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Youji me mostró
su cuarto y me dejó sola. Las piernas volvían a temblarme,
como el resto del cuerpo, pero ahora de cansancio. Ignoraba por qué
no estaba tan preocupada por Paula y Silvia, por qué me sentía
tan segura de que ellos me ayudarían a buscarlas y que las encontraríamos.
No tenía ánimos de cuestiona-
mientos. Preferí atribuirlo
al agotamiento y me dormí antes de apoyar la cabeza en la almohada,
que exha-
laba un suave perfume que me envolvió
al cerrar los ojos.
Me desperté
sobresaltada. Ya era de día y Youji estaba en medio de la habitación,
con expresión culpable como si lo hubiera sorprendido entrando a
robar.
— Disculpá,
no quería despertarte, pero anoche me olvidé de sacar ropa
limpia y...
Le sonreí,
divertida por su cara, y me desperecé.
— Tu cama es
la mejor que haya usado en años —dije—. ¿Qué hora
es? ¿Dormí mucho?
Él sonrió
también y empezó a revolver su placard.
— Son las siete
y algo. Si tenés hambre, el desayuno está listo —contestó,
ya había encontrado lo que buscaba y se detuvo antes de salir—.
Pero apurate que Ken y Omi son pirañas famélicas a esta hora.
Bajé
casi atrás de él y encontré a los otros tres ya sentados
a la mesa. Omi me ofreció waffles y tocino y huevo y... decliné
cortésmente el desayuno estilo americano: comer esas cosas a esa
hora de la mañana podía arruinarme el resto del día,
así que me quedé solamente con una taza de té rojo
delicioso y un poco de pan tostado con dulce, añorando los desayunos
en mi propia cocina, con el sol entrando por la ventana sobre la pileta
y nada de ruido ciudadano de fondo. A sólo varios miles
de kilómetros y dos desapariciones de ahora... pensé
desanimada. Conversaban en japonés cuando me les uní, pero
enseguida volvieron a hablar en inglés por cortesía hacia
mí. Aya no pronunció palabra y fue el primero en terminar.
Chequeó la hora y me miró.
— Bajá
cuando termines, no quiero salir tarde —dijo, y se fue hacia la escalera
que bajaba hacia el negocio.
Sin detenerme
a pensarlo me volví hacia Youji, que sonrió de costado al
ver mi cara.
— Gruñe
pero no muerde, no te preocupes. Pero si querés te presto un folleto
turístico, no creo que te oficie de guía.
— Me gustaría
que hablaras así delante de Aya-kun —murmuró Ken mientras
leía la sección de deportes del diario.
— ¡Como
si no lo hiciera! —replicó Youji burlón y sacó un
atado de cigarrillos.
— Y cada vez
que lo hacés es para kilombo —dijo Omi—. No irás a fumar
acá tan temprano.
Youji se paró
con una mueca.
— No te voy
a ahumar la casa, no te preocupes —dijo, me sonrió de nuevo y me
invitó a bajar con él—. ¿Vamos? No es bueno impacientar
al jefe.
El negocio resultó
ser una florería tipo vivero, y cuando bajé con Youji encontramos
a Aya sacando plantas y acomodándolas a ambos lados de la puerta.
Entró al vernos, cruzó un par de frases con su amigo mientras
se sacaba el delantal y me hizo un gesto para que lo siguiera a la calle.
El camino hasta
la embajada lo hicimos rápido y en silencio. Aya mantenía
la vista fija al frente, yo opté por mirar por la ventanilla la
ciudad que ya bullía con la actividad diurna, los rastros de la
nevada de la noche anterior fundiéndose bajo un sol distante y miles
de pies. Me sentía incómoda con esa cara inexpre-
siva, esos ojos fríos y
ese silencio por única compañía, y fue un alivio cuando
nos detuvimos frente a la vieja y querida bandera celeste y blanca que
ondeaba en un edificio céntrico. Por desgracia el trámite
re-
sultó demasiado breve para
su importancia y para mi gusto. Volví a la calle sintiendo un vacío
en la boca del estómago y las orejas calientes de rabia, prendí
un cigarrillo con brusquedad. Era una mañana fría y luminosa,
pero a mí me parecía el día más oscuro que
recordara en los últimos años. Aya, que se mantu-
viera un paso detrás de
mí mientras yo explicaba el caso y firmaba la denuncia, se detuvo
al lado mío en vez de seguir hacia su auto.
— ¿Qué
te dijeron?
Tardé
en contestar, tratando de calmarme. Me encogí de hombros.
— Haremos lo
posible, le notificaremos cualquier novedad, manténgase en contacto,
bla, bla, bla. Burócratas de mierda.
— No te preocupes,
nosotros las vamos a encontrar.
Alcé
la vista sorprendida, encontrando sus ojos, de ese raro color celeste metálico,
brillantes detrás de los mechones rojizos. Sostuvo mi mirada sin
pestañear y después cabeceó en dirección al
auto.
— Vamos a tu
hotel.
Mientras volvíamos
a perdernos en la maraña de tránsito del centro, junté
ánimos para interrogarlo y me acomodé en mi asiento de manera
de poder verle bien la cara.
