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CIENCIA MODERNA Y SABIDURÍA TRADICIONAL

TITUS BURCKHARDT


Los cinco ensayos que componen este volumen tienen un solo fin en común: recordar que existe un tipo de conocimiento que trasciende a la razón discursiva.

Al haberse olvidado, en el mundo moderno, lo que es la simbología y al no tener conciencia de las consecuencias del pensar en términos científicos, el autor, Titus Burckhardt, pone en evidencia los límites de la ciencia moderna y sus contradicciones, tomando como base algunos ejemplos típicos: la «física relativista» de Einstein; el «biologismo evolucionista» de Teilhard y la «psicología de las profundidades» de Jung.




INDICE


Introducción      


Capítulo I: Cosmología perennis      


Capítulo II: Ciencia no sabia     


Capítulo III: El origen de las especies     

Capítulo IV: Psicología moderna y sabiduría tradicional     


Capítulo V: Reflexiones sobre la Divina Comedia de Dante, expresión de la sabiduría tradicional     




Títulos originales de los ensayos:

1, Cosmologia perennis; 2, Unweise Wissenschaft; 3, Díe Herkunft der Arten; 4, Moderne Psychologie und Ueberlieferte Weisheit; 5, Zu Dantes Divina Commedi

Versión castellana de Jordi Quingles y Alejandro Corniero.


TAURUS EDICIONES, S. A., Príncipe de Vergara, 81, 1.º, MADRID, 1979.
ISBN: 84-306-5010-5
Depósito legal: M. 8.661-1982                          PRINTED IN SPAIN





Introducción

Los cinco ensayos que componen este volumen, que desde el punto de vista de la temática no parecen estar estrechamente relacionados entre sí, tienen en común un mismo fin: recordar que existe un tipo de conocimiento que trasciende con mucho a la razón discursiva.

Dos son los obstáculos que hoy, aún más que en el pasado, ocultan este conocimiento, y ambos están íntimamente ligados entre sí.  Ante todo, se ha olvidado qué es la simbología, es decir, que existen modos de expresión que aluden más que enunciar expresamente, sin que por ello sean menos verídicos y exactos.  En segundo lugar, el pensar en términos científicos, en su forma más general, ha dado a la capacidad imaginativa de la gran mayoría de los hombres modernos una dirección determinada que a la vez la limita.

Esta es la razón por la que ha sido necesario poner en evidencia los límites de la ciencia moderna y sus contradicciones intrínsecas sobre la base de algunos ejemplos típicos tomados del campo de la física, del de la biología y del de la psicología, que corresponden a su vez al campo de la materia, al de las formas vivas y al del alma.

A la ciencia natural moderna, que a pesar de su agudeza y precisión incurre en gravísimos errores, contraponemos la cosmología clásica y medieval, a menudo «ingenua» en los detalles, pero profundamente verdadera en lo que a las cuestiones esenciales se refiere. Al principio de la obra describimos sus fundamentos más generales. Las conclusiones sobre la Divina Comedia de Dante quieren poner en evidencia cómo cosmología tradicional y contemplación, es decir, estudio del orden cósmico y conocimiento de la Verdad divina, pueden entrelazarse.

Capítulo I: COSMOLOGÍA PERENNIS

En el mundo tal como es realmente, por el hecho de que estamos insertos en él y de él formamos parte, los modos existenciales corpóreos, psíquicos y espirituales se entrelazan en un conjunto que el método puramente analítico de la ciencia moderna no puede captar. La más mínima percepción, el hecho de aprehender con los sentidos un objeto cualquiera, de incorporarlo a la red de imágenes interiores y que el espíritu lo reconozca como verdadero y real, constituye un proceso indivisible que demuestra cómo, en este mundo, condiciones de tipo muy diverso se insertan unas en otras, unas en modo espacio-temporal, otras en modo temporal no espacial y aun otras en modo supraespacial y supratemporal.  De ello resulta que la «realidad» no consiste en meras «cosas», sino que representa un orden de inconcebible sutileza y multiplicidad de niveles.  Todos los pueblos que no están deformados por la modernidad lo saben.  El tener conciencia de la múltiple gradación interna de la existencia forma parte de la experiencia primordial humana.  Sólo en virtud de una evolución muy particular del pensamiento podía ignorarse este complejo de experiencias hasta llegar al punto de aceptar una ciencia basada exclusivamente en datos numéricos como explicación satisfactoria del cosmos.
Por nuestra parte, no ignoramos que existen algunos científicos espiritualmente despiertos que no se hacen la ilusión de poder penetrar, con el método analítico propio de la ciencia moderna, más allá de un campo bastante limitado y superficial de la realidad.  No obstante, hay una especie de concepción moderna de la realidad con pretensiones totalitarias, condicionada como está no tanto por determinados resultados de la investigación actual como por su punto de vista particular y prácticamente exclusivo de la misma: es por el hecho de que la ciencia moderna se limita a los datos que pueden ser contados, medidos, pesados y, en última instancia, registrados estadísticamente sobre la base de repetidas observaciones, por lo que buena parte de la humanidad contemporánea ha llegado hasta el punto de considerar como «reales» sólo estos elementos.
No es por casualidad por lo que el método empírico de la ciencia obtiene el propio «nihil obstat» de la filosofía cartesiana; ésta, en efecto, divide la realidad en dos esferas, la material y la espiritual, separando al hombre, como un caso especial, del resto del cosmos: sólo en él coincidirán materia y espíritu.  Descartes no conoce otra materia que la corpórea, ni otro modo de ser del espíritu que, el conceptual; ello reduce tanto el espíritu como el alma.  Por el contrario, según las doctrinas cosmológicas y metafísicas de los pueblos antiguos, el universo, el cosmos, consta de numerosos niveles existenciales que, de acuerdo con la naturaleza humana, pueden subdividirse en tres esferas, la del cuerpo, la del alma (o psique) y la del espíritu, mas que si se examinan a fondo, constituyen una multiplicidad casi ilimitada.  En la esfera corpórea se incluye todo lo que está sujeto a la materia (en el sentido corriente del término), al número, al espacio y al tiempo; la esfera psíquica se substrae de tales condiciones, sin que por ello se vea libre de otras, también limitativas, pero menos separativas, sólo el espíritu puro, que como tal es incomparablemente superior a la mera razón, se libera por encima de todas estas condiciones existenciales; está, por así decirlo, “hecho de conocimiento”, y no está sujeto ni a la forma ni al cambio.
La filosofía cartesiana, con su dualismo de la existencia, está, como tal filosofía, casi olvidada, pero aún sobrevive uno de sus aspectos: el de haber limitado el pensamiento científico a lo cuantitativamente verificable.
Ni siquiera los progresos de la psicología moderna han aportado ningún cambio a este hecho.  Aparecen como un mero oscilar entre dos aspectos irreconciliables de la realidad: mientras que para la ciencia «exacta» la verdad coincide con la efectividad de las cosas exteriores, con lo cual lo conocido no presupone un sujeto que conoce, para la psicología más reciente no hay ya ninguna verdad cierta; amenaza con reducirlo todo a lo subjetivo.  Por consiguiente, el hombre moderno se ve privado de un seguro sostén interior y, al mismo tiempo, queda como encerrado en una coraza que lo separa del riquísimo tejido cósmico.  Ésta, de cualquier modo, es la situación de quien no comprende los presupuestos conceptuales y las formas artificiosas del mundo moderno, convirtiéndose en su víctima.  De hecho, la pretensión totalitaria de la ciencia moderna quizá se explique del modo más eficaz a través del escenario técnico que ella misma ha contribuido a montar; en él se representa el repertorio sensorialmente perceptible de las abstractas tesis científicas, por lo que actúa aún más violentamente sobre el alma.  Tal visión exterior y cuantitativa ha llegado a ser tan habitual entre la mayoría de los hombres que viven bajo el influjo de la ciencia moderna, que ahora ya son incapaces de sentir la profundidad inconmensurable de todo lo real.  Existe una visión materialista del mundo, aun independiente de la filosofía materialista; y que se encuentra incluso artificialmente conectada con la fe en Dios.
Santo Tomás de Aquino escribía: «Es profundamente erróneo suponer que, en lo que a las verdades de fe respecta, sea indiferente lo que se piense sobre la creación con tal de que se tenga una concepción exacta de Dios ... puesto que un error sobre la naturaleza de la creación siempre se reflejará en una errónea noción de Dios. Habla de «naturaleza» de la creación, no de tal o cual de sus aspectos, puesto que el conocimiento de las cosas creadas es infinito.  Una visión exacta de lo creado sólo puede referirse a su naturaleza total, y ésta se volverá, a su vez, cognoscible siempre que no se tome en lugar del todo lo que no es sino una parte, un sector definido de condiciones determinadas.  En este sentido será mucho menos erróneo considerar a la Tierra como centro del universo o incluso considerarla plana, que identificar, por ejemplo, la percepción sensorial con un proceso físico, olvidando así incluso lo que «ven» el ojo y la propia vista.  Conocer la naturaleza de lo creado significa percibir íntegramente sus sucesivas gradaciones, que se extienden desde lo corpóreo hasta lo espiritual puro.  Una vez comprendidos los inconmensurables niveles de la existencia, el hombre advertirá igualmente la unidad que queda expresada en la coordinación de esos diversos niveles entre sí: si espíritu, alma y cosas corpóreas no estuvieran coordinadas entre sí, no habría ningún conocimiento; objeto y sujeto se escindirían; la conexión de las cosas corpóreas escaparía a cualquier lógica, el alma quedaría encerrada irremisiblemente en su propio sueño y el mundo corpóreo sería incognoscible no sólo parcialmente, sino también en su propia esencia. ¿Cómo se demostraría la verdad si no hubiese más que empirismo? ¿Quién puede garantizarnos que la actividad de las células cerebrales corresponde de alguna manera a las leyes reales del mundo?

... Las cosas todas
guardan entre sí un orden: forma
que, al universo, a Dios hace semejante.

«Las cosas todas»: es decir, no sólo las corpóreas.  Por «forma», Dante no entiende una conformación definitivamente delimitada o claramente espacial, sino, en el sentido peripatético de la palabra, la unidad cualitativa inherente a un ser o cosa creada. «Forma» que es ley interior, y este significado es ya intrínseco al término griego kósmos, que ante todo significa orden.  Una ciencia que se limite al mundo corpóreo-material no puede, en razón de ello, ser designada como cosmología en sentido estricto, aun cuando pudiera incluir en su propia visión la totalidad del espacio astronómico.
Resulta evidente que la ciencia moderna, con los medios de que dispone, no puede llegar a conocer la unidad cualitativa del universo y la íntima ley de su estructura de múltiples niveles; mas esto no significa finalmente que la capacidad cognoscitiva humana no pueda tener acceso a esa ley.  No existe únicamente una razón calculadora; existe, además, una intuición espiritual, que René Guénon define adecuadamente como «intuición intelectual», y que se refiere a las verdades universalmente válidas innatas al espíritu.  Esto no tiene nada que ver ni con el sentimiento ni con la «intuición» basada en la fantasía que podría permitir a un científico genial establecer una nueva teoría.  La verdadera intuición o visión espiritual tiene un carácter tan poco «subjetivo,, como la certeza de que dos por dos son cuatro o que todo triángulo equilátero es inscribible en un círculo: En realidad, la inmediata certeza inherente a estos y otros axiomas del pensamiento, y sin la cual no existiría ninguna ciencia pragmática, corresponde aún en mayor medida a las verdades a las que se refiere, en última instancia, toda cosmología tradicional.
Hablamos de cosmología «tradicional» porque sin una tradición que aporte los necesarios puntos de apoyo, el espíritu humano difícilmente podría superar el plano del pensar consuetudinario a fin de extraer las verdades universalmente válidas, subyacentes al propio pensamiento, para cristalizarlas en la conciencia. Este proceso no consiste en repetir simplemente algunos esquemas conceptuales, puesto que las verdades de las que aquí se trata son conceptualmente inagotables; su manifestación se limitará siempre a un reflejo incompleto que sólo podrá estimular una nueva expresión de la intuición más profunda.
Las máximas intuiciones de que sea capaz el espíritu humano -y en este sentido es más que humano, pues coincide con la fuente luminosa interna de todo conocimiento- se refieren a la esencia de Dios mismo, llegando a cubrir un campo, por lo tanto, más amplio que el teológico en el sentido moderno de la palabra.  En realidad y sobre todo, compete a la teología comentar determinados dogmas revelados: ella deduce y enseña. La intuición espiritual, por el contrario, no está como tal ligada a ninguna forma prefijada. En segundo lugar, la teología se limita por norma al puro Ser, correspondiente a la visión personal de Dios como creador, conservador y redentor. La intuición espiritual, en cambio, tiene la virtud de penetrar hasta el fondo primordial suprapersonal de la Divinidad, fondo que es, de suyo, absoluto: precisamente por el hecho de ser, el puro Ser ya está limitado a una primera aunque omnicomprensiva condición; por eso está, en cierto modo, autocondicionado, distinguiéndose así del Absoluto.

Llamaremos metafísica a la visión espiritual que se abre a lo Absoluto y a lo Infinito.
La cosmología no se refiere, como tal, ni al Absoluto ni al puro Ser, antes bien a la existencia, a la totalidad de los mundos creados o manifestados.  Sin embargo, como sin origen divino no habría cosmos, y éste, desde un punto de vista existencial, no puede ser más que una imagen limitada de lo divino, la cosmología se interesa también, indirectamente, por las verdades metafísicas, extrayendo de ellas sus certezas últimas.
Rigurosamente hablando, una teología puede subsistir aun sin una infraestructura cosmológica.  En las religiones monoteístas, por ejemplo, la conciencia de la omnipotencia divina es suficiente para colocar al mundo en su justo lugar, mientras que la conciencia de la omnipresencia de Dios desmonta, por así decirlo, la estructura cosmológica del mundo: siendo Dios omnipresente en su totalidad, y teniendo la virtud de revelarse en cualquier momento y de una manera conforme a quien reza, lo único decisivo es la relación entre el hombre y Dios.  Esto presupone, sin embargo, que el conocimiento de la omnipotencia y omnipresencia divinas no se vea invalidado por una falsa valoración del mundo, como ocurre inevitablemente cuando se le atribuye al mundo material una realidad prácticamente autónoma. Lo que obstaculiza la conciencia de Dios no es el hecho de tomar los progresos materiales por lo que son, sino el trastorno metódico de las jerarquías visibles de este mundo, la subordinación de los aspectos cualitativos de la existencia a los cuantitativos, el hecho de hacer derivar a los seres superiores de los inferiores, de reducir datos psíquicos a datos meramente fisiológicos, y otros juicios erróneos que pueden surgir de la ciencia moderna.  No se presentan aisladamente: actúan en conjunto como un muro impenetrable que se opone a cualquier visión realmente espiritual de las cosas.  En realidad, son los aspectos más sutiles, indivisibles, y no cuantitativamente mensurables del mundo los que sugieren su origen divino.  Sugerencia que necesita sostenes conceptuales: el hombre no puede referir el mundo a Dios sin entenderlo -al menos en principio- como un orden lógico.  La distancia entre el mundo y Dios hace, así, que en aquél nunca falten elementos sin sentido aparente; pero ningún hombre puede tolerar vivir totalmente en el absurdo, porque ello corta las alas de su espíritu.  Para el hombre, vivir en el absurdo es la mayor de las desdichas, ya que se ve obligado a evadirse con sofisticaciones terrenas.  Lo cual nos autoriza a decir que una civilización que no posea una cosmología en el verdadero sentido de la palabra, no es una auténtica civilización.
En verdad, sólo la visión metafísica de Dios es independiente de la cosmología y al mismo tiempo inmune a cualquier error cosmológico; para aquélla, el mundo no es sino un reflejo del Absoluto: no se puede oponer el mundo al Absoluto, como si coexistiera junto a él; frente al Absoluto, el mundo es simplemente nada; pero en la medida en que posee realidad, en su esencia, el mundo es el propio Absoluto.
Esta visión es quizá más directamente explícita en el Vedanta hindú, si bien informa también al Budismo Mahâyana en su doctrina de la unidad última de samsâra y Nirvâna.  Entre las religiones monoteístas, esta verdad, aun estando contenida en ellas, sólo se pone en evidencia en la dimensión esotérica; la encontramos expresada en sufíes como Muhyi-I-din lbn 'Arabi, 'Abd-al-Karin al-Yili, al-Sabistari y otros, así como en ciertos esoteristas hebreos y algunos maestros cristianos representantes de la gnosis en el sentido auténtico, no herético, de la palabra.
La enunciación vedántica por la cual el mundo no sería sino apariencia o ilusión, no debe entenderse como si con ello se pusiera en duda la realidad empírica del Mundo en sí; tomado en sí mismo, el mundo es lo que es; sólo que este -tomar en sí mismo- incluye un engaño o, mejor dicho, cierto punto de vista provisional, casi onírico, en la medida en que el mundo no posee ninguna realidad autónoma; es totalmente relativo, un mero reflejo que, sin el Sí divino que en él se contempla y sin el espejo divino que lo manifiesta no sería del todo.
La concepción metafísica no caerá nunca en la tentación de considerar un aspecto parcial del cosmos, por ejemplo, el mundo corpóreo, como algo independiente, ni se dejará inducir a atribuir al pensamiento una realidad mayor de la que efectivamente le corresponde: el espíritu humano no podría comprender del todo el universo si no fuera, en su más profunda esencia, idéntico al Origen de éste.
Por esta razón, la clave de cualquier auténtica cosmología es la doctrina de la Esencia universal del espíritu: en realidad, sólo tiene garantía una ciencia cuando se la puede llevar hasta el punto en que ser y conocer, objeto y sujeto, coincidan: esto es lo que ocurre con la Esencia universal del espíritu.
No pretendemos decir con ello que la cosmología como tal tenga por objeto el espíritu puro; su ámbito más real es la existencia, el mundo «objetivo» en su estructura, aun permaneciendo siempre en conexión con la doctrina de la Esencia universal del espíritu.  Un ejemplo muy claro de esto es la cosmología hindú representada por la escuela; o, mejor dicho, el «punto de vista» doctrinal (darshana) del Sânkhya: el fundamento de todo lo que se contempla, desde este punto de vista, es Prakriti, la materia prima que, aun siendo de suyo indefinible-, lleva en sí todos los posibles modos de existencia; Prakriti es la raíz de toda multiplicidad; todos los niveles y todos los contrarios se desarrollan a partir de ella. Sin embargo, es totalmente pasiva y los modos que contiene potencialmente se despliegan sólo por intervención de su polo complementario «esencial» y activo, Purusha. Este no interviene personalmente en el devenir cósmico; no participa en ninguna de las transformaciones determinadas por su presencia; a través de todos los estados cósmicos permanece inmóvil en sí mismo, aun siendo acción pura, así como Prakriti por sí sola es siempre pasividad imperturbable e inmutable. En cierto modo, todo «tomar forma» parte del polo activo, Purusha; mientras que el polo pasivo, Prakriti, se limita a reflejar; y desde otro punto de vista, todo cambio y limitación vienen determinados sólo por la materia prima, Prakriti, mientras Purusha, el contenido puro de todas las cosas, permanece intacto.
Purusha puede ser equiparado al espíritu, así como Prakriti puede considerarse como materia prima; sin embargo, la relación entre los dos polos existenciales, tal como los concibe la cosmología hindú, no tiene nada en común con el dualismo cartesiano de «espíritu» y «materia»: Purusha no consiste en pensamiento, y Prakriti no tiene extensión ni masa; Purusha es ciertamente cognoscitivo, pero su conocer es esencial, y como tal no sólo comprende a la existencia, sino que, además, la determina en su esencia.
Purusha y Prakriti, por otra parte, sólo se distinguen entre sí en lo que respecta a sus efectos cósmicos; en su origen, en el Ser puro, están unificados, no teniendo la acción pura otro objeto que la pasividad pura, ni ésta otro contenido que la acción pura, determinada sólo por sí misma.
Tomando al cosmos como tal, se puede considerar cada campo o cada modo existencia, bien desde la perspectiva de la esencialidad activa y formativa, Purusha, bien desde la perspectiva de la materia prima, Prakriti. Considerando los impulsos de la esencia de las cosas, su configuración material parece accidental, y, partiendo de ésta, la esencia no puede captarse simultáneamente.  Es como si de una casa se dijera que consiste en piedras, cimientos, vigas y tejas y presupusiéramos tácitamente la forma global de la propia casa.  Volvemos a encontrar estos dos puntos de vista o «dimensiones» de la realidad cósmica en la distinción peripatética entre «forma» y «materia». La «forma» en este sentido esencial se refiere al polo existencial, activo, Purusha; mientras la materia primordial, la hyle o materia prima, corresponde a Prakriti .
La cosmología del Sânkhya parece ocuparse sólo de lo que nace de Prakriti, como conviene a una visión anclada en la existencia «objetiva», aunque siempre presupone la presencia de Purusha.
En realidad, a toda auténtica ciencia le corresponde una visión más o menos limitada y tiene el derecho a limitarse a esa visión con tal que reconozca los principios de una visión más amplia. El objeto de la cosmología es la existencia diferenciada; su presupuesto es la doctrina del Ser unitario, comprendida a su vez en la doctrina del Infinito y del Absoluto de la metafísica pura.
En virtud de sus tres niveles, espíritu, alma y cuerpo, el hombre es como una imagen del universo entero.  Aunque no puede captar los diversos planos de la existencia en todo su alcance y en todas sus variaciones, puede saber, en principio, mediante la contemplación de sus propias «dimensiones» externas e internas, cómo está «construido» el universo; su espíritu, que «hacia abajo» se ramifica en los sentidos y «hacia arriba» alcanza con su raíz al Ser indiferenciado y al Ente supremo, le permite captar, de algún modo, el eje entero del universo. El saber tradicional garantiza, por lo tanto, conocimientos incomparablemente más profundos y reales que todas las enseñanzas de la ciencia moderna, aunque a veces, en el plano meramente empírico, sus representaciones sean «ingenuas», es decir, simplemente humanas. En el terreno de los fenómenos infinitamente múltiples y al mismo tiempo limitados, todo conocimiento no puede ser, de cualquier modo, más que provisional.
De acuerdo con la visión cristiana del mundo, el conocimiento de la esencia universal absoluta del Espíritu, en que se basa cualquier auténtica cosmología, viene dado por la doctrina joanea del Logos, «por el que todas las cosas han sido hechas»; y que, al mismo tiempo, es la luz que «ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Juan, I, 3-9); el Logos es el origen del universo, la quintaesencia de la existencia en la que se contienen las posibilidades de todas las cosas creadas; y al propio tiempo es la fuente luminosa de todo conocimiento, sin la cual ninguna percepción, ningún paso del «objeto» al «sujeto», serían posibles. El Logos es el Verbo divino; en su ser determinado se determina y se manifiesta también la multiplicidad de sus posibilidades, y, sin embargo, todo permanece en él y, con él, en Dios.
El aspecto cosmológico del Logos, que no descubre el secreto intrínsecamente divino de las tres Personas, está trazado en la concepción plotiniana del primer espíritu o intelecto (nous), y que escapa a la doctrina cristiana; el espíritu es la primera emanación del Uno supremo; por el hecho de que él mira al Uno y, reflejándolo, objetiviza el contenido inagotable de su visión, de él nace el mundo entero.  Si se entiende este nacer del espíritu a partir del Uno y del mundo a partir del espíritu en la manera en que es entendido, es decir, no como un surgir material, sino como una emanación o un reflejo que no añade ni quita nada al Uno supremo, en esta concepción no hay nada que refute la transcendencia divina; al contrario, se inserta como una dimensión cosmológica en la doctrina joanea del Logos, dando así origen, al mismo tiempo, a la teoría de la jerarquía de la realidad como una expresión de la infinitud contenida en la unidad divina.  Esta infinitud exige su espejo, el espíritu universal, de cuyo reflejo infinito nace el alma universal (psyche) que, reflejando a su vez al espíritu universal, produce la naturaleza (physis) y, finalmente, al mundo corpóreo; en cada nivel, la realidad se hace más exterior, limitada, fragmentaria, aun estando fundamentalmente contenida en el espíritu universal y, por ello, en el Uno supremo. Todo esto debe interpretarse no en un sentido literal, sino simbólico; no obstante, esta terminología puede dar razón de todas las representaciones concretas de la realidad cósmica.
Que el Cristianismo se vale de la doctrina plotiniana del reflejo o fragmentación gradual de la única luz divina, se evidencia, entre otros, en el siguiente pasaje de la Divina Comedia de Dante:

Lo que no muere y lo que puede morir
no son más que reflejos de aquella idea
que nuestro Señor engendra con su amor.
Porque la viva luz que de su luminar surge,
de él no se separa
ni del amor que a ambos entrelaza.

