Laberinto de Espejos Tercera Parte |
Por Sayaki
— Ten-go sue-ñooooooo...
Omi se desperezó
con un bostezo enorme y agradeció el té que Youji le sirviera
mientras él se desplo-
maba sobre una silla de la cocina,
todavía en pijama. El mayor meneó la cabeza sonriendo de
costado. Ese chico podía salir de misión, cargarse media
docena de tipos, correr un par de kilómetros, trepar varias pare-
des y acostarse al amanecer, y
se despertaría a las siete y media, fresco como una lechuga, listo
para abrir el negocio y salir a todo vapor para llegar a tiempo a su primera
clase. Pero dos noches seguidas en un club nocturno, con un poco de baile
por todo desgaste físico, lo habían dejado a la miseria.
— La verdad,
Youji-kun, no creo que alguna vez pueda seguirte el ritmo —la taza casi
desaparece en su siguiente bostezo, Omi se frotó los ojos tratando
de abrirlos.
— Una ducha
te va a venir bien.
— Ken-kun todavía
está e-e-en el... ba-ñooooooo...
Youji apuntó
una galletita a la boca abierta y alcanzó a encestar antes de que
volviera a cerrarse.
— Triple.
Omi masticó
sonriendo mientras el otro reía a carcajadas. En ese momento Ken
pasó como una tromba hacia la escalera del negocio, vistiendo sólo
sus boxer y dejando un reguero de agua en el piso. Youji y Omi lo vieron
bajar en tres saltos e intercambiaron una mirada de incomprensión.
Pero no tuvieron ocasión ni
necesidad de hacer preguntas: Ken
subió tan rápido como bajara y se plantó delante de
Youji, el diario en una mano, la otra en la cintura, y una mirada de Muerte*
en sus ojos oscuros.
— Listo el baño,
Omi —siseó.
El chico estaba
lo suficientemente despierto para entender y arrastró sus pantuflas
por el pasillo mojado hacia el otro extremo del departamento. Cuando Ken-kun
tenía que arreglar tantos con Youji-kun, lo mejor era evaporarse.
Mientras abría la ducha reparó, un poco sorprendido, en que
a pesar de que Aya había sido el primero en bañarse, todavía
no había vuelto a salir de su cuarto.
Apenas Omi cerró
la puerta a sus espaldas, Ken tiró el diario sobre la mesa y señaló
la primera plana fu-
rioso. El otro le echó un
vistazo al titular en cuestión y alzó la vista hacia él
con una sonrisa provocativa que, lo sabía bien, lo sacaría
de quicio. En la pausa que siguió, decidió presionar los
límites de tolerancia de Ken arqueando una ceja burlón. El
muchacho estalló de inmediato.
— ¡Quiero
saber qué carajo pasó ahí arriba anoche!
Youji tomó
un sorbo de su té, siempre sonriendo de costado. — ¿Por?
— ¿¡POR!?
—los puños de Ken hicieron saltar tazas y platos al golpear la mesa—.
¡Mataron al gerente de Sugoi! ¡Alguien lo abrió al medio
con un arma blanca y escapó por la ventana! ¡A la misma hora
que Aya y vos estaban ahí!
Youji arqueó
ambas cejas ahora, fingiendo incredulidad, y se inclinó otra vez
sobre el diario.
—Ups, tenés
razón. Y también dice que robaron la oficina en la volada...
¡Adónde vamos a parar! ¿Quién habrá sido
el desvergonzado que aprovechó la situación?
Ken se dobló
hacia él con peligro de voltear la mesa, resoplando, la cara colorada
a fuerza de contener su furia. Su voz silbó entre sus dientes apretados.
— Vi cómo
tiene la cara Aya, y encontré vidrios con sangre en el tacho de
basura del baño. También vi como dejó a ese pobre
pibe que tenía que seguir anteanoche. ¡Ahora decime qué
carajo pasó!
Youji sabía
que arriesgaba la integridad de su dentadura como mínimo, pero no
podía siquiera pensar en resistir la tentación. Se reclinó
contra el respaldo de su silla cruzando las piernas y llevó ambas
manos tras la nuca sonriendo.
— ¿Por
qué no le preguntás a Aya? Yo estaba en la oficina cuando
mataron al fulano y no me enteré de nada. Pero él quizás
vio algo...
Los puños
de Ken volaron a aferrar la pechera de la camisa de Youji, que lo enfrentó
imperturbable, to-
davía sonriendo de costado.
— Dejá
de hacerte el pelotudo y hablá —siseó Ken, la cara casi pegada
a la suya. Ésa era su mejor Voz de Muerte, haciendo juego con su
mirada fulgurante.
— Si no te corrés
te rompo la boca de un beso.
Ken lo soltó
al instante, empujándolo hacia atrás bruscamente, y empezó
a medir la cocina a zancadas.
