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Una luz
muy intensa y blanca me alcanzó a través de mis párpados
cerrados. Percibí el perfume de la almohada y las sábanas.
La
cama de Youji. Estaba acostada de lado, de frente
a la ventana que el sol acababa de tocar, un rayo atravesando la habitación
como una lanza hasta mi cara. Recordé la hoja de la espada de Aya
relumbrando por encima de su cabeza la noche anterior. Volví a sentir
la cálida contención del abrazo de Youji, las manos atentas
de Ken auxiliándome. Me volvieron a salvar.
Sentí un roce como de tela, muy suave, en torno a mi cuello, imaginé
lo que era. Sentí también algo cuadrado y pequeño
que presionaba mi cabeza apenas, por encima de la nuca. Estoy
hecha un estropajo humano. Entreabrí los
ojos sonriendo. La cabeza, el cuello, el brazo. Si me quedaba una semana
más en Japón iba a volver a casa en cucharita. Pero por encima
del vago dolor físico me sentía sorprendentemente tranquila.
Era como abrir los ojos en mi cama, en mi cuarto, en mi casa... No,
es mejor. Nunca me había detenido a sentirme tan segura...
Protegida. Así era como me sentía. Y era la sensación
más agradable que recordaba haber tenido en mucho tiempo.
Aparté
la vista de la ventana y recién entonces advertí la alta
silueta, oscura y delgada, apoyada en la pared, envuelta en la sombras
entre la ventana y la biblioteca. Vi otra silueta oscura, escapada de la
confusa lucha nocturna, erguida y fuerte, violenta y peligrosa, los faldones
del largo abrigo agitándose contra las piernas separadas. Ambas
siluetas se fundieron en la cabeza rojiza que asomó a la luz y Aya
se acercó con las manos en los bolsillos.
— ¿Cómo
te sentís? —resultaba extraño cómo hacía las
preguntas, sin que nada en su acento fuera interrogativo: sólo la
forma de armar las frases o las palabras que utilizaba aportaban los signos
de interro-
gación. Se detuvo junto
a la cama, alto y oscuro como la noche anterior, como cuando me encontrara
cerca del callejón bajo la nieve. Siempre alto y oscuro, frío,
peligroso. Sentía sus ojos fijos en mí desde su cara en sombras.
Asentí en silencio, mi voz también perdida en su sombra—.
Hoy quedate en cama. ¿Algo de tomar?
— O-cha onegai
shimasu —murmuré, moviendo la cabeza para seguir sus pasos en torno
a la cama y hacia la puerta.
Se detuvo un
instante cuando le contesté en japonés, salió con
un cabeceo afirmativo y cerró la puerta. Yo me quedé mirando
la puerta cerrada con esa sensación vaga de vacío que ya
había experimentado la mañana anterior, cuando salí
sola con él. Me encogí bajo las cálidas cobijas y
me tapé hasta el mentón, de espaldas a la ventana. El que
entró cinco minutos después era Youji, con un suculento desayuno
en una bandeja y un cuaderno bajo el brazo. Se sentó al borde de
la cama y me ayudó a acomodarme. El contraste entre su presencia
y la de Aya fue más notoria que nunca: era salir de un campo desierto
y cubierto de es-
carcha para descubrirme en una
playa soleada y llena de voces alegres.
— Así
que el golpe te hizo aprender japonés —se rió, tendiéndome
la bandeja—, y ya hasta pedís té rojo como corresponde.
Me encogí
de hombros riendo con él.
— Un par más
de noches agitadas y te leo cualquier kanji —contesté.
Youji había
traído té para los dos, y mientras llenaba las tazas traté
de hacer memoria de lo último que recordaba de la noche pasada.
La imagen del auto embistiendo la moto volvió con claridad.
— Ken... ¿Cómo
está Ken?
Youji me alcanzó
la taza con una morisqueta.
— Magullado
como vos, en cama como vos, pero nada grave; fue el porrazo nomás,
por suerte el auto no lo tocó. Pero en cualquier momento cambiamos
de rubro y dejamos las flores para abrir una clínica. La casa apesta
a desinfectante.
Lamenté
que el desinfectante en mi nuca fuera a impregnar su almohada y ensuciar
ese perfume tan a-
gradable, pero había otra
cosa dándome vueltas en la cabeza.
— Tsuyamini
—dije, mirándolo con el ceño fruncido—. Se escapó...
¿Y ahora qué... ?
La sonrisa de
Youji era más bien torva al torcerse.
— Cuando trató
de estrangularte con la cadena, debe haber tirado muy fuerte porque se
le rompió. No encontramos el medallón cerca tuyo, y cuando
llegamos Omi nos dijo que había quedado en el auto y fun-
cionando —su sonrisa se torció
todavía más—. Ya sabemos dónde buscarlo.
Asentí
pensativa. Saber dónde buscarlo era una cosa, que eso nos ayudara
a encontrar a Paula y a Silvia vivas y enteras otra, y que lográramos
sacarlas de ahí era muuuy otra... Se lo iba a decir cuando vi mi
cua-
derno junto a él sobre la
cama. Lo señalé con la cabeza. Él lo miró y
su sonrisa volvió a ser la de siempre.
— Quedó
abajo ayer, y creo que alguien lo estuvo leyendo. Te lo traje por si preferías
guardarlo con tus cosas.
Alcé
las cejas con un gesto interrogante, él las alzó en un gesto
vago y un poco burlón.
— Aya —dijo,
y largó una risita ante mi sorpresa—. Creo que se sintió
culpable por insistir en man-
darte sola al bar y casi haber
llegado tarde para salvarte después. Cuando terminé de curarte
y bajé para a-
costarme en “tu” sillón,
lo encontré sentado en la cocina, con el cuaderno cerrado frente
a él en la mesa —lo tomó pidiéndome permiso con la
mirada y lo abrió, pasó la primera hoja escrita en castellano,
se detu-
vo en la segunda, escrita en inglés;
volvió a enfrentarme con otra sonrisa irónica—. Tal vez lo
que escri-
biste lo tocó, con él
nunca se sabe. Pero su secreto vergonzoso es leer poesía.