No hay duda, empero, de que existe una diferencia entre la representación bíblica de la creación y la doctrina plotiniana de la emanación de la existencia a partir del Uno; diferencia fácilmente superable, no obstante, si se miran con perspectiva ambas terminologías y se hace justicia al símbolo; ¿qué puede significar, en efecto, la afirmación bíblica de que Dios ha creado el mundo «de la nada» (ex nihilo) sino que Dios no ha creado el mundo de otra materia que exista fuera de Él?  Pero si el mundo no tiene otra realidad que la que le viene de Dios, en este sentido no es sino su reflejo o su emanación. Mientras que el símbolo del crear evoca la representación de una actividad divina, el símbolo del emanar es estática; recuerda a una luz cuya naturaleza es resplandecer, y que necesariamente resplandece, puesto que es.
En este sentido, los cosmólogos griegos y los filósofos posteriores concibieron el cosmos como expresión necesaria del Ente divino y, por lo tanto, como eterno.  A su entender, el cosmos tomado como entidad, no tiene ni principio ni fin temporales, mientras que, según la Biblia, el universo empezó en el mismo momento en que Dios lo creó.  La aparente contradicción entre ambas concepciones se resuelve, sin embargo, cuando se considera que el tiempo, como expresión del cambio y del tránsito, no puede ser anterior a la creación.  El tiempo fue creado con el mundo; por eso el principio del mundo no es de naturaleza temporal, aunque pueda expresarse en términos temporales con una visión que represente simbólicamente los efectos divinos como acción.  Lo que en la teoría de las emanaciones divinas aparece como una jerarquía que va desde una realidad superior hasta una realidad inferior, en el relato de la creación se presenta como un desarrollo temporal. Efectivamente, el mundo corpóreo tiene un principio temporal y un fin temporal; pero en un sentido fundamental o, si se quiere, lógico, el universo empieza y termina fuera del tiempo, desde el momento en que su imprevisible duración es nula respecto a la eterna «hora de Dios».
Los Evangelios no hablan de la estructura del universo y no parecen aportar ningún punto de referencia para una cosmología.  En realidad, la cosmología cristiana se refiere principalmente al relato de la creación tal como es referida en el Antiguo Testamento, utilizando al propio tiempo la herencia de los cosmólogos griegos. Se la puede definir, por lo tanto, como ecléctica, sin que ello signifique que de suyo esté dividida; las diversas tradiciones no coinciden por azar, sino que se complementan recíproca y providencialmente: a la creación bíblica, que reviste una forma mitológica, es decir, puramente metafórica, se añade, a modo de comentario, la cosmología griega, cuya terminología, relativamente racional, permanece neutra desde el punto de vista de la simbología y del de la doctrina de la salvación.
Todo esto no tiene nada que ver con el sincretismo, que sólo aparece cuando se entremezclan los planes y las terminologías espirituales.  El mito bíblico de la creación y la cosmología griega no son ni irreconciliables en sus puntos de vista ni intercambiables; sin embargo, sería imposible mezclar, por ejemplo, la cosmología budista con el lenguaje simbólico de la Biblia.  El relato bíblico de la creación adopta la forma de un drama, representando una acción divina que se desarrollaría simbólicamente en el tiempo, de modo que las condiciones primordiales y las condicionadas, es decir, lo eterno y lo efímero, se distingan como un «antes» y un «después».  La cosmología griega, por el contrario, corresponde a una visión estática del universo; describe su estructura tal como es «ahora» y «siempre», como una jerarquía de condiciones existenciales cuyos grados inferiores estarían determinados por el tiempo, el espacio y el número, mientras que los grados superiores escaparían del transcurso del tiempo, de los límites espaciales y de otras condiciones análogas.  Esta teoría se presenta natural y providencialmente como un comentario científico a los símbolos bíblicos.  El mito bíblico es revelado; sin embargo, la cosmología griega no es tampoco de origen meramente racional y, por lo tanto, puramente humana; aun en Aristóteles, que con mucha razón puede considerarse como el predecesor del racionalismo occidental, algunos conceptos fundamentales, tales como la distinción entre «forma» (eidos) y «materia» (hyle) no son, de suyo, de naturaleza meramente racional, y derivan, desde luego, de un saber sagrado y, por lo tanto, al margen del tiempo.  Aristóteles tradujo una sabiduría transmitida a una dialéctica ontológica, en base a la ley de que, a su modo, la lógica tiene la virtud de reflejar la ontología, la unidad de la existencia (Ninguna cosa puede a la vez ser y no ser); pero la limitación de este método consiste exactamente en el hecho de que sólo representa la realidad en la medida en que ésta sea lógicamente representable, es decir, sólo en el marco de la existencia, con exclusión de las verdades supremas, puramente metafísicas.  Platón y Plotino van mucho más allá; superan la cosmología «objetiva» de Aristóteles usando las formas conceptuales como meros símbolos y anteponiendo la visión espiritual al pensamiento lógico.  La cosmología cristiana -y esto es válido para la cosmología islámica y la hebrea del medioevo- tomó de Aristóteles el pensamiento analítico y de Platón la teoría de los arquetipos, base de toda simbología.
La fusión entre el patrimonio cosmológico griego y el monoteísmo de tipo semítico se completó con el intercambio, vivo entre los espíritus de los mundos cristiano, islámico y hebreo. De hecho, en estos credos la visión del mundo era esencialmente la misma hasta finales del medioevo.  Las diferencias sólo se producirían en la medida en que la simbología particular de cada fe se extendía también al campo cosmológico: la teoría de los nombres y de las cualidades divinas tiene sus aplicaciones cosmológicas y, por su contenido, la ciencia de los ángeles forma parte de la cosmología. Los contrastes reales sólo subsisten entre las diversas soteriologías, en las que el saber cosmológico apenas afloraba. No faltan, por otra parte, conexiones que se extienden de toda la cosmología occidental hasta las teorías correspondientes de las civilizaciones asiáticas.  Sin embargo, a partir de estas relaciones más o menos históricamente verificables, no puede llegarse a la conclusión de que una cosmología como la occidental de la Edad Media se haya desarrollado por azar y por razones exteriores a las que representa. La correspondencia entre la visión cósmica de los tres credos demuestra ya cómo los elementos antiguos utilizados en la estructura de la cosmología medieval sólo habían servido para estimular y expresar una visión de por sí unitaria, determinada por la Esencia del espíritu y la naturaleza de las cosas.
La cosmología es un modo indirecto de conocimiento de Dios; y aunque lo mismo pueda decirse de la fe, será en un sentido totalmente distinto. Si bien la fe empeña ante todo a la voluntad, como decisión personal hacia un objetivo presentido pero no totalmente conocido, la cosmología tiene desde el primer momento un carácter cognoscitivo y, por lo tanto, impersonal, en virtud del cual se acerca a la gnosis en el sentido real, no herético, de la palabra.  Por otra parte, la fe se relaciona con la gnosis por su incapacidad de subsistir desvinculada de una visión espiritual metafísica más sublime, que tenga por objeto, no al universo, sino al propio Dios, y que sepa interpretar la teoría de lo absolutos contenida en las Sagradas Escrituras y aplicarla a todos los aspectos de la realidad.
¿Debe, pues, una cosmología expresarse en los mismos términos forjados por los maestros medievales mediante una síntesis del patrimonio platónico y aristotélico?  Si bien no es necesario que se exprese con ellos, sigue siendo indispensable que los comprenda. En nuestros días, se considera con demasiada facilidad que una renovación espiritual pase por un desembarazarse de las formas transmitidas en favor de un contenido que aún no se posee ni se está en condiciones de fijar; sólo se consigue una auténtica renovación espiritual mediante un conocimiento mejor y más en profundidad de lo que encierran las formas tradicionales. Al espíritu no lo sofoca la forma, sino el uso desprovisto de sentido que de ella se hace.
En la visión antigua y medieval del mundo, cosmología y filosofía estaban estrechamente vinculadas entre sí.  Se separaron precisamente cuando la cosmología se redujo a una mera descripción del universo visible; así, la filosofía pierde su fondo universalmente válido y asume gradualmente el carácter solitario, oportunista y arbitrario que hoy la caracteriza. Las ciencias naturales y la filosofía moderna son como las dos mitades de una entidad perdida: una de ellas se desarrolla hacia la «objetividad», y la otra hacia la «subjetividad».  La entidad se perdió cuando se abandonó su eje seguro, que no es sino la doctrina transmitida del espíritu. Por otra parte, es perfectamente plausible que cualquier investigación sobre la verdad plantee ante todo la siguiente pregunta: ¿Existe alguna razón para que el hombre tenga la facultad de conocer la verdad en cualquier medida o respecto?  O la facultad cognoscitiva del hombre participa de una luz que nace a su vez de la fuente de toda verdad y de todo ser, o no existe verdad alguna.
Quizá el mejor modo de demostrar cuáles son los criterios de verdad propuestos por la cosmología tradicional consista en señalar los errores y contradicciones inherentes a la ciencia moderna de la naturaleza y que sólo pueden ser eliminados y superados con la ayuda de tina verdadera cosmología.  En los capítulos siguientes nos detendremos, por tanto, en tres aspectos típicos de las ciencias naturales modernas, relativos a la materia inorgánica, a la vida y a la psique humana, arrojando luz, de vez en cuando, sobre las tesis modernas desde el punto de vista de la cosmología tradicional.  Para demostrar finalmente qué posibilidades espirituales son inherentes a una visión cosmológica del mundo, añadiremos una interpretación de algunos pasajes del gran poema de Dante.  Si con ellos nos desviamos del ámbito propiamente cosmológico, se demostrará, en cambio, cómo, en una «visión del mundo» auténtica y realmente provista de sentido, las cosas están entrelazadas y se produce una conexión entre lo ínfimo y lo más sublime.
Capítulo II: CIENCIA NO SABIA

En las páginas que siguen queremos poner en evidencia algunas fisuras que, aunque en el mejor de los casos se muestran paliadas, se extienden a todas las ciencias modernas de la naturaleza; son evidentes en todas las teorías modernas sobre la materia viva e incluso aparecen, sin lugar a dudas, en el campo de la física, considerada como la más fiable de todas las ciencias modernas.
Todos los errores de las llamadas ciencias «exactas» proceden del hecho de que la mentalidad que sustenta estas ciencias tiende a prescindir de la existencia del sujeto humano, que, pese a todo, es el espejo en el que el fenómeno del mundo se revela.  El referir toda observación a fórmulas matemáticas permite hacer abstracción en una larga medida de la existencia de un sujeto conocedor, y comportarse como si sólo existiera una realidad «objetiva»; se olvida deliberadamente que ese sujeto, precisamente, es la única garantía de la constante lógica del mundo; y que ese sujeto, a quien no debe entenderse sólo en su naturaleza relativa al yo, sino, antes bien, en su esencia espiritual, es el único testimonio de toda la realidad objetiva.

En verdad, el conocimiento «objetivo» del mundo, es decir, independiente de las impresiones que se refieren al yo y, por lo tanto, «subjetivas», presupone ciertos criterios ineluctables que, a su vez, no podrían existir si en el propio sujeto individual no hubiese un fondo imparcial, un testigo que trasciende el yo, en resumen, si no existiera el espíritu puro.  En última instancia, el conocimiento del mundo presupone la unidad subyacente del sujeto que conoce, de modo que se podría decir de la ciencia deliberadamente agnóstica de nuestro tiempo, lo que Meister Eckhart dijo de los que reniegan de Dios: «Cuanto más blasfeman, más alaban a Dios». Cuanto más proclama la ciencia un orden exclusivamente «objetivo» de las cosas, más pone de manifiesto la unidad subyacente en el espíritu; lo hace, desde luego, indirecta e inconscientemente y en contradicción con sus propios principios; sin embargo, en cierto modo afirma lo que pretende negar.
En la visión científica moderna, el sujeto humano completo, que implica al mismo tiempo sensibilidad, razón y espíritu pero, se ve sustituido artificialmente por el pensamiento matemático.  Se llega incluso hasta excluir toda visión del mundo frente a la cual se albergan dudas: «El auténtico progreso de la ciencia natural», escribe un teórico moderno, «radica en que se aleja cada vez más de lo que es meramente subjetivo y destaca cada vez más claramente lo que existe independientemente de la mente humana, por lo cual tendrá poca similitud con lo que la percepción original consideraba real».  No se trata, pues, de eliminar todo el conocimiento física y emocionalmente condicionado por el observador individual; hay que despojarse también de lo que es inherente a la percepción humana, es decir, de la síntesis de varias impresiones en una imagen.  Mientras que para la cosmología tradicional la integridad de las imágenes constituye el verdadero valor del mundo visible, confiriéndoles su carácter de símbolo y de metáfora, para la ciencia moderna sólo el esquema conceptual, al que puedan referirse algunos procesos espacio-temporales, posee un valor cognoscitivo.  Esto es debido al hecho de que la fórmula matemática admite un máximo de generalización sin separarse de la ley del número, por lo cual permanece controlable en el plano cuantitativo.  Por esta misma razón no puede captar toda la realidad tal como aparece a nuestros sentidos: la pasa a través de un tamiz, por así decirlo, y considera irreal todo lo que queda excluido en este proceso.  En él se suprimen, naturalmente, todos los aspectos puramente cualitativos de las cosas, es decir, todas aquellas cualidades que, aun siendo perceptibles a través de los sentidos, no son exactamente mensurables; son estas cualidades las que representan para la cosmología tradicional los indicios más claros de las realidades cósmicas, que atraviesan el plano cuantitativo y lo trascienden.  La ciencia moderna no sólo prescinde del carácter cósmico de las cualidades puras, sino que también pone en duda su existencia desde el momento en que se manifiestan en el plano físico.  Para ella, los colores, por ejemplo, no existen como tales, sino sólo como impresiones «subjetivas» de diversos grados de oscilación de la luz: «Una vez admitido el principio», escribe un representante de esta ciencia, «según el cual las cualidades percibidas no pueden considerarse como cualidades de las propias cosas, la física propone un sistema absolutamente obvio e indiscutible de respuestas a las preguntas relativas a' lo que realmente subyace en esos colores, sonidos, temperaturas, etc.» ¿Acaso el carácter unívoco al que se alude no consistirá en el hecho de haber reducido en gran medida la cualidad a la cantidad?  Con ello la, ciencia moderna nos invita a sacrificar una buena parte de lo que para nosotros constituye la realidad del mundo; lo que nos ofrece a cambio son esquemas matemáticos cuya única ventaja consiste en ayudarnos a manejar la materia en el plano que esa ciencia elige, es decir, el de la mera cantidad.
Este proceso de la realidad pasada por el cedazo matemático rechaza no solamente las cualidades llamadas «secundarias» de las cosas perceptibles, como son los colores, olores, sabores y las sensaciones de frío y calor, sino también y principalmente lo que los filósofos griegos y los escolásticos llamaron la «forma», es decir, el «sello» cualitativo, la «marca» de la unidad esencial de una criatura.  Para la ciencia moderna esta forma esencial no existe: «La creencia acariciada por algunos aristotélicos», escribe un representante del punto de vista moderno, «de poder, mediante una "iluminación" de nuestro intelecto, por obra del intellectus agens, entrar intuitivamente en posesión de los conceptos relativos a la esencia de las cosas de la naturaleza, no es más que un hermoso sueño... Las esencias de las cosas no pueden ser contempladas, sino que deben deducirse de la experiencia mediante una ardua labor de investigación».  Un Plotino, un Avicena o un Alberto Magno le habrían, probablemente, replicado que nada es tan evidente en la naturaleza como las esencias (no los «conceptos de la esencia») de las cosas, desde el momento en que se manifiestan en sus formas. Estas, desde luego, no pueden descubrirse mediante una «ardua labor de investigación», dado que no pueden medirse cuantitativamente; sin embargo, la penetración espiritual, que sí las capta, se apoya espontáneamente en la percepción sensible y, en cierto modo, también en la imaginación, en la medida en que ésta sintetiza las impresiones recibidas del exterior.
¿Qué sería, por otra parte, ese intelecto humano que intenta comprender la esencia de las cosas mediante una «ardua labor de investigación»? O está en condiciones de alcanzar su meta o no lo está.  Sabemos que el intelecto humano es limitado; pero también sabemos, por otra parte, que puede captar verdades que subsisten independientemente del individuo aislado; en otras palabras, que en el intelecto se expresa una ley que está por encima del individuo.  Sin entrar en discusiones filosóficas, podemos comparar la relación del intelecto individual con su fuente cognoscitiva supra-individual, el espíritu puro definido por la cosmología medieval como intellectus agens y, en sentido más amplio, como intellectus primus, con la relación existente entre el reflejo y la fuente luminosa; esta imagen expresa la realidad mejor y más exhaustivamente que cualquier definición: el reflejo está limitado por el medio en el que se produce; para el intelecto humano ese medio es la facultad racional y, en un sentido más general, la psique; pero la naturaleza de la luz es esencialmente siempre la misma, tanto en su fuente como en su reflejo; igualmente es así para el espíritu, que, sean cuales fueren los límites formales, es siempre el mismo.  El espíritu, por otra parte, es, por su propia esencia, conocimiento; tiene la virtud de conocerse a sí mismo, y en la medida en que se conoce a sí mismo, en principio, conoce también todas las posibilidades en él comprendidas.  Este es el acceso, no tanto a la estructura material de cada cosa en particular, como a sus «esencias».
El verdadero conocimiento cosmológico se basa siempre en los aspectos cualitativos de las cosas, es decir, en las «formas» como trazas de la esencia.  He aquí por qué la cosmología es a la vez directa y especulativa, pues capta las cualidades de las cosas inmediatamente, sin rodeos ni dudas, extrayéndolas de sus circunstancias particulares para contemplarlas en su realidad universalmente válida, que se manifiesta en diferentes planos existenciales al mismo tiempo.  Respecto a la dimensión «horizontal» de la existencia material, la dimensión de las cualidades cósmicas es «vertical», pues une, lo inferior con lo superior, lo transitorio con lo eterno.  Así contemplado, el cosmos revela su intrínseca unidad descubriendo al mismo tiempo una cambiante multiplicidad de aspectos y dimensiones. Tales contemplaciones suelen ser de una belleza poética que no resta nada a su veracidad, ya que toda auténtica poesía contiene un presentimiento de la unidad esencial del mundo; por eso el profeta del Islam pudo decir: «Se esconde, ciertamente, en el arte de la poesía una parte de la sabiduría».
Si a esta visión de las cosas se le puede reprochar el ser más contemplativa que práctica y el omitir las relaciones materiales de las cosas entre sí -reproche que en realidad no es tal-, de la ciencia moderna, en cambio, podría decirse que despoja al mundo de su jugo cualitativo.
El «gran» argumento a favor de la ciencia moderna estriba en su éxito técnico; argumento de gran peso en la conciencia de la masa, aunque menor a los ojos de los, científicos, que se dan perfecta cuenta de las veces que un descubrimiento técnico ha partido de teorías totalmente insuficientes o incluso erróneas. Como prueba de verdad en el sentido más profundo, el éxito técnico es asaz dudoso; en efecto, una teoría puede captar la realidad en la medida requerida por determinada aplicación técnica e ignorar, sin embargo, su verdadera esencia.  Así ocurre con frecuencia, y las consecuencias de una poco sabia dominación de la naturaleza son cada vez más evidentes: en un principio se pusieron de manifiesto, sobre todo, en un plano humano, imponiendo al hombre una forma de vida mecanizada, contraría a, su verdadera naturaleza; en una segunda fase, estos inventos, que siempre se caracterizan más por el no saber que por el saber, ejercen sus efectos nocivos en el reino viviente; y, aun cuando este proceso no alcance a poner en peligro las propias bases de la vida terrena, en un momento dado, cuando las consecuencias de las intervenciones imprudentes en la naturaleza se hayan acumulado y acelerado inesperadamente, para evitar calamidades aún mayores habrá que soportar los sacrificios mayores de cuantos el hombre haya debido nunca soportar para la mera conservación de su existencia.
Podemos objetar que la ciencia como tal es responsable de esta evolución, que se halla ya contenida en la propia estructura de la ciencia moderna.  Evolución que nace de una unilateralidad determinada, en primer lugar, por el hecho de que, siendo el mundo fenoménico infinitamente múltiple, cualquier ciencia que lo trate sólo podrá ser incompleta.  Además, la mezcla peligrosa y explosiva de saber y no saber, característica de la ciencia moderna, se debe a que niega sistemáticamente todas las dimensiones no puramente físicas de la realidad.  Esta exclusividad verdaderamente inhumana de la ciencia moderna es responsable de fisuras, ya implícitas en sus propios fundamentos; estas fisuras, que no afectan sólo al plano teórico, están lejos de ser inofensivas; representan, al contrario, en sus consecuencias técnicas, otros tantos gérmenes de una catástrofe.
La concepción puramente matemática de las cosas, al estar inevitablemente ligada a la naturaleza esquemática y discontinua del número, omite todo lo que, en el inmenso tejido de la naturaleza, está hecho de pura continuidad y de relaciones sutilmente mantenidas en equilibrio.  Ahora bien, la continuidad y el equilibrio son, por otro lado, más reales que lo discontinuo o anecdótico e infinitamente más preciosas; son, simplemente, indispensables para la vida.
Para la física moderna, el espacio en que se mueven los astros y el espacio medido por las trayectorias de los cuerpos más pequeños, como los electrones, se concibe como un completo vacío.  Aunque esta concepción sea contraria a la lógica y a cualquier representación intuitiva, se mantiene porque permite representar las relaciones espaciales y temporales entre los diferentes cuerpos o corpúsculos de manera matemáticamente «pura».  En realidad, un «punto» físico «suspendido» en un vacío absoluto carecería totalmente de relación con cualquier otro «punto» físico; estaría, por así decirlo, suspendido en la nada.  Aunque se hable de «campos magnéticos» que establecerían relaciones entre cuerpo y cuerpo, no se especifica cómo esos campos magnéticos se sostienen.  El espacio totalmente vacío no puede existir; no es sino una abstracción, una idea arbitraria que demuestra hasta dónde puede llegar el pensamiento matemático cuando, artificialmente, se desvincula de la intuición concreta de las cosas.
Según la cosmología tradicional, el espacio está uniformemente lleno de éter.  Sin embargo, la física moderna niega la realidad del éter, después de comprobar que no supone ningún obstáculo para el movimiento rotatorio del globo terráqueo; se ha olvidado que este «quinto elemento», que constituye el fundamento de todos los modos de ser materiales, no posee en sí mismo ninguna cualidad física particular.  Representa el fondo continuo del que se destacan todas las discontinuidades materiales, de modo que no puede oponerse a cosa alguna.
Si la ciencia moderna aceptara la presencia del éter, quizá podría responder a la pregunta de si la luz se propaga como onda o como emanación corpuscular; es notable cómo, según el punto de vista, los fenómenos luminosos pueden explicarse de un modo u otro, sin eliminar la contradicción entre ambas interpretaciones. Es probable que la propagación de la luz no se explique ni de una ni de otra manera, sino sólo a partir del hecho de que la luz está en relación directa con el éter y, como tal, participe de su naturaleza, que es describible como un continuo indiferenciado.
Un continuo indiferenciado, empero, no puede subdividirse en una serie de unidades similares ni, a pesar de Peinar el espacio, puede medirse gradualmente esta parece ser también una característica de la velocidad de la luz, al menos de modo aproximado; a lo que hay que añadir que la luz recorre el espacio más rápidamente que cualquier otro movimiento; su velocidad representa un valor límite propiamente dicho.
En 1881, Michelson estableció, mediante sus experimentos, que la velocidad de la luz era invariable tanto si se la medía en el sentido del movimiento terrestre como en sentido contrario; este valor de velocidad, aparentemente, absoluto ha colocado a los astrónomos modernos frente a la alternativa de asumir la inmovilidad de Tierra, negando con ello el sistema heliocéntrico, o de refutar los conceptos habituales de espacio y tiempo.  Einstein fue inducido a considerar espacio y tiempo como dos magnitudes relativas dependientes de las condiciones de movimiento del observador y sólo la velocidad de la luz como única constante; ésta sería siempre y en todo lugar idéntica, mientras que espacio y tiempo cambiarían uno respecto al otro, hasta que el espacio casi pudiese disminuir en favor del tiempo, y viceversa.
Esta teoría es seductora a primera vista, pues parece plausible que la luz pueda «medir» con su propio movimiento el espacio y el tiempo.  El experimento de la velocidad de la luz, que ha servido de base al desarrollo de la teoría, ha debido necesariamente tener en cuenta en sus cálculos al espacio y al tiempo tal como se presentan en nuestra experiencia cotidiana. ¿Qué es, pues, la famosa «constante» que expresaría la velocidad de la luz?  En la práctica se escribe «300.000 kilómetros por segundo» suponiendo que este valor, aunque deba expresarse de distintas maneras según las circunstancias, permanecería igual a sí mismo en todo el cosmos.  Pero ¿cómo puede un movimiento con una determinada velocidad, cuya definición seguirá siendo una determinada relación entre espacio y tiempo, ser en sí mismo la medida, por así decirlo, absoluta de estas dos condiciones del estado físico? ¿Acaso no se intercambian dos planos distintos de la realidad?  Estamos dispuestos a creer que la naturaleza de la luz es fundamental para todo el mundo físico y que el movimiento de la luz representa algo así como la medida cósmica de este mundo, pero esto ¿qué tiene que ver con el número, o, lo que es más, con un número determinado?.
Se nos dice que la realidad no se conforma necesariamente a nuestros conceptos innatos de espacio y tiempo; pero a la vez se da por sentado que el universo físico se conforma a ciertas fórmulas matemáticas que después de todo se basan en axiomas igualmente innatos.
Se dice que espacio y tiempo varían según el estado de movimiento del observador y que la contemporaneidad no existe objetivamente, pero los criterios matemáticos, según se afirma, son los mismos en todo lugar.
Es como si el mundo físico, que, aun poseyendo una lógica propia, no representa sin duda más que una realidad condicionada, pudiera ser superado y aprehendido en su totalidad por el pensamiento matemático.  Hay que tener cuidado: no de una visión o introspección puramente espiritual, sino de una sucesión de fórmulas puramente matemáticas. ¿Cómo se desarrollará, pues, en la práctica la nueva exploración del universo?  El astrónomo, que calcula el número de años-luz que nos separan de la nebulosa en la constelación de Andrómeda, refiriéndose al desplazamiento de las líneas en el espectro, confía, pese a su pensar en términos relativos, en que la velocidad de la luz sea igual a la que puede medir en la Tierra; y que la naturaleza de la luz y la naturaleza de la materia sean invariables en todo el cosmos visible.  Confía, en suma, en que el tejido del mundo será siempre y en todas partes idéntico al minúsculo pedacito que el hombre puede probar. ¡Qué mezcla singular de total confianza por parte de la física y de desconfianza matemática frente a los conceptos directamente dados de espacio y tiempo! ¿Qué ocurriría si, como puede fácilmente suceder, se cuestionara la validez universal de la supuesta velocidad de la luz?  Esto haría tambalearse al único punto cardinal fijo de toda la teoría einsteiniana de la relatividad.  Toda la concepción moderna del cosmos, y no sólo la de Einstein, se pulverizaría inmediatamente como una quimera.

