Laberinto de Espejos
Primera Parte

Por Sayaki



** Alerta de Spoilers Activada**

Esta historia está ambientada después del fin del animé. De acuerdo a los Cd Drama aparecidos desde entonces y a Rajantai, la última historia gráfica "oficial" de Weiss hasta ahora, los cuatro Cazadores reciben instrucciones de dejar Tokyo y trasladarse a Kyoto. Ahí por supuesto que también usan el viejo truco de la florería como coartada y viven en un trailer en las afueras de la ciudad. Como el trailer no me gustaba, digamos que aproveché "la tiranía del autor" para venderlo y los instalé a los cuatro en un departamento como el de Tokyo -pa'que no extrañen tanto, vio-. ¡Ah! Y anoté a Omi en la universidad ~_^

¡GRACIAS, KYOKO-CHAN, POR TU AYUDA!


    Flores, helecho, papel, cinta, tarjeta. Sus manos se movieron con rapidez y destreza, entregó el ramo al cliente, señaló a Youji en la caja, se despidió con un breve cabeceo. Flores, helecho, papel, cinta. Miradas brillantes siguiendo sus movimientos, alegres y expectantes por razones completamente ajenas a él. ¿Cuán-
tos años llevaba poniendo color y delicadeza, suavidad y fragancias a los sueños ajenos? Los mismos de usar esa misma destreza, silenciosa y fulmínea, para enderezar el tendal de entuertos de personajes tan po-
derosos como impunes. Engalanaba sueños ajenos de día, se convertía él mismo en una pesadilla apenas el cielo cambiaba de color. Pero últimamente se había vuelto en cierta forma tedioso. Siempre la misma clase de misiones: inflitrarse, matar al objetivo, retroceder. Rutina. Una rutina matadura, seguro, tanto para el ob-
jetivo como para los asesinos, exprimiendo gota a gota todo interés, empujándolo a sentir una rara nostalgia. ¿Cuánto hacía que no se le aceleraba el pulso? Ya no lo recordaba. Los días se fundían en una línea gris, sin principio, sin fin, sin sentido... Sólo... trabajo. Sólo lo que él sabía hacer. Sólo lo que había elegido hacía mucho, aun sabiendo que no había vuelto atrás. Pero incapaz de imaginar que pudiera convertirse en seme-
jante... nada.
    Las ciudades... Tokyo, Kyoto. Sólo nombres. Los enemigos... Schwarz, Schreient... Takatori... Al fin tam-
bién meros nombres, no importaba lo que hubieran significado en su momento. Aya-chan... el frágil símbolo de cuanto amaba y admiraba, de todo lo que él jamás podría ser. Lejos ahora. Tan lejos de su alcance como todo lo que simbolizaba.
    — ¿Aya-kun?
    Omi le sonrió con un guiño cuando giró para enfrentarlo, cabeceando hacia la puerta del negocio. En-
tonces vio al hombre de lentes ahí parado, con su traje caro y su impaciencia, golpeteando el suelo con la punta del pie. Aya asintió sin volver a mirar a Omi y salió a su encuentro con su paso moderado. El hombre se adelantó apenas lo vio acercarse.
    — ¡Fujimiya-san! —saludó con una inclinación demasiado pronunciada—. Lamento haberlo interrumpi-
do...
    Aya cabeceó en silencio y señaló las rosas que Ken acababa de traer.
    — ¿Una docena?
    — Dos, hoy —el hombre sonrió, las mejillas arreboladas—. Es nuestro aniversario.
    El muchacho separó las flores y se concentró en el arreglo sin prestar la menor atención al parloteo incansable del hombre, que bien pronto le daba su tarjeta de crédito a Youji contemplando azorado lo que Aya preparara en contados minutos.
    — Fujimiya-san tiene un don para la belleza —comentó.
    Youji lo observó por encima de sus lentes antes de sonreír de costado.
    — Sí...
    El hombre no podía percibir la ironía en su acento.
    — Mi esposa adora sus arreglos. ¡Que habilidad maravillosa! Imagino que ninguna chica puede resistír-
rsele cuando les regala algo así.
    Youji apretó los dientes para no largarle la carcajada en la cara y le devolvió la tarjeta luchando por mantenerse serio. ¿ "Aya" y "chica" en la misma frase????
    — Sí, no tiene idea...
    Cuando el hombre se fue giró hacia el otro mostrador buscando con quién compartir la risa que le lle-
naba los ojos de lágrimas, pero estaba solo en el negocio. Omi y Ken estaban afuera acomodando el ferti-
lizante, y Aya había desaparecido –como siempre- apenas terminado su trabajo.
 

