En la Cola de la Migra
El 27 de febrero de 1999, me levanté a las 5 de la mañana y viajé por 3 horas hacia la oficina de Inmigración. Ya había esperado mucho tiempo y era casi mediodía. La cola era muy larga. Todo el mundo tenía que pasar por esta cola. Yo estaba somnoliento y con hambre pero no se permitían comidas o bebidas.
Ninguno en la cola parecía norteamericano y todos estaban algo asustados con caras tensas y carpetas que apretaban fuerte bajo el brazo. Yo tenía la mía también. Habían rechazado mi petición y venía a presentar un recurso. Todos estaban callados. Un hombre susurró algo en el oído de su mujer. Ella asintió con la cabeza.
El amigo que me había traído en su auto estaba conversando con una chica mejicana. Me dijo que iba a ver que pasaba con el auto afuera. Ahora las caras que me miraban se tornaron amistosas. Hablábamos el mismo lenguaje. El de al lado me pidió que le guardara el lugar porque tenía que ir al baño.
Traté de concentrarme en el montón de fotocopias que había en mi carpeta, pero no pude. Mi sueño de América se había tornado en el sueño de terminar los trámites de la migra. Recordé el momento en que decidí presentarme. Fue en una gran ceremonia en Montichello para los nuevos ciudadanos. Una enorme bandera, la banda, el juez hablando a los nuevos ciudadanos.
"Tienen que olvidar los viejos modos de hacer las cosas y aprender el modo americano," decía el juez. Todo muy solemne. Algunos derramaban lágrimas. Ahora entiendo por que.
De repente, una mujer apareció en la cola. Ella sí que era norteamericana. Estaba ayudando a un extranjero, quizás a alguien de su iglesia. Se rió nerviosamente al ver el tamaño de la cola. No lo podía creer. Trató de hacer un chiste.
"Es ésta la cola en la que debemos estar para saber donde estamos?" Dijo en inglés. Nadie se rió.
Esperó unos minutos y se fué. No estaba acostumbrada a esperar.
"Vuelvo en una hora," le dijo a su amigo extranjero. El hombre alto y flaco de sombrero y bigotes asintió con una amplia sonrisa.
Me esforzé de nuevo en pensaren mis papeles pero mi mente se resistía. Me acordé de mi libro favorito de historia. "Un estudio ilustrado de la historia," de Toynbee. Imágenes de los bárbaros a las puertas de roma. Ridículos tratando de imitar los vestidos romanos.
Ahora el hombre de al lado volvió del baño. No me pareció tenso. Me empezó a hablar en castellano.
"Yo vengo cuando tengo un día libre," me dijo. "He perdido mi 'green card' y pedí otro. Hace más de un año ya. Los conozco a todos. Temo que se hayan olvidado a mandar mis papeles a Texas. No entiendo como alguno puede querer mi documento. Tiene mi foto."
El de atrás intervino. "Muchos lo usan igual. Para ellos, todos nos parecemos."
Ya más cerca del mostrador, la conversación se tornó más animada. Empezaron a contar historias acerca de colas realmente largas en la Oficina de Inmigración.
"Esta cola que está afuera del edificio es nada," dice uno. "Recuerdo cuando me presenté por primera vez, había una cola afuera y otra adentro. En la de afuera empezamos a las 4 de la mañana y hacía mucho, mucho frio. Cuando finalmente llegamos adentro para empezar la otra cola, nos dijeron que solamente se permitían 30 más y que tendríamos que venir mañana. Al otro día empezamos de nuevo. Después me dí cuenta que era mejor pasar la noche."
Todo el mundo se reía. Para ellos era gracioso. A mí nunca me gustó el humor negro practicado sobre mi persona.
Finalmente llegué al mostrador. Del otro lado un empleado en silencio esperó que yo hablara.
"Recibí esta notificación negando mi pedido. Dicen que yo nunca he mandado la documentación requerida en mi primera entrevista," dije.
"¿Y?" me dijo mirándome con el seño fruncido.
"Presento este recurso que prueba que presenté toda la documentación que ustedes me pidieron. Aquí están todos los recibos del correo con las fechas."
La mujer ojeó lentamente los papeles con toda la documentación. Eran muchos y variados y no creo que los entendiera. Luego escribió algo en un papel y dijo, "Lleve esto a la oficina 200. Hay una ventanilla y debajo de la ventanilla hay un buzón. Ponga este papel en el buzón y un supervisor lo va a atender. Que pase el que sigue."
Fue difícil encontrarla, pero finalmente llegué allí. Había una ventanilla y un buzón abajo. Puse rápidamente mi papel y cuando levanté mi cabeza vi mi rostro reflejado en la ventana. Era un espejo de lado de afuera. Ellos nos podían ver a nosotros pero nosotros no los podíamos ver a ellos. Recordé de nuevo mi libro de historia. Los romanos tenían miedo de los bárbaros y los bárbaros de los romanos.