— ¿Qué
fue eso que dijo Youji anoche, acerca de extranjeras que desaparecen? ¿Y
lo que dijo Omi cuando nombré a Tsuyamini?
Los labios de
Aya formaron una curva más descendente que de costumbre y entornó
los ojos. Era obvio que no me iba a contestar,
pensé disgustada.
— ¿Cómo
son tu amiga y la hermana? —preguntó a su vez—. Su aspecto físico.
Busqué
mi portadocumentos y saqué una foto de las tres que Paula me había
hecho guardar ahí. Nos la habíamos sacado en Ezeiza el día
que Silvia se fuera de Argentina a cursar su beca de programación
en Japón. Se la mostré cuando paramos en un semáforo.
Aya le dio una ojeada rápida y me miró de costado.
— Trata de blancas
—dijo, arrancando—. Te dejaron en esa plaza porque no les servías:
buscan chicas morenas, latinas. Tuviste suerte de que no te mataran.
Sentí
más frío que la noche anterior cuando me desperté
en ese banco de piedra. Aya volvió a mirarme fugazmente.
— Te dije que
las vamos a encontrar. No las matan ni las sacan del país.
Yo seguía
sin poder articular palabra, él dejó la avenida por la que
íbamos y después de hacer un par de cuadras por la calle
transversal se detuvo frente a un edificio de diez pisos y fachada recién
pintada.
— El hotel.
Abrí
la boca, pero no tenía nada para decir y volví a cerrarla.
Sus palabras parecían retumbar en mi ca-
beza como cañonazos. Solté
el cinturón de seguridad y me bajé del auto con movimientos
mecánicos. Así entré a la recepción, chica
pero limpia y agradable, y le pregunté al conserje por nuestra reservación.
El hombre me miró sin comprender y mi primer pensamiento fue que
no hablaba inglés. Le repetí la pregunta con más lentitud,
a lo cual respondió, en un inglés académico y fluido,
que las reservaciones a nuestro nombre habían sido canceladas por
miss Rodriguez la noche anterior. La voz de Aya a mis espaldas me sobresaltó.
Habló con el conserje rápido y en voz baja, el hombre chequeó
algo en su computadora, le mostró el monitor meneando la cabeza,
Aya le dijo algo más y el conserje llamó a un chico de uniforme,
que se fue y volvió enseguida con mi valija negra, de la que todavía
colgaban los tickets del avión. Aya la agarró diciéndole
algo más y me hizo señas de que saliera con él.
— ¿Sabés
dónde vivía la hermana de tu amiga?—preguntó, acomodando
mi valija en el asiento de atrás.
Le di la dirección
y le pregunté qué había pasado.
— Hacen que
todo parezca un viaje corto. Llevan a las chicas a sus casas a buscar un
bolso con ropa para que las vean irse vivas y con alguien. Anoche tu amiga
vino al hotel con un tipo, canceló las reserva-
ciones y se llevó sus cosas,
pidiendo que guardaran las tuyas hasta hoy a la tarde...
Me hundí
en el asiento, dejándome cegar por el brillo del sol en el parabrisas.
Todo daba vueltas a mi alrededor y me sentía incapaz de hilar dos
pensamientos de manera coherente. Cuando llegamos al edificio donde había
estado viviendo Silvia, Aya no se molestó en hacerme bajar. Volvió
en seguida y nos fuimos sin cruzar palabra.
* * *
La vereda de
la florería estaba atestada de chicas con uniforme de colegio que
seguían a Youji y a Ken, que trataban de regar las plantas sin pisar
a nadie y charlaban con alguna chica o saludaban a otra. Hubo un movimiento
general de cabezas cuando Aya frenó frente al negocio, y al menos
una docena de adolescentes se acercaron al auto con grandes sonrisas y
ojos risueños. Él ni siquiera las miró. Rodeó
el auto, me abrió la puerta y me tendió una mano para ayudarme
a bajar. Me pareció sentir susurros airados y ser blanco de más
de cuatro miradas hostiles, pero todavía estaba tan aturdida que
apenas si lo noté. Vi que Youji me obser-
vaba muy serio, una cabeza más
alto que sus admiradoras, y que cruzaba una mirada con Ken. En ese mo-
mento una mano de Aya me sujetó
con suavidad el brazo sano y me dejé guiar al interior del negocio
y hasta la cocina como una zoombie.
Sin detenerme
a pensarlo puse té a calentar y prendí un cigarrillo. Creo
que no terminé de reaccionar hasta que quise buscar una taza y me
di cuenta de que esa cocina no era la mía y que no sabía
dónde esta-
ban las cosas. Giré y me
encontré con Youji, que sonrió y me tendió una flor
rosada.
— Me alegra
que tengas ojos claros —dijo, sacando una taza del mueble bajo la mesada—.
Eso y ser tan pálida te puede haber salvado la vida. ¿Azúcar?
Yo todavía
estaba mirando la flor que me había puesto en la mano, levanté
los ojos frunciendo el ceño.
— Una sola mañana
con Aya y ya estás silenciosa y con esa cara —rió—. Vamos,
todo va a ir bien.
