer a la humanidad, hay uno del cual es responsable de un modo muy particular: la diaconía de la verdad.(1) Por una parte, esta misión hace a la comunidad creyente partícipe del esfuerzo común que la humanidad lleva a cabo para alcanzar la verdad; (2) y por otra, la obliga a responsabilizarse del anuncio de las certezas adquiridas, incluso desde la conciencia de que toda verdad alcanzada es sólo una etapa hacia aquella verdad total que se manifestará en la revelación última de Dios: « Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido » (1 Co 13, 12). 3. El hombre tiene muchos medios para progresar en el conocimiento de la verdad, de modo que puede hacer cada vez más humana la propia existencia. Entre estos destaca la filosofía, que contribuye directamente a formular la pregunta sobre el sentido de la vida y a trazar la respuesta: ésta, en efecto, se configura como una de las tareas más nobles de la humanidad. El término filosofía según la etimología griega significa « amor a la sabiduría ». De hecho, la filosofía nació y se desarrolló desde el momento en que el hombre empezó a interrogarse sobre el por qué de las cosas y su finalidad. De modos y formas diversas, muestra que el deseo de verdad pertenece a la naturaleza misma del hombre. El interrogarse sobre el por qué de las cosas es inherente a su razón, aunque las respuestas que se han ido dando se enmarcan en un horizonte que pone en evidencia la complementariedad de las diferentes culturas en las que vive el hombre. La gran incidencia que la filosofía ha tenido en la formación y en el desarrollo de las culturas en Occidente no debe hacernos olvidar el influjo que ha ejercido en los modos de concebir la existencia también en Oriente. En efecto, cada pueblo, posee una sabiduría originaria y autóctona que, como auténtica riqueza de las culturas, tiende a expresarse y a madurar incluso en formas puramente filosóficas. Que esto es verdad lo demuestra el hecho de que una forma básica del saber filosófico, presente hasta nuestros días, es verificable incluso en los postulados en los que se inspiran las diversas legislaciones nacionales e internacionales para regular la vida social. 4. De todos modos, se ha de destacar que detrás de cada término se esconden significados diversos. Por tanto, es necesaria una explicitación preliminar. Movido por el deseo de descubrir la verdad última sobre la existencia, el hombre trata de adquirir los conocimientos universales que le permiten comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo. Los conocimientos fundamentales derivan del asombro suscitado en él por la contemplación de la creación: el ser humano se sorprende al descubrirse inmerso en el mundo, en relación con sus semejantes con los cuales comparte el destino. De aquí arranca el camino que lo llevará al descubrimiento de horizontes de conocimientos siempre nuevos. Sin el asombro el hombre caería en la repetitividad y, poco a poco, sería incapaz de vivir una existencia verdaderamente personal. La capacidad especulativa, que es propia de la inteligencia humana, lleva a elaborar, a través de la actividad filosófica, una forma de pensamiento riguroso y a construir así, con la coherencia lógica de las afirmaciones y el carácter orgánico de los contenidos, un saber sistemático. Gracias a este proceso, en diferentes contextos culturales y en diversas épocas, se han alcanzado resultados que han llevado a la elaboración de verdaderos sistemas de pensamiento. Históricamente esto ha provocado a menudo la tentación de identificar una sola corriente con todo el pensamiento filosófico. Pero es evidente que, en estos casos, entra en juego una cierta « soberbia filosófica » que pretende erigir la propia perspectiva incompleta en lectura universal. En realidad, todo sistema filosófico, aun con respeto siempre de su integridad sin instrumentalizaciones, debe reconocer la prioridad del pensar filosófico, en el cual tiene su origen y al cual debe servir de forma coherente. En este sentido es posible reconocer, a pesar del cambio de los tiempos y de los progresos del saber, un núcleo de conocimientos filosóficos cuya presencia es constante en la historia del pensamiento. Piénsese, por ejemplo, en los principios de no contradicción, de finalidad, de causalidad, como también en la concepción de la persona como sujeto libre e inteligente y en su capacidad de conocer a Dios, la verdad y el bien; piénsese, además, en algunas normas morales fundamentales que son comúnmente aceptadas. Estos y otros temas indican que, prescindiendo de las corrientes de pensamiento, existe un conjunto de conocimientos en los cuales es posible reconocer una especie de patrimonio espiritual de la humanidad. Es como si nos encontrásemos ante una filosofía implícita por la cual cada uno cree conocer estos principios, aunque de forma genérica y no refleja. Estos conocimientos, precisamente porque son compartidos en cierto modo por todos, deberían ser como un punto de referencia para las diversas escuelas filosóficas. Cuando la razón logra intuir y formular los principios primeros y universales del ser y sacar correctamente de ellos conclusiones coherentes de orden lógico y deontológico, entonces puede considerarse una razón recta o, como la llamaban los antiguos, orthòs logos, recta ratio. 