— ¿¡Es
que no te das cuenta!? —exclamó, fuera de sí—. ¡Aya
está perdiendo todo control! ¡A ese pibe lo destripó
y lo dejó desangrarse! ¡Y ahora esto! ¡En vez de cubrirte,
se metió ahí adentro y le arrancó el corazón
a ese tipo y a su amante!
Youji lo contemplaba
ir y venir fumando en silencio, su máscara de indolencia intacta,
cuidándose de darle a Ken el menor indicio de lo que pasaba por
su cabeza. Así que no era el único que temía que Aya
terminara de convertirse abiertamente en un psicópata el día
menos pensado. Y que fuera justamente Ken-
ken quien compartiera semejante
sospecha no era un asunto desdeñable. El muchacho se detuvo frente
a él revolviéndose el pelo con una mueca de angustia y frustración,
los hombros agobiados.
— ¿Desde
cuándo Aya necesita cargarse a alguien para poder dormir? —exclamó,
y en su voz tembloro-
sa había un eco de desesperación
que conmovió a Youji—. ¿Y después qué? ¿Va
a matar a alguno de noso-
tros por la espalda? ¡Mierda,
Youji! ¿Qué carajo le pasa?
— ¿Algún
comentario sobre mis actos?
Ken alzó
la vista y fijó los ojos desorbitados en Youji, que contuvo su sonrisa
viéndolo envararse. Casi podía seguir el rastro del escalofrío
que corriera por su espalda al sentir esa voz fría y controlada
tras él. Aya lo rodeó para entrar a la cocina sin mirarlo
y ocupó su lugar en la mesa. Youji empujó la tetera hacia
él en silencio, su mirada saltando de la cara de Ken, repentinamente
pálido y sudoroso, a la acostumbrada expresión hosca del
pelirrojo.
— A-Aya... yo...
La voz de Ken
se perdió en un breve balbuceo incoherente. Aya terminó de
servirse su té antes de en-
frentarlo, y viendo su expresión
Youji sintió que estaba siendo innecesariamente cruel con el pobre
mucha-
cho. Al fin y al cabo su única
falta era tenerle afecto y preocuparse por él, aunque su temperamento
lo em-
pujara a quedarse con sus primeras
impresiones sin detenerse a estudiar la situación. Pero la forma
de ser de Ken no era ningún secreto para ellos, y Aya parecía
un gato jugando con un ratón mientras clavaba en él sus ojos
claros, su expresión tan fría e innacesible que ni siquiera
fruncía el ceño. El silencio se eternizó, tan tenso
que parecía palpable. Al fin Aya apartó la vista de Ken,
que seguía paralizado frente a la puerta de la cocina, para concentrarse
en su desayuno.
— La próxima
vez que tengas algo qué decir sobre mí —dijo al fin, lentamente,
con una frialdad más
humillante que el peor insulto—
sería mejor que me lo digas personalmente.
Ken abrió
la boca para hablar, la cerró, frunció el ceño, resopló
con un gruñido y salió de la cocina hacia su cuarto, dando
un portazo al entrar. Youji terminó su cigarrillo en silencio, observando
a Aya, el labio in-
ferior un poco inchado y un moretón
que prometía crecer junto a su boca. Después se paró
dejando esca-
par un suspiro y se dirigió
hacia el negocio. Se detuvo junto a la escalera y giró hacia la
mesa, donde el pe-
lirrojo desayunaba ignorando al
universo según su costumbre.
— Cada uno de
nosotros duerme con tres asesinos profesionales al otro lado de la puerta
—dijo, cui-
dándose de vaciar su acento
de toda intencionalidad—. Y en todos estos años nunca sentimos el
menor re-
celo al respecto —advirtió
que Aya contenía su sorpresa instintiva al escucharlo y meneó
la cabeza—. Que alguien como Ken llegue a esto debería decirte algo.
Omi salió
del baño cantando, ya sonriente y animado como de costumbre, y saludó
con la mano a Aya antes de meterse en su cuarto para vestirse. Cuando hubo
cerrado la puerta, Aya alzó la vista para contes-
tarle a Youji, pero estaba solo
en la cocina.
Todos olemos
a algo. Todos tenemos esas feromonas que se divierten pregonando nuestro
estado de á-
nimo recurrente. Perfumes, desodorantes,
cremas, acondicionadores de ropa. Pantallas inútiles. Todo el mundo
se habitúa a tal o cual marca de tal o cual producto. Y nuestras
feromonas terminan acostumbrándo-
se también, de modo que
se combinan con la fragancia para formar ese olor que nos diferencia del
resto de la humanidad.
El olfato de
un asesino es algo importante. En una vida de acciones rápidas y
caras apenas entrevistas, una buena memoria olfativa puede reconocer y
determinar aliados y enemigos llegado el momento. Alia-
dos... ¿no amigos?
Respiró hondo, absorbiendo los olores a su alrededor, sumergido
en el mar de gente del distrito comercial de Kyoto. Aliados, compañeros...
Se descubrió preguntándose por qué nunca aplicaba
el término “amigos” a los otros tres Weiss. Al fin y al cabo ellos
eran, después de su hermana, las únicas personas con las
que tenía alguna clase de relación. Lo conocían y
respaldaban mucho más de lo que estaba dispuesto a admitir.
El estallido
de Ken horas atrás volvió a su memoria. Realmente inesperado,
que pudiera creerlo capaz de algo así. Aliados, no amigos, se recordó.
Ahí estaba la más clara prueba. Él no tenía
amigos. Se había con-
vertido hacía mucho en una
sombra de muerte que ni siquiera aparecía en los censos. La palabra
“amigo” era una utopía tan infantil como “compañera”. Y él
jamás había estado interesado en utopías. No las necesitaba.
Una mujer pasó
a su lado, dejando tras de sí una fragante estela de aroma a hierbas
silvestres. ¿Cómo huele un asesino?, se preguntó,
deteniéndose distraído en una parada de transporte público.
Aún recordaba el olor de los cuatro Schwarz, también de las
Schreient, pero la mayoría de ellos solía oler a alguna clase
de loción, salvo Farfarelo, por supuesto, que siempre apestaba a
sangre. Se llevó disimuladamente una mano a la nariz y se olió
las yemas de los dedos. Jabón. Apostaba a que las manos de Ken y
Omi olían exactamente igual: jabón de tocador común.
Ellos tres no eran como Youji, que insistía en gastar fortunas en
jabones es-
peciales, shampú caro, perfumes
extravagantes. Hacía rato que cualquiera de ellos que tuviera que
hacer la compra de artículos de limpieza a principio del mes compraba
tres jabones iguales, dejando que el otro se ocupara de sus manías
por las suyas. Además, las manos son en cierto sentido lo más
ajeno a nuestro cuer-
po. Su sensibilidad táctil
es la más expuesta y desgastada, y están en contacto constante
con toda clase de agentes externos. Ninguna mano huele como el cuerpo de
su dueño.
Subió
al primer transporte que se detuvo, sin siquiera fijarse adónde
iba. Era su tarde libre y su único deseo era pasarla lejos de la
florería. Realmente quería estar solo, sin nada en qué
pensar, sólo dejar trans-
currir las horas. Ni siquiera había
llevado consigo el libro que estaba leyendo. Poco después se bajaba
frente a un viejo templo sintoísta,
en las afueras de la ciudad, y se perdía entre los árboles
tras el edificio de piedra rumbo al río. Una pareja se estaba tomando
una foto junto a una fuente cubierta de musgo, que bri-
llaba con reflejos dorados bajo
el sol. Turistas. Seguramente de Tokyo. Pasó junto a ellos sin prestarles
a-
tención, hasta que un soplo
de brisa arrastró hasta su nariz un eco del perfume de la mujer.
Se detuvo
bruscamente y giró sobre
sus talones, pero la pareja ya se alejaba hacia un nutrido grupo de visitantes
a punto de irse del templo.
Volvió
a ver frente a sus ojos la cara del chic... de la chica del callejón,
la noche anterior en la terraza. Colgaba a sólo un metro de él,
los ojos negros fijos en los suyos, sin el menor rastro de temor en su
mirada o su actitud. Sangre. Por supuesto que había olido la sangre
que manchaba su cara, sus manos, su ropa. A-
cababa de hacer una carnicería
en ese cuarto. Pero junto al olor a sangre, casi imperceptible pero aún
ahí, había algo más. Sumire...
La chica olía a sumire*... Los ojos claros de Aya se perdieron en
la danza del agua en la fuente, el sol arrojando destellos dorados desde
la pila sobre su cara.
Una chica al
menos dos años menor que él. Menuda, rápida, fuerte,
ágil. Llena de odio y ansias de ven-
ganza. Sabía manejar armas
blancas y luchar cuerpo a cuerpo. Sabía matar sin escrúpulos
ni remordimien-
tos, aun dolorosamente. Miraba
abiertamente a los ojos de sus oponentes. Repartía muerte desde
lo más profundo de su alma, convirtiendo su acero en una herramienta
del destino. Y su olor encerraba el perfume tan delicado de una flor llamada
sonrisa...
Ken se sorprendió
de ver a Manx en el negocio al mediodía, quince minutos después
de que cerraran para almorzar. Pero advirtió que Youji parecía
esperarla y creyó comprender lo que pasaba. Seguramente el otro
compartía su preocupación por Aya, que saliera una hora atrás
sin siquiera avisar, y había aprovechado su ausencia para llamarla.
La pelirroja se sentó con ellos tras el mostrador y aceptó
el sandwich que le o-
frecía Youji, dándole
un mordisco antes de enfrentarlo meneando la cabeza.
— Nada —suspiró—.
No tenemos idea de quién pueda ser y Birman y yo ya no sabemos dónde
más investigar.
Sus palabras
desconcertaron a Ken, que se volvió interrogante hacia Youji.
— Omi va a terminar
de desencriptar de la data apenas vuelva, pero por más que tengamos
nombres y direcciones, seguramente la cosa no va a ser tan fácil
ahora. Dos muertos en dos días, es de esperar que los de arriba
se pongan bien a cubierto.
Manx volvió
a suspirar y a menear la cabeza. — ¿Estás seguro de la descripción
que me diste?
Youji asintió
sin vacilar. — 1,60 de estatura, pelo negro por los hombros más
o menos, japonesa, no más de 20 años, y sobre todo peligrosa.
Le rompió la boca a Aya cuando él estaba a punto de ensartarla.
Ken dio un respingo
al escucharlo y alzó una mano frunciendo el ceño. — ¿De
quién están hablando?
Youji lo enfrentó
con una mueca, molesto por su interrupción. — De la persona que
mató al distribuidor y al gerente de Sugoi.
La boca de Ken
se abrió formando una "O" colosal y silenciosa, hasta que reparó
en otra cosa.
— ¿Dijiste
ensartarla? ¿¡Estás
hablando de una mujer!?
Los otros dos
no perdieron tiempo en contestarle y lo dejaron con su asombro y sus preguntas,
reto-
mando su conversación.
— Las órdenes
son seguir con la misión a pesar de todo —dijo Manx muy seria—.
Y agregar esa chica a la lista de objetivos, si es posible en primer lugar.
Youji se echó
hacia atrás contrariado. Entendía perfectamente los motivos
de semejante directiva. La mi-
tad de ellos eran más que
suficientes para marcarla como objetivo. Pero él había visto
el brillo en los ojos de Aya mientras trataba de izarla la noche anterior,
así como su reacción al enterarse de su sexo, algo tan fuerte
que había barrido con absolutamente todas sus barreras y su jodida
pose de soy-de-hielo-nada-pue-
de-tocarme, para mostrarse abiertamente
antes de que él pudiera siquiera pensar en evitarlo.
Manx dijo algo más,
pero Youji no la escuchaba, perdido en una escena que volviera a su memoria
re-
pentinamente. Había sido
poco antes de dejar Tokyo. Aya había pretendido criticar su conducta,
y de no haber intervenido Ken y Omi para separarlos, hubieran terminado
ambos en el hospital.
“— ¡Todos
nosotros nos vimos obligados a matar a alguien que queríamos! —le
había echado en cara a gritos al pelirrojo, tratando en vano de
apartar a Ken para saltar sobre él—. ¡Todos menos vos! ¡Vos
no sabés lo que es eso! ¡Así que cerrá el culo
antes de que te lo cierre yo a patadas!!!”
El encontronazo
se había agregado a su sumario de anécdotas bajo el rótulo
"Pequeñas Delicias de la Vida Conyugal" y había sido olvidado
sin más. Hasta ahora...
Se reclinó
hasta apoyar la espalda contra la estantería y prendió un
cigarrillo sin siquiera advertir que Manx se disponía a irse. Sólo
podía desear que la reacción de su compañero no tuviera
más motivo que una sorpresa justificada, pero nada más allá.
Que ese brillo en la mirada fuera sólo expectativa al haber encon-
trado un rival a su nivel. Que
descubrir que tal rival era mujer no hubiera alterado su forma de verla.
Escu-
chó como en sordina a Ken
saludando a Manx y el suave tintineo de las campanillas de la puerta. Cerró
los ojos ahogando un suspiro. Kuso*! Sos tan tortuoso que sos
capaz de convertirla en la primera mujer capaz de hacerte sentir algo.
* Sumire: la forma nipona de decir "smile" (sonrisa ~_^). Es un nombre
propio femenino relativamente común. Además es una flor silvestre,
pequeña, violeta, de pocos pétalos y perfume dulce. También
se puede encontrar en florerías, en maceta, no ra-
mos, aunque las sumire de vivero tienen el doble de tamaño,
y el extremo interno de los pétalos (donde se unen al pedúncolo,
digamos) suele tener como una gota de color más claro, generalmente
blanco o amarillo. (¡Gracias, Kyoko-chan, por la infor-
mación!!!) UFFFFFFFFFFFFF..... ¿No podían dedicarse
a almaceneros, estos pibes????
* Kuso!: ¡mierda!
[ Cuarta Parte ]