Consideremos una vez más el abc de la teoría einsteiniana: espacio y tiempo, así lo afirma esta teoría, se miden de modo distinto según el movimiento del observador; lo único definitivo es la velocidad de la luz.  Sin embargo, esta velocidad debe tener en sí misma su propia medida, porque ¿con relación a qué podría ser medida si no? Se supone que es constante para hacer cuentas redondas, pero nada nos asegura que la velocidad de la luz no varíe según la esfera cósmica en que se expande la luz; además, es muy probable que sea así, puesto que no existe en parte alguna ningún fenómeno idéntico a sí mismo. Lo único inmutable es la acción fuera del tiempo, el «fiat lux» creativo; el movimiento de la luz se expresa mediante el «valor límite» de su velocidad; aunque sólo aproximadamente y con toda la relatividad típica del mundo corpóreo.
Es posible, pues, que todas las distancias entre los astros calculadas en «años luz» tengan una validez tan «subjetiva» como las relaciones de cualquier cosmología «obsoleta», sin hablar del hecho de que el conocimiento de la naturaleza está condicionado por los límites de nuestras facultades sensoriales.
En el mismo orden de ideas, queremos citar aquí la teoría según la cual el espacio en que se mueven los astros, es decir, el espacio total del universo físico, no corresponde al espacio euclidiano, sino a un «espacio» que no admite el postulado euclidiano de las paralelas (por un punto pasa una sola recta paralela a otra recta dada); tal «espacio» refluye sobre sí mismo sin una curva definida.  Se podría ver en esta teoría una expresión de la indefinitud propia del espacio total, pues en realidad el espacio no es ni finito ni infinito; sólo el Absoluto es infinito.  Los antiguos expresaban esta indefinitud comparándola a una esfera cuyo radio excedía toda medida y que a su vez estaba contenida en el Espíritu universal.  Pero no es esto a lo que aluden los físicos modernos cuando hablan de un espacio no euclidiano; para ellos se trata de una concepción rectificada del espacio: el euclidiano representaría sólo un caso excepcional del espacio efectivo, y la concepción de éste, aun siendo insólita, sería fácilmente accesible a una imaginación entrenada.
Ahora bien, esto en absoluto es cierto, y se basa en una singular confusión entre la espacialidad real y una especulación matemática que, si bien deriva de conceptos geométricos, no es espacialmente representable. En realidad no es posible representarse el «espacio» no euclidiano más que indirectamente, comparándolo al euclidiano, ya que las figuras más simples, bidimensionales, de aquél son referibles a un modelo euclidiano tridimensional; cuando se trata de más de dos dimensiones, la comparación deja de funcionar y no nos queda más que una estructura matemática cuyas magnitudes, aun llevando el nombre de elementos espaciales, se sustraen a nuestra imaginación.  Además, en este caso, la lógica propia de la imaginación es desmontada por conceptos puramente matemáticos para, finalmente, violentar retroactivamente la propia imaginación. Mientras que el primer paso, la superación matemática de la imaginación, puede ser lícito, el segundo, es decir, su violación matemática, supone una tendencia, de la que ya hemos hablado, que convierte una facultad mental  -la de pensar en términos matemáticos- en un absoluto.
De acuerdo con el esquematismo matemático, la materia es concebida como algo inconexo, como un elemento discontinuo, pues se considera que los átomos, así como los corpúsculos de los que están compuestos, se encuentran en el espacio mucho más aislados que los mismos astros. Cualquiera que sea la concepción del orden atómico dominante -las teorías sobre la materia se suceden con una rapidez desconcertante-, siempre se trata, sin embargo, de un sistema dentro del ámbito de «puntos» físicos o energéticos distintos.  Mas, puesto que el medio por el que estas minúsculas partículas de la materia pueden ser observadas, que suele ser la luz, representa a su vez un continuo, de ahí surge enseguida una contradicción entre una representación discontinuo y una representación continua de la materia; cuando luego se intenta superar esta contradicción, resulta de ello una situación sin salida, como¡ cuando el acto de ver intenta verse a sí mismo.
En este punto, nos gustaría recordar la doctrina tradicional de la materia según la cual el mundo procede de la materia prima por «diferenciación sucesiva» en virtud de la «acción inmóvil» de la entidad plasmadora del espíritu creador.  La materia prima no es, sin embargo, perceptible en sí misma; indiferenciada, se encuentra en la base de todas las condiciones o formas diferenciables, siendo esto válido no sólo para la materia prima de todo el cosmos, tanto visible como invisible, sino también, en sentido más limitado, para la materia que compone el mundo corpóreo. Los cosmólogos medievales la llamaban materia signata quantitate, «materia caracterizada por la cantidad»: la materia de cualquier cuerpo fenoménico es siempre lo que aún no ha sido plasmado y que, por lo tanto, no puede definirse con ninguna de las características válidas en este mismo campo.  En conjunto, el mundo discernible se desarrolla entre dos polos que escapan a cualquier conocimiento distintivo: el polo de la esencia plasmadora y el polo de la materia indiferenciada, del mismo modo que el espectro de los colores puede manifestarse, en virtud de la descomposición de la luz blanca (y, como tal, incolora), en un medio también incoloro como una gota de agua o un cristal.
La ciencia moderna, que a pesar de su pretendido pragmatismo busca una explicación válida y exhaustiva de los fenómenos visibles y cree encontrar la razón última de la naturaleza de las cosas en una determinada estructura intrínseca a la materia física; debe suministrar la demostración de que toda la riqueza cualitativa del mundo sensorialmente perceptible se basa en las agrupaciones cambiantes de pequeñísimos corpúsculos.  Es evidente que esta reducción está destinada al fracaso, pues si bien estos «modelos» llevan en sí aún ciertos elementos cualitativos -aunque sólo se tratara de su imaginaria estructura espacial-, se trata, al fin y al cabo, de una reducción de la cualidad a la cantidad; pero la cantidad jamás podrá comprender la cualidad.
En su obra De Unitate et Uno, Boecio comparó convincentemente la «forma» de una cosa, es decir, su aspecto cualitativo, con una luz mediante la cual conocemos la esencia de la cosa en cuestión.  Prescindiendo lo más posible de los aspectos cualitativos de la existencia física con la intención de captar su fondo cuantitativo, o sea, la materia pura, se actúa como un hombre que apagase todas las luces para escrutar mejor la naturaleza de las tinieblas.
Así, la ciencia moderna no aprehenderá nunca la esencia de la materia en que este mundo se fundamenta. Ni siquiera se le acercará, ya que con la progresiva exclusión de todas las características cualitativas en favor de definiciones puramente matemáticas de la estructura material, se sitúa dentro de unos límites en los que la exactitud se convierte en indeterminación. Es eso precisamente lo que ha ocurrido, llevando a la física nuclear moderna a sustituir progresivamente la lógica matemática por estadísticas y cálculos de probabilidades.  Parece como si las leyes de causa y efecto no alcanzasen plenamente los terrenos a los que ha sido empujada en nuestros días esa ciencia; la lógica se pone en duda y se empieza a especular sobre si el fenómeno basilar de la naturaleza es determinado o indeterminado, y si, en el segundo de los casos, las llamadas leyes de la naturaleza no serían más que una especie de aproximación estadística. Está claro que entre el mundo cualitativamente diferenciado y la materia indiferenciada hay, por así decirlo, una zona intermedia, la zona del caos.  La indeterminación pertenece al caos, y en él se incluye la desproporción entre lo que parece causa y lo que parece efecto.  Son característicos de esta zona los siniestros peligros que la escisión atómica implica.
Si las antiguas cosmogonías parecen infantiles e ingenuas cuando las tomamos literalmente y no en su simbolismo -lo que significa no comprenderlas-, las teorías modernas sobre el origen del mundo son, por demás, simplemente absurdas; no ya por su formulación matemática, sino por la ingenuidad con que sus autores se constituyen en testigos imparciales del fenómeno cósmico.  A pesar de su convicción, expresamente profesada y tácitamente presupuesta, de que el propio espíritu humano no es sino un producto de tal fenómeno; si fuera ello cierto, ¿cuál sería, entonces, la relación entre esa nebulosa primordial de cuyo torbellino material se querría hacer derivar el mundo, la vida y el hombre, y ese pequeño espejo mental que se pierde en conjeturas -no otra cosa sería la inteligencia para los científicos-, seguro de encontrar en sí mismo la lógica de las cosas? ¿Cómo puede el efecto ser juez de su propia causa?  Si en la naturaleza existen leyes constantes -las leyes de la causalidad, del número, del espacio y del tiempo- y si algo en nosotros mismos tiene derecho a decir: esto es verdadero, aquello es falso, ¿quién garantiza la verdad: el objeto o el sujeto conocedor? ¿Acaso nuestro espíritu no es más que espuma sobre las olas del océano cósmico, o existe en su fondo un testigo intemporal de la realidad?
Algunos defensores de tales teorías nos responderían que solamente se ocupan de la realidad física y objetiva y no se pronuncian sobre los fenómenos subjetivos; probablemente se referirían a Descartes, quien definió espíritu y materia como dos realidades coordinadas pero distintas una de otra.  Esta concepción contiene una pizca de verdad, aunque se equivoca en su unilateralidad.  Desde luego, el dualismo cartesiano preparó a las mentes para prescindir de todo lo que no fuera naturaleza física, como si el hombre mismo no fuera la demostración de que la realidad encierra en sí múltiples modos o grados de existencia.
El hombre de la antigüedad, que imaginaba a la Tierra como una isla circundada por el océano primordial y al cielo como una cúpula protectora; o el hombre medieval, que veía los cielos como esferas concéntricas que desde el centro de la Tierra se irían escalonando hasta la esfera, que todo lo abarca y no limitada en sí misma, del Espíritu divino, esos hombres tenían ciertamente una concepción errónea de las relaciones reales del universo físico; en cambio, eran conscientes del hecho, infinitamente más importante, de que el mundo corporal no representa toda la realidad, la cual está como circundada y penetrada por una realidad más amplia y más sutil, que se halla a su vez contenida en el Espíritu; indirecta o directamente, sabían, además, que, respecto al Infinito, la vastedad del universo es nula.
El hombre moderno ha aprendido que la Tierra no es más que una esfera suspendida en un abismo sin fondo, con un movimiento vertiginoso y complejo regido por otros cuerpos celestes, incomparablemente mayores que esta Tierra e increíblemente lejanos; sabe que la Tierra en la que vive no es más que un granito de arena con relación al Sol y que el Sol no es mas que un granito de arena respecto a las miríadas de otros astros incandescentes; y sabe que todo se mueve.  Una irregularidad en ese juego de movimientos astronómicos, la incursión de un astro extraño en el sistema planetario, una variación en la trayectoria solar o cualquier otro accidente cósmico, bastarían para que la Tierra se tambaleara en su rotación, para trastornar la sucesión de las estaciones, para cambiar la atmósfera y destruir a la humanidad.  El hombre moderno sabe también que el mínimo átomo contiene fuerzas que, una vez desencadenadas, incendiarían la Tierra casi instantáneamente.  Para la ciencia moderna, tanto lo «infinitamente grande» como lo «infinitamente pequeño» se presentan como un mecanismo complicadísimo cuyo funcionamiento depende de una serie de potencias ciegas.
No obstante, el hombre de nuestro tiempo vive y actúa como si el desarrollo normal y cotidiano de los ritmos de la naturaleza le estuviera asegurado.  Efectivamente, no piensa ni en los abismos del mundo estelar ni en las terribles fuerzas latentes en cada brizna de materia.  Contempla el cielo encima de él como lo ve cualquier niño, con su Sol y sus estrellas, el recuerdo de las teorías astronómicas le impide conocer en ellos signos divinos.  El cielo ha de ser para él la manifestación natural del Espíritu que engloba al mundo y lo ilumina; sustituye esta «ingenua» y profunda visión de las cosas por el saber científico, no como una nueva conciencia de un orden cósmico superior, un orden del que, corno hombre, forma parte, sino como una desorientación, un desasosiego irremediable ante abismos sin común medida con su persona.  Porque nada le recuerda que, en definitiva, el cosmos entero está contenido en él, no en su ser individual, cierto, sino en el espíritu que está en él y que al mismo tiempo es más que él y que todo el universo fenoménico.
Capítulo III: EL ORIGEN DE LAS ESPECIES