5. La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal. Ella ve en la filosofía el camino para conocer verdades fundamentales relativas a la existencia del hombre. Al mismo tiempo, considera a la filosofía como una ayuda indispensable para profundizar la inteligencia de la fe y comunicar la verdad del Evangelio a cuantos aún no la conocen. Teniendo en cuenta iniciativas análogas de mis Predecesores, deseo yo también dirigir la mirada hacia esta peculiar actividad de la razón. Me impulsa a ello el hecho de que, sobre todo en nuestro tiempo, la búsqueda de la verdad última parece a menudo oscurecida. Sin duda la filosofía moderna tiene el gran mérito de haber concentrado su atención en el hombre. A partir de aquí, una razón llena de interrogantes ha desarrollado sucesivamente su deseo de conocer cada vez más y más profundamente. Se han construido sistemas de pensamiento complejos, que han producido sus frutos en los diversos ámbitos del saber, favoreciendo el desarrollo de la cultura y de la historia. La antropología, la lógica, las ciencias naturales, la historia, el lenguaje..., de alguna manera se ha abarcado todas las ramas del saber. Sin embargo, los resultados positivos alcanzados no deben llevar a descuidar el hecho de que la razón misma, movida a indagar de forma unilateral sobre el hombre como sujeto, parece haber olvidado que éste está también llamado a orientarse hacia una verdad que lo transciende. Sin esta referencia, cada uno queda a merced del arbitrio y su condición de persona acaba por ser valorada con criterios pragmáticos basados esencialmente en el dato experimental, en el convencimiento erróneo de que todo debe ser dominado por la técnica. Así ha sucedido que, en lugar de expresar mejor la tendencia hacia la verdad, bajo tanto peso la razón saber se ha doblegado sobre sí misma haciéndose, día tras día, incapaz de levantar la mirada hacia lo alto para atreverse a alcanzar la verdad del ser. La filosofía moderna, dejando de orientar su investigación sobre el ser, ha concentrado la propia búsqueda sobre el conocimiento humano. En lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre para conocer la verdad, ha preferido destacar sus límites y condicionamientos. Ello ha derivado en varias formas de agnosticismo y de relativismo, que han llevado la investigación filosófica a perderse en las arenas movedizas de un escepticismo general. Recientemente han adquirido cierto relieve diversas doctrinas que tienden a infravalorar incluso las verdades que el hombre estaba seguro de haber alcanzado. La legítima pluralidad de posiciones ha dado paso a un pluralismo indiferenciado, basado en el convencimiento de que todas las posiciones son igualmente válidas. Este es uno de los síntomas más difundidos de la desconfianza en la verdad que es posible encontrar en el contexto actual. No se substraen a esta prevención ni siquiera algunas concepciones de vida provenientes de Oriente; en ellas, en efecto, se niega a la verdad su carácter exclusivo, partiendo del presupuesto de que se manifiesta de igual manera en diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí. En esta perspectiva, todo se reduce a opinión. Se tiene la impresión de que se trata de un movimiento ondulante: mientras por una parte la reflexión filosófica ha logrado situarse en el camino que la hace cada vez más cercana a la existencia humana y a su modo de expresarse, por otra tiende a hacer consideraciones existenciales, hermenéuticas o lingüísticas que prescinden de la cuestión radical sobre la verdad de la vida personal, del ser y de Dios. En consecuencia han surgido en el hombre contemporáneo, y no sólo entre algunos filósofos, actitudes de difusa desconfianza respecto de los grandes recursos cognoscitivos del ser humano. Con falsa modestia, se conforman con verdades parciales y provisionales, sin intentar hacer preguntas radicales sobre el sentido y el fundamento último de la vida humana, personal y social. Ha decaído, en definitiva, la esperanza de poder recibir de la filosofía respuestas definitivas a tales preguntas. 6.