Confía en nosotros.
Suspiré
desviando la vista.
— ¿Y
qué pueden hacer ustedes por ayudarme? ¿Y por qué
lo harían, si pudieran?
Youji sirvió
el té, reemplazó la flor por la taza en mi mano y buscó
un cenicero.
— Permiso, te
saco un cigarrillo, dejé los míos abajo —se sentó
a horcajadas en una silla y cruzó los brazos sobre el respaldo,
el cigarrillo subiendo y bajando entre sus labios mientras hablaba—. Porque
ne-
cesitás ayuda, por eso te
la vamos a dar.
Bajé
los ojos porque me ardían, tenía la garganta cerrada de angustia.
Le di la espalda con la excusa de ponerle más azúcar al té.
No quería seguir llorando, y menos frente a uno de ellos. En realidad
no quería absolutamente nada de lo que me rodeaba en ese momento.
Sólo podía pensar en estar en casa tomando mate con Paula
como solíamos hacer los fines de semana.
— ¿Acaso
importa por qué te ayudamos? Podemos hacerlo y lo vamos a hacer,
olvidate del resto.
Asentí
respirando hondo para calmarme y volví a enfrentarlo tratando de
sonreír.
— Creo que un
poco de aire fresco me vendría bien —dije—. ¿Adónde
puedo ir para ver el mar y no seguir llenándoles de humo la casa?
Youji me observó
con mirada crítica, como evaluando mi estado emocional (que era
un verdadero de-
sastre) y abrió la boca
para contestarme, pero el sonido de pasos en la escalera lo interrumpió.
Aya subía desde el negocio con una mujer joven y pelirroja como
él, a la que presentó como Manx.
— Ken está
solo en el negocio —dijo Aya mientras Manx se sentaba y me invitaba a imitarla.
Youji asintió y me dirigió una última sonrisa antes
de irse.
Manx sacó
de su cartera un sobre con fotos y me lo dio. Una docena de hombres y una
docena de bares. No hacía falta que me explicara para qué
me las mostraba. Les señalé a Tsuyamini y el lugar adonde
nos llevara. Manx intercambió una mirada con Aya y le tendió
las fotos que yo apartara.
— Yatto... —murmuró
él estudiándolas.
Manx se volvió
hacia mí con una sonrisa formal que intentaba ser amigable.
— ¿Te
animarías a volver a ese bar? —preguntó con suavidad.
Me encogí
de hombros. La idea no resultaba nada atractiva, pero resultaba obviamente
necesario para empezar a buscar a Paula y Silvia. Manx asintió con
otra sonrisa breve y se incorporó, despidiéndose. Vi sus
ojos detenerse en mi valija, que quedara contra una pared, y dijo algo
encaminándose a la escalera. Aya meneó la cabeza.
— Koko de ii
yo —le oí decir.
Acá
está bien, repetí
para mis adentros, mientras volvía a quedarme sola en la cocina.
Youji volvió enseguida, levantó mi valija y me hizo señas
de que lo siguiera escaleras arriba, pero lo detuve.
— ¿No
querés cambiarte? —preguntó un poco sorprendido—. Ya que
vas a tener que pasar unos días más en Tokyo, habíamos
pensado que duermas en mi pieza...
Le sonreí
agradecida y le señalé el sillón del living.
— Prefiero dormir
ahí, gracias —tercié—. No quiero causar más molestias
que las inevitables, que ya son demasiadas.
— Bueno, pero
tu valija no puede quedar dando vueltas por ahí. La dejo en mi pieza.
Si querés cambiate y buscame abajo, así te llevo a ver el
mar.
Al pasar al
lado mío me revolvió el pelo con otra de sus sonrisas adorables
y me dejó sola. La verdad que si tenía que elegir a alguien
para salir y levantarme el ánimo en ese momento y en ese lugar del
mundo, no hubiera podido elegir a nadie mejor que él.
Durante nuestro
paseo en su convertible y mientras estuvimos sentados en una playa hablamos
más que nada sobre mí y sobre mis amigas perdidas. Yo esperaba
poder arrancarle alguna respuesta, pero a pesar de su locuacidad se las
ingenió para evitar metódicamente mis preguntas sobre ellos.
Entendí que debía con-
formarme con lo que sabía
(nada) y aceptar su promesa de ayuda sin pretender saber más. No
tenía muchas alternativas. Lo hice.
De pronto nos
quedamos callados y el silencio se prolongó. Un nene cruzó
corriendo entre nosotros y el mar remontando su barrilete. Una nube ocultó
el sol y el viento se hizo más frío. Me estremecí
y me rodeé las piernas con el brazo sano, apoyando la cabeza en
las rodillas, mirando sin ver el vasto océano que se extendía
tanto más allá de la confusa línea del horizonte para
terminar tan cerca de casa... y de cuanto había llamado mi vida
hasta esa noche en que Paula me tocara el timbre con el mail de Tsuyamini
impreso en una mano temblorosa. Sentir el roce de la mano de Youji en mi
mejilla me dio un escalofrío y volví la cabeza hacia él.