El más pequeño fenómeno participa de distintas continuidades o dimensiones cósmicas que no pueden medirse según los mismos criterios.  Tomemos como ejemplo el hielo, que si bien está compuesto de la misma materia que el vapor, corresponde por su estado a los cuerpos sólidos.  Del mismo modo, cuando una cosa está formada por varios elementos, participa de sus diferentes naturalezas siendo al mismo tiempo diferente de ellas; el cinabrio, por ejemplo, es la síntesis de azufre y mercurio, pero si bien se compone de estos dos elementos, posee cualidades que no se encuentran ni en una ni en otra de esas sustancias de base.  Las cantidades se suman pero una cualidad no es sólo la suma de otras cualidades mezclando el azul con el amarillo se obtiene el verde; este tercer color, aun siendo la combinación de los otros dos, no consiste simplemente en la suma de sus cualidades, sino que representa una nueva y única cualidad cromática.  Esto en el llamado círculo de los colores, se expresa por el hecho de que cada color corresponde a una dirección distinta partiendo del centro.
Del mismo modo, la naturaleza puede parecernos, según desde qué punto de vista la contemplemos, conexa o inconexa, o ambas cosas a un tiempo; posee una característica intermitente que se manifiesta no tanto en el campo de la materia puramente física como en el campo de lo viviente: el pájaro que nace del huevo está compuesto por los mismos elementos que el huevo, y, sin embargo, no es el huevo; así como la mariposa que nace de una crisálida no es ni una crisálida ni la larva que la ha formado; aunque existe cierta afinidad entre todos estos organismos, un contexto genético. Existe entre ellos, no obstante, una diferencia cualitativa, y podemos decir que «la naturaleza da un salto» de la larva a la mariposa.
En cada punto del tejido cósmico hay, pues, una trama y una urdimbre que se entrelazan, como lo expresa la simbología tradicional del tejido: los hilos de la urdimbre, que en el telar primitivo cuelgan verticalmente, representan las esencias inmutables de las cosas, es decir, las cualidades o formas esenciales, mientras que la trama que corre horizontalmente de un lado a otro uniendo entre sí los hilos de la urdimbre corresponde a la continuidad sustancial o «material» del mundo. La misma ley se expresa en el hylemorfismo clásico que distingue la «forma», el «sello» de la unidad esencial de una cosa o de un ser, de la «materia» que, en cuanto sustancia plástica, recibe esta marca confiriéndole una determinada existencia.  Ninguna teoría moderna ha podido sustituir a esta antigua doctrina, ya que la realidad y toda su riqueza no se explican reduciéndolas a una u otra de sus «dimensiones».  La ciencia moderna ignora lo que los antiguos designaban como «forma», que es un aspecto de las cosas que no puede aprehenderse cuantitativamente y no le preocupa que un fenómeno -por ejemplo, un ser viviente- sea bello o feo; la belleza de una cosa o de un ser es precisamente la expresión del hecho de que su forma corresponde a una esencia invisible, y esto no puede medirse ni contarse.
Se hace necesario precisar aquí el doble significado inherente al concepto de «forma»: por un lado, designa la circunscripción de una cosa, siendo ésta su acepción más corriente; en este sentido la forma es parte de la materia o, en términos más generales, de la sustancia plástica que circunscribe y limita a las realidades; por otra parte, la «forma», en el sentido que le dan los filósofos griegos y sus sucesores escolásticos, es la quintaesencia de las cualidades de una cosa o de un ser y, por tanto, la expresión o marca de su esencia inmutable.
El mundo individual es el «mundo formal» en tanto en cuanto está constituido por realidades que nacen de la unión de una «forma» con una «materia» física o psíquica.  Según desde qué punto de vista se miren las cosas, el individuo se caracterizará bien por la «materia» o bien por la «forma» que en ella se expresa.  Sin embargo, en su esencia la «forma» no es nada individual, sino un prototipo inmutable, un arquetipo.
Si prescindimos de su fenómeno material particular y de su consistencia más o menos compuesta, la forma es, en otras palabras, indivisible; es una unidad cognoscitiva y, corno tal, está contenida primordialmente en la unidad más amplia del Espíritu. Toda diferenciación presupone unidad, y sin las «formas» esenciales o arquetipos, el mundo no sería sino arena que se esparce.
La filosofía racionalista que cree poder reducir al absurdo la doctrina de los arquetipos, o, lo que es lo mismo, la doctrina de las ideas de Platón, dando irónicamente por supuesto que la multiplicación de conceptos supondría una multiplicación correlativa de arquetipos -y, por lo tanto, un número infinito de ellos, por el concepto del concepto del concepto, y así sucesivamente- yerra el blanco. En efecto, la multiplicidad en sentido cuantitativo no es aplicable a las esencias arquetípicas; pertenece al mundo material, que es diferenciado, no al Espíritu puro, que diferencia en virtud de las posibilidades arquetípicas en él contenidas, ni al puro Ser: los arquetipos se distinguen fundamentalmente, sin separación, en el interior del Ser y en virtud de él, como si el Ser fuera un cristal único y puro que, en su forma universal, contuviera todas las cristalizaciones posibles. Con respecto a los individuos que de ella dependen, la especie (species) es un arquetipo; es decir, que no se trata sólo de la circunscripción aproximada de un grupo, sino de una unidad lógica u ontológica, una forma existencial indivisible; por lo tanto, no puede «evolucionar», o sea, pasar gradualmente a otra especie, aunque pueda comprender en sí misma subespecies que representen otros tantos «reflejos» de la única forma esencial que siempre conservarán, como las ramas de un árbol permanecen siempre unidas a su tronco.
Hay opiniones acertadas según las cuales toda la teoría sobre la evolución gradual de las especies inaugurada por Darwin se basa en la confusión entre especie y subespecie: lo que en realidad no representa más que una variante posible dentro de un tipo específico dado, se interpreta como el principio de una especie nueva.  Ni siquiera esta eliminación de las fronteras entre las especies sirve para colmar las innumerables lagunas que aparecen en su supuesto árbol genealógico.  Cada especie, no sólo está separada de las demás por diferencias abismales, sino que ni siquiera existen formas que indiquen una posible conexión entre los diversos órdenes de seres vivientes, como los peces, reptiles, pájaros y mamíferos.
Si bien existen peces que utilizan sus aletas para trepar a la orilla, en vano se busca en ellos el mínimo indicio de articulación, que es lo único que posibilitaría la formación de un brazo o de una pata; del mismo modo, si bien hay semejanzas entre los reptiles y los pájaros, sus esqueletos tienen una estructura fundamentalmente diferente: las complejas articulaciones del maxilar de un pájaro, por ejemplo, así como la organización de su oído, corresponden a un plan completamente diferente al de los órganos respectivos de un reptil; no se concibe cómo uno haya podido derivar del otro.  El célebre pájaro fósil arqueoptérix, que se suele citar como ejemplo de eslabón intermedio entre reptil y pájaro, es en realidad un auténtico pájaro a pesar de ciertas particularidades que no son propias sólo de él, como las uñas en los extremos de las alas, los dientes en los maxilares y su larga cola en abanico.
Para poder explicar la ausencia de formas intermedias, los defensores de la teoría de la evolución de las especies se sirven a veces de tesis singulares según las cuales, en razón de su imperfección y su consiguiente precariedad, esas formas habrían desaparecido; con ello contradicen claramente la ley de la selección natural, responsable de toda la supuesta evolución de las especies: en realidad, los «proyectos» de una nueva especie deberían ser mucho más numerosos que los antepasados que ya hubieran alcanzado la forma por nosotros conocida.  Por otra parte, si la evolución de las especies representara, como se ha afirmado, un proceso gradual y continuo, todos los eslabones reales de la cadena, y no sólo los últimos y en cierto modo definitivos, deberían ser, a la vez, resultados conclusos e intermediarios; no se comprende, pues, por qué unos iban a ser más esporádicos y destructibles que los demás.
Los biólogos modernos más serios, o bien rechazan completamente la tesis de la evolución de las especies, o bien la mantienen provisionalmente como mera «hipótesis de trabajo» al no poder concebir un origen de las especies que no se sitúe en la «horizontal» del devenir puramente físico y temporal.  Para Jean Rostand, por ejemplo, «el mundo que postula el transformismo es un mundo fabuloso, fantasmagórico, surrealista.  El punto capital al que siempre se vuelve es que nunca hemos asistido, ni siquiera en una pequeña medida, a un fenómeno auténtico de evolución... Tenemos la ¡impresión de que la naturaleza actual no puede ofrecernos nada que reduzca nuestro embarazo frente a las metamorfosis orgánicas presupuestas por la tesis transformista.  Tanto si se trata del origen de las especies como de la misma vida, Tenemos la impresión de que las fuerzas que han constituido la naturaleza han desaparecido ahora de ella». No obstante, este mismo biólogo se mantiene fiel al transformismo: «Creo firmemente, porque no veo en qué otra cosa podría creer, que los mamíferos derivan de los reptiles, y éstos de los peces; pero al afirmar o pensar una cosa así, intento no pasar por alto en absoluto la monstruosidad de este tipo de aserción y prefiero no determinar el origen de estas irritantes metamorfosis antes que añadir a su inverosimilitud la de cualquier ridícula explicación».
La paleontología demuestra únicamente que las distintas formas animales, en la medida en que se han conservado como fosilizaciones en los estratos geológicos, han aparecido en un orden más o menos «ascendente» que progresa de formas relativamente inarticuladas -pero de ningún modo simples- hacia formas cada vez más ricas, aunque esta evolución ascendente no se produzca dentro de una línea unívoca e ininterrumpida; parece que da saltos, pues hay categorías enteras de animales que aparecen de golpe sin grados preliminares evidentes. Súbitamente, surgen mundos animales completos con sus múltiples relaciones: la araña, por ejemplo, aparece contemporáneamente a su presa, y ya posee la capacidad de tejer.
¿Qué significa, en suma, el orden siempre «ascendente» en la manifestación de las especies?  Significa que, en el plano material, lo que es relativamente informe e inarticulado precede siempre a lo más complejo, ya que toda «materia» es como un espejo que refleja, invirtiéndola, la actividad de los arquetipos; mientras la esencia de los arquetipos contiene posibilidades riquísimas por ser indivisa, en el plano material las formas simples iniciales son pobres y las ricas están subdivididas; así, la semilla existe antes que el árbol y el capullo antes que la flor.  Lo que es válido para el ser físico singular vale también, en conjunto, para el mundo animal y vegetal.  Decimos «en conjunto» porque no puede tratarse de una correspondencia exacta: el desarrollo de todo un mundo de vida no es comparable con el crecimiento de un solo ser y, en realidad, la aparición gradual de las diversas especies no parece un desarrollo constante.  La jerarquía de las especies y su sucesión más o menos cronológica no justifican la hipótesis de que han evolucionado progresivamente una a partir de otra.
Por el contrario, lo que vincula a las diversas formas animales entre ellas es una especie de modelo común, que se transmite más o menos a través de sus estructuras y que en los animales de conciencia más elevada, como los pájaros y los mamíferos, es más evidente que en los demás.  Este modelo o plan se revela especialmente en la simetría de las dos mitades del cuerpo, en la colocación de los órganos internos más importantes y en el número de miembros y de órganos sensoriales.  Se podría objetar que el modelo y el número de ciertos órganos, sobre todo de los órganos sensoriales, corresponden simplemente a su entorno.  El entorno, por otra parte, está determinado por los «campos» de los órganos sensoriales, de modo que podría volverse completamente del revés tal argumentación.  Así, pues, desembocamos de nuevo en la visión cosmológica tradicional, que en el modelo de los seres vivos terrestres descubre la expresión de la correspondencia entre macrocosmos y microcosmos, entre mundo global y ser aislado.  Con el trasfondo de este plano cósmico común se descubrirá, por una parte, que entre el hombre y el mosquito subsisten ciertas analogías y, por otra, se descubrirán aún más claramente las diferencias y cesuras que separan a una especie de otra.
En lugar de los «eslabones perdidos» que los partidarios del transformismo buscan en vano, la naturaleza nos ofrece, como irónicamente, gran número de formas animales que imitan a otras especies y órdenes, sin por ello salir del marco de la especie propia; las ballenas, por ejemplo, que en realidad son mamíferos, se parecen a los peces por su forma y comportamiento; los colibríes tienen el aspecto, el vuelo, el modo de alimentarse y también los colores cambiantes de las mariposas; el armadillo está cubierto de escamas como un reptil, aunque pertenece a los mamíferos; hay especies de peces que hacen su nido como los pájaros y ciertas pájaros que sólo usan sus alas como aletas.  La mayoría de las formas animales «imitantes» pertenecen a géneros más altos que las especies y órdenes imitados; así, pues, no se concibe que puedan ser miembros intermedios de una supuesta evolución de las especies.  A lo sumo podrían considerarse como ejemplos de la adaptación al medio ambiente de una forma animal, pero también esto es dudoso: ¿cuáles podrían ser las semejanzas, por ejemplo, entre la forma media de un mamífero terrestre y el delfín?. Es probable que también el pájaro prehistórico arqueoptérix, del que hablábamos antes, se cuente entre las formas animales «imitantes», que representan una serie de posibilidades extremas.
Como todo orden animal representa un arquetipo que comprende a los arquetipos de las especies correspondientes, cabría preguntarse si la presencia de esas formas animales «imitantes» no pone en duda la unidad de las formas esenciales y, por lo tanto, también su carácter arquetípico; en realidad no es así; la forma de las especies o de los géneros no se ve alterada por las características imitadoras; un delfín, por ejemplo, es claramente un mamífero y posee todas las características de este orden, incluidas su mirada y su comportamiento psíquico, pese a su configuración análoga a la de los peces.  Es como si la naturaleza quisiera demostrar el carácter inmutable de las formas esenciales agotando hasta el límite las últimas posibilidades contenidas en una forma. Después de haber producido crustáceos y vertebrados, con sus respectivas características claramente distintas, genera un animal como la tortuga, que, si bien posee un esqueleto recubierto de carne, lleva una coraza externa como la de muchos moluscos invertebrados....  Así, la naturaleza manifiesta su potencia generadora de fertilísima fantasía aun manteniéndose fiel a las formas esenciales, los nunca difuminados arquetipos.
En el plano de los propios arquetipos, este entrelazamiento de las formas que no conduce nunca a la promiscuidad de los tipos verdaderos y propios, queda ejemplificado en el hecho de que, aunque difieran entre sí, los arquetipos no se excluyen mutuamente, a diferencia de las formas limitadas expresadas en la materia. Todo arquetipo o toda forma «esencial» es, por lo tanto, comparable a un espejo que, sin modificarse, refleja a todos los demás arquetipos que, a su vez, lo reflejan. El hecho de que los tipos cósmicos estén comprendidos unos en otros, remite en última instancia a la homogeneidad metafísica de la existencia; en otras palabras, a la unidad del Ser. En razón de las lagunas y discontinuidades en la sucesión paleontológica de las especies, algunos biólogos han formulado la tesis de una evolución “a saltos” basándose en el ejemplo de algunas abruptas mutaciones dentro de ciertas especies vivientes. Estas mutaciones se mantienen, no obstante, dentro del marco de deformaciones y degeneraciones, como la súbita manifestación de albinos, enanos o gigantes; incluso en el caso de que las nuevas características se transmitieran hereditariamente, no dejarían de ser malformaciones que nunca podrían conducir a la aparición de nuevas especies. Para que una nueva especie pudiera surgir, debería esconderse en la sustancia viva de una especie existente algo que pudiera servir de «materia plástica» a una forma específica totalmente nueva; en la práctica, una o más hembras de una especie ya existente deberían engendrar espontáneamente frutos de una especie nueva.  Esto contradice, por otra parte, la ley de la división de los sexos según la cual, dentro de una misma especie, la receptividad de uno y la capacidad de engendrar del otro se corresponden perfectamente. La herencia supone que la hembra siempre lleva en sí misma al macho y el macho siempre lleva en sí mismo a la hembra de la misma especie. A este respecto, el hermetista Ricardo el Inglés escribía: «Nada puede nacer de una cosa que no esté ya contenido en ella; por eso toda especie, todo género y todo orden natural evolucionan dentro de los límites que le son propios y nunca de acuerdo con una ley esencialmente distinta; todo lo que recibe una simiente debe estar hecho de la misma simiente».
En última instancia, la tesis evolucionista es una tentativa dirigida no tanto a negar completamente el «milagro de la creación» -ya que esto es perfectamente imposible- como a aislarlo, sustituyendo el proceso cosmogónico -ampliamente suprasensorial- que representa simbólicamente el relato bíblico de la creación, por un proceso que se desarrollaría en la horizontal del mundo físico.  Pero esto no resulta posible sin hacer derivar el más del menos, lo superior de lo inferior y lo que tiene más calidad de lo que tiene menos.  Se admite esta contradicción desde el momento en que no se quiere ni se puede comprender que el surgimiento espontáneo de las especies presupone un proceso vertical respecto al plano físico, el «descendimiento» de prototipos no físicos. En resumidas cuentas, el evolucionismo y todas sus contradicciones intrínsecas resultan de la incapacidad -propia de la ciencia moderna- de concebir «dimensiones» de la realidad que no sean encadenamientos puramente físicos.  Lógicamente, el origen de las especies sólo se explica a partir de la doctrina de la gradual «emanación» de las realidades, en el sentido que hemos apuntado antes, que no tiene nada que ver con una supuesta «emisión» de sustancia, que contradice la trascendencia divina.  Para mejor comprender la descendencia «vertical» de las especies, es preciso saber que la materia de la que está hecho este mundo físico no siempre ha tenido el mismo grado de dureza cósmica que hoy posee. Con esto no pretendemos decir que en los tiempos primordiales, en los que aún aparecían nuevas especies, las piedras hayan sido necesariamente blandas; las cualidades físicas como la dureza y la densidad siempre han existido.  Lo que en cierto modo se ha ido haciendo más duro y consistente es el estado físico en su conjunto, por lo cual recibe menos fácilmente la marca de las realidades suprasensibles prefiguradas en la condición sutil o psíquica.  Esto no quiere decir que el estado físico pueda separarse del psíquico, que representa su raíz ontológica y le domina por completo; lo que falta en esta relación entre ambos estados es el carácter creativo que originalmente poseía; del mismo modo, un fruto maduro está recubierto de una cáscara cada vez más dura, pues absorbe cada vez menos savia del árbol. Por otra parte, el gradual endurecimiento del estado físico se debe al hecho de que sufre un proceso cíclico desde su origen supracorpóreo, por lo cual su transformación concluye con su retorno, esta vez imprevisto y apocalíptico, al estado sutil.  Todos los médicos o hechiceros de los llamados pueblos primitivos saben por propia experiencia que las realidades psíquicas pueden aún hoy expresarse en la materia física, sin hablar ya de los santos que, sin pretenderlo, llegan a experimentarlo.  El mundo moderno se apresura a pasar por alto o a negar estos fenómenos tomando así involuntariamente partido por el endurecimiento en cuestión.
A este proceso cósmico se le añade el hecho de que, como dice Rostand, «las fuerzas que han constituido la naturaleza parecen haber desaparecido ahora de ella». En los tiempos primordiales, cuando la materia física era más plasmable, una nueva forma específica podría manifestarse físicamente a partir del momento en que se «condensaba» en el estado psíquico.
Esto significa que, en el plano de la existencia inmediatamente superior al estado físico, los diversos tipos de animales estaban ya presentes como formas no físicas, sino revestidas de cierta «materia», la del mundo sutil.  De allí «descendían» a la existencia física en cuanto ésta estuviera dispuesta para recibirlos.  Podemos imaginar este «descendimiento» como una coagulación súbita de las capacidades sutiles, en el curso de la cual la forma original no-espacial sufriera una cierta limitación y fragmentación.
En el caso del hombre, la cosmología indo-tibetana describe este descendimiento -o esta caída- con la imagen de la lucha legendaria entre los dêvas y los asuras, los ángeles y los demonios; tras la creación del hombre por los dêvas con un cuerpo fluido, proteico y transparente, es decir, con una forma sutil, los asuras intentan destruirlo pasándolo gradualmente a un estado de rigidez; se vuelve opaco y su esqueleto, que ya ha llegado al estado de petrificación, se queda inmóvil.  Entonces, los dêvas, transformado el mal en bien, crean las articulaciones, tras fracturar los huesos; perforan el cráneo que amenaza con aprisionar -la sede de la inteligencia y abren la vía de los sentidos.  Así, el proceso de gradual endurecimiento se ve detenido antes de alcanzar su límite extremo, y algunos órganos del hombre, como el ojo, aún conservan algo de la naturaleza del estado no-corpóreo. La descripción simbólica del mundo sutil en este relato no debe inducir a error.  De cualquier modo, sigue siendo cierto que el proceso de materialización que va de lo suprasensible a lo sensible, debe reflejarse de algún modo dentro del mismo estado físico; por eso podemos admitir, sin riesgo a equivocarnos, que las primeras generaciones de una nueva especie no han dejado ningún rastro en el gran libro de los estratos geológicos. Pretender encontrar en la materia física los residuos de los antepasados de una especie, en particular de la especie humana, es una empresa vana.
Desde el momento en que el transformismo no se apoya sobre ninguna prueba real, también su desembocadura y corolario, a saber, la tesis del origen infrahumano del hombre, permanece suspendida en el vacío.  Los datos alegados en favor de esta tesis se reducen, por otra parte, a algunos grupos de esqueletos de cronología disparatada: tipos únicos de esqueletos considerados como «evolucionados», como el «hombre de Steinheim», preceden a otros aparentemente más primitivos, como el «hombre de Neanderthal», aunque este último no haya sido realmente tan parecido al mono como pretenden hacer creer tendenciosas reconstrucciones.
Si en lugar de plantear siempre la cuestión de dónde empieza la especie humana y a qué nivel evolutivo corresponde tal o cual tipo considerado entre los protohombres, nos preguntáramos hasta dónde llega el simio, veríamos muchas cosas bajo otra luz, porque un simple fragmento de esqueleto, aunque sea parecido al humano, no es suficiente, en realidad, para demostrar la presencia de lo que caracteriza al hombre, es decir, la razón, mientras que es fácil imaginar gran cantidad de subespecies de simios antropoides de anatomía más o menos análoga a la humana.
Por paradójico que pueda parecer, la semejanza anatómica entre el hombre y el mono antropoide se explica precisamente en razón de que hombre y animal están separados por dos planos de conciencia esencialmente diferentes: puesto que en el plano puramente animal deben representarse todas las formas que la ley de este plano permite, no puede faltar, por lo tanto, una forma animal que desde un punto de vista puramente anatómico sea afín a la humana, salvando algunas diferencias cualitativas.  En otros términos: el mono es ciertamente una anticipación física del hombre, pero no en el sentido de un preliminar evolutivo de éste, sino sólo en virtud del hecho de que, en cada plano de la existencia, se encuentran posibilidades correspondientes.
En cuanto a los residuos fósiles atribuidos a los hombres primitivos, surge otra pregunta: ¿pertenecieron realmente a hombres algunos de esos esqueletos considerados como antepasados del hombre de hoy, o son testimonios de la existencia de algunos grupos supervivientes al cataclismo de un fin de era cósmica para desaparecer, a su vez, antes del inicio de la humanidad actual?  Podría también tratarse, en lugar de hombres primitivos, de hombres degenerados que hubiesen vivido antes o al mismo tiempo que nuestros auténticos antepasados.  Sabemos que las leyendas y las fábulas de casi todos los pueblos hablan de gigantes y enanos que parece ser que, en un tiempo, vivían en parajes solitarios; por otra parte, es sorprendente que entre los esqueletos encontrados haya muchos casos de gigantismo.
Para concluir, queremos recordar que los cuerpos de los primeros hombres no han dejado necesariamente huellas sólidas, bien porque aún no estaban lo bastante «solidificados», bien porque su espiritualidad, combinada con las condiciones cósmicas de su era, permitiera que, en el momento de la muerte, el cuerpo físico se reintegrara en el «cuerpo» sutil.
Ahora trataremos de otra tesis que goza de mucho favor porque se presenta como una síntesis de ciencia biológica y fe cristiana, mientras que en realidad no es otra cosa que la sublimación puramente conceptual del materialismo más grosero: está cargada de todos los prejuicios típicos de esa clase de materialismo, empezando por la fe en un progreso indefinido de la humanidad y terminando por un colectivismo nivelador y totalitario, sin excluir la veneración de la máquina en la que todo ello está basado: se trata de la teoría de la evolución de Teilhard de Chardin. Según este paleontólogo, que pasa elegantemente por encima de las innegables lagunas del sistema evolucionista aprovechándose en gran medida del clima creado por la prematura publicación de «pruebas» bastante dudosas, el hombre no es más que un estadio pasajero en el curso de una evolución que se inicia con los animálculos unicelulares para desembocar en una especie de entidad cósmica global asociada a Dios.  La pasión mental de querer referirlo todo a una sola línea evolutiva ininterrumpida pierde aquí casi totalmente el contacto con la realidad para lanzarse de cabeza a una fantasmagoría abstracta, cuyo trabajo febril con cifras y esquemas pretende ofrecer una ilusión de objetividad.  Una característica de este teórico es que expresa cualquier relación circunstancial de hechos científicos con esquemas gráficamente simplificados, operando como si se tratase no de instrumentos conceptuales, sino de realidades concretas.  Así, amplía, por ejemplo, el árbol genealógico de las especies sin darse cuenta de que su unidad orgánica no es más que una suerte de ilusión óptica, y en realidad se trata de una variedad de elementos inconexos; él diseña sus ramas como si se tratara de una verdadera planta y construye la punta en la dirección en la que se movería la especie humana.  En base al mismo razonamiento impreciso que mezcla lo concreto con lo abstracto y confunde con impaciencia las diferenciaciones entre lo que es y lo que se supone que es, asocia entre sí las más diversas categorías de realidad, como las leyes humanas, las fuerzas biológicas, las tendencias psíquicas y los valores espirituales, en una profusión única de conceptos pseudocientíficos.
Un ejemplo típico es la siguiente cita: «Lo que explica la revolución biológica causada por la aparición del Hombre es una explosión de conciencia; y lo que a su vez explica esta explosión de conciencia no es sino la irrupción de un rayo privilegiado de «corpusculización», es decir, de un filo zoológico en la superficie hasta aquel momento impermeable que separa la zona del psiquismo directo de la del psiquismo reflejo.  Cuando, siguiendo este rayo particular, la Vida alcanza un punto crítico de ordenación (o, como decimos nosotros, un punto crítico de enroscamiento), se hipercentra en sí misma, adquiere la facultad de prever y de inventar...».  La «corpusculización», que en el mejor de los casos representa un proceso físico, implicaría la singular consecuencia de que un «filo zoológico», que no es otra cosa que la representación gráfica esquematizada de un proceso genético, irrumpiría a través de la superficie (puramente teórica) que separa dos diferentes zonas psíquicas; y, en razón de este hecho, la vida, que no es en sí algo corpóreo, se enroscaría sobre sí, misma para engendrar así, mediante esta singular convulsión abstracto-mecánica, las facultades espirituales de previsión e invención... Pero no hay que extrañarse de esta incapacidad de discriminación típica del pensamiento de Teilhard, dado que, según su propia teoría, el espíritu no es más que una fase avanzada en la transformación de la materia.
Teilhard hace derivar siempre la cualidad de un aumento de la cantidad; el aumento creciente de la vegetación en todo el globo terrestre habría generado, con la presión de su masa, la vida animal; y cuando, en un futuro, la humanidad tecnificada haya ocupado el último pedacito de tierra, la evolución general cerebral promovida por la presión de esa masa lanzaría a la noosfera una especie de molusco colectivo con facultades espirituales superiores...
Sin alargamos sobre la singular teología de este autor, para quien Dios se desarrolla al mismo tiempo que la materia, y sin paramos en la embarazoso pregunta sobre qué debía pensar de los profetas y sabios de la antigüedad y del resto de seres «subdesarrollados», comprobamos lo siguiente: si es cierto que, tanto en un sentido físico como espiritual, el hombre no es más que una fase de la evolución que se extiende de la ameba al superhombre, ¿cómo puede él mismo saber objetivamente dónde se halla situado?  Supongamos que tal evolución forma una curva, una espiral: ¿puede el hombre, que no es más que un fragmento (sin olvidar que el «fragmento» de un movimiento no representa en sí mismo más que una fase del mismo movimiento), salir de ese proceso y decirse: «Yo no soy más que el fragmento de una espiral que se enrosca en una dirección determinada»?  En otras palabras, ¿cómo puede el hombre, si todo en él y en torno suyo, incluso su espíritu, cuya esencia es el mismo Dios, «fluctúa» constantemente, enunciar alguna cosa verdadera, válida y general sobre sí mismo y el mundo?  Teilhard de Chardin, ese representante de la presente fase evolutiva de la humanidad, cree poder hacerlo: ¿sobre qué base?  Es cierto que el hombre puede conocer su propia condición y rango entre los seres vivos; por otra parte, es capaz de ello precisamente porque, lejos de ser una simple fase dentro de un desarrollo indefinido, representa esencialmente una posibilidad central y, por lo tanto, irreemplazable y definitiva.  Si la especie humana estuviera destinada a evolucionar hacia una forma distinta, más perfecta y más «espiritual», el hombre no sería ya desde ahora el «punto de intersección» del Espíritu divino con el plano terrestre; el hombre no podría ser salvado ni sería espiritualmente capaz de superar el flujo del devenir.  Comprobar la imperfección de la naturaleza humana no autoriza a suponer que continuará evolucionando biológicamente; esta ¡imperfección es, en realidad, común a todo el mundo terrenal; el aspecto absoluto y universalmente válido inherente al espíritu humano, que le capacita para reconocer la propia imperfección como tal, indica que la vía que lleva de lo humano a lo divino no se sitúa en un plano material y temporal, sino que es perpendicular a éste.  Por decirlo en los términos del Evangelio: ¿habría acaso tomado Dios forma humana si ésta no hubiera sido ya «Dios en la tierra», es decir, cualitativamente única y, respecto al propio plano existencial, definitiva?
Como síntoma de nuestro tiempo, la teoría teilhardiana corresponde a una de esas fisuras que se producen en la corteza del pensamiento materialista en razón del progresivo endurecimiento de ese caparazón; no se abren hacia arriba, hacia el cielo y su unidad verdadera y trascendente, sino hacia abajo, hacia el campo de las corrientes psíquicas inferiores.  Cansado de sí mismo y del abatimiento de su mundo cuantitativo, el pensamiento materialista acepta fácilmente tal teoría pseudoespiritual provista de ciertos requisitos científicos; la fe equivocada, materializada y materialmente solidificada -materialismo sublimado- de un Teilhard de Chardin se sitúa dentro de esta tendencia.
Por sus concomitancias con el marxismo, por su carácter antitradicional y pseudomístico, la teoría moderna sobre la evolución de las especies se revela como el Gran Fraude.  Nunca una tesis de tan dudoso cientifismo se había situado como base indiscutible de importantes decisiones espirituales, y hay que preguntarse si el simio no ha sido promovido antes que el hombre para que el hombre pueda sustituir a Dios.
Capítulo IV: PSICOLOGIA MODERNA Y SABIDURIA TRADICIONAL

La psique es el objeto de la psicología; escribe C. G. Jung, «y desgraciadamente es al mismo tiempo su sujeto. No podemos ignorar este dato». Esto sólo puede significar que todo juicio psicológico participa inevitablemente de la naturaleza esencialmente subjetiva, e incluso pasional y tendenciosa, de su objeto.  De hecho, nadie conoce al alma si no es a través de su propia alma, y para el psicólogo el alma consiste en lo psíquico y en nada más; ningún psicólogo escapa, entonces, a este dilema, sea cual fuere su pretensión de objetividad, y cuanto más categóricas sean sus afirmaciones y mayor sea su pretensión de formular enunciados universalmente válidos, tanto más sospechosos serán. Tal es el veredicto que la psicología moderna enuncia sobre sí misma, por lo menos cuando es honesta.  Como quiera que sea, la sospecha de que todo lo que puede decirse del alma humana no sea, en última instancia, más que un falaz reflejo de sí misma, continúa royendo el corazón de la psicología moderna, extendiéndose, como un relativismo desintegrador, a todo lo que toca: historia, filosofía, arte y religión, todo, con su contacto, se convierte en psicológico y en subjetivo, por lo tanto, exento de toda certeza objetiva e inmutable.
Mas todo relativismo apriorístico se contradice a sí mismo.  A pesar de la reconocida precariedad de su punto de vista, la psicología moderna se comporta exactamente igual que cualquier otra ciencia; emite juicios y cree en su validez, invocando inconscientemente aquello que niega: la certeza innata en el hombre.  Que la psique es «subjetiva», es decir, que en razón de su subjetividad está condicionada y en cierto modo «teñida», es precisamente demostrable porque existe en nosotros algo que escapa a esta limitación subjetiva, consiguiendo percibirla, por así decirlo, «desde arriba»; este algo no es sino el espíritu, en el sentido del término latino intellectus.  Este intelecto nos aporta las solas luces que tienen la virtud de iluminar el mundo incierto y constantemente fluctuante de la psyché; se trata de una evidencia, pero de una evidencia que escapa al pensar científico y filosófico de nuestro tiempo.  Es importante, ante todo, no confundir el intelecto con la razón (ratio): porque ésta, siendo el reflejo mental del intelecto, en la práctica se ve condicionada por el sector al cual se aplica y por el marco que se le asigna.  Queremos decir con esto que, en el caso de las ciencias modernas, el alcance de la razón está limitado por su propio método empírico.  En el plano en que se sitúa, la ratio no es tanto fuente de verdad como garantía de coherencia: actúa solamente como ley ordenadora.  Para la psicología moderna aún es menos, pues si bien el racionalismo científico ofrece a la investigación del mundo físico una base estable, resulta enteramente insuficiente en cuanto se trata de describir el mundo del alma; incluso los movimientos psíquicos superficiales, aquellos cuyas causas y fines se sitúan en el plano de la experiencia corriente, difícilmente pueden traducirse en términos racionales.  Todo el caos de las posibilidades inferiores de la psique, generalmente inconscientes, escapan a la racionalidad y, con mayor razón, toda dimensión espiritual, infinitamente superior al simple campo racional. Según los criterios establecidos por el pensamiento moderno, no sólo gran parte del mundo psíquico, sino también la realidad metafísica, serían «irracionales».  De ahí deriva la tendencia típica de la psicología moderna a poner en duda la propia razón, cosa absurda desde el momento en que la razón no puede negar a la razón.  La psicología se encuentra frente a un ámbito que desborda por todas partes el horizonte de la ratio, y, por lo tanto, el marco de una ciencia construida sobre el empirismo y la lógica cartesiana.
En su inconfesado embarazo, la mayor parte de los psicólogos modernos se acogen a un cierto pragmatismo; se dedican a asociar la «experiencia» psíquica con una actitud clínica «aséptica», con un distanciamiento interior, creyendo poder salvaguardar así la «Objetividad» científica.  Sin embargo, no pueden dejar de asociarse a tal experiencia, pues es el único modo de llegar a conocer el significado de los fenómenos psíquicos, siendo imposible captarlos desde el exterior al modo de los fenómenos corpóreos.  El yo del observador psicológico, por tanto, está siempre incluido en la experiencia, como Jung reconoce en las palabras arriba citadas. ¿Qué significa, pues, la reserva clínica del «control» de la experiencia?  En el mejor de los casos representa el supuesto «sentido común» que aquí, sin embargo, carece de significado, desde el momento en que su naturaleza, asaz limitada, lo deja expuesto a los prejuicios y a la arbitrariedad.  La actitud artificialmente «objetiva» del psicólogo -una objetividad ostentada por el sujeto- no incide, pues, realmente en la naturaleza incierta de la experiencia psicológica; y con esto volvemos, a falta de un principio intrínseco y al mismo tiempo inmutable, al dilema del alma que intenta captar al alma, al que nos referíamos al empezar este capítulo.
Al igual que cualquier otro sector de la realidad, la psique sólo puede conocerse a partir de algo que la trascienda.  Es a esto a lo que nos referimos cuando reconocemos el principio moral de la justicia, en virtud del cual los hombres deben superar su «subjetividad», es decir, su egocentrismo; pero la voluntad humana no podría nunca superar el egoísmo si la inteligencia que la guía no fuera más que una realidad psíquica y no sobrepasara esencialmente a la psyché, si en su esencia no trascendiera el plano de los fenómenos, tanto interiores como exteriores.  Esta advertencia es suficiente para probar la necesidad y la existencia de una psicología que no se apoye sólo en la experiencia, sino en verdades metafísicas dadas «desde arriba».  El orden del que se trata está inscrito en nuestra alma, y es de este orden del que en realidad no podemos prescindir.  La psicología moderna, sin embargo, no reconocerá nunca este orden, pues si a veces pone en cuestión el racionalismo de ayer, no se acerca a la metafísica, entendida como doctrina de lo perdurable, más de lo que pueda acercarse cualquier otra ciencia empírica; su punto de vista, que asimila lo suprarracional a lo irracional, la predispone a los más graves errores.
Lo que le falta por completo a la psicología moderna son criterios que le permitan insertar los diversos aspectos o tendencias de la psique en su contexto cósmico.  En la psicología tradicional, tal como se presenta a partir de toda religión auténtica, estos criterios vienen dados de dos maneras: ante todo, por la cosmología, que sitúa a la psique y sus modalidades en la jerarquía de los grados de la existencia, y después por la moral, enfocada hacia una meta espiritual.  Esta última parece que se ocupa únicamente de los problemas relativos al querer y al obrar; sin embargo, está estructurado según un esquema cuyas líneas principales asocian el sector psíquico del yo a las leyes universales.  En cierto modo, la cosmología circunscribe la naturaleza del alma; la moral espiritual la sondea.  Así como una corriente de agua muestra su vigor y su dirección al chocar contra un obstáculo inmóvil, el alma humana manifiesta sus inclinaciones y tendencias sólo en su antagonismo respecto a un principio inmutable; quien quiera conocer la naturaleza de la psyché, debe resistirla, y sólo podrá hacerlo si asume un punto de vista que, por lo menos virtual y simbólicamente, corresponda al Sí eterno, del cual surge el espíritu como un rayo que traspasa todos los modos de ser del alma y del cuerpo.
La psicología tradicional posee, pues, una dimensión impersonal y puramente teórica, la cosmología, y una dimensión personal y práctica, la moral o ciencia de las virtudes; y es justo que así sea, desde el momento en que el verdadero conocimiento de la psique nace del autoconocimiento: quien sepa ver «objetivamente» su propia forma psíquica subjetiva -y sólo será capaz con los ojos del Sí eterno- conocerá al mismo tiempo todas las posibilidades inherentes al mundo psíquico.  Y esta «visión» es a la vez el fin último y, si ello es necesario, la garantía de cualquier psicología sagrada.
La diferencia entre la psicología moderna y la tradicional se pone de manifiesto en el hecho de que para la mayoría de los filósofos modernos la moral no tiene nada que ver con la psicología.  En general, gustosamente la confunden con la moral social, más o menos marcada por las costumbres, imaginándola como una especie de dique psíquico que, aun siendo quizá útil según la ocasión, impediría o perjudicaría, en la mayor parte de los casos, el desarrollo «normal» de la psique individual.  Esta concepción ha sido ampliamente divulgada por el psicoanálisis freudiano, que, como es sabido, se ha convertido en un uso muy corriente en ciertos países, usurpando prácticamente la función que antaño realizaba el sacramento de la confesión: el psicoanalista sustituye al sacerdote, y el estallido de los complejos comprimidos sustituye a la absolución. En la confesión ritual, el sacerdote no es más que el vicario impersonal -y, por lo tanto, necesariamente reservado- de la Verdad que juzga y que perdona; confesando sus pecados, el pecador convierte las tendencias que subyacen a ellos en algo que no es «él mismo», por así decirlo; las «objetiviza»; al arrepentirse crea una distancia, y con la impartición de la absolución su alma retorna virtualmente al equilibrio inicial que surge del propio centro divino.  En el caso del psicoanálisis freudiano, el hombre no se desnuda frente a Dios, sino frente a su prójimo; no se distancia de los trasfondos caóticos y tenebrosos de su alma revelados por el análisis, sino que, por el contrario, los asume, debiendo decirse: «así soy yo realmente».  Si no consigue superar esta mortificante delusión gracias a algún influjo benéfico, le queda algo así como una deshonra interna.  En la mayoría de los casos, será un sumergirse en la mediocridad psíquica colectiva lo que hará las veces de absolución, siendo más fácil soportar una degradación cuando se la comparte con otros.  Sea cual fuere la utilidad eventual y parcial de un análisis así, el resultado habitual es el descrito a partir de tales presupuestos.
Si las doctrinas de salvación tradicionales, esto es, dadas por una religión auténtica, no se parecen en modo alguno a la psicoterapia moderna, es debido al hecho de que la psique no se deja curar por medios psíquicos; la psyché es el ámbito de las acciones y reacciones indefinidas; por su propia naturaleza, es esencialmente inconstante y engañosa, engaña a los demás y se engaña a sí misma, de modo que sólo puede ser curada por algo que se encuentre «fuera», o «por encima» de ella; es decir, por algo que, o bien proceda del cuerpo, con el restablecimiento del equilibrio de los líquidos humorales generalmente alterado por las enfermedades psíquicas, o bien proceda del espíritu, por medio de formas y acciones que expresen y den testimonio de una presencia superior.  Ni la plegaria ni el retiro en lugares sagrados, ni el exorcismo que se aplica en algunos casos, son de tipo psíquico, si bien la psicología moderna intenta explicar estos medios y su eficacia por vía exclusivamente psicológica.
Para esta psicología, los efectos de un rito y su interpretación teológica o mística son cosas totalmente diferentes.  Cuando atribuye a un rito alguna efectividad, que naturalmente sólo considera válida en el plano subjetivo, la remite a ciertas disposiciones psíquicas de origen ancestral que el rito actualizaría; no hace al caso preguntarse por el sentido atemporal y sobrehumano del rito o del símbolo, como si el alma pudiera acaso curarse creyendo en la proyección ilusoria de sus propias preocupaciones, individuales o colectivas.  La separación entre verdad y realidad, inherente a esta tesis, no preocupa a la psicología moderna, que llega incluso a interpretar las formas fundamentales del pensar, las leyes que gobiernan la lógica, como un residuo de costumbres ancestrales.  Es un camino que conduce a la propia negación de la inteligencia y a su sustitución por fatalidades biológicas, aunque no está claro que la psicología pueda llegar a tanto sin destruirse a sí misma.
Mientras que la palabra «alma» tiene un significado más o menos amplio, según como se utilice, e incluya a veces no sólo la forma incorpórea del individuo, sino también el espíritu supraformal inherente a ella, la psique, en cambio, es claramente la forma «sutil» no físicamente limitada, sino determinada por el modo de ser subjetivo propio de la criatura.  Para poder «situar» este modo de ser en su justo lugar, será preciso referirse al esquema cosmológico que representa los diversos grados de la existencia en forma de círculos o esferas concéntricas.  Este esquema, que podría concebirse como una ampliación simbólica de la concepción geocéntrica del universo visible, hace coincidir simbólicamente al mundo corpóreo con la tierra; en torno a este centro se extiende la esfera -o las esferas- del mundo sutil o psíquico, que a su vez está englobado por la esfera del Espíritu puro.  Desde luego, esta imagen está limitada por su carácter espacial, aunque expresa muy bien las relaciones existentes entre estos diversos estados: cada una de las esferas se presenta, tomada independientemente, como una entidad perfectamente homogénea, mientras que desde el «punto de vista» de la esfera inmediatamente superior no es más que su contenido.  Así, el mundo físico, considerado desde su propio plano, no tiene en cuenta al psíquico, del mismo modo que éste no tiene en cuenta el mundo supraformal del espíritu, pues sólo capta lo que tiene forma.  Por otra parte, cada uno de los mundos citados es conocido por el mundo que lo engloba: sin el «trasfondo» inmutable y supraformal del Espíritu, las realidades psíquicas no se presentarían como «formas», y sin el alma inherente a las facultades sensibles no podría captarse el mundo corpóreo.