La Iglesia, convencida de la competencia que le incumbe por ser
depositaria de la Revelación de Jesucristo, quiere reafirmar la
necesidad de reflexionar sobre la verdad. Por este motivo he decidido
dirigirme a vosotros, queridos Hermanos en el Episcopado, con los cuales
comparto la misión de anunciar « abiertamente la verdad » (2 Co 4,
2), como también a los teólogos y filósofos a los que corresponde el
deber de investigar sobre los diversos aspectos de la verdad, y asimismo
a las personas que la buscan, para exponer algunas reflexiones sobre la
vía que conduce a la verdadera sabiduría, a fin de que quien sienta el
amor por ella pueda emprender el camino adecuado para alcanzarla y
encontrar en la misma descanso a su fatiga y gozo espiritual. Me mueve a
esta iniciativa, ante todo, la convicción que expresan las palabras del
Concilio Vaticano II, cuando afirma que los Obispos son « testigos de
la verdad divina y católica ».(3) Testimoniar la verdad es, pues, una
tarea confiada a nosotros, los Obispos; no podemos renunciar a la misma
sin descuidar el ministerio que hemos recibido. Reafirmando la verdad de
la fe podemos devolver al hombre contemporáneo la auténtica confianza
en sus capacidades cognoscitivas y ofrecer a la filosofía un estímulo
para que pueda recuperar y desarrollar su plena dignidad. Hay también
otro motivo que me induce a desarrollar estas reflexiones. En la Encíclica
Veritatis splendor he llamado la atención sobre « algunas verdades
fundamentales de la doctrina católica, que en el contexto actual corren
el riesgo de ser deformadas o negadas ».(4) Con la presente Encíclica
deseo continuar aquella reflexión centrando la atención sobre el tema
de la verdad y de su fundamento en relación con la fe. No se puede
negar, en efecto, que este período de rápidos y complejos cambios
expone especialmente a las nuevas generaciones, a las cuales pertenece y
de las cuales depende el futuro, a la sensación de que se ven privadas
de auténticos puntos de referencia. La exigencia de una base sobre la
cual construir la existencia personal y social se siente de modo notable
sobre todo cuando se está obligado a constatar el carácter parcial de
propuestas que elevan lo efímero al rango de valor, creando ilusiones
sobre la posibilidad de alcanzar el verdadero sentido de la existencia.
Sucede de ese modo que muchos llevan una vida casi hasta el límite de
la ruina, sin saber bien lo que les espera. Esto depende también del
hecho de que, a veces, quien por vocación estaba llamado a expresar en
formas culturales el resultado de la propia especulación, ha desviado
la mirada de la verdad, prefiriendo el éxito inmediato en lugar del
esfuerzo de la investigación paciente sobre lo que merece ser vivido.
La filosofía, que tiene la gran responsabilidad de formar el
pensamiento y la cultura por medio de la llamada continua a la búsqueda
de lo verdadero, debe recuperar con fuerza su vocación originaria. Por
eso he sentido no sólo la exigencia, sino incluso el deber de
intervenir en este tema, para que la humanidad, en el umbral del tercer
milenio de la era cristiana, tome conciencia cada vez más clara de los
grandes recursos que le han sido dados y se comprometa con renovado
ardor en llevar a cabo el plan de salvación en el cual está inmersa su
historia. |
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