Navidad Blanca

por Sayaki 0_0

*   Advertencia:  Les ruego tengan presente que esto fue escrito sin haber visto la serie!!



 
Día 1

    — Me gustaría saber...
    Paula me miró de costado y preferí callarme. Ya lo habíamos discutido una docena de veces durante el eterno vuelo a través del Pacífico que nos había llevado desde Ezeiza hasta Narita, y al menos dos veces más desde Narita hasta esa esquina de Ginza. A nuestro alrededor se alargaba en todos los sentidos la calle de Tokyo downtown, donde el precio del metro cuadrado cubierto tiene más de cuatro ceros en dólares, donde parecía imposible pensar en callejones oscuros, gente pobre o infelicidad. En todos lados brillaban luces y adornos navideños, la mayoría de la gente que pasaba a nuestro lado llevaba paquetes y regalos. De no ser por los ideogramas que llenaban los enormes carteles, hubiera podido tratarse de cualquier ciudad occidental. Ahora la noche caía sobre Tokyo y la Navidad estaba a la vuelta de la esquina. Paula consultó su reloj.
    — Si no viene en diez minutos nos vamos al hotel.
    Suspiré ruidosamente. En diez minutos mis pies iban a ser dos bloques de hielo. El viento se arremoli-
naba silbando en esa esquina rodeada de rascacielos brillantemente iluminados. El poco cielo visible a través de la multitud de luces ciudadanas no mostraba ninguna estrella. Por el contrario, estaba negro como la tinta, cubierto de nubes pesadas y ansiosas de descargarse.
    — Está por nevar —comenté a título informativo, pero no obtuve respuesta: los ojos oscuros de Paula estaban fijos en la apretada masa de gente que avanzaba hacia nosotras a través de la calle.
    — Ahí viene —susurró con acento tenso.
    Me envaré involuntariamente y seguí la dirección de su mirada sabiendo que era en vano, porque no conocía a la persona con quien debíamos encontrarnos ahí.
    Un hombre que rondaba los treinta años, se detuvo a tres pasos de nosotras y nos estudió con ojos especulativos. Vestía un traje oscuro y un sobretodo grueso y negro, las manos cubiertas con guantes de cuero. Paula se adelantó sin vacilar, la esperé donde estaba. Vi las rápidas inclinaciones de cabeza al salu-
darse, los escuché hablar en japonés en voz baja, no me molesté por tratar de entenderlos. Paula se volvió enseguida hacia mí y advertí que sus labios trataban de dibujar una sonrisa, la primera que le veía desde que recibiera el mail del Sentaa notificando que su hermana no había asistido a clase en la última semana. Me dirigió un fugaz cabeceo y volvió a enfrentar al hombre. Me acerqué, ella nos presentó en inglés y lo seguimos en silencio.
    Mientras caminábamos, mi amiga me explicó que el hombre, un tal Tsuyamini Saki, era un profesor del Centro de Estudios donde la hermana de Paula estaba cursando su beca, y era quien le había mandado el mail. Según le dijera a Paula por teléfono cuando aterrizamos en Narita, aseguraba tener alguna información sobre el posible paradero de su hermana. Así que allá íbamos, aunque no tuviera idea adónde, en un taxi con Tsuyamini-san. Las luces y el bullicio de Ginza fueron bien pronto un recuerdo, aunque la zona por la que transitábamos seguía siendo céntrica. Nos detuvimos frente a un bar y Tsuyamini nos invitó a entrar con él. Hablaba en inglés por cortesía hacia mí, que apenas balbuceo algo más que doumo arigatou, y se expresaba con gracia y fluidez. Su sonrisa era cálida a pesar de que no nos conocía, y tanto Paula como yo nos relajamos, sintiendo que podíamos confiar en él y en la buena voluntad que hasta ahora venía mos-
trando. El bar estaba lleno de gente, hombres con aspecto de ejecutivos en su mayoría, y vi algunas mujeres occidentales sentadas con los de mejor aspecto. Recordé algo sobre un servicio de compañía en ciertos bares distinguidos, a los que los ejecutivos solían ir sólo para charlar un rato con chicas europeas o norte-
americanas. Tsuyamini pidió algún aperitivo con alcohol, pero Paula y yo optamos por café para volver a entrar en calor después del plantón de media hora en esa helada esquina de Ginza. La diferencia de tem-
peratura entre la calle y el local pronto nos hizo efecto y tuvimos que disculparnos para ir al baño.
    — Parece buen tipo —comenté mientras nos arreglábamos la ropa.
    — Silvia estaba muy enganchada con él. Es el flaco del que nos contaba en sus cartas.
    Noté que hablaba en pasado de su hermana y sentí un retorcijón en el estómago, pero preferí no hacer comentarios al respecto. Cuando volvíamos a la mesa vimos a Tsuyanami-san hablando al oído de un hom-
bre vestido con un traje caro. Se separaron antes de que llegáramos junto a ellos, el otro hombre se fue sin siquiera mirarnos. Vi que se sentaba a la barra y hablaba por celular, y tuve la impresión de que nos lanzó una mirada de reojo mientras lo hacía. Es el cansancio, pensé. Apenas había podido dormir en el avión, y después de despachar nuestro equipaje al hotel donde Paula había hecho las reservas, habíamos ido direc-
tamente a encontrarnos con Tsuyamini, sin siquiera parar a darnos una ducha o comer algo. Las dos está-
bamos agotadas y nerviosas. El nuestro distaba de ser un viaje de placer.
    No sé por qué me quedé mirando al tipo que había hablado con Tsuyamini. Él y Paula conversaban en japonés ahora, ella hacía preguntas, Tsuyamini contestaba con pocas palabras, pero su tono parecía tran-
quilizador. Yo los escuchaba como en sordina. Hacía mucho calor en ese local. Y el café que había tomado tenía cognac o algo por el estilo. Y tenía sed y hambre, y unas ganas locas de irme al hotel y dormir un día entero... Creo que si me hubiera preocupado por preguntarle antes a Paula la dirección o el nombre del hotel en el que nos alojaríamos, me hubiera excusado con ellos y me habría ido sola en taxi. Pero ahora no me animaba a interrumpirlos. Me acodé en la mesa y apoyé la cara en mis manos, sosteniéndome la cabeza y tratando de no quedarme dormida. Hacía calor, tenía sed, estaba extenuada, el ruido ambiente parecía un zumbido persistente en mis oídos y había cada vez más humo en el aire, como si no hubiera extractores funcionando. La idea del humo me dio ganas de fumar, pero el sólo pensar en tener que sacar el atado del fondo de mi mochila me daba tedio. Creí reconocer la música de fondo: una canción de j-pop . Para man-
tenerme despierta me entretuve tratando de entender aunque fuera una palabra de la letra, pero creo que el esfuerzo mental resultó demasiado para mí.