— ¿Secreto
vergonzoso? —repetí sorprendida, no por la revelación sino
por cómo la calificaba Youji, que alzó los hombros
sin dejar de sonreír con sorna.
— Un asesino
poeta... no suena demasiado... coherente.
Creo que mi
expresión lo hizo revisar cuanto acababa de decir. La silueta oscura
con la hoja larga y del-
gada trazando un arco de destellos
sobre su cabeza pareció interponerse entre nosotros sobre la cama.
Otra silueta oscura con un lazo de alambre o algo similar se alzó
junto a ella. Lo miré a través de esas visiones nocturnas,
encontré sus ojos verdes imperturbables, su cara convertida en una
máscara hermética de algo cercano a la indolencia. Bajé
la vista a mi té y levanté la taza para tomarlo, escondiéndome
tras ella de esa mirada de pronto casi tan fría como la de Aya.
— Cuando dijiste
por qué te decían Sayaki, te dije que nos íbamos a
llevar bien.
Su acento era
suave, pero sin la menor inflexión de amabilidad o simpatía.
Me obligué a volver a enfren-
tarlo. De pronto una parte del
rompecabezas que me llevara a Tokyo y a esa mañana trataba de encajar.
La que correspondía a los cuatro personajes tan distintos entre
sí, que de día trabajaban en una florería y de noche
peleaban en callejones oscuros con armas silenciosas, moviéndose
como un equipo que sabe actuar como tal. Los mismos que me habían
dado techo y ayuda cuando yo no sabía siquiera dónde buscar
ambas cosas. Los únicos que me habían dado una explicación
creíble a la seguidilla de cosas incomprensibles que comenzara cuando
Paula recibiera el mail de Tsuyamini, una explicación coherente
y que hasta ahora se revelaba correcta. Moví los ojos a un lado
y a otro, evité su cara cuidadosamente al hablar.
— ¿Se
supone que debería salir corriendo a hacer la denuncia en alguna
comisaría y pedir refugio en mi embajada?
— Lo más
seguro es que no llegarías a la embajada.
Ahora su suavidad
me hizo estremecer, pero me esforcé por dominarme y volví
a enfrentarlo tratando de sonreír.
— Y me lo tendría
merecido.
Youji alzó
su taza hasta encontrar la mía en un brindis humeante y rió,
ahuyentando la tensión del am-
biente.
— Así
me gusta, Saya-chan. Ahora sí puedo usar tu apodo.
Poco después
se paraba con la bandeja para irse.
— Aya está
solo en el negocio y temo que mate a alguna clienta si no bajo pronto —me
guiñó un ojo—. Nunca va a aprender a tratar a las mujeres.
Cuando se fue
me quedé un rato largo recostada mirando para afuera, dejando que
mis pensamientos co-
rrieran pero sin molestarme en
seguirlos. Al bajar la vista me encontré con el cuaderno junto a
mis piernas, todavía abierto como lo dejara Youji. Lo levanté
y releí lo que había escrito la tarde anterior, eso que tal
vez había tocado a la siuleta oscura y fría que viera al
abrir los ojos esa mañana.
* (traducción al final)
Everything comes back
Endlessly
Meaninglessly
Like we needed to look back to face today
To understand tomorrow
That old glassy dream is shutting up again
My small doll’s house
My private hell
My space to fly
It’s closing and I still don’t know
If I want anything to do
With what’s left outside.
I’m not affraid of pain
There’s so much here inside
That I’ve forgotten how to fear it.
And there’s always some sudden sunbeam
To help me recalling
What happiness used to be like.
Vi el atado
de cigarrillos de Youji sobre la mesa de luz y prendí uno volviendo
a mirar por la ventana. Asesinos. Asesinos poetas, asesinos amables, asesinos
que iban al colegio... Asesinos que me salvan la vida una vez
por día...Aparté las cobijas y
me levanté. Si Omi estaba en el colegio y Aya y Youji en el negocio,
no había nadie que se fijara si Ken necesitaba algo. Me asomé,
vi que dormía tranquilamente, aunque con la mano y el antebrazo
derecho vendados y otra venda en la frente.
Yo me había
sacado mis propios apósitos de la nuca y el cuello, y agradecí
tener una polera para ocultar la marca roja que la cadena me dejara en
la garganta. Todavía me dolía un poco tragar y toser, pero
la tran-
quilidad del despertar volvía
a colmarme, dejando que la violencia y el miedo de la noche anterior se
dilu-
yeran bajo el sol radiante y lejano
de ese día de invierno en un hemisferio ajeno.
Youji fumaba
afuera, charlando con un grupo de chicas adolescentes que lo miraban y
escuchaban con adoración risueña. Aya trasplantaba unos gajos
a macetas más grandes. Me saludó con uno de sus cabeceos
y siguió trabajando, me paré frente a él hasta que
tuvo que darse por aludido de mi proximidad.
— ¿Podría
poner algunas flores en el cuarto de Ken?
Me miró
a los ojos un momento, volvió a cabecear señalando una mesa
larga en la que había tres pilas de flores con tallo para armar
ramos; estaban recién rociadas y las gotas destellaban entre las
hojas y los péta-
los. Elegí las cuatro que
más me gustaron, aunque no tenía idea de qué flores
fueran, y cuando me apartaba de la mesa descubrí una rosa blanca
apenas abierta, los pétalos todavía apretados. Las palabras
de Youji me volvieron a la memoria. “Le gusta leer poesía”
y lo recordé quieto y silencioso junto a la ventana, viéndome
dormir. La saqué con cuidado de no tirar todas las otras flores
que tenía encima y volví al lado de Aya. El nombre del negocio
estaba escrito en kanjis en el borde superior de su delantal, pero su apellido
estaba en roma-ji.