Esta doble relación de las cosas, que en un principio escapa a nuestra visión subjetiva, se vuelve tangible, por así decirlo, cuando se considera más de cerca la naturaleza de la percepción sensible, por un lado, ésta capta efectivamente el mundo físico, y ningún artificio filosófico podrá convencernos de lo contrario; por otro, no hay duda de que del mundo sólo captarnos las «imágenes» que nuestra mente retiene, y en este sentido todo el tejido hecho de impresiones, recuerdos y anticipaciones, en suma, todo lo que constituye para nosotros la sustancia sensible y la coherencia lógica del mundo, es de naturaleza puramente psíquica o sutil.  Es inútil intentar averiguar qué es el mundo «al margen» de esa continuidad sutil, ya que ese «al margen» no existe: rodeado del estado sutil, el mundo físico no es más que un contenido suyo, aunque en su propio espejo aparezca como un orden materialmente autónomo.
No es, evidentemente, el alma individual, sino el estado sutil integral lo que engloba al mundo físico; la conciencia subjetiva, que constituye el objeto de la psicología, separa al alma de su contexto cósmico, logrando que parezca aislada del mundo exterior y de su orden universalmente válido.  Por otra parte, es el contexto lógico del mundo exterior lo que supone la unidad interior de lo psíquico, indirectamente manifestada por el hecho de que las múltiples visiones individuales del mundo visible, por fragmentarias que sean, se corresponden sustancialmente y se integran en un todo continuo. La unidad jerárquicamente ordenada de todos los sujetos individuales, que garantiza el nexo lógico del mundo, es, por así decirlo, demasiado obvia y demasiado manifiesta para ser observada.  Cada ser refleja en su propia consciencia todo el mundo experimentable y no cree estar a su vez contenido en la consciencia de los demás seres como una posibilidad más, ni que todos estos diversos modelos de experiencia estén coordinados entre sí.  Del mismo modo, todo ser se sirve de sus propias facultades cognoscitivas, confiando en que correspondan al orden cósmico total.  En esta misma fe se apoya la ciencia más escéptica, que en realidad carecería de todo sentido si la percepción sensible, el pensamiento lógico y la constancia de la memoria no estuvieran tejidas en el mismo telar del mundo objetivo.
Si el alma individual estuviera separada del universo, no podría contener al mundo entero. Como sujeto que conoce, contiene al mundo aunque no lo posea, ya que el mundo se convierte en «mundo» en su relación con el sujeto individual: su percepción presupone la escisión de la conciencia en sujeto y objeto, y esta escisión procede a su vez de la polarización subjetiva del alma.  Todo se corresponde, pues, mutuamente.
Pero no hay que olvidar que lo que en el plano esencial une, diferencia en el plano de la materia y viceversa, pues la dimensión esencial y la material forman una intersección como los dos ejes de la cruz: así, el espíritu que une a los seres por encima de la forma, en el plano de la «materia» psíquica plasma las formas diferenciadas, mientras que la «materia» psíquica como tal une a los individuos «horizontalmente» entre sí, y al mismo tiempo los mantiene encerrados en su propio tejido finito. Naturalmente, hay que entender todo esto en sentido amplio, pues estas son cosas que sólo pueden expresarse simbólicamente.
Cabría preguntarse qué tienen que ver estas consideraciones con la psicología, que no estudia el orden cósmico general, sino sólo la psique individual.  Nuestra respuesta es que es erróneo considerar a la psique individual como algo limitado en sí mismo.  Si bien, en principio, captamos sólo el fragmento del mundo psíquico que nosotros mismos «somos», en la medida en que representa nuestro «yo», seguimos, no obstante, estando inmersos en el mar de la existencia sutil como los peces en el agua, y, al igual que los peces, no vemos en qué consiste nuestro propio elemento.  Sin embargo, éste nos influye constantemente; lo único que nos separa de él es la dimensión subjetiva de nuestra conciencia.
El estado corporal y el estado psíquico pertenecen ambos a la existencia formal; en su extensión total, el estado sutil no es sino la existencia formal, pero se le llama «sutil» en tanto en cuanto se sustrae a las leyes de la corporeidad.  Según un simbolismo de los más antiguos y de los más naturales, el estado sutil se compara a la atmósfera que envuelve a la tierra y que penetra los cuerpos porosos y transmite la vida.
Un fenómeno cualquiera no puede ser verdaderamente comprendido más que a través de todas sus relaciones -«horizontales» y «verticales»- con la Realidad total.  Esta verdad se aplica de una manera especial, y de alguna manera práctica, a los fenómenos psíquicos: el mismo «acontecimiento» psíquico puede ser considerado a un tiempo la respuesta a una impresión sensorial, la manifestación de un deseo, la consecuencia de una acción transcurrida, la huella de una disposición típica o hereditaria del individuo, la expresión de su genio y el reflejo de una realidad supraindividual.  Es legítimo considerar el fenómeno psíquico en cuestión bajo uno u otro de estos aspectos, pero sería abusivo querer explicar los movimientos y motivos del alma por un único aspecto.  Citamos a este respecto las palabras de un terapeuta consciente de los límites de la psicología contemporánea: «Existe un antiguo proverbio hindú cuya verdad psicológica no puede ser puesta en duda: El hombre se convierte en lo que piensa... Si día tras día, durante años, no se hace más que invocar al Hades, explicando sistemáticamente todo lo que es elevado en términos de lo que es inferior, dejando al margen todo lo que en la historia cultural de la humanidad (a pesar de sus lamentables errores y crímenes) se ha considerado válido, no podrá evitarse el peligro de perder el discernimiento, de nivelar la imaginación (una fuente de vida) y de estrechar el horizonte mental».
La conciencia ordinaria sólo ilumina un sector restringido de la psique individual, que a su vez representa una parte minúscula del mundo psíquico.  Aquélla, sin embargo, no está separada de éste, su situación no es la de un cuerpo rigurosamente limitado por su extensión y separado de los demás cuerpos; lo que distingue al alma del conjunto del inmenso universo sutil son sus tendencias particulares, que la definen -para emplear una imagen simplificada- como una determinada dirección espacial define al rayo de luz que en ella se mueve.  Por sus tendencias particulares, el alma está en comunión con todas las posibilidades cósmicas de tendencia o cualidad análogas; las asimila y se asimila a ellas.  Esta es la razón por la que la ciencia de las tendencias cósmicas es decisiva para la psicología. Esta ciencia está presente en todas las tradiciones espirituales; la tradición cristiana  -y no sólo ella- está basada en el símbolo de la cruz, que es símbolo de las principales tendencias cósmicas: el trazo vertical de la cruz significa, en su sentido ascendente, la tendencia hacia el origen divino; en sentido descendente ejemplifica la tendencia inversa que va desde los orígenes a las tinieblas; los dos brazos horizontales corresponden a la extensión en el ámbito de un determinado plano de existencia. Estas tendencias están total y claramente representadas en la cosmología hindú con los tres gunas; sattwa es la tendencia ascendente hacia la luz, tamas es la que desciende hasta las tinieblas, rajas es la que se extiende por el mundo; moralmente, sattwa corresponde a la virtud, tamas a la inercia y al vicio y rajas a la pasión.
Los gunas son como las coordenadas a las que pueden referirse los movimientos psíquicos y respecto a las cuales pueden insertarse en un contexto cósmico más amplio.  Desde este punto de vista, las circunstancias que han provocado un movimiento psíquico no son importantes; sin embargo, su participación en las tres tendencias fundamentales es decisiva y determina su rango en la jerarquía de los valores interiores.
Las motivaciones de la psique sólo son perceptibles a través de las formas que las manifiestan; así, pues, el juicio psicológico deberá basarse en estas formas.  Ahora bien, la participación de los gunas en una forma cualquiera no puede medirse cuantitativamente; esta participación es de tipo cualitativo; en realidad, esto no significa que sea indeterminada o indeterminable: simplemente, a la psicología profana de nuestro tiempo le faltan criterios válidos.
Hay «acontecimientos» psíquicos cuyas repercusiones atraviesan «verticalmente» todas las gradaciones del mundo sutil, ya que rozan en cierto modo las posibilidades esenciales; hay otros -son los movimientos psíquicos ordinarios- que sólo obedecen el oscilar «horizontal» de la psyché; y, en fin, los hay que proceden de los abismos psíquicos infrahumanos.  Los primeros, los que se yerguen hacia lo alto, nunca pueden ser totalmente expresados; les es inherente un secreto, aunque a veces las formas que evocan ocasionalmente en la imaginación sean claras y precisas, como las que caracterizan a los auténticos artes sagrados, y, a diferencia de las que derivan de las «inspiraciones» infrahumanas o diabólicas, que como tales formas son ininteligibles: éstas, por su carácter nebuloso, tenebroso y equívoco sólo en apariencia contienen un secreto; se encontrarán fácilmente ejemplos en el arte de nuestro tiempo.
Al estudiar las manifestaciones formales del alma, no hay que olvidar que la constitución psico-física del hombre puede presentar fisuras e incongruencias singulares; puede ocurrir que ciertos estados psíquicos de alto valor espiritual no se expresen normal y armoniosamente.  Es lo que ocurre, por ejemplo, en el caso de esa categoría un poco «anárquica» de místicos llamados «locos de Dios», cuya espiritualidad o santidad escapa a la vía de la razón.  Inversamente, un estado intrínsecamente patológico y como tal dominado por tendencias infrahumanas y caóticas, puede que exprese, incidentalmente y por accidente; realidades supraterrestres.  En definitiva, el alma humana es de una insondable complejidad.
En su conjunto, el mundo sutil es incomparablemente más amplio y variado que el corpóreo, lo que Dante expresa al hacer corresponder a toda la jerarquía de las esferas planetarias con el mundo sutil y sólo la tierra con el corpóreo.  En su sistema, la posición subterránea del infierno sólo pretende significar que las condiciones que le corresponden son inferiores respecto a la condición humana normal; en realidad, también pertenecen al estado sutil, razón por la cual ciertos cosmólogos medievales les asignan simbólicamente un lugar entre el cielo y la tierra.
La experiencia del mundo sutil es, prescindiendo de algunas ciencias desconocidas por el hombre moderno, de tipo subjetivo, ya que la conciencia, al identificarse con las formas sutiles, sigue sus tendencias al igual que una luz es desviada por la forma de una ola al atravesarla.  El mundo sutil consiste en formas; es decir, es complejo y está dominado por los contrastes.  Sin embargo, estas formas no poseen por sí mismas, y prescindiendo de su proyección en la imaginación sensible, contornos espaciales y definidos como las formas corpóreas; son completamente activas o, más exactamente, dinámicas, ya que la acción pura no pertenece sino a las «formas» esenciales o arquetipos, que corresponden al mundo del puro Espíritu. Ahora bien, el alma individual es de suyo una de las formas del mundo sutil, de modo que la conciencia que se amolda a esa forma debe ser necesariamente dinámica y exclusiva; no se percata de las demás formas sutiles más que en la medida en que se convierten en variantes de su propia forma egótica.
Tanto es así que, durante el sueño, la conciencia subjetiva, a pesar de estar reabsorbida en el mundo sutil, permanece replegada sobre sí misma; todas las formas que experimenta en ese estado se presentan como meras proyecciones del sujeto individual, o por lo menos se presentan como tales cuando se perciben retrospectivamente, en el umbral del estado de vigilia.  Porque en sí, y a pesar de este subjetivismo, la conciencia del soñador no es impermeable a los influjos que sobre ella actúan desde las diversas «regiones» del mundo sutil, como demuestran, entre otros, los sueños premonitorios o telepáticos que tantos hombres han experimentado. En realidad, aunque la imaginería del sueño esté tejida con la «sustancia» misma del sujeto, no por ello deja de revelar más o menos indirectamente realidades de orden cósmico.
El contenido de un sueño puede ser enfocado desde distintos puntos de vista: si se examina la materia de que está hecho, se observará que está constituido por toda clase de recuerdos; y atendiendo a ello es más o menos exacta la explicación corriente que concibe el sueño como expresión de residuos subconscientes de experiencias anteriores; también puede ocurrir, sin embargo, que un sueño contenga «materias» que en absoluto provengan de la experiencia personal del soñador y que son como las huellas de una transfusión psíquica de un individuo a otro; tal fenómeno, aunque no es frecuente, es un retazo psíquico que no consiste en una predisposición anímica determinada, sino en la aceptación de un fragmento psíquico hecho de recuerdos. También existe la economía del sueño, y a este respecto estamos de acuerdo con la tesis moderna según la cual el sueño manifiesta aquellos contenidos del inconsciente que vendrán a equilibrar las condiciones presentes de la vida psíquica consciente.  No obstante, a la psicología moderna se le escapa la hermenéutica del sueño, a pesar de todo lo que sus representantes hayan escrito al respecto; las imágenes que se reflejan en el alma no puede ser válidamente interpretadas si no se sabe a qué nivel de realidad se refieren.
Las imágenes que se retienen de un sueño después del despertar, no representan generalmente más que las sombras de lo que fueron las formas psíquicos vividas en el mismo sueño; con el paso al estado de vigilia, se cumple algo así como una filtración, de la que es fácil darse cuenta, ya que parte de la realidad inherente al sueño se evapora con mayor o menor rapidez.  Existe, sin embargo, una categoría de sueños cuyo recuerdo permanece claro y neto incluso si su sentido profundo parece ocultársenos.  Estos sueños, que suelen presentarse al alba, justo antes de despertar, se acompañan de una irrefutable impresión de realidad objetiva; dicho de otro modo, implican una certeza más que mental; pero lo que les caracteriza, aparte de su influjo moral en el soñador, es la alta calidad de su lenguaje formal exento de cualquier componente turbio o caótico.  Son los sueños que proceden del Ángel, es decir, de la Esencia que une el alma con los estados supraformales del ser.
Si existen sueños de inspiración divina, también debe existir su contrario, a saber, los sueños de impulso satánico que implican verdaderas caricaturas de las formas sagradas.  La sensación que los acompaña no estará hecha de luminosidad fresca y serena, sino de obsesión y vértigo: es la atracción que ejercen los abismos.  Los influjos infernales cabalgan a veces sobre la ola de una pasión natural que les abre la puerta, pero se distinguen de los movimientos de naturaleza elemental de la pasión por su tendencia orgullosa y negadora, acompañada bien de amargura, bien de depresión. «Celui qui veut faire l'ange fera la béte» (Quien quiera hacer el ángel hará la bestia), decía Pascal.  En realidad, nada provoca tanto tan diabólicas caricaturas, en el sueño o en estado de vigilia, como la actitud inconscientemente pretenciosa que mezcla a Dios con el «yo» personal, motivo clásico de tantas psicosis estudiadas y explotadas por el psicologismo postfreudiano.
A partir del análisis del sueño, fue como C. G. Jung desarrolló su conocida teoría sobre el «inconsciente colectivo».  La comprobación de que una determinada categoría de imágenes oníricas no se explica simplemente con los residuos psíquicos de las experiencias individuales, sino que parece tener un carácter más universal y, por así decirlo, impersonal; induce a Jung a distinguir en el ámbito «inconsciente», del que se nutren los sueños, entre una zona «personal», que corresponde a la experiencia individual, y una zona «colectiva».  Según la hipótesis de Jung, esta segunda zona consistiría en disposiciones psíquicas latentes de carácter no-personal que escaparían al campo inmediato de la conciencia para manifestarse sólo indirectamente a través de sueños «simbólicos» e impulsos «irracionales».  A simple vista, esta teoría no tiene nada de extravagante, prescindiendo del uso del término «irracional» en conexión con el simbolismo; se comprende fácilmente que la conciencia, centrada en el papel que el hombre asigna a su propio yo en el mundo, relegue a la sombra o a la oscuridad total ciertos campos psíquicos que no están directamente conectados con ese papel, así como una luz proyectada en una dirección determinada se difumina en la noche que la circunda.  Pero Jung entiende el «inconsciente colectivo» de otra manera: para él, los contenidos de la zona no-personal del alma son inconscientes como tales, es decir, que no podrán nunca llegar a ser objeto directo de la inteligencia, sea cual fuese su modalidad o extensión: «... Así como el cuerpo humano tiene, al margen de todas las diferencias raciales, una anatomía común, también la psyché  posee, al margen de todas las diferencias culturales y de conciencia, un substratum común que he definido como inconsciente colectivo.  Esta psyché  inconsciente, común a toda la humanidad, no consiste en contenidos susceptibles de llegar a ser conscientes, sino en disposiciones latentes hacia ciertas reacciones siempre idénticas». El autor insinúa que se trata de estructuras ancestrales que tienen sus raíces en el orden físico: «El hecho de que este inconsciente colectivo existe es simplemente la expresión psíquica de la identidad de las estructuras cerebrales más allá de todas las diferencias raciales... Las diversas líneas de evolución psíquica parten de un tronco único y común, cuyas raíces se hunden a través de las edades.  Ahí encontramos el paralelismo psíquico con el animal».  Se observará el carácter claramente darwinista de esta tesis, cuyas desastrosas consecuencias en el orden intelectual y espiritual se anuncian en el pasaje siguiente: «Así se explica la analogía, incluso la identidad, de los motivos mitológicos y de los símbolos como medios de comunicación humana en general».  Los mitos y los símbolos no serían, pues, sino la expresión de un fondo psíquico ancestral que acerca el hombre al animal.  Carecen de fundamento intelectual o espiritual, porque «desde un punto de vista puramente psicológico, se trata de instintos comunes de imaginar y de actuar.  Toda imaginación y acción conscientes han evolucionado a partir de estos prototipos inconscientes y permanecen constantemente vinculados a ellos, especialmente cuando la conciencia aún no ha alcanzado un grado de lucidez demasiado alto, es decir, mientras todavía es, en sus funciones, más dependiente del instinto que de la voluntad consciente, más afectiva que racional.  Este estado expresa una salud psíquica primitiva; en un momento dado aparecen circunstancias que exigen actuaciones morales más altas y se desencadena una transformación... Ese es el motivo por el que el hombre primitivo no se transforma en milenios y de que sienta miedo a todo lo que es extraño y excepcional ... ». Esta tesis es muy conocida; es la tesis favorita de una etnología convencida de la superioridad del hombre moderno, sobre todo si es blanco, de un Lévy-Bruhl, por ejemplo, con su insostenible convicción del «pensamiento pre-lógico»: precisamente porque no se comprende ni se intentan comprender los símbolos transmitidos por las llamadas civilizaciones primitivas, se les atribuye un pensamiento oscuro y más o menos inconsciente. Jung está claramente influenciado por esta falaz etnología del siglo XIX, asumiendo todos sus prejuicios.
El pasaje citado indica claramente que Jung sitúa las raíces del «inconsciente colectivo» en las regiones inferiores de un fondo psíquico que parece prehumano y no espiritualmente formado; conviene recordarlo, pues, en sí, el término «inconsciente colectivo» podría comprender realidades mucho más amplias y espirituales, como lo sugieren algunas comparaciones de Jung con conceptos tradicionales y, entre otras cosas, su uso (o, mejor, abuso) del término «arquetipo» para designar contenidos latentes y, como tal, inaccesibles, del «inconsciente colectivo».  Los arquetipos, tal como los entiende Platón -al que hay que reconocer que sí sabía de qué hablaba cuando hablaba de arquetipos-, no corresponden al ámbito psíquico, sino que son determinaciones primordiales del Espíritu puro; sin embargo, se reflejan, en cierto modo, en el plano psíquico como virtualidades de imágenes antes de cristalizar según las circunstancias, en imágenes propiamente dichas, como símbolos verdaderos; de modo que una cierta aplicación del término «arquetipo» en el campo psicológico parece admisible con algunas reservas.  Pero Jung no entiende el arquetipo en este sentido, desde el momento en que lo llama un «complejo innato», y describe su efecto sobre la psyché del siguiente modo: «La posesión: por un arquetipo, reduce al hombre a una mera figura colectiva, a una especie de máscara bajo la cual la naturaleza humana no puede evolucionar, sino degenerar progresivamente» ¡Como si un arquetipo, que es un contenido supraformal y no limitativo del Espíritu puro, pudiera «pegarse» y vampirizar al alma como una sanguijuela! ¿De qué se trata, en realidad, en el caso que Jung llama patológico de la «posesión» psíquica?  Simplemente, del resultado de una desintegración de la forma sutil del hombre, durante la cual una posibilidad contenida en ella prolifera a expensas del conjunto.  En todo individuo humano no degenerado hay en potencia un hombre y una mujer, un padre y una madre, un niño y un anciano, así como diversas cualidades o «dignidades» inseparables de la posición original y ontológica del hombre: es al mismo tiempo señor y siervo, sacerdote, rey, guerrero y artesano creador, aun cuando ninguna de estas posibilidades esté particularmente marcada.  La feminidad está contenida en la auténtica virilidad, así como la virilidad está comprendida en la feminidad; y lo mismo es válido para todas las demás cualidades polarmente complementarias; nada tiene esto que ver con un fondo irracional del alma, pues la coexistencia de estas diversas posibilidades o aspectos de la «forma» humana es perfectamente inteligible en sí y no puede ocultarse más que a los ojos de una mentalidad o civilización unilateral y falsa.  Como virtud en el sentido de virtus, fuerza psíquica, una cualidad puede manifestarse sólo si comprende en sí a las demás.  También puede darse el caso contrario: la exageración patológica de una posibilidad psíquica a expensas de todas las demás, que determinaría una desintegración y una petrificación interior, y sería la caricatura moral que Jung compara con una máscara; la comparación podría ser válida si se pensara en una máscara carnavalesca, pero no en una máscara sacra como la que se usa en los ritos de muchos pueblos no europeos, pues no corresponde a una caricatura psíquica, sino a un arquetipo auténtico que no podría dar lugar a una obsesión limitativa, sino más bien a una iluminación liberadora.
Los verdaderos arquetipos, que no están situados en un plano psíquico, no se excluyen mutuamente.  Están incluidos el uno en el otro, y en cierto modo esto es también válido para las cualidades psíquicas que los reflejan.  Los arquetipos, según la utilización platónica y consagrada del término, son en realidad fuentes del ser y del conocimiento, y no, como pretende Jung, disposiciones inconscientes de la acción y la imaginación.  El hecho de que los arquetipos no puedan ser captados por el pensamiento discursivo no tiene nada que ver con el carácter irracional y tenebroso del supuesto «inconsciente colectivo», cuyos contenidos sólo serían accesibles indirectamente por medio de sus «erupciones» en la superficie.  La penetración espiritual, independiente del pensamiento discursivo, puede perfectamente llegar a los arquetipos a partir de sus símbolos.
La tesis de un patrimonio psíquico ancestral que se situaría, como «inconsciente colectivo» bajo la superficie racional de la conciencia humana, se impone con tanta más facilidad cuanto que parece corresponder a la explicación moderna basada en la teoría darwinista del instinto animal: el instinto sería la expresión de una memoria de la especie, en la que todas las experiencias análogas de los predecesores de un animal se acumularían a través de las edades.  Así es como se explica, por ejemplo, el hecho de que un rebaño de ovejas se agrupe rápidamente alrededor de los corderos apenas se perfila la sombra de un ave de rapiña; que un gatito ya use jugando las astucias de un cazador o que los pájaros sepan construirse sus nidos.  En realidad, bastaría con observar a los animales, sin prejuicios, para darse cuenta de que su instinto no tiene nada de automático, prescindiendo del hecho de que es inconcebible el surgimiento de tal mecanismo en razón de la mera acumulación necesariamente indeterminada y aleatoria.  Las líneas de la herencia no se encuentran en un punto ni irradian, ni nunca ha sido posible comprobar la transmisión hereditaria de una experiencia de animal en animal.  El instinto es una modalidad no reflexiva de la inteligencia; lo que la determina no es una serie de reflejos automáticos, sino la “forma”, la determinación primordial y cualitativa de la especie.  Esta forma es corno un filtro a través del cual se manifiesta la inteligencia universal; por otra parte, no hay que olvidar que la forma sutil de la especie es incomparablemente más compleja que su forma corporal.  Lo mismo vale también para el hombre: queremos decir que su inteligencia también está determinada por la forma sutil de su especie; sólo que esta forma implica la facultad reflexiva, que permite una singularización del individuo que no encontramos en los animales; sólo el hombre puede hacer de sí mismo un objeto de conocimiento, sólo él posee esta doble capacidad que caracteriza a su posición central en el cosmos.  En virtud de esta posición puede superar su propia forma específica y también puede traicionarla y rebajarse; corruptio optimi pessima.  El animal normal permanece fiel a la forma y a la ley de su especie; si bien su capacidad de conocimiento no es reflexiva ni objetivante, no por ello es menos espontánea; es también una forma o un modo de la inteligencia universal, aunque los hombres, que por prejuicio o ignorancia equiparan la inteligencia al pensamiento discursivo, no la reconozcan como tal.
Es cierto que algunos sueños, que no proceden de reminiscencias personales y que parecen surgir de un fondo inconsciente común a todos los hombres, contienen motivos o imágenes que se encuentran por todas partes en los mitos y en el simbolismo tradicional.  Lo cual no significa que en el alma humana haya algo así como un museo de prototipos heredados de lejanos antepasados; los auténticos símbolos son siempre «actuales», son tan válidos hoy como hace mil años, porque reflejan realidades intemporales.  Efectivamente, en ciertas condiciones, el alma puede asumir temporalmente la función de un espejo que refleje de modo pasivo e imaginativo las verdades universales contenidas en el Espíritu puro.  Sin embargo, las «inspiraciones» de este tipo son bastante raras; dependen, por así decirlo, de circunstancias providenciales, como los sueños premonitorios de los que ya hemos hablado. Los sueños simbólicos, por otra parte, no revisten cualquier «estilo» tradicional; su lenguaje formal está normalmente determinado por la tradición o la religión a la que el individuo está adherido, ya que, en este campo, no existe lo arbitrario.
Ahora bien, si consideramos los ejemplos de los sueños pretendidamente simbólicos citados por Jung, se comprueba que en la mayoría de los casos se trata de un falso simbolismo como el que encontramos en ciertos círculos pseudo-espirituales.  El alma no es sólo un espejo sagrado; la mayor parte de las veces es un espejo mágico que se burla del que se contempla en él; Jung hubiera debido saberlo, dado que habla de las «astucias del ánima», aludiendo así al aspecto femenino de la psyché.  Algunas de sus experiencias, que comenta en sus memorias, hubieran debido enseñarle que quien explora los abismos psíquicos inconscientes se expone no sólo a las astucias del alma egocéntrica, sino también a los influjos extraños que provienen de seres y entidades ignotos, especialmente si los métodos empleados utilizan la hipnosis o a médiums.  Dentro de este contexto se sitúan ciertos dibujos ejecutados por los pacientes de Jung y en los cuales él creía ver auténticos mandalas. El término sánscrito mandala designa un esquema circular, bastante habitual en el hinduismo y en el budismo mahâyâna, que sirve de punto de apoyo a la meditación; esto nos recuerda que todos los contenidos esenciales del cosmos están presentes en el corazón como «morada» del Espíritu increado.  La configuración de un esquema así obedece a leyes religiosas e inmutables; se trata, en definitiva, del instrumento que expresa una concentración que ha alcanzado la máxima consciencia espiritual.  Por eso demuestra no poca ignorancia definir como mandala el diseño producido por coacción interior de un enfermo psíquico.
Por otra parte, no hay que olvidar que existe un simbolismo de carácter muy general y subyacente al lenguaje del que nos servirnos espontáneamente cuando comparamos una verdad o un discernimiento a la luz, el error a las tinieblas, un progreso a una ascensión y un peligro moral a un abismo; o cuando representamos la fidelidad con un perro o la astucia con un zorro.  Ahora bien, para explicar la presencia de tal lenguaje simbólico en los sueños, cuyo lenguaje es figurativo y no discursivo, no es necesario referirnos a un «inconsciente colectivo»; bastará con comprobar que el estado de vigilia no abarca todo el campo de la actividad mental. Que el lenguaje figurado de los sueños no sea discursivo no significa que sea necesariamente irracional, y es incluso bastante probable que, como Jung observó acertadamente, algún soñador sea más sabio en el sueño que en estado de vigilia; además, esta mayor sabiduría del sueño parece no ser rara en los hombres de nuestra época, sin duda porque las formas de vida impuestas por la vida moderna son particularmente ininteligentes e incapaces de transmitir los contenidos esenciales de la vida humana.
Todo esto, empero, nada tiene que ver con el papel de los sueños puramente simbólicos o sagrados en una determinada tradición, bien porque estos sueños se presentan involuntariamente o porque han sido evocados por determinadas acciones sacras, como es el caso, por ejemplo, de los indios norteamericanos, cuya tradición favorece, unida a su ambiente natural, el sueño profético. Para no descuidar ningún aspecto de esta cuestión, queremos añadir: en toda comunidad que ha llegado a ser infiel a su forma tradicional, al marco sagrado de su vida, se produce una decadencia o una especie de momificación de los símbolos recibidos, y este proceso se reflejará en la vida psíquica de cada individuo que pertenezca a esa colectividad y sea partícipe de esa infidelidad.  A toda verdad corresponde una huella formal, y cada forma espiritual proyecta una sombra psíquica; cuando ya no quedan más que estas sombras, revisten de hecho un carácter de fantasmas ancestrales que se mueven en el subconsciente.  El más pernicioso de los errores psicológicos es reducir la simbología tradicional a estos fantasmas.  En cuanto a la definición de «inconsciente», no hay que olvidar nunca que se trata de algo eminentemente relativo y provisional.  Al igual que la luz, la conciencia alcanza distintos grados y también se refracta conforme a los medios que atraviesa; el ego es la forma de la conciencia individual, y no podría ser su fuente luminosa, que coincide con la fuente de la inteligencia.  En su naturaleza universal, la conciencia es un aspecto del Logos, que es a un tiempo conocimiento y ser, lo que significa que nada subsiste realmente fuera de ella.  Por consiguiente, el «inconsciente» de los psicólogos es simplemente todo lo que, en el alma, queda al margen de la conciencia habitual, del «yo» empírico orientado hacia el mundo físico.  En otras palabras: «el inconsciente» comprende tanto el caos inferior como los estados superiores, que los hindúes comparan con la beatitud del sueño profundo, prajna, que irradia de la fuente luminosa del Espíritu universal; la definición de «inconsciente», por lo tanto, no delimita ningún campo determinado del alma.  Mucho errores de la llamada «psicología de las profundidades» de la que Jung es uno de los principales protagonistas, son resultado del hecho de haber operado con el «inconsciente» como si fuera una entidad definida.
Se ha afirmado demasiado a menudo que la «psicología de las profundidades» de Jung «ha restablecido la realidad autónoma de la psique».  En verdad, según la perspectiva inherente a esta psicología, el alma no es ni independiente del cuerpo ni inmortal; no es más que una especie de fatalidad irracional situada fuera de todo orden cósmico inteligible.  Si el comportamiento moral y mental del hombre estuviera realmente determinado por un conjunto de «tipos» ancestrales surgidos de un abismo psíquico completamente inconsciente e inaccesible a la inteligencia, el hombre estaría como suspendido entre dos irrealidades irreconocibles y divergentes, la de las cosas y la del alma.
La psicología moderna considera siempre que el vértice luminoso del alma es la conciencia del yo, que “progresa”; en la medida en que se aleja de las tinieblas del «inconsciente».  Ahora bien, según Jung, en estas tinieblas se encuentran las raíces vitales de la individualidad; el «inconsciente colectivo» estaría dotado de un instinto regulador, de una especie de sabiduría sonámbula, sin duda de naturaleza biológica; por lo cual la emancipación consciente del ego implicaría el peligro de un desarraigo vital.  El ideal es, según Jung, un equilibrio entre los dos polos, el consciente y el inconsciente; equilibrio que sólo parece posible par mediación de un tercer elemento, una especie de centro de cristalización que denomina el «sí», término imitado de las doctrinas hindúes. A este respecto escribe: «Con la sensación del sí como una entidad irracional, indefinible, a la que el yo no se contrapone ni se somete, sino que se adhiere, y alrededor de la cual evoluciona de algún modo, como la Tierra gira en torno al Sol, se consigue el fin de la individuación.  Me sirvo del término "sensación" para explicar el carácter empírico de la relación entre el yo y el sí.  En esta relación no hay nada inteligible, ya que no podemos hablar de los contenidos del sí.  El yo es el único contenido del sí que conocemos.  El yo individualizado se "siente" como objeto de un sujeto desconocido y superior a él.  A mi parecer, la comprobación psicológica alcanza aquí su límite extremo, ya que la idea del sí es en sí misma un postulado trascendente, que puede justificarse psicológicamente, pero no probarse científicamente.  El paso más allá de la ciencia es una exigencia absoluta de la evolución psicológica aquí descrita, ya que sin este postulado yo no podría formular los procesos psíquicos comprobados por la experiencia.  Así, pues, la idea de un sí posee, por lo menos, el valor de una hipótesis, a la manera de la estructura del átomo.  Y si es cierto que con esto aún seguimos siendo esclavos de una imagen, se trata, sin embargo, de una imagen eminentemente viva, cuya interpretación sobrepasa mis capacidades.  Acepto que es una imagen, pero una imagen que nos contiene».
A pesar de una terminología que se quiere científica, estaríamos tentados de otorgar, todo crédito a los presentimientos expresados en este pasaje, y de encontrar en ellos una aproximación a las doctrinas metafísicas tradicionales, si Jung, en un segundo pasaje, no relativizara la noción del sí, considerándola esta vez no corno un principio trascendente, sino como resultado de un proceso psicológico: «Podríamos definir el sí como una especie de compensación del conflicto entre lo interior y lo exterior.  Esta formulación no es inadecuada, ya que el sí tiene carácter de resultado, de una meta por alcanzar, de algo que se va produciendo gradualmente a través de penosas experiencias.  Del mismo modo, el sí es también el fin de la vida, pues es la expresión más total de esa combinación de destino llamada individuo, y no sólo del hombre individual, sino de todo un grupo, en el que unos y otros se integran en una imagen completa». Hay ámbitos en los que el diletantismo no se perdona.  Si se habla de arquetipos, no puede prescindirse de la doctrina platónica o, considerarla como resultado de una tentativa infantil que hay que rectificar; y si se utiliza el concepto del sí (Atmâ) de la terminología hindú, lo mínimo que se puede hacer es intentar comprender su significado.
Ese feliz equilibrio entre consciente e inconsciente, o la incorporación a la «personalidad, empírica de ciertos impulsos que proceden del inconsciente, que paradójicamente Jung llama «individuación», término por el que tradicionalmente se designa no un proceso psicológico cualquiera, sino la diferenciación de los individuos a partir de la especie, eso que Jung entiende con tales términos es una suerte de plasmación definitiva de la individualidad, del yo concebido como un fin en sí.  Desde una perspectiva como ésta la noción del «sí» pierde, evidentemente, todo el significado metafísico que le atribuyen los hindúes, para quienes el yo realizado no es más que un reflejo finito e inconstante del Sí inmutable e ilimitado.  Pero Jung no sólo se ha apropiado, reduciéndolos a un plano psicológico y, además, clínico, de los conceptos tradicionales arriba citados; ha ido más lejos: compara el psicoanálisis, del que se sirve para lograr esa «individuación», con una iniciación en el auténtico y sagrado sentido del término: «La única forma de iniciación aún válida y de utilidad práctica en la esfera de la civilización occidental, es el "análisis" del “inconsciente” utilizado por los médicos ...».  Los místicos de Eleusis y de Delfos -por citar sólo este ejemplo occidental de iniciación- habrían estado, pues, en análogas condiciones a las de los pacientes de una clínica psiquiátrica; y los Padres de la Iglesia, que no dudaban en designar el bautismo y la crismación como iniciación, se hubieran referido con ellos a un «análisis del inconsciente»... Tomando los datos de esta falsa ecuación dictada por una ignorancia singular, característica del arrogante impulso cientifista europeo, la psicología junguiana se extiende a dominios en los que no es mínimamente competente.  No se trata solamente del tanteo torpe, aunque bien intencionado, de un investigador de la verdad separado de los orígenes por el ambiente materialista. En realidad, Jung evitó deliberadamente todo contacto con los verdaderos representantes de las tradiciones por él investigadas y explotadas: durante su viaje a la India, por ejemplo, se negó a visitar a un sabio como Shri Ramana Maharshi -aduciendo un motivo que demostró una insolente frivolidad-, quizá porque instintiva e «inconscientemente» -es el momento de decirlo- temía el contacto con una realidad que desmentiría sus propias teorías.  La metafísica, es decir, la doctrina de lo eterno y lo infinito, no era para él sino una especulación en el vacío y, en última instancia, simplemente una tentativa de lo psíquico de superarse a sí mismo, comparable al ridículo gesto del barón de Münchhausen que quería salir del barro agarrándose a su propio codo.  Esta concepción es característica de la ciencia moderna, y sólo por ello lo mencionamos.  A la absurda objeción de que la metafísica no sería más que un producto de la psyché, podríamos contestar fácilmente que también esta objeción es tal producto.  Con la misma lógica podríamos decir que toda la psicología no es más que una «proyección» de un «complejo», o el producto de determinadas células cerebrales, y así sucesivamente. Pero el hombre vive de verdades; admitir cualquier verdad, por relativa que sea, es reconocer que intellectus adaequatio rei; la mera afirmación «esto es esto», ya presupone el principio de la unidad de conocimiento y ser y, por tanto, la presencia de lo absoluto en lo condicionado.
Desde luego, Jung rompió ciertos moldes puramente materialistas de la ciencia moderna, pero no nos resulta de ninguna utilidad -por decir lo mínimo-, puesto que los influjos que se infiltran a través de esa brecha proceden de sectores psíquicos tenebrosos y siniestros -aunque se justifiquen como «inconsciente colectivo»-, y no del Espíritu, que es lo único verdadero y lo único que puede salvamos.
Capítulo V: REFLEXIONES SOBRE LA DIVINA COMEDIA DE DANTE, EXPRESION DE LA SABIDURIA TRADICIONAL