*          *          *

    Frío. Hacía mucho frío. La calefacción del hotel debía estar fallando, o la maniática de Paula había de-
jado una ventana abierta para que se fuera el olor a cigarrillo. Si me llego a agarrar una pulmonía ella me va a pagar los remedios. Encima la cama parecía no tener colchón por lo dura. Lo malo del viaje apresu-
rado y con poca plata. Me hice un ovillo y tanteé las cobijas para taparme mejor el cuello. Sí, Paula había dejado abierta una ventana porque sentía una corriente de aire helada en la nuca. La fría humedad de las frazadas me despabiló, y lo que vi al abrir los ojos terminó de despertarme. Me senté de un salto mirando a mi alrededor azorada: estaba en el banco de una plaza, sola, y lo que había creído las cobijas era el tapado negro de Paula. Era noche cerrada y empezaba a nevar, pequeños copos caían girando, brillaban un se-
gundo al pasar cerca de alguno de los faroles, empezaban a acumularse sobre el sendero pavimentado y los árboles desnudos. No sabía qué hacer, qué pensar. ¿Qué hacía ahí? ¿Dónde estaba Paula? ¿Cómo había llegado a esa plaza desde el bar adonde fuéramos con Tsuyamini? Son esos momentos en los que una reacciona como menos se lo espera: me sentí aliviada al ver mi mochila en el banco, apretada contra el respaldo de piedra. Cuando me di cuenta me sentí una estúpida.
    Bien. Mi amiga había desaparecido. No sabía dónde estaba, era de noche, no conocía la ciudad y apenas el idioma, ni siquiera sabía el nombre del hotel donde mi valija debía estar pasándola mucho mejor que yo... Me resultó claro que no podía quedarme ahí como la estúpida que era. Tenía que hacer algo. Tengo que llegar a la embajada, pensé. Pero era obvio que no tenía sentido tratar de encontrarla en plena noche. Las calles que circundaban la enorme plaza estaban desiertas, y dudaba poder encontrar a alguien que pudiera orientarme en inglés a esa hora. Revisé mi mochila y comprobé confundida que mis documentos y mi bi-
lletera estaban ahí, y que al parecer no me habían robado nada. La situación se hacía más incomprensible a cada momento. Decidí que lo mejor era encontrar un lugar dónde tomar algo caliente y esperar la mañana. Tal vez entonces pudiera recordar o entender qué había pasado.

