Enrique Octavio Herrera ¡escríbeme! /English /Más Cuentos-->  

¡Aprieta!

Perdido en medio del campo y muerto de miedo. Tenía solamente doce años y era la primera vez que había salido a cazar.

“Ho Dios, muéstrame el camino," atiné a rezar. Mi papá era el director de una lejana escuelita rural. En aquellos días sólo me interesaban dos cosas. Leer cuentos en la biblioteca de la escuela, e ir con mi padre a cazar. Sin darme cuenta me había separado y caminado distraído por  mucho tiempo. Estaba perdido.

“Ho! Qué hambre y sed que tengo. ¡Debo apurarme!” Me dije a mí mismo.

“Esta escopeta es muy pesada. Voy descansar un rato debajo de aquel árbol y luego buscaré el camino a casa. No estoy perdido. No estoy perdido.” Sabía que era mentira pero necesitaba darme ánimo.

Olvidado de la caza, ya había descansado un rato cuando, en medio del perfecto silencio de aquellos matorrales, escuché un ruido.   Me levanté rápidamente y quedé paralizado por la escena.   Una iguana corría tras un ratón a lo largo de un angosto sendero no lejos del árbol donde estaba. En la otra punta del caminito, una víbora se escondía lista para saltar sobre una rana que se acercaba.   La iguana y la víbora se vieron casi al mismo tiempo y ambas quedaron paralizadas.   La víbora irguió su cabeza lo más que pudo y enroscó el resto de su cuerpo sobre sí mismo, como si fuera una oscura y palpitante bola de músculos. Enfrentando a su enemigo, la iguana se apretó furiosamente contra el suelo entreabriendo sus fauces en sordo rugido. Ninguno de los dos pareció moverse, pero la obscura bola parecía hincharse cada vez más, y la iguana, milímetro por milímetro, se acercaba a su rival.

  ¿Quién saltó primero? Tan súbito fue el golpe que aún el ojo más avizor podría adivinarlo.   El instantáneo entremezclarse de miembros, colas, anillos, garras, y escamas mostraba un monstruo bicéfalo revolcándose en medio de una nube de polvo.

Cuando el polvo se disipó, dejé escapar un suspiro de angustia porque la iguana había mordido la víbora por el cuello y trataba de quebrarlo.

“Horror! Ahora la víbora se había soltado un poco y en un gran arco trataba de llegar hasta el cuerpo de la iguana e inyectarle su veneno.

La iguana todavía tenía a la serpiente en sus fauces, pero en un punto algo debajo del cuello. La víbora apretaba el cuerpo de la iguana hasta el punto de destrozarlo. Con sus dos patas delanteras, la iguana solo protegía su cuello del abrazo mortal de la víbora y mordía con todas sus fuerzas.

¡Muerde! ¡Aprieta!

"¡Ho!" La iguana ya ha perdido el control de su cuerpo y yace a un costado protegiéndose aún con sus patas del asfixiante estrujar de su rival. La iguana sólo muerde. Cansada, destrozada, perdido el control de su cuerpo, sólo muerde. Por su parte la serpiente furiosamente aprieta el cuello de la iguana aún más.

¡Muerde! ¡Aprieta!

Ahí me di cuenta que la serpiente había empezado a flaquear. Entonces dejó de apretar y usando una rama del arbusto próximo como palanca, empezó a arrastrar a la iguana y golpearla contra el suelo, una, dos, tres veces. La iguana clavaba sus garras contra el polvo y sólo mordía.

¡Muerde! ¡Muerde!

Con fanática determinación, la iguana sólo mordía.   Finalmente, el espinazo de la serpiente sucumbió a la mordida. La iguana continuaba mordiendo, pero ahora sabía que todo era una cuestión de tiempo. Pasaron cinco, diez, quizás quince minutos. Finalmente ví el ultimo temblor agonizante de la víbora. La iguana había ganado. Tan tremendo fue el combate que, olvidando  toda precaución ya había salido de mi escondite y mirado la escena desde muy cerca.

Se estaba poniendo oscuro. Tambaleante, la iguana ya había abandonado el campo de batalla. Yo me recuperé y reflexioné sobre el combate.

Estaba emocionado. Finalmente caí sobre mis rodillas, me hice la señal de la cruz y recé de esta manera:

“Ho Dios. Te pido que nunca me pongas enfrente de enemigos tan poderosos. Pero si eso sucede, te pido la fuerza de apretar y morder. Aunque mis músculos se rompan como piolines apretar y morder y nunca soltar, apretar hasta la muerte.”

Me levanté. La noche había caído. A la distancia, estampidos en el aire me dijeron que la patrulla encabezada por mi padre había venido a mi rescate. Respondí disparando mi escopeta y me senté a esperar por ellos.

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