    — ...una droga nueva, muy barata y adictiva. La están repartiendo gratis para monitorear todos los efec-
tos. El lugar es el club Sugoi, un lugar para adolescentes que...
    Manx no tardó en prender la luz y enfrentarlos con su típica pregunta. Los cuatro asintieron sin vacilar y ella repartió los sobres con la información adicional.
    — Lo que no hemos podido obtener son los nombres de quienes dirigen esto. Tenemos identificados a los distribuidores, y...
    Youji le palmeó un hombro, abrazándola como al descuido.
    — Todo bajo control —aseguró con un guiño—. Nosotros nos encargamos de eso.
    Ella se sacudió el brazo resoplando fastidiada y enfrentó a los otros.
    — Imagino que no tendrán problemas para infiltrarse en ese club. Todo indica que la data está ahí.
    Ken advirtió el extraño destello en los ojos de Aya, todavía  fijos en la pantalla oscura. No parecía estar escuchando una palabra de lo que decían. Y los demás, acostumbrados a su silencio taciturno, no le pres-
taban atención. Se volvió hacia Manx asintiendo con su mejor sonrisa. Manx asintió también cerrando su cartera.
    — Hasta luego, entonces. Esperamos novedades.
    Cuando quedaron solos se dedicaron a revisar los dossieres y las fotos dentro de sus sobres, a excepción de Aya, que seguía parado y cruzado de brazos en su rincón.
    — Una disco para adolescentes... —murmuró Youji—. Suena a una salida de dos y dos. Yo adentro, por supuesto.
    — Vos y Omi —la voz de Aya sonó más fría y distante que de costumbre, sus primeras palabras en las últimas seis horas.
    Youji enlazó el cuello de Omi con un brazo y le revolvió el pelo riendo.
    — Preparate para una noche inolvidable, Omi-kun. ¡Pero nada de querer robarme chicas, eh!
    El chico rió con él mientras Ken seguía estudiando las fotos. El clic apenas audible de la puerta al ce-
rrarse los sorprendió a los tres. Ken meneó la cabeza con una mueca.
    — ¿Seguro que no preferís entrar con nosotros? —terció Youji burlón—. La verdad que no te envidio tu puesto para esta noche.
    — Es por la carta de Aya-chan —dijo Omi con una sonrisa triste—. Creo que no se resigna a haberla dejado en Tokyo.
    Ken arqueó las cejas dubitativo. La última carta de Aya-chan había llegado una semana atrás.
 

    Youji barrió el lugar con la mirada. Omi había reconocido a unos chicos que vivían cerca del negocio y se había quedado con ellos. Lo veía charlar y reírse desde donde estaba, tan normal en apariencia, tan ale-
gre y lleno de vida. Ya casi diecinueve años, pero todavía un chico. Suspiró. Estaba seguro de que su risa era espontánea, pero él sabía bien que bajo su fachada inocente el cazador acechaba a toda hora. A pocos metros de Omi estaba uno de los distribuidores, el más joven, apenas mayor que él, y Youji sabía que Omi registraba cada uno de sus movimientos. Él tenía a otros dos a la vista. Uno en un sillón poco iluminado, envidiablemente ocupado; el otro hablando con un hombre que rondaba los treinta años. Lo vio despedirse y encaminarse a la salida de emergencia disimulada en la pared, le dio una palabra de alerta a sus compañe-
ros afuera. Entonces notó la sonrisa que le dirigía una chica muy linda y sola a pocos metros. Le devolvió el gesto yendo a su encuentro. No era mala idea, al fin y al cabo podría vigilar mejor al distribuidor restante.
 