*          *          *

    Me colgué la mochila, me eché el tapado de Paula sobre los hombros y miré a mi alrededor. Cualquier dirección parecía igual de buena para elegirla. Opté por ir hacia la derecha, donde más allá de los edificios a oscuras, las nubes reflejaban más luz. No sé cuánto caminé, pero ya había entrado en calor cuando un ruido como de chapa golpeada me arrancó de mi ensimismamiento. Levanté la vista y advertí que estaba en la esquina de un callejón oscuro y que olía a basura vieja. Al observar la calle que había elegido para ir “hacia la luz”, noté por primera vez que además de desierta estaba muy mal iluminada, que los edificios a ambos lados tenían fachadas descuidadas, que las paredes estaban pintadas con leyendas, que este callejón no era el único. Encima me metí en el mejor barrio, pensé furiosa conmigo misma. Y seguro que en medio de una guerra de pandillas. Otra vez ruido de chapa golpeada a mis espaldas, como algo pesado que cae, un hombre gritó algo con voz ronca, una risotada grotesca, otro grito que se ahogó en algo que sonó a gemido. No giré para mirar, sino que apreté el paso hasta casi correr, buscando desesperada alguna calle transversal que me sacara de ahí. Me había alejado unos cien metros del callejón cuando escuché pasos fuertes detras de mí. Varias personas se acercaban corriendo, gritándose entre sí. Una persiana bajó con estrépito en un piso alto por encima de mi cabeza.
    Me aparté hasta casi pegarme a la pared, dejándoles todo el lugar posible para que pasaran y rezando para que el tapado negro de Paula y la penumbra de la calle bastaran para ocultarme. Me alcanzaron demasiado pronto, dos tipos me pasaron por al lado sin verme siquiera, otro me llevó por delante y me tiró en medio de un charco de barro; no se molestó en fijarse con qué había tropezado: recuperó el equilibrio sin dete-
nerse y volvió a correr a largas zancadas. Los pasos de los que venían atrás ya estaban junto a mí mientras yo trataba de pararme sintiendo que el codo izquierdo dolía tanto que me llegaba del hombro a la punta de los dedos, todo el brazo convertido en codo y en dolor. Otros tres tipos pasaron a toda carrera cuando yo terminaba de incorporarme apoyándome en la pared, uno de ellos se detuvo bruscamente, giró hacia mí y saltó con algo largo en la mano que brilló al alzarlo sobre su cabeza, reflejando la luz del farol más cercano bajo la nieve. Sólo atiné a encogerme, hundiendo la cabeza entre los hombros y levantando el brazo lasti-
mado. Debo haber emitido algún sonido, porque el hombre bajó los brazos y su arma (porque fuera lo que fuera lo pensaba usar para atacarme) y se acercó dos pasos. Su sombra se proyectó larga en la vereda y trepó por la pared, tapando el farol tras él.
    — Dare da!
    — Gomen... —fue cuanto pude articular, sintiendo que el frío que me recorría no se debía a la baja temperatura ambiente.
    — Dare! —repitió.
    Su voz era amenazante y su agitación no parecía producto sólo de la corrida. La luz tras él dibujó una melena corta y rojiza con cierto estilo punk en su flequillo de mechones largos y desparejos.
