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Segunda Parte |
Por Sayaki
Un cigarrillo
y la brisa fresca, tenue del amanecer en su cuerpo todavía húmedo.
Nada mejor antes de irse a dormir y después de una ducha, dando
fin a una noche desperdiciada. Bueno, no tan desperdiciada si pensaba en
el rato que había pasado con... eh... ???... ¿Yatsui...?
Lo que fuera. La chica de Sugoi, punto. El humo escapó lentamente
a través de sus labios entreabiertos, se arremolinó en torno
a su cuerpo, blando, se desvaneció en la noche que moría.
Muerto. El distribuidor
muerto. Por supuesto que Aya, siendo Aya, no se había molestado
en dar la más mínima explicación de lo sucedido. Lo
raro era que Ken, con lo boca floja que era, se estuviera callando algo
al respecto. El resultado simple y concreto era un objetivo identificado
menos, que seguramente sería reemplazado por otro que ellos no conocían,
el primer paso de la misión en la basura y las manos tan vacías
como cuando Manx se fuera esa tarde. Conclusión obvia: tenían
que volver a Sugoi. Uno podía quedarse con eso y dejar todo ahí,
o ponerse a hilar un poco más fino y echar a perder el placer de
ese momento de soledad y silencio antes de dormir.
Una silueta
se dibujó negra contra las luces de la ciudad dormida allá
abajo. Inmóvil, sin un arma o un sobretodo que la separara del mundo.
De pie sobre el parapeto bajo que bordeaba el techo. Negro contra negro,
el confuso manchón rojo que era su cabeza.
— Baka.... —gruñó
Youji, tirando su cigarrillo por la ventana, y le dio la espalda a la figura
en el techo para meterse en su cama.
Con Takatori
muerto y Aya-chan despierta y en perfecto estado, aunque lejos de él,
Youji se había pre-
guntado muchas veces en qué
se apoyaba internamente el pelirrojo para seguir viviendo como antes, y
lo que era más, para ser más hermético y frío
aún que antes. Si ya no había deseos de venganza, si su adorada
imouto estaba bien y a salvo, ¿qué excusa había encontrado
para seguir asesinando? ¿Con qué alimentaba esa barrera infranqueable
que pusiera años atrás entre el mundo y él?
Blablabla,
pensó, estirándose bajo las sábanas perfumadas con
pereza gatuna. Vacío. Ésa era la res-
puesta. Aya había quedado
vacío y tal vez sin siquiera darse cuenta, en algún momento
después de la de-
rrota de Schwarz y el despertar
de Aya-chan, había decidido que el vacío estaba bien, que
era cómodo, que no había motivos para cambiar a esta altura.
Youji empezaba a pensar que Aya se estaba convirtiendo poco a poco en cierta
clase de psicópata. Mataba con la misma furia que antes, con esa
pasión que sólo afloraba cuando esgrimía su katana.
Vivía el resto del tiempo perdido en su silencio y su distancia,
ajeno a cuanto lo rodeaba. Pero atrás de eso ya no había
nada. Vacío. Cómodo y protector. Miedo. No fuera cosa que
alguien más que su imouto pudiera tender un puente a sus emociones,
esa carga molesta e ineludible en su interior. No fuera cosa que algo o
alguien lo obligara a sentir y a tener que actuar en consecuencia.
— Baka... —repitió,
ya casi dormido.
Aya por indigestarse
día a día de locura con el mayor de los gustos. Él
mismo por seguir perdiendo
tiempo en su compañero psicópata.
Tendría
que... la sola idea lo hizo reír en voz
alta. ¿Qué acababa de pensar? ¿Tendría que
conocer a una mujer? Ja ja ja. ¿¡Aya!? “No
soy la clase de hombre que pueda sentir amor...” ¿No le había
dicho algo así a la pobre Sakura? Mentiroso.
Le
tendría que haber dicho que no es la clase de hombre que se atreva
a sentir amor...