Quien considere a la Divina Comedia de Dante como una pura fantasía poética, en realidad no la comprende del todo, y quien la vea como una construcción conceptual envuelta en ropaje poético no le hace justicia.  Dante no es un gran poeta, «a pesar de su filosofía»; es un gran poeta en virtud de su visión espiritual que, precisamente porque abarca más de cuanto se pueda imaginar en un principio, condiciona tanto el sentido como la forma de la obra.  Está en la naturaleza del arte sacro el ser a la vez verdadero y bello, incidiendo así en todos los planos del alma y, al mismo tiempo, en el corazón, la razón, la imaginación y la percepción sensible, infundiéndoles el presentimiento de la Unidad divina.
El artista no es tanto el inventor como el que conoce y percibe, puesto que las formas que dan sentido a las cosas ya están inscritas en ellas; lo único que tiene que hacer es separar las cualidades esenciales, que corresponden más al ser que al devenir, de lo que es accidental y fortuito.  Por eso, en su descripción de los invisibles mundos psíquicos y espirituales, Dante pudo referirse a la estructura del universo visible tal como los sentidos la captan desde el punto de vista terrenal.  Sobre la validez de este punto de vista, anclado en la naturaleza del propio hombre, ya nos hemos pronunciado en otro lugar; sólo nos queda, pues, llamar la atención sobre el significado que, en parte sobre la base de los prototipos ya existentes, en parte según su propio criterio, Dante atribuye a los elementos del universo visible.
Ya hemos dicho que las condiciones de ser o de conciencia correspondientes a los siete cielos planetarios pertenecen al mundo de la materia sutil o psíquica; en realidad, los diversos movimientos de los planetas demuestran que debe tratarse aún de un mundo condicionado por la forma. Para ser más exactos, las condiciones así representadas son de tipo tanto psíquico como espiritual; son como una extensión del Espíritu divino al campo de la psique, o como una ascensión de la psique al campo del Espíritu. Y es justo que así sea, puesto que el hombre es esencialmente espíritu; una condición que en cierto modo incluya el conocimiento de Dios, puede caracterizarse por una cierta disposición de ánimo, aunque no quedarse reducida a esto.  El propio Dante lo explica poniendo en labios de Beatriz que el espíritu de cada elegido tiene su propio «sitial» en el último cielo sin forma, y comparece al mismo tiempo en una esfera correspondiente a su tipo de beatitud (Paraíso, IV, 28-39).  La naturaleza luminosa de los planetas y la regularidad de sus revoluciones son una expresión del hecho de que los estados psíquicos a los que aluden ya participan, a pesar de su coloración aún individual, del carácter inmutable del Espíritu puro y eterno.  Es como si el alma, sin perder su forma individual, se convirtiera en un cristal que no opusiera ya ninguna resistencia a la luz divina.
Dante traduce la diversa extensión de las esferas que se contienen unas a otras, y que como tal es de naturaleza cuantitativa, al plano cualitativo, escribiendo:

Los círculos corpóreos son mayores o menores
Según la mayor o menor virtud
Que por sus partes se extiende.
(Paraíso,, XXVIII, 64-66)

La palabra «virtud» se entiende aquí en el sentido latino de virtus, fuerza invisible.

La esfera más alta y más amplia no es el cielo de las estrellas fijas, sino el Empíreo invisible que se extiende más allá, comunicando su propio movimiento a todos los demás cielos; en realidad, el movimiento del cielo de las estrellas fijas no es unitario; está determinado, bien por la revolución diaria, bien por la precesión de los equinoccios, que funciona en sentido opuesto a aquélla; sólo el Empíreo posee un movimiento constante respecto al cual se miden todos los demás movimientos, por lo que Dante dice que el tiempo tiene allí sus raíces y sus ramas en los demás cielos (Paraíso, XXVII, 118).  De hecho, el tiempo es mensura motus, medida del movimiento, y, como en el caso del Cielo supremo, «su movimiento no está medido por otro, sino que los otros están medidos por éste» (ibidem, 115-117); con él viene dado el tiempo; corresponde a la duración unitaria, no mensurable en sí misma, así como, por su desmesurada extensión, corresponde al espacio total. Traspuesto al ámbito espiritual, esto significa que la condición ilustrada por esta esfera, a la que Dante tiene acceso al final de su ascensión, a través de los cielos estrellados, representa el umbral del mundo puramente espiritual, informal: «Sus partes, cercanísimas y excelsas, son tan uniformes que no sé decir por qué lugar Beatriz me introdujo» (Paraíso, XXVII, 100-102).

La naturaleza del mundo que, inmóvil,
En el centro, a todo lo demás mueve en torno suyo,
Tiene aquí su principio;
No otro lugar que la divina mente
Tiene este cielo, y la virtud que de él emana
Y el amor que lo impulsa, en él se encienden.
Luz y amor lo abarcan en un círculo
Como él a los demás; cerco
Que sólo quien lo circunda entiende.
(Paraíso, XXVII, 106-114)

Desde este umbral, Dante contempla los coros de ángeles que dan vueltas en torno al centro divino y se maravilla de que, como «lo ejemplar» (modelo) y «el ejemplo» (copia), los coros de los ángeles y las esferas celestes que se contienen mutuamente, «concuerden inversamente» (Paraíso, XXVIII, 55); a lo que Beatriz le responde que, en correspondencia con la naturaleza corpórea, lo que posee mayor fuerza e inteligencia debe también ocupar mayor espacio (ibídem, 73-78).  En otras palabras, no existe ninguna imagen espacial que pueda reflejar directamente la jerarquía de los grados de la existencia, pues Dios es el centro más profundo del mundo, y como tal es comparable a un plinto en torno al cual gira toda la vida, siendo al mismo tiempo la realidad omnicomprensiva que sólo sabemos representarnos como espacio ilimitado.
Si el orden geocéntrico y, por ende, antropocéntrico, de las esferas celestes; representa la imagen inversa de la jerarquía teocéntrica de los ángeles, el embudo infernal con sus simas más estrechas cuanto más profundas es, por así decirlo, su correspondiente negativo: mientras que el coro de los ángeles está configurado por el conocimiento de  Dios y movido por el amor, el infierno está determinado por la ignorancia y el odio.  Sin embargo, el purgatorio, que, según las explicaciones de Dante, surge en el polo opuesto de la tierra tras la caída de Lucifer en el centro terrestre, es un contrapeso del infierno.
Probablemente Dante creía en el orden geocéntrico de los cielos estrellados, entendiendo, desde luego, la posición en el espacio del infierno y del purgatorio sólo en sentido alegórico; e incluso, en otra parte, dice del sentido de las esferas celestes:

Así conviene hablar a vuestro entendimiento,
Ya que sólo aprende mediante los sentidos
Lo que del intelecto hará al fin digno.
Por eso condesciende la Escritura
A vuestra facultad, y pies y manos
A Dios atribuye, y otra cosa entiende;
Y la Santa Iglesia, con aspecto humano
A Gabriel y Miguel os representa.
(Paraíso, IV, 40-47).