    No me acuerdo qué le contesté. Sé que fue un balbuceo en inglés con alguna palabra de japonés que me vino a la boca. El punk se corrió para exponerme a la luz y pude ver el ceño fruncido bajo los mechones que le caían sobre la cara. Retrocedió para mirar hacia el callejón del que había venido, después miró hacia donde sus compañeros habían seguido persiguiendo a los otros tres. Su boca era una línea estrecha y breve con un rictus descendente. Volvió a mirarme brevemente, de costado. Cuando habló, lo hizo en un inglés muy correcto que me sorprendió.
    — ¿Está bien? —su acento desmentía la amabilidad de la pregunta, frío como el aire que empezaba a quemarme la garganta. Más bien parecía disgustado por el encuentro.
    Asentí, él también. Quise preguntarle cómo llegar a algún lugar menos peligroso pero él había girado hacia el callejón. Alguien se acercaba desde ahí. Le dijo algo, el otro contestó, y por su voz parecía un chico chico o un adolescente. El punk giró ahora hacia el otro lado de la calle. Sus dos compañeros volvían a paso rápido, podía ver el vapor de su respiración nimbando sus cabezas. Estuvieron los cuatro reunidos frente a mí en menos de un minuto. Yo no me animaba más que a respirar, manteniéndome muy quieta y pegada a la pared, sosteniéndome el brazo lastimado con el sano. El punk se desentendió de mí para cruzar unas palabras con los otros. El más alto de ellos, de pelo claro por los hombros, anteojos negros y un largo sobretodo que no parecía suficiente abrigo en esa noche helada, meneó la cabeza resoplando, y estaba di-
ciendo algo cuando pareció advertir mi presencia. Me miró por encima de los lentes, los ojos muy abiertos de sorpresa, y luego miró interrogante al punk. Éste dijo algo con un breve cabeceo negativo. El alto se me acercó con una sonrisa que me hizo temblar. Joven argentina de veinte años es encontrada muerta en un callejón de Tokyo, pensé, imaginando los titulares... si alguna vez alguien encontraba mi cuerpo...
    — Hi —me saludó el alto, y su acento era amable y hasta divertido.
    Seguramente mi cara hablaba claro de lo que yo estaba pensando, porque largó una risita, meneó la ca-
beza y me tendió una mano enguantada de negro. Le miré la mano como quien mira una víbora venenosa.
    — ¿Qué estás haciendo acá a esta hora? —me preguntó, y su inglés era tan bueno como el del punk.
    Le expliqué que era argentina, que estaba perdida, que no sabía dónde estaba mi amiga ni dónde quedaba mi hotel. El alto volvió a sonreír, ahora comprensivo, y se volvió hacia los otros. El que llegara desde el callejón era, efectivamente, un adolescente; el cuarto era apenas mayor que él y llevaba mitones y campera de cuero y antiparras de motociclista colgando sobre el pecho. Los dos dejaron de mirarme para enfrentar, como el alto, al punk. El punk me lanzó otra de sus miradas torcidas, alzó apenas los hombros y les dijo algo; después se abrió el sobretodo con un tintineo de hebillas para guardar el arma fuera de mi radio visual y se alejó hacia el callejón a paso rápido. El chico me dirigió una sonrisa simpática y se fue con el de cam-
pera de cuero. El más alto me hizo gesto con la cabeza de que los acompañara. No oculté mi desconcierto, él volvió a reír por lo bajo.
    — No vas a llegar muy lejos sola. Vení, nosotros te vamos a ayudar.
    Cuatro tipos armados, salidos de un callejón y de una pelea... no era precisamente la clase de ayuda que esperaba encontrar. Pero lo que me había pasado parecía darle la razón. Y no tenía el coraje para contra-
decirlo. No me animé a suspirar, asentí con la vista baja y fui con él tras los demás.