— Baka. Kimi
baka. Ore baka. Bakabakabaka.
Se moría
de sueño. E insistía en no dormirse del todo pensando en
la silueta negra sobre el techo, a po-
cos metros de su ventana. Una imagen
misteriosa y magnética. Sólo una fachada. Una cáscara
llena de nada. Vacío, silencio.
— Oyasumi-nasai,
baka —murmuró, abrazando su almohada con un suspiro.
— Me gustaría
seguir adentro —dijo Omi acomodándose el pelo bajo la gorra, la
visera hacia atrás como siempre—. El de mi edad nos estuvo observando
toda la noche, tal vez hoy nos ofrezca... —se volvió hacia Youji,
recostado entre las bolsas de tierra negra con una flor en la boca como
si fuera un cigarrillo, ambas manos tras la nuca y los ojos cerrados—.
Ya-tsu-iiiiii....
El mayor abrió
un ojo sonriendo de costado, los lentes de sol caídos sobre la punta
de la nariz.
— Me da lo mismo.
Yo puedo infiltrarme en la oficina y bajar la data, si quieren.
— Que Ken entre
con Omi, yo te cubro.
Los otros dos
miraron brevemente a Aya, de pie tras ellos, brazos cruzados y espalda
contra la pared que daba al negocio. Asintieron poniéndose de pie.
Plan terminado, cada uno de vuelta a lo suyo. Cuando vol-
vieron a entrar al negocio encontraron
a Ken atareado atendiendo a tres personas al mismo tiempo. Youji se dirigió
directamente a ayudarlo con una chica que intentaba decidirse entre dos
clases de plantas trepadoras para interiores, Omi optó por la señora
mayor que admiraba las fresias, Aya permaneció cruzado de brazos
tras la caja.
— Tenés
que considerar cuánta luz va a recibir —explicó Youji con
su sonrisa de nadie-puede-resistir-
se-a-mis-encantos—. Estas enredaderas
son bastante caprichosas, y si no les das lo que necesitan, se van a secar
en menos de una semana.
La chica rió
divertida. Era delgada y vestía a la moda, el pelo negro le cubría
los hombros y mitad de la espalda. Diecinueve años como mucho, una
edad deliciosa. Youji decidió que su carita delicada y su forma
de cerrar los ojos al reír eran sencillamente adorables.
— Mucha luz
—dijo ella, aún riéndose—. Junto a una ventana que da al
este.
Youji le tendió
una maceta sin vacilar. — Entonces ésta es tu enredadera, no lo
dudes.
La chica abrió
mucho los ojos ante el tamaño de la maceta y la planta. Era obvio
que no podría irse ca-
minando a su casa con eso en sus
brazos. Youji le guiñó un ojo.
— No te preocupes,
tenemos también reparto a domicilio. Dejame la dirección
donde querés que la llevemos y nosotros nos encargamos.
Ella pareció
meditar un momento. — Es que... la quería llevar ahora...
Los otros tres
vieron que Youji se sacaba el delantal, cargaba la planta y los saludaba
desde la puerta, y menearon apenas la cabeza. Lo más seguro era
que no volvieran a verlo en toda la mañana. Pero Youji después
de una cita solía ser bastante más eficiente en las misiones,
así que ninguno iba a protestar dema-
siado por su escapada. Y obviamente
el mayor de los Weiss lo sabía y se aprovechaba abiertamente de
eso.
— Aya-kun...
¿podrías traer más helechos?
El pelirrojo
asintió distraído y salió a buscar lo que Omi le pidiera.
La manía de Youji con las mujeres le resultaba cada día más
patética. Su cama podía ser un desfile constante, su agenda
telefónica rebosar de tar-
jetas perfumadas y números
que jamás volvería a usar, su orgullo viril y su ego estar
entre los mejores ali-
mentados, pero eso no remediaba
que noche a noche durmiera abrazando su almohada, no un cuerpo tibio.