— Fujimiya-san...
— Nani —preguntó
sin alzar la vista de sus plantines.
Le puse la rosa
casi bajo la nariz. Echó la cabeza hacia atrás, sus ojos
se movieron de la rosa a mi cara un par de veces, después frunció
el ceño. Le sonreí como pude, deslicé la rosa en el
bolsillo superior de su delantal e incliné apenas la cabeza antes
de apurarme hacia la escalera con las flores para Ken, sintiendo que el
corazón me latía con fuerza y que estaba nerviosa como si
hubiera hecho algo terrible... o estúpida-
mente temerario.
* * *
Ken estaba despierto
cuando volví a entrar a su cuarto con las flores en un jarroncito
de porcelana que encontrara en la cocina. Me dio los buenos días
sonriendo, su voz sonaba animada y normal, le pregunté como se sentía
y si quería comer algo.
— Gracias, no
te preocupes, ya me levanto.
Asentí
y lo dejé solo. Debían estar acostumbrados a esos “porrazos”,
porque cualquier otra persona hu-
biera tenido que ir a parar al
hospital al menos por un día. Puse agua a calentar para hacer té
y abrí la hela-
dera en busca de lo que ellos acostumbraban
desayunar. Unos pasos rápidos y vivaces treparon la escalera desde
el negocio y Omi apareció en la cocina con su mochila de colegio.
Consulté la hora sorprendida, no había creído que
fuera tan tarde y no lo era.
— Hubo un problema
con la alarma de incendios —dijo, dejando caer la mochila al suelo y su
cuerpo en una silla frente a la mesa, meneó la cabeza con una mueca
de pesar—. Se abrieron los aspersores y tuvieron que suspender las clases...
— Un día
te van a pescar y te van a echar —lo regañó Ken, que venía
bajando.
— Tenemos demasiado
por hacer, y yo necesito un par de horas tranquilo con mi pc si no queremos
problemas esta noche.
Les serví
el té y solicité instrucciones para el desayuno americano,
ya que en mi vida había preparado uno. Omi vino conmigo junto a
la cocina y me ayudó a poner todo en marcha. Cuando volvía
a la mesa se detuvo y giró de nuevo hacia mí.
— ¿Vos
le regalaste esa flor a Aya-kun?
La pregunta
me sorprendió, formulada con un eco de desconcierto. Sentí
que mis mejillas se ponían a la misma temperatura que las lonjas
de tocino en la sartén.
— S.. sí...
pero...
— ¿Que
hiciste qué? —preguntó atrás mío Ken.
Omi esbozó
una de sus sonrisas más simpáticas y fue a sentarse con Ken,
agradecí que hablara en inglés en lugar de usar su idioma,
que hubiera sido lo más natural.
— Me pareció
que Aya-kun estaba con uno de esos
humores, y Youji-kun me explicó que Saya-chan le había puesto
esa rosa en el delantal hace un rato y que desde entonces estaba... un
poco más huraño que de costumbre.
Ken largó
una risita nerviosa.
— Vaya ocurrencias,
Saya-chan...
Les alcancé
el tocino con huevos para que fueran empezando y no oculté mi curiosidad.
Omi se encogió de hombros.
— Ya viste cómo
es. Tratar de acercarse a él siempre es... difícil... Nunca
se sabe cómo va a reaccionar.
Asentí.
Hard
stuff, repetí para mis adentros. Mientras
intentaba hacer waffles decentes me animé a pre-
guntarles por qué Aya era...
como era. Y para mi gran asombro, después de intercambiar una mirada
de consulta mutua que espié por encima de mi hombro, Ken me contó
sobre la muerte de los padres de Aya en un atentado y el accidente que
un momento después dejara a su única hermana en coma. Me
habló de Takatori y lo que le había costado al pelirrojo
vengar a su familia.
No supe qué
hacer con semejante información de repente sobre mis hombros y me
concentré en untar los waffles con dulce, tomándome un momento
para pensar.
— Bueno... todos
tenemos nuestras historias tristes a cuestas —murmuré luego—. Lo
cual no significa el menor consuelo en realidad, sino todo lo contrario.
Ninguno de los
dos dijo nada, terminé con los benditos waffles y giré para
servírselos. Los encontré mi-
rándome serios e intrigados.
Con un gesto inconsciente saqué un cigarrillo, sabiendo que acababa
de crear la deuda de una explicación de mi parte. Me lo llevé
a la boca, tanteé mis bolsillos buscando el encendedor, reaccioné,
miré a Omi de reojo y volví a guardar el cigarrillo. Creo
que esto va a ser lo único que
no voy a extrañar de
mi estadía con ellos,
pensé sentándome al otro lado de la mesa.
— Saya-chan...
—la voz de Omi era baja, tímida—. ¿Por qué... ?
Me encogí
de hombros, detestaba la sombría solemnidad que parece llenar el
aire cuando estoy por pro-
nunciar la palabra muerte. Pero
era lo mínimo que podía dar a cambio de lo que me acababan
de contar.
— Bueno, mis
viejos murieron cada uno de su enfermedad antes de mis dieciséis,
tengo una sola herma-
na y nunca supimos llevarnos bien,
así que vivo sola desde entonces... Nada especial, nada demasiado
trágico. Una historia más entre ta...
Noté
que los ojos oscuros de Ken se desviaban de mi cara hacia la puerta detrás
mío, que daba a la es-
calera del negocio. Omi y yo giramos
casi al mismo tiempo para encontrar a Aya de pie en el vano, mirán-
dome con el ceño fruncido.
No dijo nada, sólo me miró un momento más, giró
en redondo y bajó por
donde había subido. Me volví
hacia los otros dos sin comprender, la sonrisa de Ken me desconcertó
un poco.
— No te preocupes.
Una de dos: o se le pasa un poco el malhumor o se pone peor.