*          *          *

    A dos cuadras de ahí tenían estacionado un convertible con la capota cerrada. El alto se acomodó frente al volante y el punk a su izquierda, el más chico me invitó a sentarme entre él y el de campera de cuero. Un momento después nos alejábamos a toda velocidad del barrio oscuro, cruzábamos demasiado rápido una zona más iluminada y transitada y nos perdíamos por calles desiertas hacia una parte con pocos edificios y a todas luces residencial. Yo me mantenía inmóvil y encogida en el asiento de atrás, hombro con hombro con los otros dos, apretando mi mochila contra el pecho como si fuera a usarla de escudo. Nadie pronunció palabra hasta varios minutos después de cruzar la zona céntrica. Entonces el de campera de cuero se incli-
nó hacia adelante.
    — Doko de mitsuketa? —me pareció que le preguntaba al alto, que le contestó sin apartar la vista de la calle, con un tono ligero y despreocupado. El punk gruñó algo y tornó a mirar hacia afuera. Entonces el chico me enfrentó y notó que me sostenía el brazo izquierdo.
    — ¿Estás lastimada? —me preguntó.
    Moví la cabeza tratando de sonreír.
    — No es nada, me golpeé un poco al caerme —contesté, procurando en vano que mi voz no temblara demasiado.
    — Cuando lleguemos a casa te voy a curar —dijo el alto—. Y mañana a la mañana te llevo a tu embaja-
da.
    El de campera de cuero me estudió con ojos entrecerrados.
    — ¿Cómo perdiste a tu amiga?
    Hice una mueca, era difícil de explicar porque sabía que iba a sonar absurdo e invoerosímil. Pero le dije para qué habíamos venido a Japón y cuanto recordaba del bar hasta despertarme en la plaza. Mientras yo hablaba el punk pelirrojo giró para lanzarme una de esas miradas que parecían cuchillos, sin apartar sus ojos de mí aun después de haberme callado. El alto largó una risita.
    — Extranjeras que desaparecen —dijo—. Me suena, me suena.
    — ¿Cómo dijiste que se llamaba el tipo que las llevó al bar? —me espetó el punk, todavía mirándome con fijeza.
    — Tsuyamini... Tsuyamini Saki... creo... —murmuré, intimidada por su acento frío y sus ojos más fríos que su acento.
    — De ése no nos dijeron nada —terció el chico.
    Me atreví a fruncir el ceño con un gesto interrogante, el punk desvió la vista hacia el chico y le dijo un par de palabras enfadado, luego volvió a acomodarse en su asiento mirando para adelante y nadie volvió a hablar.
    — Soy Youji, mucho gusto —dijo después el alto, sonriéndome por el espejo retrovisor, evidentemente para cortar la tensión del ambiente—. A mi izquierda Aya, y al lado tuyo Ken y Omi.
    — Mi nombre es Cecilia —dije, logrando al fin devolverle la sonrisa—. Pero todo el mundo me llama Saya o Sayaki...
    — Suena japonés — terció Ken, el de campera de cuero.
    — Es por el protagonista de una historia que me gusta mucho —expliqué. Poco a poco me sentía más animada, a pesar del miedo, el frío y el dolor del brazo. Empezaba a pensar que no iba a terminar muerta en una zanja y que los cuatro pandilleros no eran tan mala gente... Más me vale que no lo sean.
    — ¿Ah, sí? ¿Y qué personaje es ése? —preguntó Youji.
    Sentí las mejillas calientes. Tendría que aprender a mantener la boca cerrada para evitarme estos engorros, pensé.
    — Un asesino... —respondí en voz baja, avergonzada.
    Me pareció que el punk, Aya, envaraba los hombros al escucharme. Una carcajada espontánea y sonora de Youji llenó el auto.
    — ¡Me parece que nos vamos a llevar bien, Saya-chan! —exclamó.