Soledad. Desde
que Aya se uniera a Weiss había sido testigo de la guerra a brazo
partido que su compa-
ñero libraba contra la soledad
y el dolor de haber perdido a Asuka por lo que él creyera su culpa.
Pero desde que la reencontrara y se viera obligado a matarla, los ánimos
de Youji habían sufrido una estrepitosa caída hasta hundirse
en la más negra de las depresiones. Mudarse a Kyoto le había
hecho bien de alguna forma, al menos ya no volvía borracho todas
las noches que no tenían misión, pero aún así
seguía obse-
sionado por seducir a cuanta mujer
encontraba con el vano afán de borrar de sus manos y su memoria
el recuerdo de su propio alambre apagando el brillo de los únicos
ojos que reflejaran amor genuino por él en toda su vida.
No tenía
sentido inmiscuirse, por supuesto, aun si a él le hubiera interesado
hacerlo. Los años de convivencia habían hecho que cada uno
aprendiera a aceptar a sus compañeros tal como eran y ya. Sin preguntas.
Sin comentarios. Sobre todo sin abrir juicio. Lo único que importaba
era que a la hora de trabajar cada uno hiciera su parte como correspondía.
De modo que los tres habían sobrellevado como mejor pudieran los
meses de alcohol y locura de Youji, limitándose a levantarlo del
suelo cuando lo encontraban tirado frente a la puerta, desmayado apenas
pusiera un pie en el departamento; lo llevaban a su cama, limpiaban sus
desmanes, lo cubrían en el negocio, evitaban cualquier mención
a cualquier anécdota vergonzosa.
Pero Youji seguía
buscando desesperado un antídoto a la soledad que lo consumía
por dentro. Sin com-
prender que todos ellos habían
elegido por propia voluntad su camino, y que éste excluía
de forma termi-
nante la posibilidad de una compañera.
¿Qué clase de mujer sería pareja de un asesino? ¿Es
que Youji nunca se había detenido a pensarlo? “Perdón, querida,
ayer no pude verte porque tuve que cargarme a un par de tipos...”
Aya le alcanzó
los helechos a Omi y volvió a su lugar tras la caja. El chico supo
por su mirada que es-
taba perdido en sus pensamientos,
pero no se molestó en desperdiciar una pregunta al respecto. El
pelirrojo se entretuvo ordenando los pliegues para envolver y los lazos
bajo el mostrador. Tal vez algún día Youji entendería
y se resignaría. Asuka estaba muerta, él mismo se había
cerciorado de que así fuera, y hacía ya demasiado tiempo
que estaba demasiado inmerso en un camino sin retorno. Quizás cuando
Youji compren-
diera eso, podría dejar
de engañarse a sí mismo.
Dos habitaciones.
Una era la oficina. Otra parecía un dormitorio bastante lujoso.
Ambas tenían al menos una ventana que se abría a la terraza.
Youji y Aya treparon por la escalera de incendios y corrieron a agaza-
parse contra la casilla que guardaba
el tanque de agua. Ninguna luz desde las ventanas. El suelo vibraba bajo
sus pies con los ecos graves de la música que retumbaba dentro del
club. Ken y Omi estaban ahí, y no habían podido ubicar a
los dos distribuidores identificados que seguían vivos.
Sin necesidad
de mirarse o intercambiar señas entre ellos, con una sincronización
fruto de años de ma-
tanza juntos, los dos se movieron
a un tiempo, separándose para avanzar y volver a ocultarse. Un segundo
después Youji abría el ventanuco de la oficina a oscuras
y se deslizaba dentro. Aya permaneció pegado a la pared, atento
a cualquier rumor proveniente también de la otra habitación.