* * *
Omi se encerró
en su pieza “a trabajar”, lo que entendí por hackear media docena
de sistemas y crackear otros tantos. Esa tranquilidad nueva seguía
imponiéndose a temores y angustias, segura de que las únicas
personas capaces de ayudarme se estaban esforzando por hacerlo, y me resistía
a permanecer encerrada en ese departamento tan ajeno que sentía
que necesitaba pedir permiso hasta para servirme agua. Así que me
ofrecí a acompañar a Ken al taller al cual habían
llevado lo que quedara de su moto.
— Ya que estamos
magullados casi por igual, quizá entre los dos hagamos uno por la
calle.
Ken aceptó
riendo y salimos a pie, sin volver hasta el mediodía. Fue como un
paseo, charlamos de fútbol (Maradona? Sugoi!!) de música,
de cualquier cosa sin importancia. A una cuadra de la florería divisamos
la multitud de colegialas que rodeaban a los tres vendedores. Ken meneó
la cabeza sonriendo de costado cuando le pregunté a qué se
debía ese alboroto cotidiano.
— Cómo
saberlo. Quién entiende a las chicas... fuera de Youji, por supuesto...
—su sonrisa se acentuó y me instó a mirar para adelante.
Estabamos lo
suficientemente cerca para ver a Aya, que sostenía un maceta enorme
entre sus brazos, las hojas de la planta cayendo sobre su cabeza, atascado
en medio de un grupo de muchachas. Tenía los ojos cerrados y la
boca más fruncida que el ceño, como quien hace un enorme
esfuerzo para contenerse. Ex-
plotó cuado Ken y yo estábamos
a veinte metros del negocio.
— Kawanain dattara...
—siseó con los dientes apretados.
— Si no van
a comprar nada... —susurró Ken a mi lado, y se anticipó con
un guiño:— Váyanse.
— KAERE!
Las chicas retrocedieron
entre amedrentadas y ofendidas, Aya las miró un instante más
resoplando y en-
tró con expresión
disgustada al local. Entonces alguien vio a Ken y un grupo se adelantó
a saludarlo, inter-
poniéndose entre él
y yo con habilidad. Yo le guiñé un ojo ante la mirada con
que parecía pedirme auxilio y seguí caminando sola, disfrutando
las últimas pitadas al último cigarrillo que podría
fumar sólo dios sabía hasta qué hora. Le sonreí
a Youji a la pasada (tan lindo con su remera ajustada bajo el delantal
y el pelo recogido), y entré al local donde Aya trabajaba de espaldas
a la puerta. Me detuve ante la escalera y me
volví hacia él vacilante,
sintiendo la necesidad de decirle algo sin saber qué. Él
se irguió y me enfrentó, sus ojos me taladraron por un instante.
Comprendí que no había nada por decir. Bajé la vista,
él volvió a trabajar y yo subí en silencio.
* * *
— Vos no vas
a ningún lado.
Me detuve en
seco al entrar a la cocina, la fría voz de Aya dándome esa
bienvenida. Vi que él y Youji ya vestían su “ropa de noche”,
Omi también vestía ropa oscura y los tres parecían
listos para salir. Opté por ignorarlo y me terminé de cerrar
la campera, sintiendo los ojos de los cuatro fijos en mí.
— Saya-chan...
—terció Ken—, no necesitás abrigarte para estar acá.
Vos y yo nos quedamos...
Levanté
la cabeza y los miré alternativamente. Estábamos los cinco
realmente
serios.
— Disculpen,
pero son mis amigas las que fueron secuestradas —dije, con acento más
bien cortante.
— Nosotros las
vamos a traer —dijo Omi en tono conciliador.
Detuve la mirada
un momento en él y torné a mirar a Aya. Ya sabía que
los demás acatarían su decisión, de modo que era él
quien decidiría si los acompañaba esa noche al escondite
de Tsuyamini y sus amigos. Encontré sus ojos fríos, me obligué
a fingir que no me podría avasallar.
— Saya-chan...
—intervino Youji—. Es tu tercera noche en Tokyo y las dos primeras no fueron
preci-
samente buenas. Ya es tiempo de
que te quedes tranquila y sin riesgos, ¿no? Creo que sabés
que vamos a hacer lo posible por encontrar a tus amigas y reunirte con
ellas.
Apartar la vista
del duro semblante de Aya, cambiar su imagen por la sonrisa de Youji era
una tentación más que fuerte. Pero si volvía a bajar
los ojos ante él estaría capitulando. Respondí haciendo
un esfuerzo por seguir sosteniendo la mirada del pelirrojo.
—No tienen forma
de reconocer a mis dos amigas y por eso quiero ir con ustedes.
Vi por el rabillo
del ojo que todos esperábamos que Aya dijera la última palabra.
Él no parecía sentirse presionado por el silencio tenso que
llenaba la cocina y toda la casa. Siguió mirándome durante
uno o dos minutos eternos, hasta que el reloj de la pared avisó
que eran las once en punto. Entonces caminó hacia mí, los
ojos todavía clavados en los míos, y un paso antes de llevarme
por delante se desvió lo indispensable para no hacerlo y continuó
hacia la escalera.
— No soy niñera.
Si venís estás sola —dijo al pasar a mi lado.
Agaché
la cabeza con una honda inspiración, sentí la transpiración
que me humedecía las sienes. Lo úl-
timo que quería era otra
noche rodeada de asesinos y tratantes de blancas, lo último que
quería era volver a ver las calles de Tokyo iluminadas por el neón
para terminar en algún callejón oscuro, tal vez con alguna
persona muerta cerca esta vez. Pero conforme avanzaba la tarde había
sentido que a pesar de mi miedo y de que seguramente sería más
estorbo que ayuda,
tenía que
acompañarlos esa noche: no podía quedarme en el departamento
tomando té con Ken y contando los minutos hasta que ellos volvieran
para saber si Silvia y Paula estaban bien, o aunque fuera vivas. Youji
se detuvo junto a mí y al enfrentarlo advertí su expresión
enojada.