    Mientras hablaba redujo la velocidad y nos detuvimos frente a un negocio a oscuras. Omi, el chico, se apresuró a bajarse y me indicó que lo siguiera. El único que no se apeó fue Youji, que me guiñó un ojo con una gran sonrisa.
    — Voy a guardar el auto, vengo enseguida —dijo, y volvió a arrancar.
    Los otros tres ya habían entrado por una puerta lateral del negocio que daba a una escalera ascendente. El punk estaba de pie en la puerta, a todas luces esperando que yo entrara también. Pasé junto a él sin-
tiendo un escalofrío, y que se me ponía la piel de gallina al escucharlo cerrar la puerta y empezar a subir detrás mío. Bien. Ya estaba hecho. Lo que deba ser, será, pensé, pero lo cierto es que jamás había sentido tanto miedo en toda mi vida. La escalera me dejó en una cocina-comedor cálida, ordenada y bien iluminada. Aya se deslizó a mis espaldas hacia el living a oscuras (tuve otro escalofrío cuando su abrigo me rozó el brazo) y lo escuché subir otra escalera de madera. Ken estaba preparando té y me indicó que me sentara, unos pasos rápidos bajaron repiqueteando por la escalera a oscuras y Omi apareció con un botiquín. Ken hizo una mueca al verlo y se volvió hacia mí.
    — Tal vez quieras darte una ducha antes de curarte el brazo.
    Lo enfrenté desconcertada. ¿Que me bañara ahí? ¿Qué estaba diciendo?
    — Si estás como tu tapado te va a venir bien un baño caliente...
    Recién entonces noté el estado lastimoso en el que estaba. El tapado de Paula estaba todo embarrado, igual que mis jeans, que se habían roto en una rodilla al caerme. En realidad toda yo estaba manchada de barro, ahora podía sentir las costras secas en la cara, y la mano que me pasé por el pelo casi queda enredada entre los mechones pegoteados y húmedos. Ken me alcanzó un tazón humeante sonriendo de costado.
    — Tomate esto y después te fijás qué querés. Omi y yo te podemos prestar ropa limpia para que te cambies.
    Bajé la vista turbada, sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas. Desde que Paula viniera a casa sólo cuatro días atrás a decirme que tenía que acompañarla a Tokyo a buscar a su hermana, las cosas habían pa-
sado demasiado rápido. Sobre todo desde que me despertara en esa plaza. De pronto las palabras y los gestos amables de estos tres desconocidos parecían surtir el mismo efecto que el abrazo de un amigo en un momento malo. Temblaba de pies a cabeza, y casi me vuelco encima el té al querer tomar un sorbo. Dejé la taza en la mesa sin animarme a alzar la vista.
    — Ken tiene razón —terció Omi con su acento amable—. Una ducha te va ayudar a sentirte mejor.
    Sentí la presión suave de su mano en mi brazo sano y cerré los ojos fuerza, pero no pude evitar que cayeran varias lágrimas.
    — Tenés que contestarme unas preguntas —dijo una voz fría detrás mío, obviamente Aya—. Mejor que te despejes primero. Omi, mostrale el baño.
    Me incorporé todavía con la vista baja y seguí a Omi escaleras arriba hasta el baño. El chico abrió por mí la ducha y me alcanzó toallas limpias.
    — Voy a buscarte algo de ropa —sonrió, y salió cerrando la puerta sin ruido.
    Me costó desvestirme, el brazo izquierdo me dolía mucho y las manos me temblaban. Pero apenas estu-
ve bajo aquella lluvia de agua caliente agradecí la sugerencia de Ken. Omi volvió enseguida, llamó y se asomó apenas lo necesario para dejar la ropa en el piso frente a la puerta. Cuando lo hizo escuché a los demás hablando en la cocina, como si discutieran algo, pero no me importaba. Era como si el agua no sólo se llevara el barro, sino también el frío y el cansancio, hasta el miedo. Cerré los ojos limitándome a sentirla caer y correr sobre mí, respirando cada vez con más calma.