Me miraba por encima de sus lentes oscuros, los ojos verdes brillaban reflejando
el cielo y el mar y su sonrisa era vaga. No dijo nada, yo tampoco. Pero
aquel breve contacto, además de acelerar mi pulso cardíaco,
hizo que cualquier recelo que aún pudiera quedarme hacia él
y sus amigos se desvaneciera. Su sonrisa se acentuó y desvió
la vista para prender un cigarrillo, yo volví a enfrentar el mar.
Unos minutos después volvíamos a cruzar Tokyo hacia la florería.
* * *
Pasé parte
de la tarde garabateando en un cuaderno que me comprara al volver de la
playa. Nunca escri-
bí más que un par
de poemitas de amor adolescente, las letras no son mi fuerte, pero necesitaba
expresarme en mi idioma, con el que las palabras significaban lo que yo
quería decir y con el que me sentía más segura de
mí misma, ya no acorralada por letreros y voces incomprensibles.
Sin embargo, terminé garabateando unas frases en inglés,
tal vez llevada por la inercia de estar usándolo como único
puente de comunicación con quienes me rodeaban.
Cuando Omi volvió
del colegio me invitó a ir con él a su pieza y entramos a
la red, donde seguimos el rastro de las últimas operaciones de la
tarjeta de crédito de Silvia y de la de Paula hasta la cancelación
de nuestras reservas en el hotel. Después entró en el sistema
del Centro de Estudios (yo veía boquiabierta cómo hackeaba
un sistema tras otro con la mayor facilidad), sacó cuanta información
encontró sobre Tsuya-
mini y empezó a chequearla
con otras fuentes. A esta altura mi escasa comprensión en sistemas
me había hecho quedarme bastante atrás y me limitaba a mirarlo
actuar sin molestarlo con preguntas tontas.
— Esta noche
vamos a ir a ese bar —dijo de pronto, siempre atento a su monitor.
Asentí
con una mueca. Lindo plan para mi segunda noche en Tokyo, volver
ahí. Omi
me miró por sobre el hombro con una sonrisa.
— Vas a tener
que entrar sola, a ver si reconocés a alguien, pero nosotros vamos
a estar cerca todo el tiempo por si surgen problemas —ahora giró
para enfrentarme muy serio—. Te animás, ¿no?
Volví
a asentir en silencio. Me animara o no, tenía que hacerlo, y saber
que no estaría sola me tranqui-
lizaba un poco.
— Lo que suponía,
es habitué de ese lugar —dijo entonces, señalando el monitor—.
Su tarjeta registra pagos ahí al menos tres veces por semana en
los últimos dos meses... desde que empezaron a desaparecer las chicas
extranjeras...
Di un respingo
al escucharlo y lo miré incrédula.
— ¿Vos
querés decir que el amigo de Silvia...?
— Casualidades
son casualidades —su sonrisa no tenía nada de la simpatía
habitual en él—. Es profesor en un centro de becarios extranjeros,
sale con alumnas, al menos una de ellas desapareció, vos apareciste
en una plaza después de encontrarte con él y no hay rastros
de tu amiga...
Sin pensarlo
saqué un cigarrillo, pero su expresión me contuvo cuando
iba a prenderlo. Lo guardé sus-
pirando, Omi volvía a enfrascarse
en seguirle los pasos a Tsuyamini en la red y yo a hundirme en mis propias
cavilaciones ociosas.
* * *
La noche se había
cerrado hacía rato y el cielo volvía a cubrirse de nubes
amenazantes cuando volví a reunirme con los cuatro en la cocina,
para cenar. Ken había traído pizza y comieron hablando en
japonés, de algo importante a juzgar por la tensión en sus
voces y la seriedad de sus caras. Yo los escuchaba como en sordina, pescaba
alguna palabra suelta, pero no me molestaba por tratar de entender siquiera
las frases cortas. Si no hablaban en un idioma que yo entendía era
porque su conversación no era para mis oídos. Comí
poco, no tenía hambre y la perspectiva de que pronto volvería
a entrar a ese bar no contribuía a abrirme el apetito. Me preguntaba
qué haría si encontraba ahí a Tsuyamini, a qué
se había referido Omi con que iban a estar cerca “por si surgían
problemas”, qué esperaban ellos de mi visita a ese lugar. La voz
de Aya me recorrió como una descarga eléctrica.
— ¿Tenés
ropa de noche para ponerte?
— Sí,
creo que traje algún vestido —le contesté, soportando la
mirada de los cuatro fija en mí—. Pero no sé si será
apropiado...
— ¿Es
corto?
Aya y Ken se
volvieron hacia Youji ceñudos, él alzó una mano anticipándose
a ellos.
— Si se viste
provocativa, tal vez decidan que su piel blanca y sus ojos claros no importan.
Tenemos que intentarlo.
Me quedé
de una pieza, mirándolo asombrada. ¿Entonces me
van a usar de carnada? Empezaba a buscar la mejor
manera de declinar el encargo cuando Aya volvió a enfrentarme con
expresión especulativa y luego asintió, bajé la cabeza
sabiendo que no me iba a animar a decirle no-gracias-paso.
— Yo voy a ir
con vos, aunque entremos por separados —dijo.