— Deberías
quedarte —me regañó—. Puede pasarte cualquier cosa y quizás
no podamos protegerte.
Asentí
mientras Omi nos pasaba por al lado hacia la planta baja. Traté
de explicarle lo que sentía y no encontré las palabras. Pero
él algo debió leer en mi cara, porque su expresión
se suavizó y asintió también; se volvió hacia
Ken, sentado solo a la mesa, y le dijo algo. Ken se paró de inmediato,
lo escuché subir la escalera de a varios escalones por vez y volvió
enseguida con su campera de cuero, tendiéndomela.
— Ponétela
—dijo Youji—. Los colores de la tuya son demasiado llamativos —le hizo
un gesto de des-
pedida a Ken y bajó sin
esperarme.
— Prometo cuidarla
—le dije a Ken tratando de sonreír, y lo seguí apresurada.
* * *
Encontrar a Omi
sentado a la izquierda de Youji en el convertible fue casi peor que obligarme
a per-
manecer en el departamento. Ocupé
el lugar vacío junto a Aya, cruzado de brazos y mirando impasible
hacia adelante; me acomodé lo más lejos posible de él,
me subí el cuello para protegerme del frío cuando saliéramos
a la calle. Youji nos llevó todo el camino evitando las zonas céntricas,
y al cabo de quince mi-
nutos de silencio y viento a través
de barrios dormidos nos detuvimos frente a un edificio de fachada os-
cura en la esquina de una zona
que parecía de oficinas, a juzgar por los demás edificios
y el escaso tránsito nocturno. Mis ojos treparon por la sombría
superficie hasta el último piso, a quince metros del suelo y de
mí. Aproveché para tratar de tragar el nudo que me cerraba
la garganta. Omi se ajustó un auricular inalám-
brico con micrófono y susurró
unas palabras mirando su reloj.
— Juppun —dijo,
esta vez a sus compañeros.
¿Diez
minutos para qué?,
me pregunté. Los tres salieron del auto observando atentamente los
alrededores del edificio. No se veía siquiera un perro callejero,
el único sonido era el silbido del viento. Una hoja de diario pasó
volando sobre nosotros, girando sobre sí misma al tiempo que describía
lentos círculos en el aire.
— Koi —me gruñó
Aya. Estaba de espaldas, ladeó la cabeza para hablar sin mirarme.
No me hice repetir
la orden y fui tras ellos. Cruzaron la calle separándose unos de
otros, mi primer im-
pulso fue seguir a Youji, pero
él me miró brevemente por sobre su hombro y señaló
a Aya. Rodeamos el edificio hasta una salida lateral de emergencia. Omi
se apostó a un lado, pegado a la pared, a tres metros de la puerta;
Youji se pegó al marco del otro lado, Aya se situó frente
a ella oculto entre un contenedor de basura y un poste. Me agaché
tras él y me cuidé de moverme o hacer cualquier ruido. Diez
minutos pueden ser una vida, pensé poco después, admirando
la completa inmovilidad de los tres, sombras entre las som-
bras, mientras esperaban (ahora
lo sé) que el programa preparado por Omi y que Ken ya había
activado
desde el departamento bloqueara
el sistema de la alarma del edificio.
Aya cambió
de posición, siempre agachado, para apoyar la espalda contra el
contenedor. Sin que yo lo notara siquiera, había desenvainado su
larga espada y ahora su mano derecha se cerraba con fuerza, impa-
ciente, en torno a la empuñadura.
Sentí más que ver la fugaz mirada que me dirigió.
— Naze.
Su voz apenas
audible me sorprendió.
¿Por qué qué?
¿Por qué vine? No podía
creer que me lo estuviera preguntando, menos él y en ese momento.
— Naze kita
no ka?
Cabeceo afirmativo,
los fríos ojos de nuevo puestos en la puerta cerrada y oscura. Me
encogí de hom-
bros aunque no me viera.
— Yo no tengo
a nadie a quién vengar... sólo... sólo estoy cansada
de que la muerte... me siga los pasos... —ahora sí que sentí
esos
cuchillos de hielo clavándose en mi cara desde las sombras, pero
yo había bajado la vista y me ahorré el tener que enfrentarlos.
En ese momento
Omi se deslizó hasta la puerta y alzó una mano. Los tres
se prepararon para entrar al edificio como un animal de presa se agazapa
antes de saltar sobre su próxima comida. En un instante esta-
ban juntos ante la puerta. Omi
trató de forzar la cerradura; imagino que no pudo, porque Aya cargó
contra ella y la abrió de un solo golpe, entraron. Antes de desaparecer
en la oscuridad de lo que me pareció un corredor, Youji se detuvo
a hacerme señas de que los esperara ahí. Un segundo después
estaba sola, acu-
clillada entre el contenedor de
basura y el poste, aguzando vista y oído con la esperanza de recibir
algún indicio de lo que estaba pasando adentro. No tuve que esperar
mucho, ni precisaba ojo ni oído biónico: los gritos y ruidos
de lucha eran perfectamente audibles desde la calle. Dos fogonazos, un
disparo, otro grito, un gemido ronco. Me apreté contra el poste
temblando. Pasos precipitados, luces que se encendían en los pisos
inferiores, dos disparos más. Ahora los gritos no eran sólo
de hombres, podía escuchar algunos chi-
llidos claramente femeninos en
medio de ese caos. Entonces vi aparecer corriendo a media docena de chi-
cas descalzas, la mayoría
a medio vestir, que se desbandaron corriendo hacia la calle de la entrada
principal, más iluminada que ésa. Me paré de un salto
y las seguí lo más rápido que pude. Me pareció
reconocer la remera que yo le había regalado a Paula para su cumpleaños,
y al mirar mejor la reconocí a ella. Le grité, llamándola
por su nombre. Giró al instante y retrocedió vacilante hacia
mí.
— ¿Silvia?
¿Silvia sos vos?