    Debo haberme adormecido parada bajo la ducha, porque unos golpes en la puerta del baño me sobre-
saltaron y reconocí la voz de Youji preguntándome si estaba bien. Le dije que enseguida bajaba y lo escu-
ché alejarse por el piso de madera del corredor.
    El jean debía ser de Omi, que era de mi estatura, pero la remera me quedaba grande; no importaba, siempre uso ropa tres talles más grandes, y ésta despedía ese aroma inconfundible de la ropa recién lavada y secada al sol. Me vestí y me reuní con los cuatro en la cocina. Youji me mostró una silla libre junto a él frente a la mesa y abrió el botiquín indicándome que le dejara ver mi brazo. El codo había perdido su forma aguzada, hinchado y morado bajo una costra delgada de sangre seca que subía hacia el hombro, y el hema-
toma se estiraba diez centímetros para arriba y otros tantos para abajo. Youji me desinfectó el raspón mien-
tras Ken volvía a servirme té; Omi no estaba a la vista, y Aya me observaba con su expresión ceñuda, cru-
zado de brazos y la espalda apoyada contra la heladera. Procuré ignorarlo, pero sentir esos ojos claros fijos en mí me ponía más que nerviosa. Omi volvió entonces y se sentó al otro lado de la mesa, mirando a Aya con un cabeceo afirmativo. Éste se apartó un paso de la heladera hacia mí.
    — ¿Te acordás el nombre del lugar adonde las llevó ese Tsuyamini?
    Alcé la vista deplorando tener que enfrentarlo y meneé la cabeza.
    — ¿Lo reconocerías si lo vieras?
    — ¿A Tsuyamini o al bar? —pregunté sin comprender.
    — Si fuera a los dos mejor.
    Asentí sin vacilar. Aya amagó a formular otra pregunta, pero Youji lo interrumpió.
    — Ahora contanos lo de tu amiga —dijo, terminando de vendarme el raspón por encima del codo—. ¿Cuándo supieron que había desaparecido?
    Les conté lo poco que sabía: que Tsuyamini le había escrito a Paula diciéndole que su hermana había faltado una semana entera a clases, y que al ir a su departamento los vecinos le habían dicho que hacía varios días que no la veían. A lo que sabía, Silvia había sido vista por última vez diez días atrás.
    — Salió con Tsuyamini, creo que a bailar. Él la acompañó hasta su casa a la madrugada y la dejó ahí, pero al día siguiente no apareció en el Centro de Estudios...
    — ¿No dijiste que el tipo era profesor de ella? ¿Por qué...?
    Youji le sonrió burlón a Aya, pero Ken se le anticipó.
    — Todo esto se los contó él mismo, cuando fueron a ese bar...
    — Algo ya le había explicado a Paula por teléfono. Hacía un mes que salía con Silvia, aunque nadie en el Centro de Estudios lo sabía.
    Aya consultó la hora con una mueca.
    — Ahora ya es tarde para nada. Mañana a primera hora te llevamos a la embajada para hacer la denuncia, y después a tu hotel.
    No oculté mi desconcierto.
    — Pero si ni siquiera sé...
    — Grand Tokyo —intervino Omi con un guiño—. Acabo de rastrear en la red tus reservaciones. Dis-
culpame, pero tuve que usar tus documentos para hacerlo.
    Asentí en silencio, qué le iba a decir. Aya cruzó la cocina hacia la escalera.
    — Tenemos mucho por hacer mañana —dijo desde el living.
    Ken y Omi fueron tras él, acatando la orden, Youji se incorporó sonriéndome.
    — Vení, esta noche te cedo mi cama.
    Me paré vacilante.
    — Pero... si ya saben el hotel... no quiero seguir molestándolos.
    Youji largó una risita palmeándome el hombro sano.
    — Mejor que no vuelvas a salir esta noche. Vamos a dormir, y bienvenida a Tokyo.


Este fue el primer día de nuestra chica argentina en Tokyo, para seguir:

Día 2

Sino:

[ Fanfics ]    [ Principal ]