Alcé
la vista con una mueca.
— Pero... todos
los que vi ahí eran más bien formales y vos... —mi voz se
perdió en un murmullo al darme cuenta de lo que había dicho
y a quién.
Las cejas de
Aya se alzaron un poco, Youji se reclinó en su silla con una sonrisa
burlona.
— Hum... parece
que voy a tener que ser yo —dijo con tono desapasionado, aunque advertí
la mirada cómplice que me dirigía.
Ken hincó
los dientes en la última porción de pizza y masticó
con mueca dubitativa.
— ¿Vos
en ese lugar lleno de chicas? —terció.
— Pero es el
único que podría pasar sin llamar la atención —replicó
Aya—. Vos y yo vamos a esperar afuera, pero alguien tiene que estar adentro
con ella —me miró y cabeceó hacia la escalera—. Cuanto antes
salgamos mejor. Acordate que lo que necesitamos es que se fijen en vos.
Acaté
la orden con la misma docilidad con que todos los demás acataban
sus órdenes y subí a cambiar-
rme. Lo único útil
que encontré en mi valija fue un vestido negro, corto como pidiera
Youji, y agradecí mi falta de practicidad para preparar viajes urgentes,
porque había llevado también medias y zapatos altos. Lástima
que el tapado de Paula necesitaba un par de visitas más a la tintorería
antes de volver a quedar decente, porque mi único abrigo además
de mi campera de invierno era un blazer grueso que no iba más allá
de las caderas. Voy a necesitar mucha suerte y un par de aspirinas
para no engriparme esta noche. Me maquillé
tratando de disimular mi palidez cuanto pude, elejí un rojo brillante
y más bien chillón para la boca, me esmeré en resaltar
mis ojos celestes con sombra oscura y pestañas muy negras. Pero
cuando me miré tratando de ser objetiva en el espejo del baño
no me sentí satisfecha. Por suerte a ellos mi disfraz de ocasión
les pareció bien, y Aya hasta asintió después de mirarme
de arriba a abajo con ojos críticos. Omi me dio una cadena dorada
con un medallón chico, me explicó que era un micrófono
y un localizador, para que él pudiera monitorearme desde su pc.
Me ayudó a colgármelo y se despidió de nosotros con
una sonrisa alentadora. Yo seguí a los demás escaleras abajo
hacia el garage. Los tres vestían como la noche anterior, Ken con
su ropa de motociclista y Aya y Youji con sus abrigos largos y oscuros,
cuyos faldones les cubrían las piernas casi hasta los tobillos.
Me acomodé con los ellos dos en el convertible de Youji mientras
Ken salía solo en moto.
El viaje fue
mucho más corto de lo que yo esperaba, y nadie habló hasta
que llegamos a la zona céntrica. Nos detuvimos a dos cuadras de
una avenida y Aya se apeó en una esquina más bien oscura.
Mientras re-
gresábamos por una calle
paralela a la avenida, Youji me explicó que me iba a dejar a diez
cuadras del bar en cuestión, y que tenía que tomarme un taxi
para llegar sola; él iba a seguir al taxi que yo tomara y entraría
al local uno o dos minutos después.
— Voy a estar
siempre a la vista, pero tenés que evitar mirarme —concluyó,
frenando veinte metros antes de la avenida. Me miró un momento y
sonrió de costado—. Ahora estás con nosotros, no te puede
pasar nada. ¿Muy nerviosa?
— Sólo
muerta de miedo —traté de que mi acento sonara ligero y me colgué
la diminuta cartera que encontrara en el fondo de mi valija, donde apenas
entraban mis cigarrillos y mi billetera.
Él rió
por lo bajo al escucharme y me tomó el mentón para forzarme
a enfrentarlo. No dijo nada, como esa mañana en la playa, pero su
mirada y su silencio me reconfortaron como antes. Me obligué a sonreír
y cediendo a un impulso le di un beso en la mejilla antes de bajar del
convertible. Cuando cerré la puerta lo noté un poco sorprendido.
— Disculpá,
te manché la cara de lapiz labial...
Youji se limpió
la mejilla sonriendo de costado. Yo me había separado varios pasos
del auto. Miré hacia la avenida respirando profundo, me volví
hacia él con un gesto de despedida y me alejé sola antes
de tener tiempo de pensar las cosas dos veces y salir corriendo en dirección
opuesta de puro miedo.
* * *
El bar estaba
más concurrido que la noche anterior e imaginé que se debía
a que era más tarde. Llamar la atención, me repetía.
No
sé de quién, pero llamar la atención.
Un mozo me señaló una mesa y se ofreció
a precederme, pero me negué
con la mejor sonrisa que pude poner y señalé la barra, donde
había un par de lugares vacíos. Me miró un poco sorprendido
y temí haber sugerido algo demasiado fuera de lugar. Bueno,
si lo hice, seguro que voy a llamar la atención de quien-sea.
Asentí con otra sonrisa y crucé el local sin esperarlo.