La oficina 200 era diferente. Muy pocas personas, todos muy serios. Nadie hablaba. Uno con cara de oriental, una chica que se tapaba los cabellos al estilo musulmán, y algunos hispanos.
Me dolía la cabeza y tenían hambre. Traté de dormir. Dentro de todo me sentía contento porque pensaba que me podrían aceptar mi presentación y firmarme las copias. Tenía mi cheque por 110 dólares listo para la apelación.
Nadie hablaba y eso empezaba a deprimirme. Dos horas después, me empecé a preguntar si alguien habría recogido la nota del otro lado. Entonces oí mi nombre. El supervisor abrió la puerta y me llevó a su oficina.
"Siéntese," me dijo circunspecto mientras revisaba mi carpeta.
Me sorprendió que tuvieran mi archivo. Pensé que lo habían perdido. De otro modo, ¿Cómo podían justificar su rechazo en base de que yo no había mandado la información?
"Aquí tengo sus datos," me dijo, y empezó a preguntarme sobre mi vida personal, mi primer matrimonio, mi divorcio, mis trabajos, los períodos cuando no trabajé, mis impuestos, cuando viajé al exterior, etc., etc., etc. Me sorprendió su acento. No parecía norteamericano. ¿Cómo podía ser? Mi libro ilustrado de historia de nuevo me recordó que los romanos usaban bárbaros para contener a los bárbaros. ¿Era cierto o me parecía a mí? Me pareció que se esforzaba en mostrar su acento.
La verdad que me sentí humillado. Nunca nadie me había sometido a tal interrogatorio. Le contesté de mala gana.
En mi primera entrevista había evitado hablar sobre mi vida personal y pienso que fue un error. Decidí hablar en términos personales. Cuánto amaba a mis hijos. Ellos estaban por ir a universidades importantes, Harvard, Columbia, Swarthmore, bla, bla, bla.
Mi carpeta en sus manos estaba plagada de tachaduras en tinta roja. El oficial empezó a sacar hojas y romperlas y escribió más en otras. Siempre serio; ni una sola sonrisa.
Entonces traté de obtener una entrevista para mi apelación y que me firmara las fotocopias de mi presentación.
"No se preocupe por eso," me dijo. "Acabo de cambiar la decisión."
Su voz era poderosa y fácil. Tenía las llaves de América en sus manos y lo sabía.
Por mi parte, yo no sentí emoción alguna. Desde hace algún tiempo trato de imaginar que esto es algo que estoy viendo desde afuera, que no me pasa a mí. De nuevo volví a mi libro de historia ilustrada y esta vez no recordé nada similar en el Imperio Romano.
"Tenemos que tomar sus huellas digitales de nuevo," me dijo. "Sólo son válidas por 15 meses y hace rato que paso el tiempo." Le voy a dar una cita para el mes próximo. No va a ser aquí. Va a ser en Alejandría. Va a tener que esperar hasta que el FBI lo revise."
"Muchas gracias," le dije despreciándome a mí mismo.
"No veo sus fotos aquí. Probablemente las tiraron. Baje las escaleras, camine una cuadra a su derecha, sáquese otras fotos, y vuelva. Esta vez no tendrá que esperar. Golpee la puerta."
El hombre que me sacó las fotos, se deleitaba en contarme terribles historias de adolescentes que se encontraron en los países de sus padres. Deportados por pelearse en la escuela.
"Eran buenos estudiantes," me repetía. "En mis tiempos era diferente. Yo conseguí los papeles en sólo dos semanas."
En el viaje de vuelta, se lo conté todo a mi amigo.
"¿De qué te quejas? Viniste para presentar un recurso y la decisión fue cambiada enfrente de ti," me respondió.
"Pero el sueño americano," traté de decir.
"Ha, ha, ha. Eres un soñador," me dijo riéndose. "La bandera, los bárbaros a las puertas de Roma. Teorías solamente. La realidad es bien simple. El pobre empleado de la Migra estaba tratando de hacer el sucio trabajo que los norteamericanos no lo van a decir públicamente. Ellos no esperaban que guardaras tus recibos del correo. Los bárbaros no mandan cartas con aviso de retorno. Ellos no nos quieren. Están bien así como están."
"Eres un cínico asqueroso," le dije. "Vos piensas que es gracioso." Después de algún tiempo en silencio, le dije:
"Yo amo y admiro a este país, pero no quiero más una ceremonia pública en Montichello. Quiero una ceremonia privada donde pueda decir al oído del juez todo lo que el quiera escuchar."
Mi amigo no paraba de reírse. Yo tenía miedo de que chocáramos.
"Ha, ha, ha. Quien dijo que alguna vez vas a terminar los trámites,' me dijo. "No sabes acaso que los jueces son viejos, gordos y feos. ¿Cómo vas a susurrar algo en sus oídos? Ha, ha, ha."
El 4 de julio de 1999 juré en Montichello y el juez era gordo y feo.