Youji encendió
la computadora, buscó con rapidez la información y conectó
el zip para copiarla. Tiempo estimado dos minutos. Se arrastrarían
como una culebra, eternos. Lo sabía, sus nervios ya estaban prepara-
dos. Fue entonces que escuchó
pasos tras la puerta, en el pasillo que comunicaba con el interior del
club. Permaneció inmóvil, conteniendo el aliento, la mano
derecha sobre su reloj, lista para liberar su arma oculta. El rumor de
pasos siguió de largo, escuchó con claridad el ruido de una
puerta. La habitación de al lado. Alguien iba a pasar un rato divertido,
a menos que se percatara de su presencia en la oficina... Sonrió
de costado.
Afuera, Aya
también escuchó las voces y se preparó para cualquier
contingencia. Entonces vio una luz tenue en el dormitorio. Chequeó
su reloj. Todavía restaba un minuto y medio para que Youji terminara.
Es-
cuchó las voces que se fundieron
en risas entrecortadas, un hombre y una mujer. Siguió inmóvil,
la katana firme en su diestra, los fríos ojos claros barriendo la
terraza desierta, sus oídos concentrados en los rumo-
res provenientes del interior,
cualquier cosa que pudiera indicar problemas.
Diez segundos.
En un máximo de veinte Youji estaría a su lado, el zip con
la información en su poder. Siete segundos. Cinco. El grito pareció
hacer eco en los edificios vecinos. Una voz femenina. Un grito de horror.
En el dormitorio. Un gemido ronco lo siguió, un hombre, dolor y
sorpresa en su voz.
Sin esperar
a su compañero saltó para sujetarse del borde inferior de
la ventana que daba al dormitorio. Pero antes de que lograra izarse alguien
rompió el vidrio desde adentro, y junto con los fragmentos que llovieron
sobre él sintió que le aplastaban los dedos de un pisotón.
Una sombra saltó por la ventana, ca-
yendo en cuclillas a pocos pasos
de él. Sin atender al dolor de sus manos, ni a las astillas de vidrio
clavadas en su abrigo y enredadas en su pelo, Aya corrió hacia la
persona que ya se erguía para huir a todo correr. Una imagen se
presentó clara ante sus ojos: el chico en el callejón la
noche anterior.
— ¡Quieto
ahí! —conminó antes de llegar a su lado, la katana alzándose
sobre su cabeza.
Pero la silueta
menuda envuelta en ropa negra giró de un salto a una velocidad sorprendente,
detuvo la estocada que buscaba su cuello con su propia espada y lanzó
un golpe a puño cerrado que lo alcanzó en la boca, echándolo
hacia atrás. Un instante después se alejaba corriendo hacia
el borde de la terraza. Aya se lanzó tras él escupiendo sangre,
el corazón latiendo rápido de excitación.
Era él.
El chico de la noche anterior. Había alcanzado a ver de nuevo sus
ojos negros y ardientes, la cara de facciones tan suaves y frescas salpicada
de sangre, la delgada línea de sus labios apretados en su resolu-
ción. No sólo un
asesino. También alguien capaz de contener uno de sus ataques, y
lo que era más, con semejante anticipación y destreza para
golpearlo a su vez. Alguien con quien realmente valía la pena luchar.
Algo que no había encontrado desde que derrotaran a Schwarz.
Cuando el chico
se disponía a saltar al techo del edificio de atrás, un piso
más abajo, Aya sintió un siseo helado junto a su oído.
El alambre de Youji relumbró fugazmente en la luz de neón
antes de ajustarse en torno a un brazo del chico. El tirón lo hizo
vacilar en el borde de la cornisa y perder el equilibrio. Aya alcanzó
a sujetar el alambre antes de que la inercia arrastrara también
a Youji en la caída.
El chico había
quedado colgando del brazo prisionero, girando lentamente mientras sus
piernas intenta-
ban encontrar un punto de apoyo
en la pared. Aya se inclinó más, tratando de alcanzar su
mano, sin lograr-
lo. Entonces decidió izarlo.
Youji se acercaba recogiendo su alambre, ahora a dos pasos tras él.