Los que se sentaban
a la barra eran todos hombres. La mayoría estaban de frente al local,
sólo unos po-
cos daban la espalda. Todos los
hombres acompañados estaban sentados a mesas junto a la pared, mientras
las mesas del centro estaban ocupadas por grupitos de gente más
joven e informal. Recorrí la barra tratando de que mi paso fuera
seguro y, si se me concedía el milagro, sensual. Sentí las
miradas que me seguían, pe-
ro me resultaba imposible comprender
sus significados. Espero no estar cometiendo un error irreparable.
Tal vez debería actuar menos liberal...
Pero ya era tarde para pensarlo. Seguí hasta un asiento libre casi
en el otro extremo de la barra. Me quité el blazer fingiendo ser
el centro absoluto del universo, me acomodé el pelo sobre un solo
hombro, descubriendo mi espalda escotada, y me senté con las piernas
cruzadas de cara al local y a la barra. Conté más de cuatro
pares de ojos masculinos siguiendo mis movimientos, ignoré al mundo
para pedirme un aperitivo. Busqué mis cigarrillos y maldije el nervioso
temblor de mis manos, traté de prender uno sin traicionar mi verdadero
estado de ánimo. No pude evitar lanzar una mirada ansiosa en dirección
a la puerta. Youji había jurado que entraría sólo
uno o dos minutos después que yo y todavía no llegaba.
El barman me
alcanzó mi trago y deslizó una tarjeta junto al vaso con
disimulo. La levanté sin mostrar mi sorpresa, leí el nombre
escrito en roma-ji, alcé la vista barriendo las caras de los hombres
solos de la barra en busca del remitente. Lo encontré sentado a
diez lugares de mí. Movió su vaso como si brindara a mi sa-
lud y me sonrió. Era un
ejecutivo joven, muy bien vestido y de rostro agradable. Le devolví
la sonrisa
guardando su tarjeta en la cartera
de forma que me viera hacerlo, pero cuando volví a mirarlo tuve
que hacer un esfuerzo enorme para mantener mi expresión provocativa:
detrás de él otros ojos seguían todos mis movimientos,
y reconocí al hombre que estaba hablando con Tsuyamini cuando Paula
y yo saliéramos del baño la noche anterior. Sin saber qué
hacer, me concentré en mi bebida, deplorando mi pésima elección
en el momento de pedir: distaba de ser mi favorita o siquiera digerible.
Al menos no iba a necesitar pagar más de un aperitivo esa noche,
porque dudaba poder terminar ése.
Quizás
debería avisarle a Omi que está este tipo,
pensé. Él podría avisarle a los demás para
averiguar quién era o seguirlo o lo que fuera. Pero no podía
ponerme a hablarle al medallón ahí. Opté por ir al
baño para hacerlo. Me encerré en un compartimiento y le susurré
al colgante mi hallazgo, lamentando no tener forma de saber si Omi me había
escuchado. Salí, me arreglé un poco la ropa y el maquillaje
y volví a mi lugar. Youji no estaba a la vista todavía y
empecé a ponerme nerviosa. Prendí otro cigarrillo, seguí
observando las caras de todos los hombres presentes, comprobé que
el conocido de Tsuyamini seguía ahí y todavía me observaba.
Cuando estaba por prender un tercer cigarrillo vi que el propio Tsuyamini
entraba al local. Lo acompañaba una chica occidental y a todas luces
latina, a grandes rasgos parecida a Silvia y Paula. Un escalofrío
me corrió por la espalda y se me puso la carne de gallina. Debo
haberlo mirado con demasiada fijeza, porque levantó la cabeza como
quien se siente observado y sus ojos se movieron a su alrededor buscando
el origen de su inquietud. Noté que no se detenía en el hombre
de la barra y traté de que mi expresión fuera serena esperando
que sus ojos me encontraran. Cuando al fin me vio pareció contrariado,
enseguida se mostró sorprendido, se excusó con su compañera
y cruzó el local hacia mí.
— ¡Señorita
Ibañez! —exclamó deteniéndose a mi lado de forma que
su cuerpo me tapaba todo el lo-
cal—. ¡Paula está
tan
preocupada por usted! ¡Pasamos el día buscándola! ¿Por
qué no fue a su hotel como dijo al despedirse de nosotros?
Así
que me fui sola, dije que me iba a un hotel que no sabía dónde
quedaba y no volví.
Demasiadas explicaciones para saludar a alguien que supuestamente sabe
qué hizo el día anterior. Ya me estoy haciendo
la Sherlock Holmes... Le sonreí haciéndome
la arrepentida por una travesura. Dije lo primero que se me ocurrió.
— Sí,
lo siento. Pero de camino al hotel me encontré con un matrimonio
argentino conocido mío y terminé quedándome en casa
de ellos, me olvidé de llamarla para avisarle... Pero cuando fui
al hotel esta mañana ella ya no estaba...
Tsuyamini no
consiguió disimular una sonrisa demasiado irónica para la
circunstancia.
— Es que no
podía dejarla sola, la llevé a casa de mi madre.
— Ahhh... Entiendo,
y se lo agradezco tanto, pobre Paula, fue tan desconsiderado de
mi parte hacerle eso. ¿Cómo puedo hacer para ubicarla? Volví
esta noche con la esperanza de encontrarla acá, a ella o a usted...