En su Convite, Dante habla de los diversos significados de las Sagradas Escrituras, haciendo valer claramente el mismo razonamiento para el propio poema (Convite, II, l); habla de los sentidos literal, alegórico, moral y anagógico, observando que los teólogos entienden el sentido alegórico de otro modo que los poetas, para los que se trataría, en último término, de «verdades revestidas de hermosas mentiras»; está claro que el propio Dante utiliza la alegoría en un sentido más riguroso; y si para expresar una verdad se sirve a veces de fábulas antiguas, nunca lo hace a la manera superficial y festiva de las alegorías del Renacimiento.  El ejemplo clásico de las cuatro interpretaciones de un texto es Jerusalén, que en sentido literal es una ciudad de Palestina, alegóricamente es la imagen de la Iglesia, moralmente es el alma creyente y anagógicamente es la Jerusalén celestial, arquetipo del alma o del mundo contenido en el  Espíritu divino.  Es preciso percatarse de que estas cuatro interpretaciones no se superponen artificialmente o sobre la base de un esquema conceptual cualquiera; corresponden sencillamente a los cuatro aspectos del mundo al que el hombre pertenece: a su aspecto exterior o «efectivo» en sentido literal; a sus aspectos generales en sentido lato o alegórico; a su aspecto interior, referido al alma y, por ello, moral o ético; y a su aspecto puramente espiritual, que refleja al propio Dios, es decir, anagógico.  Estas diversas «dimensiones» son inherentes a todo auténtico símbolo que exprese la realidad de manera típica.
A través de las metáforas que Dante utiliza para describir el infierno, es fácil observar cómo una verdad espiritual se concreta inmediatamente y sin tentativas conceptuales en una imagen; así por ejemplo, la metáfora de la selva de zarzas donde están atrapadas las almas que se pasaron la vida rebelándose contra el Destino (Infierno, XIII): es la imagen de una condición privada de toda libertad y satisfacción, de una existencia al borde de la nada, resultado de la contradicción inherente al suicidio, esto es, de una voluntad que niega y quiere destruir la existencia, que es, sin embargo, su propia premisa y sustancia.  Ya que el «yo» no puede por sí solo precipitarse en la nada, cae por su acción destructiva en la nada aparente, representada por las malezas desiertas, y que sigue siendo un «yo» en su sufrimiento impotente más que nunca concentrado sobre sí mismo.  Todo lo que Dante dice de la selva infernal sirve para profundizar en esta verdad: la planta cuya rama es cortada por un ignorante se lamenta de su herida y lo llama despiadado; las almas de los dilapidadores perseguidas por los perros (también ellos desprecian la existencia dada por Dios) irrumpen en la selva de zarzas y la llenan de sangre, y el árbol privado de sus ramas implora al poeta que recoja las hojas al pie del tronco, como si el «yo desautorizado, encerrado en ese árbol, considerase aún suyos esos fragmentos muertos y ya separados.  En ésta, como en otras descripciones del infierno, cada detalle es de una pavorosa y precisa agudeza de expresión.
Las imágenes del infierno son tan plásticas porque están formadas por la misma materia en que, en su pasión, consiste el alma humana.  En la descripción del purgatorio se añade una dimensión diferente y menos tangible: la realidad psíquica alcanza amplitud cósmica, comprendiendo en sí misma el cielo estrellado, los días y las noches, y el perfume de todas las cosas.  A la vista del paraíso terrestre desde la cima de la montaña del purgatorio, Dante evoca en unos pocos versos todo el milagro de la primavera; la primavera terrenal que se convierte en primavera del alma, imagen de la condición original e íntegra del alma humana.
Para representar las condiciones puramente espirituales, propias de las esferas celestes, Dante debe servirse a veces de metáforas; así, por ejemplo, cuando explica cómo el espíritu humano, al profundizar en la sabiduría divina, se transforma gradualmente en ella: Dante contempla a Beatriz, que tiene fijos los ojos en las «ruedas eternas», y, mientras se concentra en la imagen, le ocurre como a Glauco, que por haber probado una hierba maravillosa se transformó en dios marino:

El transhumanar, expresar «per verba»
No se podría, mas baste con el ejemplo
De aquél a quien la gracia de esta experiencia beneficie.
(Paraíso, I, 70-72)

Si bien en los cantos del Paraíso el lenguaje se vuelve quizá más abstracto, tanto más ricas de contenido son las imágenes de que se vale Dante; hay en ellas una auténtica fascinación que revela cómo tenía una visión espiritual de aquello que intentaba expresar con palabras.  Es poeta en tanto en cuanto es visionario cuando, por ejemplo, compara la ascensión ininterrumpida de las almas santas obedientes a la atracción divina con el movimiento de los copos de nieve, al mismo tiempo ascendente y descendente (Paraíso, XXVII, 67-72).
Cuanto más simple es una imagen, más amplio es su contenido; en realidad, una prerrogativa de la simbología estriba en saber expresar, con su carácter concreto y al mismo tiempo abierto, verdades que escapan al concepto mental.  No queremos decir con esto que la metáfora tenga un trasfondo irracional e inconsciente; su significado es fácilmente reconocible aun cuando trascienda al mero pensamiento. Este significado procede del espíritu y se abre al espíritu, al intelecto, del que Dante habla como la capacidad cognoscitiva suprema y más interior, que por principio está desligada de toda forma sensible y conceptual y tiene la virtud de llegar hasta la esencia eterna de las cosas:

En el cielo que más de Su luz toma
Estuve yo, y vi casas que narrar
No sabe ni puede el que de allí desciende;
Puesto que cuando a su deseo llega,
Nuestro intelecto tanto profundiza
Que no puede seguirlo la memoria.
(Paraíso,  I, 4-9)

Dante ha exigido a la poesía todo aquello de lo que ella es capaz; no podía elevarse más alto ni decir más con menos palabras.  Un solo verso como éste, que alude a Beatriz y a la vez al resplandor de la certeza espiritual, revela toda su maestría:

Venciéndome con la luz de una sonrisa...
(Paraíso, XVIII, 19)

Dante se apreció en su justo valor al situarse entre los seis máximos poetas de todos los tiempos (Infierno, IV, 100 - 102); la seguridad de este juicio sobre sí mismo es, por lo demás, típica de él.
Durante el Renacimiento, aún se discutía si Dante había visitado realmente el paraíso y el infierno. Aunque este problema pueda parecer ingenuo al lector moderno, sin razón, por otra parte, quizá también él se pregunte de dónde sacaba Dante la certeza -y si no era certeza, entonces, la presunción- que le permitía juzgar tan clara y duramente el destino del hombre después de la muerte. Una respuesta sería que, como hombre del siglo XIII, Dante no hubiera podido ni diluir psicológicamente la doctrina tradicional de la salvación y la perdición, ni concebir los ejemplos históricos sino en un sentido típico.  Pero con esto aún no se explica cómo pudo haber experimentado las condiciones que describe tan vivamente, porque, de un modo u otro, las experimentó. Nuestra respuesta es la siguiente: el conocimiento del alma humana es esencialmente autoconocimiento que, si va hasta el fondo, llega mucho más allá de todo lo que puede imaginar el hombre común.  Cuando conoce en qué consiste su alma, el hombre conoce al mismo tiempo los bastidores psíquicos del mundo humano que lo rodea; ve las trazas del infierno en esta existencia terrena como lo que son, a saber, como manifestaciones de una fuerza de atracción que tiene su centro, no en el hombre; sino en una zona cósmica inferior, y capta las posibilidades celestiales aún más directamente, porque cuanto más altas y más reales son, más entran en un campo del ser en el cual sujeto y objeto son apenas distinguibles.
Dante recorre el infierno como espectador de excepción. «No te cuides de ello, sino mira y pasa», le dice Virgilio.  Participa de la beatitud de las condiciones celestiales en tanto en cuanto ésta consiste en el propio mirar. Sale del purgatorio sin sufrir ni una sola de las penas con las que otros deben expiar sus errores, y los propios ángeles borran de círculo en círculo las marcas del pecado de su frente. ¿Qué significa esto sino que Dante no procede por la vía del mérito activo sino por gracia particular, la del Conocimiento?  Si Virgilio le dice que para él no hay otra vía hacia Beatriz, la Sabiduría divina, que la que pasa por el infierno, esto significa que el conocimiento de Dios se alcanza por la vía del autoconocimiento; el autoconocimiento exige que se tengan en cuenta todos los abismos de la naturaleza humana y se eliminen todas las ilusiones sobre uno mismo radicadas en el alma pasional; no hay expiación mayor que ésta. Sólo en el último peldaño del purgatorio, Dante se ve obligado a atravesar el fuego para llegar al paraíso terrenal.  Y si Beatriz va en seguida a su encuentro con reproches ardientes que mueven a su alma a un doloroso arrepentimiento (Purgatorio, XXX, 55 ss.), el sentido del discurso de la mujer es que él se ha aferrado por demasiado tiempo a su imagen terrena, hasta seguirla al reino de lo invisible; ella no le recrimina ningún pecado en particular, sino el de no haberse concentrado en lo que es eterno y real, y respecto a lo cual todo el resto no es más que una ilusión.
La severidad con que Dante juzga a sus contemporáneos no tiene nada que ver con la intolerancia que olvida la esencia imprevisible de la gracia divina; Dante colocó en el paraíso almas que nadie esperaba encontrar en él.  Lo contrario ocurre con la aparente tolerancia de nuestro tiempo, que se basa en una duda evidente o secreta sobre el destino último del hombre; es como un crepúsculo en el cual ni la luz ni la sombra se perfilan claramente. Dante sabía mejor que nadie, qué es la dignidad original del hombre, distinguía claramente en el hombre el rayo de luz divina, cual prenda infinitamente preciosa cuyo desprecio debía reconocer como culpa y traición.
Para él, la dignidad primordial del hombre consiste esencialmente en el don del “intelecto”, que no es la mera capacidad de pensar, sino que es como un rayo de luz interior que une al alma con la fuente divina de todo conocimiento:

Bien veo que jamás se sacia
Nuestro intelecto, si no lo ilustra aquella Verdad,
Fuera de la cual no hay nada cierto.
(Paraíso, IV, 124-126)

De las almas condenadas, Dante dice que han perdido el bien del intelecto (Infierno, III, 18); lo cual no significa que ya no tengan capacidad de pensar, desde el momento en que Dante las hace razonar entre sí; poseen incluso el don de prever vagamente el futuro, ignorando al mismo tiempo el presente (Infierno, X, 97 ss.). Lo que en ellas ha quedado sepultado para siempre es la visión del corazón, esa capacidad situada en el centro del ser, allí donde se unen amor y conocimiento. Dante describe el auténtico amor como una especie de conocimiento y al espíritu -el intelecto- como amante: a fin de cuentas, ambos, no tienen sino una misma meta, que es infinita.
En el hombre incorrupto, todas las demás capacidades psíquicas se refieren al centro esencial: «Yo soy como el centro del círculo, al cual todas las partes de la circunferencia se refieren de igual modo», pone Dante en boca del amor-intellectus en su Vita nova, «pero tú no eres así» (Ego tanquam centrum circuli, cui simili modo se habent circumferentiae partes, tu autem non sic) (XII, 4).  En la medida en que el ambicionar y el querer se alejan de este centro, impiden al alma abrirse espiritualmente a lo eterno: «la pasión, el intelecto ata» (Paraíso, XIII, 120).  Cuando Dante dice de las almas condenadas que han perdido el bien del intelecto, quiere decir que en ellas la voluntad se ha desviado definitivamente del centro esencial.  El impulso volitivo que niega a Dios se ha vuelto en ellas instinto central; están en el infierno porque, a fin de cuentas, quieren el infierno:

Los que murieron con Dios airados
De todos los países aquí acuden,
Y a traspasar el río se apresuran;
Tanto la justicia divina los incita
Que el temor se convierte en deseo.
(Infierno, III, 122-126)

No ocurre lo mismo con las almas que sufren las penas del purgatorio: su voluntad no ha negado el elemento divino del hombre, sino que lo ha buscado en lugares erróneos; en su nostalgia del infinito, se han dejado engañar: en un pasaje del Paraíso dice Beatriz a Dante:

Veo claramente cómo ya resplandece
En tu intelecto la eterna luz,
Que, vista por sí sola y para siempre,
El amor enciende;
Y si otra cosa vuestro amor reclama,
De aquélla no es sino un vestigio
mal conocido que en ésta se trasluce.
(Paraíso, V,  7-12)

Cuando con la muerte desaparecen el objeto de la pasión y la ilusión de su bondad divina, estas almas experimentan su ansia como lo que realmente es: un consumirse por las apariencias que no acarrea sino dolores.  Debatiéndose dentro de los límites de su placer, reconocen negativa e indirectamente qué es la realidad divina, este conocimiento es su arrepentimiento. Con ello desaparece gradualmente el instinto errado que continúa actuando en ellas sin la aprobación del corazón, hasta que la negación de la negación no desemboque en el Sí de la libertad primordial, vuelta hacia Dios:

De la mundicia, sólo la voluntad da prueba,
Que, completamente libre para cambiar de sitio,
Al alma induce y a su deseo ayuda.
Ya antes lo quiso, mas no le dejó el talento,
Que, contra su voluntad, la divina justicia
Tanto como puso en pecar pone en tormento.
(Purgatorio, XXI, .61-66)

Aquí hemos tocado un motivo de fondo de la Divina Comedia: la relación recíproca entre conocimiento y voluntad.  El conocimiento de las verdades eternas está potencialmente presente en el espíritu humano, el intelecto; pero su desarrollo está en un primer momento condicionado por la voluntad: negativamente, por el pecado del deseo, y positivamente, por su superación. Las diversas penas del purgatorio descritas por Dante pueden interpretarse, por tanto, bien como estados sucesivos a la muerte, bien como peldaños del acceso que conduce a la condición intacta y original en la que conocimiento y querer o, más exactamente, el conocimiento del fin eterno del hombre y la aspiración al placer, ya no son divergentes.  En el momento en que Dante entra en el paraíso terrenal, en la cumbre de la montaña del purgatorio, Virgilio le dice:



No esperes mis palabras ya, ni mi consejo:
Libre, recto y sano es tu albedrío,
Y error sería no hacer según su juicio:
Por lo que corona y mitra yo te ciño.
(Purgatorio, XXVII, 139-142)

El paraíso terrenal es, por así decirlo, el «lugar» cósmico donde el rayo del Espíritu divino, que traspasa todos los cielos, toca a la condición humana, pues a partir de ésta, Dante se ha elevado hasta Dios por Beatriz.
Mientras que en el hombre pecador es la voluntad la que determina la medida de su conocimiento, en los elegidos la voluntad surge de su Conciencia del orden divino.  Su voluntad es, en otras palabras, la expresión espontánea de su visión de Dios, por lo cual su jerarquía en el cielo no viene dictada por ninguna coerción; esto es lo que el alma de Piccarda explica al Poeta en el cielo de la luna, respondiendo a la pregunta de si los Bienaventurados de una esfera no aspiran a una esfera superior «para ver más y para mejor hacerse afectos»:

Hermano, nuestra voluntad se aquieta
Por la virtud de caridad que nos lleva a querer
Sólo lo que tenemos y otra cosa no ansía.
Si deseásemos estar más elevados,
En desacuerdo estarían nuestros deseos
Con la voluntad de Aquel que aquí nos puso;
Verás que eso no cabe aquí en estas esferas
Si aquí la caridad es necesaria
Y     su naturaleza bien la consideras:
Constituye más bien, la bienaventuranza
Que te conformes a la voluntad divina
Para que nuestras voluntades sean una sola:
El ir así, de grado en grado, como vamos
Por este reino, a todo el reino place,
Tanto como al Rey, que a su querer confórmanos:
En su voluntad está nuestra paz:
Ella es aquel mar donde todo confluye,
Tanto lo que ella crea como lo que genera
La naturaleza.
(Paraíso, III, 70-87)

Conformarse a la voluntad divina no significa falta de libertad, sino, al contrario: la voluntad que se rebela contra Dios es por ello mismo víctima de la coerción, por lo cual «los que con Dios mueren airados» tienen miedo de llegar al infierno «al que la divina justicia les incita» (Infierno, III, 121-126); la aparente libertad de la pasión se transforma en esclavitud del instinto «Que, contra su voluntad, la divina justicia, tanto como puso en pecar pone en tormento» (Purgatorio, XXI, 61-66), mientras que la voluntad de aquellos que conocen a Dios brota de la misma fuente de la libertad.  La verdadera libertad de la voluntad depende, por consiguiente, de su relación con la Verdad, que a su vez constituye el contenido del conocimiento esencial.  Por el contrario, la más alta visión de Dios de que Dante habla en su obra, está en armonía con el cumplimiento espontáneo de la voluntad divina.  El conocimiento coincide con la Verdad divina y la voluntad coincide con el Amor divino, y ambas cualidades se revelan como aspectos del Ser divino, uno inmóvil y otro en movimiento.  Esta es la conclusión de la Divina Comedia y al mismo tiempo la respuesta al esfuerzo de Dante por captar el origen eterno del ser humano en la Divinidad:


Mas no para eso eran mis plumas;
Si no hubiera sido mi mente iluminada
Por un fulgor que satisfizo su deseo.
Faltó aquí fuerza a la alta fantasía;
Mi deseo y mi voluntad, empero, ya giraban
Como rueda a la que a su vez impulsa
El amor que mueve al Sol y a las demás estrellas.
(Paraíso, XXXIII, 139-145)

Nunca faltará algún estudioso que asegure que Beatriz no existió jamás, sosteniendo que todo lo que Dante dice de ella se refiere en realidad a la Sabiduría divina, la Sophia.  Esta concepción indica la confusión entre símbolo auténtico y alegoría, en la acepción que el Renacimiento da a este término; en este sentido, una alegoría es más o menos una invención conceptual, un disfraz artificioso de conceptos generales, mientras que la simbología auténtica está contenida, como ya decíamos, en la esencia de las cosas mismas. El hecho de que Dante preste a la Sabiduría divina la imagen y el nombre de una mujer noble y bella viene dictado por una ley imperiosa; no sólo porque este aspecto femenino, en su sentido más sublime, es, en cuanto objeto de conocimiento, inherente a la Sabiduría divina, sino también porque la presencia de la divina Sophia se le ha revelado a través de la mujer amada.  Esto nos proporciona la clave para comprender, por lo menos en líneas generales, la alquimia espiritual en virtud de la cual el profeta transforma las apariencias sensibles en esencialidad suprasensible: si el amor capta toda voluntad llevándola a confluir al centro del ser, un amor tal tiene la posibilidad de convertirse en conocimiento de Dios. El medio que conduce del amor al conocimiento, es la belleza: cuando ésta se experimenta en su inagotable esencia que libera de todos los confines, le es inherente un aspecto de la Sabiduría divina; por eso la atracción entre los sexos puede conducir al conocimiento de lo divino, ya que el deseo puede ser absorbido y anulado por el amor, y la pasión por la experiencia de la belleza.
El fuego que Dante debe atravesar en el último escalón antes de alcanzar el Paraíso terrenal (Purgatorio, XXVII), es el fuego en el que los Iujuriosos deben, purgar sus pecados. «Entre tú y Beatriz está este muro», dice Virgilio a Dante en el momento en que éste teme atravesar las llamas (ibid., 36). «Tan pronto estuve dentro, me habría arrojado a un vidrio ardiente para refrescarme» (ibid., 49-50).
La inmortal Beatriz hace frente a Dante, primero con severidad (Purgatorio, XXX, 103 ss.), pero después con tierno amor, y, mientras lo conduce hacia las esferas celestes, le revela su propia belleza, que su mirada resiste a duras penas (Paraíso, XXI, 1 ss., XXIII, 46.48). Es significativo que Dante no se refiera más, como en su Vita Nova, a la belleza del alma de Beatriz, a su bondad, a su inocencia, a su humildad, sino que hable solamente de su belleza visible: lo que es exterior se convierte en símbolo de lo interior, la percepción sensible se convierte en expresión de la visión espiritual.
Dante aún no es capaz de mirar directamente la luz divina, y por eso la contempla en el espejo de los ojos de Beatriz (Paraíso, XVIII, 16-18; XXVIII, 3 ss.). Sólo al final, en el cielo supremo, Beatriz se substrae completamente de su vista y su mirada permanece fija en la fuente de luz divina hasta consumirse en ella (Paraíso, XXXIII, 82-84).

La justicia movió a mi supremo autor:
Me hicieron la divina potestad,
La suma sabiduría y el amor primero.
Antes que yo, nada hubo creado
Sino lo eterno, y permanezco eternamente:
Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza.
(Infierno, III, 1-9)

Frente a estas célebres palabras escritas en la puerta del infierno, más de un lector moderno tiende a decir con el Poeta: «Maestro, su significado me espanta» (ibid., 12), pues les resulta difícil conciliar la representación de la condena eterna con la idea de amor divino, «el amor primero».  Sin embargo, para Dante el amor divino es el origen de la creación como tal; en realidad, el amor divino ha proporcionado la existencia al mundo creado «de la nada», haciéndolo participar del Ser divino.  Así entendido, el amor divino, sin ser distinto del amor, pierde todos los límites que se le puedan atribuir desde un punto de vista humano; es la expresión de la abundancia del Ser y de la beatitud contenida en Dios, un exceso que revierte en la nada o en el casi nada.  En realidad, en la medida en que el mundo es distinto de Dios, tiene su raíz en la nada.  Por otra parte, le es inherente necesariamente una parte de negación de Dios, y la amplitud ilimitada del amor divino se pone de manifiesto tanto en la aceptación de, incluso, esta negación de Dios como en la concesión de su existencia.  Por lo tanto, la existencia de las posibilidades infernales depende del amor divino, pero al mismo tiempo tales posibilidades son condenadas por la justicia divina como negaciones de Dios.

«Antes que yo, nada hubo creado, Sino lo eterno, y permanezco eternamente»: las lenguas semíticas distinguen entre la eternidad, que sólo se refiere a Dios, equivalente a un eterno Ahora, y la duración eterna, propia de las condiciones del más allá; el latín escolástico distingue entre aeternitas y perpetuitas, pero no así el latín vulgar, por lo cual ni siquiera Dante pudo expresar claramente esta distinción.  Pero ¿quién sabía mejor que él que la duración del más allá no es idéntica a la eternidad de Dios, así como la existencia fuera del tiempo del mundo de los ángeles no es comparable a la duración del infierno, parecida a un tiempo rígido?  Si bien la condición de los condenados no tiene fin en sí misma, vista desde Dios no puede ser sino finita.

«Vosotros, los que entráis, abandonad toda esperanza»: inversamente podría decirse: quien todavía espera en Dios, no deberá pasar por esta puerta.  La condición de los condenados es la desesperación, así como la esperanza sería la mano abierta para recibir la gracia.
Al lector moderno le parece extraño que Virgilio, que, sabio y benévolo, pudo conducir a Dante hasta la cima del Purgatorio, deba tener su propia sede, como todos los demás sabios y héroes de la antigüedad, en el limbo.  Sin embargo, Dante no pudo colocar al no bautizado Virgilio en uno de los cielos sólo alcanzables en virtud de la gracia. Mas, si se observa detenidamente, en la obra dantesca se pone en evidencia una extraña fractura que aparece como el indicio de una dimensión no realizada.  En su conjunto, describe el limbo como un lugar oscuro, sin luz y sin cielo, pero apenas Dante entra con Virgilio en el «noble castillo» donde pasean los sabios de la antigüedad «por prados de fresco verdor», habla de un «lugar abierto, luminoso y alto» (Infierno, IV, 115 ss.), como si ya no se encontrara en las capas subterráneas de la tierra.

«Había allí gentes de mirar reposado y grave,
de gran autoridad en su semblante
Hablaban con parsimonia, la voz suave»
(Ibid., 112-114)

Todo esto ya no tiene nada que ver con el infierno, pero tampoco puede incluirse directamente bajo la gracia cristiana.
Se plantea aquí, pues, el problema de si Dante tenía una actitud fundamentalmente negativa respecto a las fes no cristianas.  En un pasaje del Paraíso, en el que Dante coloca entre los elegidos al príncipe troyano Rifeo (XX, 67 ss.), habla de la imponderabilidad de la elección divina y aconseja a los hombres que no la juzguen a la ligera. ¿Qué podría significar Rifeo para Dante sino un ejemplo lejano de un santo extra-eclesiástico?  No decimos extra-cristiano, puesto que para Dante cualquier revelación de Dios en el hombre es Cristo.
Surge un segundo problema: ¿Era consciente Dante de que la configuración de la Divina Comedia se acercaba mucho a ciertas obras de la mística islámica que le son afines?  El género del poema épico que describe en forma alegórica la vía del que conoce a Dios no es raro en el mundo islámico.  Es presumible que algunas de esas obras hubieran sido traducidas en lengua provenzal, y es bien sabido que la comunidad a la que Dante pertenecía, los «Fedeli d'Amore», tenía relación con la Orden de los Templarios, situada en Oriente y abierta al mundo espiritual islámico.  Es posible encontrar para casi cada elemento importante de la Divina Comedia un prototipo correspondiente en los escritos esotéricos del Islam: para la interpretación de las órbitas de los planetas como niveles de conciencia espiritual; para la subdivisión del infierno; para la figura y el papel de Beatriz, etc.  Sin embargo, a juzgar por ciertos pasajes del Infierno de Dante (XXVIII, 22), es más bien improbable que él hubiera conocido y reconocido al Islam como religión.  Es mucho más verosímil que hubiese tenido acceso a escritos no directamente islámicos; las cosas que en este sentido se adjudiquen a Dante resultarán mucho más fuera de lugar de lo que la investigación comparada pueda suponer. Las verdades espirituales son como son, y los espíritus pueden encontrarse en un nivel determinado de conciencia sin haber conocido jamás la existencia uno del otro en el plano terrenal.




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NOTAS

DANTE, Paraíso, I, 103-105.

Sobre la esencia de la intuición en el sentido espiritual de la palabra, cfr.: René GUENON, Introduction générale á I'étude des doctrinas hindoues, París, 1932, cap.: «Caractéres essentiels de la métaphysique».

Tal intuición, irrefutable sobre todo en los campos matemático y musical, sería, respecto a una intuición verdaderamente espiritual, como una imagen en un espejo cóncavo: la «deformación» tiene su origen en la intromisión del -yo-.

La investigación más reciente, que trabaja sólo con estadísticas, prefiere evitar todo axioma hasta casi eliminar conceptualmente el propio pensamiento.

Esto es especialmente válido para la teología latina, mientras que algunos Padres de la Iglesia griega, como Dionisio el Areopagita, perciben la Esencia divina más allá del Ser como “tinieblas sobre la luz”.

Al término «metafísico» se le confiere así un alcance mucho mayor del que tenía en Aristóteles.

Con ello entendemos, de conformidad con el uso general, el Judaísmo, el Cristianismo y el Islam, no olvidando, sin embargo, que incluso otras religiones, hasta aquellas que llamamos politeístas, son conscientes de la unidad del Origen supremo.