Sintió el delgado metal mordiendo sus manos a través de sus
guantes, el mismo dolor punzante que le provocaban esos ojos fieros, llenos
de odio, clavados en los suyos. El chico había perdido su espadaa,
que cayera a la terraza vecina, pero con un esfuerzo desesperado consiguió
abrir su sobretodo y sacar un cuchillo. Aya logró izarlo varios
centímetros. Un poco más y podría sujetar su brazo,
que a esa altura debía estar seria-
mente lesionado. Por suerte no
era el de la espada. Y tal pensamiento lo sorprendió. ¿Desde
cuándo repa-
raba él en las heridas de
un atacante? Brazo sano o arruinado, lo que importaba era atraparlo lo
suficiente-
mente vivo para hacerlo hablar.
Pero ese chico
no le interesaba sólo para interrogarlo. No estaba dispuesto a permitir
que escapara igno-
rando si volvería a encontrarlo.
Menos aún que se matara con una mala caída. Ese chico no
iba a morir an-
tes de que sus aceros se cruzaran.
Después de eso, uno de los dos podría ir a dejar sus huesos
dónde y cuándo mejor le pareciera, dejando que el cuerpo
del otro se enfriara ahí donde hubiera caído. Pero hasta
que eso pasara, Aya haría cualquier cosa por salvar su vida. Esa
espada tenía que destellar al
menos una vez ante su katana. Esa destreza tan feroz y sorprendente tenía
que medirse con la suya. La sola idea pare-
cía bastar para acelerar
su pulso, siempre bajo control, de pura expectativa.
Youji se asomó
junto a él entonces, sujetando también el alambre para ayudarlo,
pero Aya lo vio soltarlo como si quemara con una exclamación ahogada.
En ese momento el chico trató de herir a Aya con el cu-
chillo. La hoja rasgó el
sobretodo sin alcanzar la carne, el pelirrojo tiró con todas sus
fuerzas hacia arriba mientras Youji, ya recuperado de lo que fuera que
lo sorprendiera tanto, se disponía a ayudarlo. Pero el segundo golpe
del chico fue dirigido al alambre, que se cortó con un chasquido.
Los dos Weiss
contemplaron asombrados cómo el chico caía manteniendo el
cuerpo vertical y rodaba al llegar a la terraza. Permaneció inmóvil
un momento, tal vez recuperando el aliento. Después saltó
sobre sus pies, recuperó su espada corta y desapareció por
la escalera de incendios sujetándose el brazo.
Aya se enderezó
y escupió a un costado la sangre que volviera a acumularse en su
boca.
— Se escapó.
Otra vez —masculló, los ojos fijos en la escalera del otro edificio.
Youji lo enfrentó
estupefacto. —¿Otra vez... ?
El pelirrojo
le lanzó una miranda fulgurante envainando su katana.
— Ese chico
mató al distribuidor anoche.
Advirtió
que Youji seguía tan atónito como antes, pero no le prestó
atención. Miró hacia atrás, los dos cuartos ahora
muy iluminados, y cabeceó en dirección a la escalera por
la que habían subido. Tenían que irse antes de que los descubrieran.
Pero apenas dio dos pasos advirtió que Youji seguía inmóvil
donde lo dejara. Giró hacia él furioso.
— ¡Vamos!
—siseó.
Youji sacudió
la cabeza. — Pe-pero... Aya... ¿No te diste cuenta?
El ceño
del pelirrojo estaba fruncido de una forma que, para quienes lo conocían,
gritaba muerte. Pero su compañero lo ignoró, señalando
el otro edificio.
— Ese chico...
era una chica...
La cara de Aya
dejó de gritar muerte dando paso a la sorpresa e incomprensión
más absolutas que Youji alguna vez viera en su cara, los ojos claros
muy abiertos y fijos en su compañero. ¡Una chica! Un grito
des-
de la oficina los hizo reaccionar
a los dos. Sin agregar más, corrieron juntos hacia la escalera y
huyeron.
[ Tercera Parte ]