Ahora su sonrisa
era bien visible y casi hasta inocente.
— Si me da la
dirección de sus amigos, podemos pasar mañana a buscarla.
Me mordí
el labio inferior fingiendo pesar.
— Es que no
la sé —murmuré—. Apenas si conozco la ciudad, ni siquiera
podría indicarle bien cómo llegar. Ellos me trajeron y me
pasan a buscar en dos horas.
Tsuyamini asintió
pensativo y demoró un momento en volver a enfrentarme.
— Si quiere
yo puedo llevarla ahora. Tenemos tiempo de volver antes que sus amigos
lleguen, así usted puede recoger sus cosas. En casa de mi madre
hay lugar para las dos.
Y seguro que para un par largo
más, pensé indignada. Sentí
la transpiración que me humedecía las manos y corría
bajo el vesido. Si la noche anterior me habían dejado por ahí,
vaya uno a saber por qué milagro, no creía que esta vez fueran
a hacerlo. Pero el tipo había planteado las cosas de forma que no
me dejaba muchas alternativas. No tenía excusas para negarme a acompañarlo.
Y
Youji que ni siquiera llegó. Espero que el medallón de Omi
realmente funcione. No recuerdo haber sentido
tanto miedo en toda mi vida como cuando acepté ir con él
“a casa de su madre”. Ya no dudaba adónde estaba yendo en realidad,
pero todavía no estaba segura de que al menos llegaría ahí
(donde quiera que “ahí” fuese) viva... Tsuyamini volvió a
asentir y se disculpó conmigo para ir a despedirse de su acompañante.
Mientras me ponía el blazer me pareció advertir una mirada
satisfecha en el hombre de la barra, que había observado nuestra
conversación desde su lugar a varios metros. Las piernas me temblaban
y sentía que el aire me era escaso. Agradecí que mi salida
no precisara ser tan notoria como mi llegada. Tsuyamini me esperaba junto
a la puerta. Mientras iba a su encuentro algo de vidrio destelló
en el extremo opuesto adonde había estado sentada. Ahí sentado
en una mesa, charlando con una linda chica y fumando, Youji me dirigió
una fugaz sonrisa desde atrás de sus lentes oscuros cuando pasé
cerca de él. Debería haberme ayudado a sentirme aunque fuera
un poco más tranquila, pero al verdad era que saber que estaba por
subirme al auto de un tratante de blancas que ya había hecho desaparecer
a dos amigas mías y que me había dejado tirada en una plaza
empezaba a resultar demasiado para mis nervios. Soy una estúpida.
No tendría que haber vuelto. Tendría que haberme negado.
Si ya les había señalado el sitio y la persona. Soy una estúpida.
Hoy sí que voy a terminar en una zanja. Jamás tendría
que haberme subido al avión.
El auto de Tsuyamini
estaba estacionado en la esquina del local, casualmente detrás del
convertible de Youji. Al salir a la calle miré a ambos lados, pero
no vi ni rastros de Aya o de Ken. Sin embargo, apenas Tsuyamini dejó
la avenida por una calle lateral vi en el espejo retrovisor que una moto
con dos personas venía cincuenta metros detrás nuestro. Si
no son ellos, no creo que llegue ni a una morgue,
pensé, concentrándome en tratar de ocultar mi nerviosismo.
* * *
Me hubiera gustado
sorprenderme aunque fuera un poco cuando Tsuyamini dejó la zona
céntrica y me llevó por calles cada vez más oscuras
y menos transitadas.
— La casa de
mi madre queda en las afueras —dijo a modo de explicación—, en un
barrio residencial. Disculpe que la traiga por esta zona, pero es el camino
más rápido.
Asentí
distraída, mirando lo que parecía ser el final de la calle:
un paredón y tras él lo que debía ser una fábrica
abandonada. Doblamos a la derecha una cuadra antes del callejón.
Ningún vehículo nos seguía y casi no me quedaban esperanzas
de que mis cuatro pandilleros-de-la-guarda me estuvieran siguiendo. En
realidad, ya no me quedaba ni siquiera miedo. Estaba como aturdida, la
cabeza demasiado embotada para pensar. La situación había
terminado por superarme y cuando nos detuvimos en mitad de una calle estrecha
y apenas iluminada ni siquiera me molesté por fingirme sorprendida.
La cabeza me dolía mucho y no sé si el lugar era realmente
tan oscuro o sencillamente me fallaba la vista. Giré para enfrentar
a Tsuyamini sintién-
dome una vaca camino al matadero.Igual
de indefensa, igual de inútil,
me acuerdo que pensé. Él se había puesto unos guantes
de latex y terminó de calzárselos bien antes de mirarme.
Sonreía de costado.
— Realmente
ustedes los latinos son estúpidos. ¿No entendiste el favor
que te hice ayer al dejarte en esa plaza?
Me encogí
de hombros.
— ¿Y
qué iba a hacer? ¿Volver a mi casa como si nada? —no pude
evitar una risita histérica—. Los pasajes los tiene Paula...