Salí
a su encuentro y la abracé para detenerla, estrechándola
con fuerza y sintiendo que el corazón me latía en la garganta
de pura angustia.
— No, soy yo.
Silvia ahora viene.
Me rechazó
con brusquedad, los ojos desorbitados, mirándome pero sin verme.
Le sujeté los brazos.
— ¡ Soy
yo, Paula! ¡Saya! ¡Soy Saya!
La sentí
estremecerse violentamente, los ojos muy abiertos tratando de reconocerme
se llenaron de lá-
grimas y se derrumbó entre
mis brazos. Volví a estrecharla con fuerza. Sólo llevaba
puesta la remera y temblaba como una hoja. Me saqué la campera desentendiéndome
de los disparos y gritos que seguían llegando del edificio, que
ahora tenía los cuatro pisos más iluminados que un árbol
de navidad, le cubrí los hombros.
— Silvia —repetía
balbuceante, mirando hacia la puerta forzada.
— ¿No
estaba con vos?
Sacudió
la cabeza sin dejar de llorar.
— Se la llevaron
hace un rato. Al tercer piso. Se la llevaron. Y después entraron
esos tipos y... —se interrumpió y me miró con los ojos más
abiertos que nunca—. ¿Qué hacés vos acá?
— Vine con ellos
—la estaba llevando de vuelta al contenedor y la hice agacharse donde yo
me había escondido hasta que la viera—. ¿Tercer piso? ¿Silvia
está en el tercer piso?
Asintió
con expresión aturdida. Miré hacia atrás, el hueco
oscuro de la puerta; más allá se veía ahora el resplandor
sesgado de luces blancas. Los ruidos eran más distantes. Llegaban
del corazón del edificio, tal vez de alguno de los pisos superiores.
Respiré hondo. Me hubiera cortado una mano a cambio de no entrar
ahí. Pero tenía que decirles dónde estaba Silvia.
Sujeté los hombros de Paula y la obligué a enfrentarme.
— Ahora quiero
que te quedes acá y no te muevas. Les voy a avisar dónde
está tu hermana, ¿entendiste?
No entendía,
por supuesto, pero asintió haciéndose un ovillo. Me erguí,
volví a respirar hondo y entré sola al edificio.
* * *
Traté
de moverme con sigilo, de ser consciente de que en cualquier momento me
podía encontrar con alguien dispuesto a matar. La transpiración
me corría bajo la ropa y me humedecía las manos a pesar del
frío que entraba de la calle. El corazón me seguía
latiendo en la garganta, desbocado, el pecho convertido en caja de resonancia
de un tambor. Me parecía que su ruido delataría mi presencia.
Llegué al final del corre-
dor, una puerta doble de hojas
batientes con un cuadrado de vidrio en la mitad superior. Entorné
una y es-
pié hacia adentro. Se abrían
en el recodo de un pasillo ancho, iluminado por luces blancas desde el
techo. Delante mío seguía unos cinco metros hasta una ventanta
enorme que daba a un jardincito interior. En la pared opuesta a la de la
puerta, justo antes de la ventana, se abría lo que parecía
el hueco de las escaleras. El otro extremo del corredor debía llevar
a la parte frontal del edificio, tal vez a una recepción; podía
ver las puertas de dos ascensores, plateadas, automáticas. Los indicadores
sobre ellas señalaban que las cabinas estaban detenidas en la planta
baja. Agucé el oído. Una parte del ruido llegaba desde el
hueco de la esca-
lera, pero también escuchaba
ruidos confusos y apagados desde la otra punta del otro corredor. Me decidí
por ir a ver si encontraba a alguien ahí y corrí hasta pegarme
a la pared de los ascensores.
Me detuve justo
antes del recodo que terminaba en un hall bastante amplio. Me asomé
lo indispensable para echar una ojeada fugaz y alcancé a ver a dos
hombres forcejeando. Traté de controlar aunque fuera un poco mi
agitación. Volví a asomarme y reconocí la figura alta
y delgada de Youji con su abrigo azul oscuro. El otro hombre estaba cayendo
de rodillas frente a él, dándole la espalda. Se agarraba
el cuello debatién-
dose. Distinguí algo delgado
y brillante que bajaba de las manos separadas de Youji hasta la cabeza
del hombre. Retrocedí y volví a pegarme a la pared cerrando
los ojos con fuerza. No quería verlo matar. No quería esa
imagen de él entre mis recuerdos. Escuché un susurro furioso
y un estertor, después el sonido de algo blando y pesado que cae.
Apreté los dientes. Si le llegaba a salir al paso de sorpresa en
esa situación sería capaz de atacarme a mí, así
que hice de tripas corazón y me dejé ver en el corredor.
Alzó la vista al oír pasos, erguido junto al cadáver,
y me costó reconocer su cara bajo esa máscara de violencia
cuando sus ojos, furiosos y turbios, se fijaron en mí. Esto
es lo que son, también,
me
obligué a recordar. La rapidez con que su expresión cambió
no dejó de sorprenderme. Caminó hacia mí a largas
zancadas.
— ¿Qué
hacés acá? —me preguntó, desconcertado y enojado.
— Silvia está
en el tercer piso —contesté señalando los ascensores—. Tengo
afuera a Paula, ella me dijo.
Me miró
con el ceño fruncido, advertí que respiraba con fuerza, asintió.
— Volvé
con ella ya mismo, yo la voy a buscar.
Le di la espalda
y salí corriendo como si me siguiera el diablo. No quería
estar ni un segundo más ahí. No quería volver a verlos
trabajar.
No
si tenía intenciones de agradecerles sinceramente su ayuda. Lo es-
cuché subir a un ascensor,
el zumbido de la cabina al ponerse en movimiento. Me detuve antes de cruzar
el otro corredor hasta la puerta. Ahora los ruidos desde la escalera parecían
más cerca. Al espiar vi sombras proyectándose en el piso
frente a la ventana, y un segundo más tarde un hombre que bajaba
de espaldas, el brazo derecho tendido hacia adelante aun cuando tropezaba.
Disparó recuperando el equilibrio, un destello metálico,
largo y delgado, surgió del hueco de la escalera buscando su pecho.
Lo esquivó retrocediendo hacia donde yo estaba, contemplando la
escena, ahogada de horror cuando Aya saltó hacia él con la
espada en alto y le abrió el torso, con un trazo descendente que
salpicó de sangre la pared hacia la que su hoja dibujó su
curva. El tipo se mantuvo en pie todavía uno o dos segundos, después
se desmoronó con una queja tardía, cayendo boca abajo a los
pies de Aya, que lo miró un instante más antes de darle la
espalda para volver a la escalera. Agradecí que no hubiera advertido
mi presencia, y me disponía a cruzar el co-
rredor apenas hubiera subido dos
escalones cuando vi que el hombre movía la mano que aún aferraba
el arma, una pistola o un revólver, y alzaba la cabeza ahogando
un gemido. Grité el nombre de Aya.
* * *
Nunca voy a saber
ni me voy a poder explicar qué pasó realmente entonces, ni
por qué: no guardo me-
moria consciente de los segundos
siguientes. Como si una luz blanca me hubiera encandilado, borrando to-
da imagen. Pero cuando volví
a ser consciente de lo que me rodeaba estaba de pie junto al tipo y Aya
frente a mí con la espada en alto, respirando agitado, como si acabara
de detener otro de sus terribles golpes; me miraba con fijeza a los ojos
y junto a su furia parecía brillar un eco de sorpresa en ellos.
Entonces reparé en que yo también tenía los brazos
en alto, en una posición casi idéntica a la suya, y que mis
manos se apreta-
ban en torno a lo que parecía
un caño frío, metálico. Alcé la vista mientras
bajaba los brazos, viendo incré-
dula mis propias manos empuñando
un cenicero de pie por su base, advirtiendo con horror la abolladura del
plato y la sangre en la abolladura. Miré espantada a Aya primero,
después la cabeza del hombre, hallan-
do la marca de un golpe brutal
en la nuca. Volví a enfrentar a Aya, que había bajado su
espada y me obser-
vaba con atención reconcentrada,
dejé caer el cenicero y salí corriendo hacia la calle tratando
de no gritar mientras lloraba. No paré hasta llegar junto a Paula,
que interpretó mal mis lágrimas y mis sollozos cuando me
agaché a su lado.
— ¡Silvia!
—exclamó, e hizo ademán de levantarse.
Le aferré
un brazo sacudiendo la cabeza.
— Ya la fueron
a buscar. Tenemos que esperar acá —le dije obligándola a
volver a agacharse, mi voz un graznido ronco.
Me miraba sin
comprender, me hizo levantar la cabeza pero me aparté de ella y
caminé a gatas hasta el otro borde del contenedor. Todo me daba
vueltas y sentía las arcadas cada vez más fuertes contrayendo
mi estómago, trepando por mi garganta con el agrio calor del vómito.
Me apoyé en el contenedor de espaldas a Paula y dejé que
mi organismo tratara de purgar de esa forma la violencia y el horror que
me estaban incen-
diando las vísceras y el
pecho.
Cuando las arcadas
se calmaron me dejé caer sentada, la espalda contra el contenedor,
y prendí un ciga-
rrillo con los ojos cerrados. Pero
lo único que veía era mis manos con el cenicero ensangrentado,
la cabeza destrozada del hombre, el fuego frío en los ojos de Aya
después de haberme visto matar... Miré hacia arriba con un
suspiro entrecortado, todavía jadeante. Las sombras de varios edificios
se alzaban negras hacia un cielo sin luna ni estrellas, ciego, indiferente.“Ahora
sé que puedo usar tu apodo”... La voz
de Youji parecía de pronto burlona en mi recuerdo, la voz de quien
conoce secretos tuyos que incluso vos ignorás. Sombras negras en
la noche, fugaces y violentas, mortales. Volví a verlo en la recepción,
detrás de ese otro hombre que se debatía. Cerré los
ojos tratando en vano de no seguir llorando, el resabio ácido y
amargo del vómito contrayendo de nuevo mi garganta. Yo
no soy más que otra sombra en esta noche.
— ¡Saya-chan!
Me asomé
por el costado del contenedor al escuchar que Omi me llamaba, lo vi en
la puerta forzada, le hice señas para que me viera. Un momento después
estaba conmigo. Se agachó al lado mío y me puso una mano
en el hombro, ejerciendo una presión cálida y firme, esperando
en silencio que lo enfrentara. Encon-
tré su sonrisa amable, comprensiva.
Sacudí la cabeza.
— Mi amiga...
—dije, casi sin voz.
— Youji-kun
estaba con ella cuando bajé. En el tercer piso. Salen en cualquier
momento.
Entonces miré
hacia el poste, donde Paula seguía hecha un ovillo, apenas visible
desde mi posición. Omi entendió y fue hacia ella. Paula se
asustó al verlo, pero nadie que lo vea sonreír puede seguir
asustado mu-
cho tiempo. Omi le habló
en voz baja, me pareció que Paula se tranquilizaba, los vi volverse
hacia el edifi-
cio y oí voces desde la
puerta. Me estaba parando cuando el suelo tembló y la calle se iluminó
como en pleno día con un estruendo ensordecedor. Sólo atiné
a encogerme al sentir que caían cosas desde el aire y me tapé
la cabeza con los brazos. Escuché un grito terrible de deseperación:
era Paula. Me animé a levantar la cabeza y la vi iluminada por el
fuego que asomaba por el corredor de la puerta forzada... La vi pararse
y correr tambaleante hacia el edificio. No pude ni siquiera gritarle que
se detuviera. La vi desaparecer en el humo que salía de la puerta.
Vi una sombra correr tras ella. Rodeé a los tropezones el contenedor
y traté de seguirla, pero otra sombra me cortó el paso y
un abrigo oscuro se abrió para cubrirme la cabeza al tiempo que
una lluvia de vidrios empezaba a caer al estallar las ventanas de los pisos
superiores. Me apreté contra ese cuerpo delgado y negro, me dejé
guiar a ciegas.
* * *
Nos alejamos
varios pasos y el brazo que me cubría se retiró. Me erguí
aturdida para encontrar los ojos celestes que seguían mirándome
con fijeza, como si no hubieran dejado de seguirme desde ese horrible momento
en el corredor. Aparté la vista hacia el edificio. Dos siluetas
se acercaban desde la puerta lateral: Youji y Omi. Youji cargaba un cuerpo
en sus brazos. Sentí que mis piernas flaqueaban y se doblaban, pero
dos manos firmes me sujetaron los brazos, sosteniéndome. Youji dijo
algo antes de llegar hasta nosotros. Aya me obligó a girar y enfrentarlo
mientras los otros dos pasaban a mis espaldas hacia el auto. Quise voltear
la cabeza pero él me sacudió, impidiéndome ver el
cuerpo que Youji llevaba.
— ¡Mirame!
—su voz restalló como un latigazo y le obedecí involuntariamente.
Su expresión se hizo menos dura—. Tu amiga está viva pero
se quemó antes de que Youji pudiera sacarla, ahora la van a llevar
al hospital y mañana vas a poder verla.
Me costaba comprender
lo que me decía, como si en el shock me hubiera olvidado cuanto
sabía de in-
glés. Lo repitió
hablando con lentitud, permitiéndome captar las palabras una por
una.
— Pero... —balbuceé—.
Silvia...
Meneó
la cabeza.
— Bajábamos
con ella cuando nos atacaron. Youji trató de cubrirla y lo hirieron
en una pierna. La mata-
ron antes de que pudiéramos
terminar con esos tipos.
Bajé
la vista turbada. Silvia muerta, Paula con quemaduras tal vez
graves, Youji herido... y yo... Me sentí
más segura de mis piernas y me aparté de él, liberándome
de las manos que sujetaban mis brazos como grilletes. Saqué un cigarrillo
con movimientos mecánicos, sin detenerme a considerar posibles escapes
de gas del edificio en llamas ni nada.
— Al pedo —murmuré
buscando el encendedor—. Todo esto al pedo... —prendí el cigarrillo,
di dos pasos, los retrocedí siempre mirando el suelo—. ¡Silvia
está muerta! —me agarré la cabeza con las dos ma-
nos tratando de contener el llanto—.
Y esos tipos muertos... y Paula en el hospital... y Youji herido...
Me pareció
sentir un olor raro, me miré espantada las manos, viendo por primera
vez las manchas de sangre, ahora secas y pegoteadas de barro. Todo dio
varias vueltas vertiginosas a mi alrededor, hasta que otras manos sujetaron
las mías, oscuras y fuertes, un ancla que devolvió las cosas
que me rodeaban a su lugar. Lo miré con los ojos muy abiertos, aturdida.
Ahora las manos de Aya parecían ser lo único que me sostenía
y me mantenía conectada a la realidad.
— Pero estos
cretinos no van a poder hacer más negocios. Y todas las chicas que
tenían acá salieron vivas y bien, Omi llamó a la policía
para que las recoja —agregó, y creo recordar que me sorprendió
su locuacidad—. Lamento que la única que no pudimos salvar haya
sido tu amiga. Sobre todo después de lo que hiciste por mí
hoy.
Mis dedos se
cerraron solos para estrechar sus manos enguantadas. Podía adivinar
en sus ojos la furia que aún lo agitaba, la impotencia, la culpa.
Fruncí el ceño meneando la cabeza incrédula.
— Aya, yo no...
Asintió
muy serio, mirándome con intensidad.
— Sí,
vos sí, y nosotros no pudimos... yo no pude...
Le solté
las manos y le eché los brazos al cuello. Lo abracé con fuerza,
mi mejilla apretada contra la de él. Retrocedí enseguida
con un gesto de disculpa.
— Perdoná...
efusividad latina... disculpame —murmuré avergonzada, la vista baja.
Aya me observaba
como si se hubiera convertido en piedra. Los brazos apretados contra los
flancos,
una incomprensión
absoluta en la cara, como si estuviera delante de un enano verde. Le di
la espalda,
prendí otro cigarrillo para
reemplazar el que dejara caer al descubrir la sangre en mis manos, me apreté
los párpados cerrados sintiendo que me ardían los ojos, respiré
hondo tratando de calmarme.
— Vamos a casa
—lo escuché decir, y me pasó por al lado con sus zancadas
largas y firmes hacia la es-
quina cercana. Se detuvo bajo el
farol y se volvió hacia mí. Lo alcancé apresurada,
cuando llegué a su lado seguimos caminando lado a lado por la calle
desierta. Dos camiones de bomberos se acercaban por la calle de la entrada
principal, sacudiendo al vecindario con sus sirenas. Detrás nuestro
el edificio ardía, iluminan-
do nuestro camino como una gigantesca
hoguera. Proyectando delante de nosotros nuestras propias som-
bras, largas y oscuras, cambiantes,
hacia el fin de la noche.
Todo vuelve
Constantemente
Sin sentido
Como si necesitáramos mirar hacia atrás
Para enfrentar el presente
Para entender el futuro.
Ese viejo sueño de cristal vuelve a cerrarse
Mi pequeña casa de muñecas
Mi infierno privado
Mi espacio para volar
Se cierra y aún no sé
Si quiero tener algo que ver
Con lo que queda afuera
No le temo al dolor
Aquí adentro hay tanto
Que ya olvidé cómo temerle
Y siempre hay algún rayo de luz
Que me ayuda a recordar
Cómo era la felicidad.Nota: La traducción NO es literal, por supuesto. Sólo lo más aproximada posible sin perder el sentido, ya que la
escribí originalmente en inglés.
¡Ojalá les haya gustado!