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Arqueología Moderna

la jungla, densa, verde, tropical

La joven arqueóloga Jane Whitebones, estaba piloteando su moderno y bien equipado avión. Pantaloncitos cortos, sombrero explorador, y botas de acampar era su atuendo. Rubia, no era mal parecida si le sacáramos los anteojos y le soltáramos el pelo. Por supuesto, su único foco de atención era la exploración arqueológica.

Volando a baja altura podía divisar aquellos dos lugares tan distintos. A un lado sobre una planicie alta, se veía el pueblecito de una misión española lleno de sol y espacios abiertos. Allí estaban la plaza principal, la iglesia, y los feligreses. Imaginó que adentro, algún fraile estaría enseñando el catecismo a los chicos.

Al otro lado, al fondo de un profundo peñasco, se veía la jungla, densa, verde, tropical. La imaginó rumorosa, creciente. Llena de voces ininteligibles en medio de sombras donde sólo entraban esporádicos rayos de luz. Voces que rumoreaban: "Lo cubro todo. Me apodero de todo."

Lo cierto es que Jane Whitebones sabia que esa era la selva que cubría las ruinas de una antigua civilización que estaba esperando ser descubierta por ella. Una civilización probablemente más antigua que los Mayas, pero que había sido colonizada por ellos mucho antes de que llegaran los españoles.

Un río separaba la alta planicie de la jungla. Jane volaba ahora sobre ese río que desembocaba en el océano, al lado de un puerto. Ése era su destino inicial.

Acuatizó sobre la boca del río. El día era húmedo, neblinoso, como si estuvieran rodeados por una nube. Recordó con nostalgia el pueblito soleado que había visto a su izquierda.

Ya en el hotel, revisó su agenda. Su plan de investigación estaba bastante avanzada. Primero, la localización del sitio de investigación, hecho. Segundo, organización de la expedición, en proceso. Tercero, interacción con la civilización virgen, todavía falta. Esta última parte era lo más importante. Le fascinaba esa empresa que parecía imposible.

Dos días después remaba río abajo. El resultado final sería conocido no solamente por los especialistas sino también por el público en general a través de la televisión. Recrearía la antigua civilización con sus mismos descendientes. Proveería de ropas, atuendos, y ceremonias, y crearía un gran espectáculo que proveería de mucho dinero. Rebuscado pero efectivo eso de enseñar a los nativos sus propias tradiciones.

Remando río abajo era bueno para la salud. Ese ejercicio lo necesitaba. Las tres semanas de solamente remar, comer y dormir estaban llegando a su fin.

Una sola cosa le había molestado en su viaje por el río. A ella le hubiera gustado ubicar a su derecha al pueblito soleado que había visto hacia arriba, pero le fue imposible. Pensó que estaba pidiendo demasiado.

Cuando hubo acampado en la jungla, Jane comenzó a ejecutar su plan que consistía simplemente en sentarse inofensivamente tratando de imitar las acciones de los nativos. Esa estrategia le había dado buenos resultados con los gorilas en África.

Una noche, exactamente a veinte días de su arribo, cuando Jane estaba en cuclillas tomando café junto al fuego, un impresionante silencio inundó la selva. Entonces apareció un indiecito caminando cautelosamente con una antorcha en la mano. A pocos pasos, lo seguía un extraño viejo. Ya parados frente a Jane, el viejo se dirigió al muchacho en un lenguaje con cadencias del Maya. Obedeciendo, éste se fue a busca leña para alimentar el fuego.

Jane prendió el grabador.

"Pedro Atamishki dice, ¿Quién sos?" Dijo el viejo.

"Soy Jane Whitebones y vengo del norte. Quiero ser tu amiga y conocer a tu pueblo," contestó Jane con un español anglosajón.

"Jane viviendo por una semana y conociendo mi pueblo," respondió el viejo.

La emoción se había apoderado de Jane, pero aún podía pensar. ¿Una semana? Si yo llevo aquí exactamente veinte días. Entonces Pedro debe estar contando el tiempo al estilo Maya. Para los Mayas la semana tenía veinte días. ¡Estoy ante un tesoro arqueológico viviente!

"Habla, mujer," insistió el viejo.

"Si, si, pero quiere conocer un poquito mas," atinó a decir Jane.

"Jane puede escuchar las historias de Pedro Atamishki acerca de nuestros padres, y los padres de los padres," y mirando a Shunko, "Pedro gusta muchacho escuche."

"Si, si, yo quiero conocer mucho," dijo Jane.

"Una cosa es importante. Mujer solamente debe escuchar," dijo Pedro. "Mujer escucha. Mujer no pregunta. Si mujer preguntar, mujer levantar carpa y dejar mi país."

"Por supuestou, por supuestou, no voy a preguntar," se esforzó Jane.

Las noches siguientes, el viejo se sentaba junto al fuego y Jane grababa sus historias.

Durante el día, Jane se dedicaba a escribir su trabajo de investigación. Estaba terminando su introducción:

"Vivimos en una civilización con un uso restringido de la memoria. Solo la usamos para pequeñas cosas. La reemplazamos con ese sustituto que llamamos 'palabra escrita.'. No apreciamos que la Biblia, La Ilíada y la Odisea, y el poema del Mio Cid fueron todos transmitidos primero por tradición oral antes de ser escritos. Este trabajo, al documentar las palabras de Pedro Atamishki, hace un uso completo, en la teoría y en la práctica, de la tradición oral.

Cada noche alrededor del fuego pasaron por la boca del viejo Pedro los mitos de la creación del Universo en veinte actos creativos que correspondían a la semana Maya de veinte días. Todo era más detallado. En un día entero dedicado a crear las flores, por ejemplo.

Shunko, el muchacho, escuchaba con toda atención las sagradas historias de Pedro, muchas de ellas sorprendentemente parecidas a la tradición cristiana, pensó Jane. Había cierta tensión y algunas señales de descontento en la cara del muchacho para lo cual Jane no encontró explicación.

Una noche sucedió lo inesperado. Pedro contaba la historia de un noble que estaba por inmolar a su hijo para calmar la ira de los dioses. La cara de Shunko presentaba sus ocasionales signos de rechazo. Jane estaba sumergida en el cuento de tal modo que se olvidó de la admonición del viejo.

"Pero, ustedes no hacen eso más, ¿no es ciertou?" Jane se arrepintió no bien lo dijo. Acababa de violar el mandato del viejo patriarca. Había preguntado. El viejo la miró sin comprende como era posible tal atrevimiento.

"Mujer, a pesar de mis palabras, vos has preguntado. Tienes que partir." El viejo se levantó y se fue. La sentencia era inapelable.

Jane levantó el campamento al día siguiente. No le importaba. Los datos más importantes habían sido recogidos.

Una semana después, sobre la alta planicie soleada, un niño entraba a la iglesia.

Un fraile franciscano dijo al verlo: "Shunko, que sorpresa. ¿Qué pasó? Hace un tiempo que no vienes al catecismo."

"Tuvimos visitantes, Padre. Una mujer extranjera del norte," respondió Shunko.

"¿Qué pasó con La Biblia Ilustrada? ¿Se la leíste a tu abuelo?"

"Si,"dijo Shunko, "se la estuve leyendo antes de que la mujer viniera, pero creo que no entendió nada."

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