Clemente de Alejandría y otros Padres de la Iglesia usan el término gnosis para referirse al conocimiento supra-racional de Dios.  Cfr. en este contexto: Frithjof Schuon, Sentiers de Gnose, París, 1957.

El hecho de que el propio espíritu universal tenga un aspecto activo o «masculino» y un aspecto pasivo o «femenino se ve expresado en las designaciones, que se complementan mutuamente, intellectus y spiritus; en árabe, 'aql (masculino) y rûh (femenino).

Existen otras afinidades entre la cosmología griega y la hindú del sankhya, especialmente en relación con la teoría de los elementos, que no deben confundirse con sustancias físicas del tipo de los elementos químicos.  Cfr. nuestro libro Alchemie, Sinn und Weltbild, Olten, 1960, pp. 73-76 [trad.: Alquimia. Significado e imagen del mundo.  Esplugues de Llobregat, Plaza-Janés, 1976, Paidós, Barcelona].

Propia de San Juan Evangelista. (N. del T.)

Paraíso, XIII, 51 ss.  Las «otras sustancias» en que se refleja la luz divina son variaciones de la materia prima, que constituye a su vez el polo receptivo y pasivo de la «forma primera-, es decir, del Logos.

La Escolástica de la baja Edad Media resolvió la síntesis de la filosofía platónico y de la aristotélica en favor de una concepción más rigurosa de esta última, preparando así su propio fin y la victoria del racionalismo.

No queremos decir con esto que el monoteísmo sea en sí patrimonio de una raza; se trata solamente de cierto -estilo- de pensamiento y palabra.

La doctrina cristiana de la Trinidad tiene algunas aplicaciones cosmológicas; también en este sentido coincide fundamentalmente con la teoría de los aspectos o de las cualidades divinas, perdiendo así su carácter particular y exclusivo.

Sobre la relación entre revelación y conocimiento espiritual inmediato, cfr.: Frithjof  SCHUON, Les Stations de la Sagesse, París, 1958; cap.: «Orthodoxie et Intellectualité».

James JEANS, Die neuen Grundlagen der Naturerkenntnis, Stuttgart, 1935.

B. BAVINK, Hauptfragen der heutigen Naturphilotsophie, Berlín, 1928.

Josef GEISER, Aílgemeine Philosophie des Seins und der Natur, Münster (Westfalia), 1915.

Es interesante notar, en este contexto, que sea ahora, precisamente, la primera vez que se ve seriamente perjudicada la pureza del agua, del aire y de la tierra.  La pureza de estos elementos, que siempre se restablece por sí sola, es la expresión del equilibrio de la naturaleza, razón por la cual tierra, agua, aire y fuego fueron sagrados en todas las edades precedentes.

Esto puede suceder también independientemente de los peligros de la fisión atómica.

El hecho de que los gobiernos intervinieran en el control de nacimientos significaría una intromisión en la vida del individuo inimaginable hasta ahora, incluso bajo los regímenes dictatoriales más feroces.

Véase la excelente crítica de la teoría einsteiniana de Maurice OLLIVIER en Physique moderna et Réalité, Editions du Cédre, París.

Estas líneas ya habían sido escritas cuando nos enteramos a través de un informe del científico español Julio PALACIOS («El hundimiento de una teoría», en ABC, Madrid, noviembre de 1962) de que, según la revista de la sociedad norteamericana de óptica, Wallace Kantor, de la Western University of California, demostró inequívocamente con sus experimentos que la velocidad de la luz no es constante en el sentido einsteiniano, sino que disminuye o aumenta según e¡ movimiento de la fuente luminosa.  La teoría de Einstein ha sido, pues, privada de todo fundamento; de todos modos, tendrá que pasar mucho tiempo antes de que sus elucubraciones desaparezcan de los libros de texto y se saquen las debidas conclusiones de esta delusión; hay que darse cuenta de que la relatividad de esta existencia espacio-temporal, que indudablemente subsiste desde un punto de vista más elevado, no puede ser demostrada a partir de un elemento cualquiera, como es la velocidad de la luz, correspondiente a esta misma existencia.  Considerada con la debida perspectiva histórica, la teoría einsteiniana de la relatividad aparecerá quizá como un
equivalente de la filosofía existencialista que, con la ayuda de análisis lógicamente desesperados, quiere demostrar que la lógica no es válida.

De igual modo se oponen a la teoría de Einstein los cálculos del doctor Harlan Smith, de la Universidad de Texas, relativos a ciertos cuerpos celestes «quasi-estelares- que a una distancia de un billón de años-luz y con diámetros de, por lo menos, mil años-luz, presentan pulsaciones de luz de cerca de trece años.

Cfr. nuestro libro sobre Alquimia, op. cit, 42

Véase René GUENON, Le Symbolisme de la Croix, París, 1931.

A este aspecto de la forma se refiere la distinción hindú entre nâma, nombre, y rupa, forma; el nombre corresponde aquí a la esencia, y la forma a la existencia psicofísica limitada.

Toda imagen de la variedad indiferenciada de las posibilidades contenidas en el puro Ser es necesariamente incompleta y paradójica; lo cual no significa que no sea posible conocer la realidad en cuestión.

Cfr.  Douglas DEWAR, The transformist Illusion, Murfreesboro (Tennessee), 1957, y también Louis BOUNOURE, Déterminisme et Finalité, «Coll.  Philosophique», París, Flammarion.

Cfr.  Douglas DEWAR, op. cit.

Ibid.

TEILHARD DE CHARDIN escribe a este respecto: «Nada es por naturaleza tan susceptible y fugaz como un inicio.  Mientras un grupo zoológico es aún joven, sus características permanecen indeterminadas.  Su estructura es delicada; sus dimensiones son débiles.  Está formado por un número relativamente exiguo de individuo, Y éstos se transforman rápidamente.  Tanto en el espacio como en el tiempo, el brote de una rama viva presenta un mínimo de diferenciación, extensión, fuerza de resistencia.  Así, pues, ¿cómo actuará el tiempo sobre esta zona débil?  Inevitablemente, destruyéndola en sus vestigios» (Le Phénoméne Humain, París, Editions du Seuil, 1955, p. 129).  Este razonamiento, que explota abusivamente la analogía completamente exterior Y convencional entre un «árbol» genealógico y una auténtica planta, es un ejemplo del tipo de razonamiento del autor, que confunde las abstracciones con las cosas concretas.

Le Figaro Littéraire, 20 de abril de 1957.

Ibid.

El microscopio electrónico ha revelado cómo los procesos que se desarrollan dentro del ser monocelular son de una multiplicidad inimaginable.

El ejemplo más utilizado en favor de la tesis transformista es la supuesta genealogía de los équidos.  Charles DÉPEM la critica en estos términos: «La observación geológica establece definitivamente que no existen pasos graduales entre estos géneros.  Hacía tiempo que se había extinguido sin transformarse el último paleonterio, cuando apareció el primer anquiterio, que tampoco se transformó antes de ser sustituido por la invasión del hiparión» (Les Transformations du Monde animal, p. 107).  Hay que añadir que las pretendidas formas primitivas del caballo no aparecen en su evolución embrionaria, si bien suele considerarse el desarrollo del embrión como una recapitulación de la evolución de la especie.

A propósito de la hipotética transmutación de un animal terrestre en ballena, escribe Douglas DEWAR: «A menudo he desafiado a los transformistas a que me describan plausibles antepasados que puedan representar la fase intermedia de esta supuesta evolución» (What the Animal Fossils tell us, Trans.  Vict.  Inst., vol.  LXXIV).

Es significativo que la tortuga, cuyo esqueleto parece representar una adaptación particularmente extravagante al estado «acorazado» del animal, aparezca súbitamente y sin evolución gradual entre los fósiles.

Tomamos esta metáfora del texto al-Insân al-Kâmil, del suff 'Abd al-Karîm al Yîlî.  Cfr. nuestra traducción de este libro: De I'Homme Universel, Lyon, ed.  Derain, 1953.

Cfr.  Louis BOUNOURE, op. cit.

Museum Hermeticum, Frankfurt, 1678.

Cfr.  René GUÈNON, El reino de la cantidad y los signos de los tiempos, Madrid, Ed.  Ayuso, 1976.

Sobre la creación de las especies en una «protomateria» sutil -donde guardan todavía una forma andrógina, comparable a una esfera- y su exteriorización consecutiva por «cristalización» en materia sensible, pesada, opaca y mortal, ver: Frithjof SCHUON, Chute et Déchéance (capítulo «Caída y decadencia», del libro Sobre los mundos antiguos, en esta colección.  N. del T.) y, del mismo autor, «Les cinq Présences divinas» (en Forme et Substance dans les Religions, París, Dervy-Livres, 1975, de próxima aparición en esta colección, N. del T.), así como Images de I'Esprit, coll. «Symboles», París, ed.  Flammarion, 1961, pp. 142 ss.).

Acerca de la creación de las especies en la «protomateria» Y su «cristalización» en la materia física, cf.  Frithjof SCHUON, «Chute et déchéance», Etudes traditionnelles, París, julio-agosto-septiembre-octubre de 1961, pp. 178 ss., y -Les cinq présences divines», ibid., noviembre-diciembre de 1962, pp. 274 ss.; asimismo, del mismo autor, Images de I'Esprit, col. «Symboles», París, ed.  Flammarion, 1961, pp. 142 ss.

Cfr.  C. KRASYNSKY, Tibetische Medizin-Philosophie.

Este campo científico ha sido inundado por teorías tendenciosas, falsificaciones y descubrimientos prematuramente publicados.  Cfr.  Douglas DEWAR, op. cit.

Un caso claro de interpretación abusivo es el del llamado Homo Pekinensis.  Simplemente porque los residuos óseos de este mono, hasta entonces desconocido, hayan sido encontrados junto a residuos de utensilios prehistóricos, se ha supuesto que se trataba de su autor, es decir, de un hombre prehistórico, pese a que el esqueleto en cuestión se hallaba mezclado con el de otros animales de presa y presentaba las mismas perforaciones de cráneo que habían servido para extraerle el cerebro.  Para no tener que llegar a la conclusión de que el susodicho Homo Pekinensis no era otra cosa que una presa de los hombres prehistóricos, se anunció que los homines pekinensis se habían devorado entre sí...

Como el Meganthropus de Java y el Gigantopitecus de la China.

En algunos casos muy excepcionales como los de Enoch, Elías y la Virgen María tal reabsorción ha tenido lugar incluso en la presente edad terrestre.

El materialismo de Teilhard de Chardin aparece con toda su crudeza, e incluso perversidad, cuando el filósofo aconseja la intervención quirúrgica para acelerar la «cerebración colectiva» de la humanidad (La Place de I'Homme dans la Nature, París, Ed. du Seuil, 1956, p. 155).  Son suficientemente reveladoras las siguientes declaraciones del mismo autor: «...La Humanidad, aún dividida hoy por hoy, podrá regenerarse gracias a la idea luminosa del Progreso y a la fe en el Progreso...» «¡Ya hemos recitado el primer acto! ¡Ahora tenemos acceso al corazón del átomo! -Ha llegado el turno de los actos siguientes, como la vitalización de la materia mediante la estructuración de supramoléculas, el modelado del organismo humano por las hormonas, el control de la herencia y de los sexos mediante el juego de los genes y los cromosomas, la liberación de los instintos puestos al desnudo por el psicoanálisis por medio de un influjo directo, el despertar y adueñarse de los poderes intelectuales y emocionales aún adormecidos en la masa humana¡» (Planéte, III, 1944, p. 30).  Con toda naturalidad, en el mismo discurso Teilhard de Chardin propone la conformación de la humanidad por obra de un gobierno científico universal: exactamente el instrumento que el Anticristo necesita.

La Place de I'Homme dans la Nature, p. 84.

René GUÈNON, Op.  Cit.

Psychologie und Religion, Zurich, 1962, p. 61.

«No me parece que sea una razón para maravillarse el que la psicología se acerque a la filosofía; ¿acaso no es el acto de pensar, fundamento de toda la filosofía, una actividad psíquica que como tal depende directamente de la psicología? ¿Acaso no debe la Psicología comprender al alma en toda su extensión, sin excluir a la filosofía, la teología y muchas otras cosas?  Frente a todas las religiones ricamente diversificadas, se alzan, como suprema instancia quizá, de la verdad y el error, los datos inmutables del alma humana» (C.  G. JUNG, L'Homme à la Découverte de son Áme, París, 1962, p. 238; citamos la única edición actualmente disponible de Die Energetik der Seele).  Así, pues, la verdad se ve sustituida por la psicología, sin tener en cuenta que no existen «datos inmutables» fuera de lo que es inmutable por su propia naturaleza, a saber, el intelecto.  Por lo demás, si el «acto de pensar. es una mera «actividad psíquica», ¿con qué derecho se alza la psicología en instancia suprema de lo verdadero y lo falso, si no es más que una «actividad psíquica» entre tantas otras?

Esta limitación es indispensable, por cuanto hoy existen formas más inocuas de psicoanálisis; pero con ello no queremos justificar al psicoanálisis en ninguna de sus formas.

Hay una regla según la cual sólo puede iniciar el análisis quien ya ha sido a su vez analizado. Cabe preguntarse quién fue el primero de esta serie que imita extrañamente a la «sucesión apostólica».

Se produce generalmente un círculo vicioso desde el momento en que el equilibrio psíquico se ve perturbado produciendo una intoxicación física que a su vez empeora el equilibrio psíquico.

Los casos de posesión diabólica, que exigen visiblemente la aplicación de los ritos de exorcismo, parece que se han hecho menos habituales en nuestros días, sin duda porque las influencias demoníacas ya no están «comprimidas» por el dique de la tradición, sino que pueden difundirse un poco por todas partes, con formas más bien «diluidas».

En latín, subtilis; en árabe, latif; en sánscrito, sukshmasharira.


Nada es tan absurdo como las tentativas de explicar materialmente la percepción del mundo material.

La historia bíblica de la creación de Adán puede interpretarse en el sentido de que Adán fue «plasmado» en el plano sutil-psíquico cuando la materia física aún estaba contenida en la psíquica; sólo después de la expulsión del paraíso de los primeros padres -allí los arquetipos de los seres terrestres aún convivían en paz- empezó a entrar en vigor la ley de la generación y la corrupción (generatio et corruptio) que gobierna la vida física.


 Alusión al lema Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo («Si no consigo doblegar cI Olimpo, removeré los infiernos»), con el que Freud encabezó su obra Traumdeutung (La interpretación de los sueños).

Hans JACOB, en Sagesse orientase et Psychothérapie occidentale, París, 1964; el autor de esta obra es un antiguo discípulo de Jung, que descubrió luego la doctrina y el método -infinitamente más vastos- del sâdhana hindú, lo que le permitió someter la psicoterapia occidental a una justa crítica.

Cfr.  René GUÈNON, Le Symbolisme de la Croix, op. cit.


Según una tradición islámica, el trono del diablo se sitúa «entre la tierra y el cielo», una alusión entre otras a las tentaciones a las que se exponen los que siguen la «vía ascendente».

Definiendo el mundo sutil como mundo de la imaginatio (en árabe, jiyâI), ciertos cosmólogos medievales se referían a la «imaginación» activa como fuerza creativa, y no sólo a las imágenes que produce.

Hoy la psicología empírica ya no se atreve a negar este tipo de sueños.

Tales transfusiones de «fragmentos- psíquicos han dado lugar a la falsa hipótesis de una “reencarnación” del alma. La reencarnación de las almas, enseñada por el Hinduísmo y el Budismo, se entiende en sentido simbólico y significa que el alma se «reviste» de aquello que, en otro plano existencial corresponde a la materia física; es probable que la masa de creyentes tome esta teoría al pie de la letra. También existe la comunicación de ciertos influjos psíquico-espirituales que tenía su importancia en la sucesión tibetana de los llamados -Budas vivientes».  Cfr.  René GUENON, L'erreur spirite, París, 1923.

Generalmente la psicología moderna saca sus observaciones de los casos patológicos, de modo que sólo ve el alma desde una perspectiva clínica.

Introducción al libro Das Geheimnis der goldenen Blüte [El secreto de la flor de oro], traducido del chino por Richard WILHELM, Munich, 1929, p. 16.

Ibid.
Ibid.
Ibid.
L'Homme a la Découverte de son Ame, p. 311.

Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten, Zurich, 1963, p. 130.

El tipo de introspección que Jung practica a título de investigación psicológica, y del que habla en sus memorias, así como ciertos fenómenos «parapsicológicos» que provocó con este método, nos introducen de lleno en el ambiente espiritista.  El hecho de que Jung quisiera examinar estas cosas sobre la base de criterios «científicos» no impide que las influencias actúen a través de la puerta que él mismo ha abierto.

Véase la introducción a Das Geheimnis der goldenen Blüte.

En este sentido, es lo que traducimos como consciencia, término aceptado en el lenguaje filosófico. (N. del T.)

Recordemos aquí el ternario vedántico Sat-chit-ânanda: Ser, Consciencia y Beatitud.

Die Beziehungen zwischen dem Ich und dem Unbewussten, op. cit., p. 137.

Ibid.

Comentario psicológico al Libro tibetano de los Muertos.

Hemos refutado la interpretación psicológica de la alquimia por Jung, en nuestro libro Alquimia, op. cit.  Frithjof Schuon, habiendo leído este artículo, nos ha enviado por escrito las reflexiones siguientes: «Se ve generalmente en el junguismo, en relación con el freudismo, un paso de reconciliación hacia las espiritualidades tradicionales, pero no hay nada de eso: la única diferencia desde este punto de vista es que, si Freud se jactaba de ser un enemigo irreductible de la religión, Jung simpatiza con ella mientras la vacía de su contenido, reemplazándola por el psiquismo colectivo, luego por algo infra-espiritual y, por consiguiente, anti-espiritual. Hay aquí un inmenso peligro para las antiguas espiritualidades, cuyos representantes, sobre todo en Oriente, carecen demasiado a menudo de sentido crítico con respecto al espíritu moderno, y ello en virtud de un complejo de 'rehabilitación'; tampoco con excesiva sorpresa, pero sí con viva inquietud, hemos recogido un eco de este tipo desde Japón, donde el equilibrio psicoanalista ha sido comparado con el satori del Zen, y no dudamos que sería fácil encontrar confusiones parecidas en la India y en otros lugares.  Como quiera que sea, las confusiones de las que se trata, se ven en gran medida favorecidas por el rechazo casi universal de ver al diablo o de llamarle por su nombre, o, en otros términos, por esa especie de convicción tácita hecha de optimismo de encargo, de tolerancia en realidad rencorosa con la verdad y de ajustamiento obligatorio al cientifismo y a los gustos oficiales, sin olvidar la “cultura” que todo lo avala y que a nada compromete, si no es precisamente a una cómplice "neutralidad"; a esto se añade un desprecio no menos universal y casi oficial de todo lo que es, no decimos “intelectualismo”, sino verdaderamente intelectual, teñido, pues, en la mentalidad de la gente, de un matiz de 'dogmatismo', de “escolástica”, de “fanatismo” y de 'prejuicio'. Todo ello concuerda perfectamente con el psicologismo de nuestro tiempo, e incluso es, en gran parte, su resultado.»
* Este capítulo apareció en la revista Études Traditionnelles, núm. 389, 1965.  La nota no fue incluida por el autor en la edición alemana de este libro. (N. del T.)


Cfr. el prefacio del libro de Heinrich Zimmer sobre Shri Râmana Maharshi.

Cfr. nuestro libro Alquimia, op. cit. Del sistema geocéntrico del mundo típico del medioevo, puede decirse, en líneas generales, lo siguiente: aunque sea «ingenuo» creer que el Sol y los diversos planetas se muevan en otras tantas esferas celestes en tomo al centro de la Tierra, esta hipótesis del sistema del mundo tal como se presenta a nuestros sentidos implica un realismo espiritual.  En realidad, o bien el mundo carece de sentido y, por lo tanto, no puede ser captado espiritualmente, en cuyo caso la cosmología no es más que una locura que nos lleva a vagar de detalle en detalle; o bien se basa en una unidad espiritual que nunca lograremos conocer completamente, pero que debe ser inherente a cada aspecto total de la naturaleza.

El sistema ptolemaico del mundo es de una notable claridad espiritual; para sin época era de una calidad científica perfectamente satisfactoria, pues daba una respuesta a todas las preguntas surgidas de la observación de la naturaleza.  La «ciencia» no puede ir más allá; siempre tendrá un carácter provisional, y nunca definitivo; la validez relativa de un sistema del mundo se funda en su unidad lógica, mientras que su alcance espiritual se basa en su simbología, que será tanto más fuerte y convincente cuanto más directamente se dirija a los sentidos.

Según la concepción medieval, toda esfera es movida por una inteligencia angélica (intelligentia).  A la ciencia moderna que nos dice que los movimientos de, los astros pueden explicarse físicamente, replicamos que, en la medida en que podamos reconocerlas como «leyes», las leyes físicas son a su vez de naturaleza «inteligible».

Con la imagen de los coros angélicos dando vueltas en tomo al centro divino hay una anticipación del sentido del sistema heliocéntrico: la fuente de cada luz es asimismo el «motor inmóvil» del orden cósmico.  Si la unicidad del sol en el sistema copernicano queda ampliamente superada por el descubrimiento de otros soles, también este hecho es significativo: ningún símbolo puede ser único como Dios.

La Iglesia, exigiéndole a GaliIeo que presentara sus propias tesis sobre el movimiento terrestre y Solar, no como verdad absoluta, sino como hipótesis, tenía sus buenas razones.  Desde un punto de vista absoluto, el sistema de Copérnico no puede ser más que una hip6telis (el descubrimiento mismo del movimiento propio del Sol lo invalidó en un Cierto sentido, y no hablemos de las teorías modernas sobre la relatividad y aun de otras relativizaciones que esperamos del futuro).  Por otra parte, la Iglesia posee, además, un derecho a salvaguardar la visión del mundo espiritualmente verdadera, que en el sistema geocéntrico había encontrado el propio sostén sensorial ante el peligro que se deriva de la concepción puramente matemático-mecánica de las cosas, que a Galileo le interesaba más que el movimiento o la inmovilidad de la Tierra.

En realidad, la Iglesia no repudió la teoría Copernicana, que a su vez procedía de la de Icetas de Siracusa, hasta ochenta años más tarde, cuando Galileo, sin presentar ninguna prueba decisiva para la nueva teoría, transfirió la controversia sobre el orden geocéntrico o heliocéntrico del mundo al plano teológico, con sus violentos ataques desafiando a la Curia a tomar posiciones. El Papa Urbano VII propuso definir el sistema heliocéntrico como una tesis matemáticamente posible, Pero no necesariamente como la verdad definitiva.  En vez de aceptar esta Propuesta, en su Diálogo sobre los Máximos Sistemas, Galileo representó al Papa como un ignorante.  Esto condujo al conocido proceso en el curso del cual Galileo no pronunció en realidad su famoso -eppur si muove-, deponiendo las armas para poder concluir en paz su propia vida.  La exaltación literaria de Galileo llevó a que, en varios dignatarios eclesiásticos, brotara una especie de conciencia de culpabilidad que les volvió extrañamente impotentes frente a las teorías científicas modernas, aun cuando éstas entrasen en clara contradicción con las verdades de la fe y de la razón.  Se suele decir que la Iglesia no hubiera debido inmiscuirse en los problemas científicos.  Sin embargo, el propio caso de Galileo demuestra que, con su pretensión de  poseer la verdad absoluta, la nueva ciencia racionalista del Renacimiento se presentaba como una segunda religión.

 Cfr. el comentario del propio Dante a estos versos en su carta a Cangrande della Escala: Intellectus humanus in hac vita propter connaturalitatem et afinitatem quam habet ad substantiam separatam, quando elevatur, in tantum elevatur, ut memoriam post reditum deficiat propter transcendisse humanum modum.

Cfr. el ensayo de Pierre Ponsoye, «Intellect d´amour», en Études Traditionnelles, París- mayo-junio 1962.

El derecho a la defensa y difusión violenta de una religión, se basa en la idea de que sólo la verdad libera, mientras que el error esclaviza.  Aun cuando el hombre fuese libre de escoger entre verdad y error, él mismo se priva de esta libertad desde el momento en que se decide por el error. «Según santo Tomás de Aquino, el escoger el mal no es propio de la naturaleza de la voluntad libre, aunque esta elección deriva del libre albedrío en conexión con una criatura falible. Libertad y voluntad, por tanto, están asociadas una con otra; es decir, el Doctor introduce en la voluntad un elemento intelectual y la hace partícipe, con razón, de la inteligencia. La voluntad no deja de ser voluntad con la elección del mal -lo hemos dicho en otra ocasión- pero deja, en el fondo, de ser libre, luego intelectiva ... » (Frithjof Schuon, Sentíers de Gnose, op. cit., p. 145).

Existe una traducción provenzal medieval del Mi'raj, la narración de la ascensión del Profeta (publicada por Muñoz Sendino y Enrico Cerulli); se trata, sin embargo, de una versión más bien popular del tema que ha servido de base para importantes tratarlos metafísicos y místicos.

Cfr. los trabajos de Luigi VALLI, en especial: Il linguaggio segreto di Dante e del Fedeli d'amore, Roma, Ed.  Optima, 1928.

En este contexto es importante el manuscrito «Ms. Latin 3236 A» de la Biblioteca Nacional de París, publicado por primera vez por M. T. D'ALVERNY en Archives d'Histoire doctrinale et littéraire du Moyen Age, 1940.  Lo citamos en nuestro libro sobre la
alquimia.  En muchos aspectos es afín a la Divina Comedia, hecho singular por cuanto cita expresamente a los fundadores de las tres religiones monoteístas, Moisés, Cristo y Mahoma, como los verdaderos maestros de la vía intelectiva hacia Dios.

Cfr. los ensayos del P. Asín Palacios.
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