Él también
rió, pero su risa era más fría que la peor mirada
de Aya. Mi risa se convirtió en lágrimas. Me sujetó
por la cadena del medallón y me acercó a él. Los eslabones
se me clavaron en la carne. Cerré los ojos sin resistirme, ¿para
qué hacerlo? Yo sola me había metido en la boca del lobo
con mis ínfulas de que cuatro pandilleros y yo íbamos a poder
contra una mafia que traficaba con vidas humanas.
— Agradecé
que va a ser rápido —creo que dijo, agarrando la cadena con ambas
manos y cruzándola contra mi garganta.
Ni siquiera
entonces me moví, cuando el aire me empezó a faltar. Ni abrí
los ojos. Dolía, me cortaba, me ahogaba, prometía ser rápido
como él dijera.
Pero algo golpeó
con fuerza la parte delantera del auto y caí hacia atrás,
contra la ventanilla, mientras todo el auto se sacudía. Abrí
los ojos respirando a bocanadas entrecortadas, jadeante: una sombra se
erguía sobre el auto, los brazos en alto con un caño o algo
de metal que brilló al descargarse violentamente contra el parabrisas.
El vidrio estalló al mismo tiempo que la puerta del auto se abrió
y caí de nuevo para atrás, esta vez a la calle, golpeando
la cabeza contra el asfalto. Traté de erguirme un poco, atontada
y dolorida por el golpe, todavía tratando de llenar del todo los
pulmones, también doloridos. Vi al hombre que trepara al auto, ahora
forcejeando con Tsuyamini, todavía tras el volante. Reconocí
los largos mechones rojos y el sobretodo oscuro de Aya. Tenía sujeto
a Tsuyamini por la pechera de la camisa con una mano, por lo que pude ver,
tratando de sacarlo del auto, y en la otra mano empuñaba lo que
no podía ser más que una espa-
da. Dos manos me sujetaron por
debajo de los hombros, forcejeé instintivamente.
— Tranquila,
soy yo.
Alcé
la vista y encontré a Ken tratando de ayudarme a retroceder. Me
incorporé sosteniéndome de él, me hizo apoyarme contra
un poste y se alejó corriendo hacia la esquina más próxima.
En ese momento otra sombra saltó sobre el auto, otro abrigo largo
y oscuro y los anteojos negros de Youji; algo que parecía un alambre
brilló débilmente y se enroscó en torno al pecho de
Tsuyamini. Aya lo soltó y se irguió volviendo a esgrimir
su espada en alto con las dos manos en el mismo momento en que el motor
se encendía con un rugido sordo y todo el auto temblaba. Aya y Youji
vacilaron, agachándose para mantener el equilibrio, sin soltar la
presa aun cuando el Tsuyamini dio marcha atrás. Pero cuando aceleró
hacia adelante ellos no lo-
graron sujetarse y saltaron a un
costado para que no los atropellara.
Ken apareció
entonces en la esquina con su moto, bloqueándole el paso, mientras
Aya corría tras el auto y Youji retrocedía apresurado hacia
la otra esquina. Pero Tsuyamini no frenó, y Ken apenas tuvo tiempo
de hacerse a un lado mientras el auto embestía su moto y doblaba
la esquina con un chirrido de frenos y rue-
das. Youji pasó entonces
frente a mí con su convertible y aceleró para ir tras él;
Aya, que se detuviera a auxiliar a Ken, se irguió en medio de la
calle obligándolo a detenerse. Lo vi levantarse y me llegó
su voz furibunda mientras gesticulaba por encima del parabrisas. Aya sostuvo
a Ken hasta llegar al auto y lo aco-
modó junto a Youji, que
volvió a sentarse sin dejar de hablar en tono airado. Yo sentí
que las piernas ya no me respondían y dejé que mi espalda
resbalara contra el poste hasta estar sentada en el suelo sucio y frío.
Me costaba volver a respirar bien, y palpé un surco húmedo
y tibio donde la cadena se había apretado con-
tra mi cuello. La cadena...
pensé confundida. Ya no tenía la cadena con el medallón...
Youji traía
el convertible en reversa con Aya caminando al lado suyo. Creo que todavía
discutían. Cuan-
do llegaron adonde yo estaba atiné
a estirar una mano hacia ellos. La garganta me ardía con el aire
helado y las siluetas tendían a confundirse en una bruma opaca que
me rodeaba. Alcancé a reconocer a Aya en la cabeza que se inclinó
sobre mí, una mano fuerte y enguantada estrechó la mía.
Quise decirle sobre la cade-
na, pero no sé si logré
hacerlo.
Sentí
que me levantaban y me dejaban sobre un asiento mullido. La mano soltó
la mía, los escuché cru-
zar unas palabras y el motor al
ser acelerado. La inercia me empujó hacia atrás y enseguida
a un lado. Algo blando me sostuvo y un brazo me rodeó los hombros.
Conseguí abrir los ojos y vi la sonrisa de Youji, el pelo agitándose
al viento, las luces de la ciudad deslizándose vertiginosas más
allá de su cabeza. Me apreté contra él y volví
a cerrar los ojos.
Hasta aquí el segundo día de la historia. Si quieren leer el tercero y último:
Sino: