Cuarta Parte |
Por Sayaki
Las diez de la
noche. Ken miró de reojo la hora por enésima vez, y al alzar
la vista encontró la sonrisa irónica y los ojos verdes de
Youji. Suspiró meneando brevemente la cabeza. Omi ya había
terminado de desencriptar el zip, tenían cuanta información
necesitaban para la misión, ya habían estudiado un diagrama
del distrito al que irían, trazado los planes, preparado sus armas.
Hasta habían cenado, obligados a ceder a los fieros rugidos de sus
estómagos. Y ni rastros de Aya.
— No estás
preocupado sino arrepentido, Kenken. Dejalo correr.
La voz de Youji
hizo añicos el silencio del living, donde se hundieran en los cómodos
sillones a esperar al pelirrojo. Omi se había recostado en el de
tres cuerpos con su diskman y los ojos cerrados, mientras los otros dos
tomaban sin prisa un té de hierbas. El muchacho frunció el
ceño, apartándose el flequillo de los ojos de un manotazo.
Tal vez Youji tuviera razón, pero no dejaba de ser raro que Aya
todavía no hubiera dado señales de vida después de
tantas horas. Sobre todo sabiendo que lo más seguro era que esa
noche tuvieran que salir. Cerró su puño derecho, haciendo
que las filosas garras de acero salieran de sus fundas en el dorso de su
mitón. Youji rió suavemente.
— Sería
mejor que te tranquilices un poco antes de jugar con eso. Ya veo que Omi
y yo vamos a tener que terminar esto solos, vos con un brazo desgarrado
y Aya... —vaciló— desaparecido.
Ken advirtió
que había cambiado el final de la frase a último momento,
pero la expresión abstraída de Youji le indicó que
cualquier pregunta quedaría sin respuesta.
Fugado
con su querida asesina, repitió Youji
para sus adentros. Aquello no lo había pensado. ¿Y si Aya
había conseguido encontrarla y... ? ¿Y qué?
Por muy buena que sea, él es más rápido y más
fuerte, a la larga no tiene chance... Y
tratándose de Aya, cualquier otra clase de encuentro queda descartado.
En ese momento
oyeron una llave girando en la puerta de calle. Ken se paró de un
salto, tropezándose con el borde de la alfombra. Conservó
el equilibrio de milagro, recibiendo a Aya en una posición que lo
hacía parecer a punto de saltar sobre él, las garras aún
desplegadas y las piernas separadas y un poco
flexionadas. Youji se cuidó
muy bien de mostrarse divertido al ver la mirada que le lanzó el
pelirrojo, que miró brevemente a los otros dos con uno de sus cabeceos.
— Salimos en
cinco minutos. Me explican por el camino —dijo.
Esquivó
a Ken y se dirigió a largos trancos a su cuarto, cerrando sin ruido
la puerta tras él. Omi ya había cambiado el diskman por su
ballesta, y luego de echar una ojeada a la expresión de Youji se
llevó a Ken hacia el garage con cualquier excusa.
Aya se desvistió
con movimientos rápidos y precisos para embutirse en lo que los
otros tres solían lla-
mar “ropa de trabajo”. Se estaba
calzando la primera bota cuando golpearon a la puerta. Dos golpes breves,
discretos. Seguramente Ken para disculparse por lo de esa mañana.
Youji lo había llamado a su celular va-
rias horas atrás, avisándole
que había considerado necesario poner a los demás (Ken, Omi
y Manx) al tanto de la existencia de esa chica para evitar nuevos malentendidos.
No se molestó en abrir la puerta. En menos de un minuto estaría
fuera, y tendría toda la noche para soportar la expresión
de carnero degollado del ex-
futbolista.
— Soy yo, Aya.
¿Youji?
¿Qué más quería decirle sin que los otros dos
lo escucharan? Tampoco ahora respondió. Senta-
do a los pies de la cama, de espaldas
a la puerta, se puso la bota restante.
— Sumire...
Aya contuvo
su reflejo instintivo de echar mano a la katana. El otro había entrado
sin esperar respuesta, con su característico sigilo gatuno, y se
había detenido a oler la flor que él acababa de dejar sobre
su mesa de luz. Terminó de calzarse y se incorporó sin enfrentarlo,
descolgando su sobretodo. Aunque estaba irri-
tado por su intrusión, no
tenía el menor deseo de entablar ninguna conversación, ni
siquiera para echarlo.
— Manx no pudo
averiguar nada sobre ella —dijo Youji tras él—. Pero me pareció
que a Ken le haría bien saberlo.
— ¿Que
no soy un carnicero? —gruñó Aya ajustando las varias docenas
de hebillas de su abrigo.
En otro momento, Youji se hubiera detenido a felicitar al pelirrojo por
haber demostrado humor al menos en una ironía, pero no esa noche.
— La quieren
muerta.
Aya no había
prendido la luz, cambiándose en la penumbra incierta que llegaba
desde la calle. Pero aun en aquella claridad tan débil, Youji creyó
ver el destello de sus ojos cuando al fin lo enfrentó. No esperaba
ningún comentario de su parte al respecto, y sus palabras lo dejaron
helado:
— Es mía.
Youji lo vio alejarse hacia la cocina y meneó la cabeza con un suspiro.
No
puede estar hablando en serio. No puede tener ganas de matarla...
¿o sí?
— ¡¿Nada?!
Youji aplastó
el cigarrillo de un pisotón con uno de sus rosarios más floridos.
Aya y Omi estuvieron en un momento de regreso en el auto.
— Es la casa,
pero no hay nadie —suspiró el menor.
— Todavía
quedan dos —terció Ken.
— Lo mejor va
a ser dividirnos para no perder más tiempo —dijo Aya.
Ken consultó
la hora y las direcciones que tenían, fue Omi el que puso voz a
lo que pensaba. —¿Y si ahí tampoco hay nadie?
— Lo dejamos
para mañana —replicó Youji arrancando.
Diez minutos
después, Aya y Omi volvían a bajar juntos del auto, esta
vez en plena zona residencial, frente a una casa de dos plantas rodeada
por un jardín parquizado inmenso. Esperaron a que los otros dos
se alejaran antes de rodear la propiedad buscando un buen lugar para entrar.
Aunque el jardín estaba bien iluminado, no se veían luces
ni movimiento dentro de la casa.
El rayo de la
alarma tenía un trazado sencillo, y con el visor infrarrojo de Omi
lo traspusieron sin in-
convenientes. Se separaron para
rodear la casa, sin hallar señales de alarmas internas, hasta
que el chico encontró una ventana que podrían forzar fácilmente.
Aya retrocedió para apostarse frente a la ventana en cuestión
barriendo el jardín silencioso con mirada atenta. Un sonido casi
impercep-
tible a sus espaldas lo obligó
a inmovilizarse. Fue entonces que percibió, tan tenue que costaba
diferen-
ciarlo de los olores de plantas
y árboles, el soplo de perfume de sumire.
— Si te veo
cuando gire, estás muerta —siseó, cuidando que sus palabras
fueran comprensibles a pesar de lo bajo de su tono.
— No van a a
encontrar a ninguno en su casa.
Los dedos que
aferraban la katana se aflojaron contra su voluntad, tal fue la impresión
que le causó esa voz. Firme incluso en un susurro, fría,
y sin embargo conservaba un eco de suavidad. Giró en redondo hacia
ella, descubriendo su figura negra bajo un árbol a cinco metros,
el destello junto a su pierna señalaba la espada lista en su diestra.
Aya ignoró el escalofrío que corrió por su espalda
al volver a enfrentarla, y los rápidos latidos de su corazón
cuando encontró los ojos negros fijos en él desde las sombras.
La chica salió
del reparo del árbol, exponiéndose a la cálida luz
dorada de un farol. Sus pasos eran tan silencios, todo su cuerpo se movía
con tanto... equilibrio...
— Están
todos en el laboratorio —agregó, deteniéndose a dos metros
de él.
Aya la observó
preguntándose por qué la dejaba acercarse tanto, qué
hacía ella ahí, por que le daba esa información. Su
mano volvió a ajustarse en torno a la empuñadura de la katana.
Su mente ya analizaba su postura, la distancia entre ellos, las probabilidades
de sorprenderla con la guardia baja o de anticipar sus movimientos. A pesar
de todo, tampoco dejó de advertir la delicada belleza de sus rasgos,
que veía por primera vez distentidos y sin huellas de sangre. Ella
lo observó un momento y frunció los labios en algo cercano
a una sonrisa. Aya sintió que esos ojos negros leían en él
con una facilidad irritante.
— Reforzaron
la seguridad del edificio; planean esconderse ahí, al menos por
un tiempo.
Guardó
su espada con un movimiento estudiadamente lento, que no daba lugar a sospechas
sobre sus intenciones. Aya sintió la urgente necesidad de humedecerse
los labios, repentinamente secos cuando la vio volver a avanzar hasta estar
a sólo medio metro de él. Su legendaria frialdad vino en
su auxilio en ese mo-
mento y se acordó de fruncir
el ceño.
— ¿Y
por qué me decís todo esto? —inquirió en tono áspero.
La chica inclinó
la cabeza con otra sonrisa vaga y Aya tuvo la odiosa sensación de
estar haciendo el ri-
dículo, algo que ciertamente
no le pasaba con frecuencia.
— Porque con
todos los guardias que contrataron no puedo entrar sola.
La cara del
pelirrojo delató toda su sorpresa al escucharla. Ella se permitió
reír por lo bajo y él volvió a estremecerse. Aquel
sonido, así como su expresión, le resultaban tan
familiares que era de alguna manera atemorizante. Su forma de vida no era
de las que dan muchas oportunidades de ver gente riendo, y a decir verdad
él sólo creía conocer la forma de reírse de
cuatro personas en todo el mundo: su hermana y sus tres compañeros.
¿Del
negocio... ? Pero no era momento de tratar de
ubicar esa risa. Ella avanzaba otra vez, deteniéndose a escasos
dos pasos de él. Aya la miró arriba abajo con toda la frialdad
que era capaz de reunir en esa situación, descubriendo enfadado
sus propios ojos fijos en aquellos labios finos, aún fruncidos en
una sonrisa burlona.
— ¿Te
paso a buscar, también?
¿Dos
ironías en una sola noche? Youji habría armado todo un escándalo
si hubiera podido escucharlo.
Pero la chica sólo arqueó
las cejas, casi divertida.
— No necesito
guardaespaldas, y podés hacer lo que quieras con lo que te dije.
La mejor hora es des-
pués de medianoche, que
es el último cambio de guardias —Aya se envaró al verla meter
las manos en los bolsillos de su abrigo abierto, bajo el que vestía
una polera y calzas negras, ropa cómoda, práctica para lo
que hacía... y que dibujaba su silueta estrecha y proporcionada...—.
Voy a entrar al mismo tiempo que us-
tedes, por otro lado, así
que les voy a servir de distracción —le dio la espalda y comenzó
a alejarse, dete-
niéndose de nuevo junto
al árbol para mirarlo por sobre su hombro—. Maten a quien se les
antoje —sus ojos fulguraron con un brillo fiero—. Pero Shinari Saizuke
es
mío.
Su acento hizo
que un tercer escalofrío corriera por la espalda de Aya, que permaneció
inmóvil cerca de la ventana, viéndola desaparecer en la noche.
¡Tanto odio! Si él alguna vez hubiera tenido que usar esas
mismas palabras refiriéndose a Takatori, su voz habría reflejado
exactamente la misma emoción. Igual de profunda. Igual de irrevocable.
— ¿Aya-kun...
?
Logró
disimular su sobresalto al escuchar a Omi tan cerca. El chico saltó
por la ventana con su agilidad acostumbrada y se le unió mostrándole
un mini cassette.
— Encontré
un mensaje interesante en el contestador —dijo, y frunció el ceño—.
¿Aya-kun? ¿Todo bien?
Él sólo
cabeceó hacia la calle. — Sí, vamos.
[ Quinta Parte ]