    Aya no se movió al escuchar a Youji, apostado en el callejón al que se abría una de las salidas laterales. Ken vigilaba la otra, de modo que no precisaba siquiera hablar para ponerse de acuerdo con él. Acuclillado en un porche oscuro y clausurado frente a la puerta, la espalda contra la pared, había apoyado el mentón sobre las manos que sostenían la katana entre sus piernas separadas. Inmóvil, relajado, silencioso. Una
sombra entre las sombras, los párpados entornados, mirando sin ver la puerta cerrada. No esperaba a un enemigo para saltar sobre él apenas asomara. No se trataba de eliminar al distribuidor sino de seguirlo, ave-
riguar si podía guiarlos a quienes estaban a cargo de toda esa operación.
    La puerta se abrió sin ruido y el distribuidor, un muchacho de su edad, miró brevemente hacia la esquina más cercana, iluminada y transitada, y se alejó en dirección opuesta. Hacia allí el callejón terminaba en otra calleja desierta, que quinientos metros más allá desembocaba en un parque. Un buen camino para perder a cualquiera que pretendiera seguirlo.
    Los ojos de Aya lo observaron hasta que se alejó cincuenta metros, recién entonces susurró una palabra a Ken, se incorporó y fue tras él, rápido y sigiloso, su silueta casi invisible en la oscuridad que lo rodeaba.
Tal como supusiera, el muchacho se dirigió directamente al parque. Caminaba rápido, parecía no atreverse a correr a pesar de que supuestamente nadie podía verlo. De pronto dobló a la derecha en una esquina, de-
sapareciendo de la vista de Aya, que apretó el paso. El silencio era tal que podía escucharlo caminar sin inconveniente, no precisaba correr. Hasta que oyó una exclamación ahogada. Un instante después alcanzaba la esquina, a tiempo para escuchar un sonido metálico y el rumor inconfundible de la lucha cuerpo a cuer-
po. Sus manos apretaron la empuñadura de la katana cuando se pegó a la pared de la última construcción de la cuadra. En el repentino silencio que siguió pudo percibir una voz hablando en un siseo furioso, y el so-
nido blando y sordo de un cuerpo que recibe un golpe fuerte. Alguien estaba atacando al distribuidor. No había tiempo qué perder. En el momento en que Aya saltaba fuera de su escondite esgrimiendo su espada oyó un gemido. Reconoció el zumbido fugaz, frío, del metal cortando el aire, alcanzó a ver el destello. El muchacho se derrumbó aferrándose el estómago a sólo diez metros de él. Aya corrió hacia el atacante pre-
parándose para golpear, pero se detuvo estupefacto.
    De pie junto al muchacho agonizante, impasible ante sus gemidos cada vez más quedos y el reguero de sangre que se formaba a sus pies, había un chico de cuerpo menudo y delgado. Vestido enteramente de negro, el pelo recogido sobre la nuca, miraba morir al otro todavía empuñando algo que parecía una espada corta, con la hoja ahora enrojecida apuntando el suelo.
    Entonces el chico levantó la vista, y un reflejo de la luz que vacilaba tras él cayó sobre su cara cuando sus ojos encontraron los de Aya, que sintió un escalofrío. No sólo por la expresión fría y endurecida de sus rasgos suaves, sino por el odio que ardía en esos ojos, profundos y negros, que se clavaron en los suyos sin vacilar. Se observaron sin tapujos, midiéndose. Ese chico no era un pandillero ni un ladrón. Aya reconocía sin dificultad el brillo de su mirada, la forma en que empuñaba su espada corta, su postura aparentemente relajada que escondía músculos tensos y listos para reaccionar. El chico también parecía reconocer los sig-
nos en él. Y se habían visto las caras. Mutuamente. Y la “ley” era más que clara al respecto. Sólo restaba decidir quién atacaría primero. Averiguar quién de los dos continuaría su vida de espadas y clandestinidad.
Pero en ese momento escucharon que alguien se acercaba corriendo por la calleja que venía del club. Los dos tornaron a mirar hacia la esquina, y en la expresión de ambos podía leerse cierto fastidio por la inte-
rrupción. Asesino contra asesino no es algo frecuente. Menos aún acero contra acero, en una época en la que cualquiera tiene un arma de fuego. Aya encajó las mandíbulas al reconocer el ritmo veloz y ordenado de Ken, fruto de sus años de fútbol. Su compañero apareció en el hueco de la calle y se detuvo resoplando atónito al ver el cadáver.
    — ¡Aya! ¿Por qué lo mataste?
    El pelirrojo giró bruscamente, comprobando que el chico había desaparecido. Ken pasó a su lado y se detuvo junto al cadáver, volteándolo y dejando al descubierto la profunda herida en su abdomen. Entonces alzó la vista frunciendo el ceño. Aquello no era propio de Aya. Matar a quien se suponía que debía seguir, y para colmo de esa forma. Era evidente que la herida, aunque mortal, no quitaría la vida instantáneamente. ¿Por qué, entonces, Aya la había infligido y esperado después que el pobre diablo se desangrara sin darle el golpe de gracia?
    Pero Aya ni siquiera escuchó su pregunta. Permanecía ahí de pie, su diestra aferrando la katana, los ojos fijos en el otro extremo de la calle y el ceño más fruncido que nunca. Ken se irguió meneando la cabeza mientras se comunicaba con los otros dos. Prefirió no decirles más que lo estrictamente indispensable: el objetivo estaba muerto, tenían que concentrarse en los dos restantes y tratar de escurrirse hasta las oficinas. Youji no se mostró demasiado contento, y el comentario entre risas de Omi era suficiente para que Ken entendiera la reacción del otro.
    — Vuelvo a mi punto —dijo, pasando junto a Aya, aún inmóvil donde él lo encontrara, sin advertir que la hoja de la katana no tenía rastros de sangre.
 


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